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Universidades, colegios, poderes
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2. Annick Lempérière y Lucrecia Orensanz: «Los dos centenarios de la independencia mexicana (1910-1921): De la historia patria a la antropología cultural», en Historia Mexicana, 45(2), pp. 320 y 346; citado por Virginia Guedea: «La Historia en los centenarios de la Independencia: 1910 y 1921», en Asedios a los Centenarios (1910 y 1921), México, Fondo de Cultura Económica, UNAM, 2009, p. 102. La idea es planteada tiempo atrás por Alberto J. Pani, ministro de Relaciones Exteriores de Obregón, considerado por sus contemporáneos como uno de los principales impulsores de las celebraciones. Véase Alberto J. Pani: «Del presidente De la Barra al presidente Obregón», en Apuntes Autobiográficos, tercera edición, Senado de la República, 2003, p. 282.

3. Pedro Castro: Álvaro Obregón: Fuego y cenizas de la revolución mexicana, México, Ediciones Era, 2005.

4. Pedro Castro: Álvaro Obregón: Fuego…, op. cit.

5. De acuerdo con Elaine C. Lacy, en una junta del gabinete que tuvo lugar en Chapultepec el 16 de abril de 1921, se determinó que debido a la escasez de fondos federales la celebración sería simple y poco onerosa, abierta a todas las clases sociales, y que se invitaría a los gobernadores a organizar las festividades apropiadas en sus Estados. Lacy: «Obregón y el Centenario de la consumación de la Independencia», Boletín, 35, Fideicomiso Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, sep.-dic., 2000, p. 3.

6. Clementina Díaz y de Ovando: «Las fiestas del “Año del Centenario: 1921”», en México: Independencia y soberanía, México, Secretaría de Gobernación, Archivo General de la Nación, 1996, p. 103; y Aurelio de los Reyes: Cine y sociedad en México 1896-1930. Bajo el Cielo de México, vol. II, 1920-24, p. 119, tomada de Miguel Alonzo [sic] Romero: Un año de sitio en la presidencia municipal, México, Editorial Hispano Mexicana, 1923.

7. La Comisión Organizadora de las Fiestas del Centenario se conformó desde el mes de mayo con el fin de atender con toda eficacia el programa oficial y armonizar los diferentes actos que llevarían a cabo las distintas secretarías y departamentos de Estado. Sus integrantes, designados por el Consejo de ministros, fueron: el general Plutarco Elías Calles, secretario de Gobernación, el ingeniero Alberto J. Pani Arteaga, secretario de Relaciones Exteriores, posición desde la cual presidió el Comité Ejecutivo o Técnico y, por último, Adolfo de la Huerta, secretario de Hacienda y Crédito Público. A la vez y para darle mayor eficacia a las tareas de organización, la Comisión nombró un Comité Ejecutivo, integrado por otras tantas distinguidas personalidades: Emiliano López Figueroa (presidente), Martín Luis Guzmán (secretario) y los diputados Carlos Argüelles (tesorero) y Juan de Dios Bojórquez (vocal). Con el fin de favorecer el sentido popular que se quería dar a la fiesta, se invitó a los gremios, asociaciones, ateneos, y toda clase de agrupaciones particulares, además de los representantes de los principales periódicos citadinos para que aportaran ideas, patrocinaran y desarrollaran algunos números del programa. Véase Díaz y de Ovando, op. cit, p. 104.

8. Durante el siglo XVIII se empezaron a realizar las «jamaicas», fiestas populares reprobadas por algunas autoridades civiles y eclesiásticas pues, según afirmaban, estaban constituidas por «escandalosos y sacrílegos» bailes como: La llorona, El rubí, El pan de manteca o El Jarabe. Véase Juventino Rodríguez Ramos: Historia de México, Grupo Editorial Patria, 2018, p. 163.

9. Aurelio de los Reyes: Cine y Sociedad…, vol. II, p. 119. El jurado del concurso estuvo conformado por prestigiadas figuras del medio político-cultural: Manuel Gamio, Jorge Enciso, «artista muy conocido por sus notables trabajos como dibujante de asuntos nacionales y especialmente indígenas; Aurelio González Carrasco, literato de justa reputación y uno de los autores teatrales que más se han distinguido en el género de zarzuelas populares; Carlos M. Ortega, autor teatral también que ha [compuesto] obras de marcado sabor vernáculo; y Rafael Pérez Taylor, antiguo redactor de La Convención junto con Heriberto Frías, crítico de cine y reportero de los aspectos sórdidos de la vida metropolitana». Véase: «Fue nombrado el Jurado calificador para el concurso de la India Bonita», en El Universal, 12 de julio de 1921, p. 9.

10. Aurelio de los Reyes: Cine y Sociedad…, vol. II, p. 120.

11. «Cómo vio “Martín Galas”, con todo su optimismo, las Fiestas Centenarias, el lujo y el cinismo», en México: Independencia y soberanía, p. 186.

12. Sobre este punto, Gabriel Zaid comenta: «José Vasconcelos no llegó a secretario de educación por las armas, ni por tener un paquete de votos importante en un régimen parlamentario, ni por los libros, sino porque quiso el general Obregón». Gabriel Zaid y Daniel Cosío Villegas: Imprenta y vida pública, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, 182 pp.

13. Para entender las prioridades que en ese momento movían el ánimo de Vasconcelos, es importante recordar que apenas el 5 de septiembre de 1921 el Congreso había aprobado la Ley de Creación de la Secretaría de Educación Pública.

14. José Vasconcelos: «Un Centenario forzado», en El Desastre, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 42. También en La creación de la Secretaría de Educación Pública, presentación de Alonso Lujambio, México, INEHRM, 2011, 88 pp.

15. Memoria de la Semana del Niño, México, Departamento de Salubridad Pública, 1921, 264 pp. Particularmente a Alberto J. Pani le interesaba de manera especial dicha temática, sobre la que en 1916 publicó el texto denominado La Higiene en México, edición en castellano de la Biblioteca de Acción Mundial, 1916.

16. El espíritu popular que caracterizó a las celebraciones de 1921 estuvo presente en buena parte de los festejos, como puede observarse en la excursión a Teotihuacán de los visitantes extranjeros y los más destacados representantes del gobierno mexicano. Para que esta visita no quedara como una simple prerrogativa de las élites, el jueves 15 de septiembre a las 8:00, 9:00 y 10:00 AM salieron de la Estación del Ferrocarril Mexicana «trenes de recreo» para transportar a todas las personas que quisieran visitar esa zona arqueológica. Véase Álbum gráfico del centenario: 27 de septiembre de 1821-27 de septiembre de 1921, ed. por Vicente Gallegos Liceaga, México, Talleres del Hogar, [1921], [s. p.]

17. De acuerdo con las «Bases» establecidas para la realización de dicho certamen se registraron 4 temas, aunque desafortunadamente, nuestra fuente de información no los precisa con claridad. El premio, la «Flor Natural» concedida al primer tema fue para el autor del poema intitulado «El alma de los jardines», Jaime Torres Bodet. Cabe destacar que estos no fueron los únicos Juegos Florales que formaron parte del Programa de celebraciones; poco antes, el 9 de septiembre en el Teatro Arbeau tuvo lugar la premiación del certamen del mismo nombre, solo que en esta ocasión fue organizado por el periódico El Universal.

18. «Informaciones de la Prensa», en Boletín de la Universidad Órgano del Departamento Universitario y de Bellas Artes, IV Época, t. III, núm. 7, diciembre de 1921, pp. 140-142.

19. Por lo escueto de la información registrada en el Álbum Gráfico, la nota sobre este evento se asemeja a la redacción de un telegrama, como si no quisiera abundarse en sus detalles: «8:30 p.m. –Juegos Florales en el Teatro Iris. Organizados por la Universidad Nacional. Asiste el C. Presidente de la República».

20. El Demócrata, 23 de septiembre, 1921. Citado por Clementina Díaz y de Ovando, p. 153. El poema de Torres Bodet, denominado «El alma de los jardines», evocaba los distintos «jardines» o etapas que suele cruzar el hombre a lo largo de su vida: la niñez, el internado, la correspondiente a los primeros idilios y la de la muerte.

21. José Vasconcelos: «Un Centenario forzado», en El Desastre, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 39-43. La primera edición de este libro se llevó a cabo por Botas en 1938.

22. Boletín de la Universidad Órgano del Departamento Universitario, IV Época, t. III, n.º 7, diciembre de 1921, p. 59. Si bien en este impreso se mencionan las fechas arriba indicadas, en su página 76 se afirma que «el 20 de octubre clausuró sus sesiones la Primera Internacional de Estudiantes. Sus labores […] sin duda serán un estímulo para los compañeros que se reúnan en Buenos Aires, pues se distinguieron tanto por la animación de sus debates, que fue sostenida hasta el último momento, como por la gravedad de los temas resueltos, por la generosidad del lirismo que penetraba los espíritus nuevos en él congregados y por el verdadero acercamiento espiritual que se ha empezado a realizar en la juventud del mundo, ya consciente de la responsabilidad de su misión humana…».

23. Ciriaco Pacheco Calvo: «El Primer Congreso Internacional de Estudiantes celebrado en México en 1921», Revista de la Universidad, 14, México, UNAM, diciembre de 1931, p. 184.

24. Enrique Krauze: Daniel Cosío Villegas: Una biografía intelectual, México, Tusquets, 2001, pp. 39-42.

25. Gabriel Zaid y Daniel Cosío Villegas: Imprenta y vida pública, México, Fondo de Cultura Económica, 2014.

26. Enrique Krauze: Daniel Cosío Villegas…, p. 42. Si creemos en la palabras de Gabriel Zaid, aunque la figura central del Congreso fue Vasconcelos, el que realmente asumió el trabajo duro de la organización del evento fue Daniel Cosío Villegas, quien por entonces tenía veintitantos años de edad pero ya contaba con bastante experiencia en terrenos de política estudiantil.

27. Entre los delegados adherentes estaban: Ramón Beteta Quintana, Manuel Sandoval López, Manuel de la Torre, Manuel Gómez Morín, Vicente Lombardo Toledano, Alfonso Caso y Octavio Medellín Ostos. Pacheco Calvo, op. cit., p. 186.

28. La convocatoria la firmaron los miembros de la Federación de Estudiantes: Daniel Cosío Villegas, presidente; Raúl J. Pous Ortiz, jefe del departamento de propaganda; Rafael Fernández del Castillo, secretario del exterior; Carlos Pellicer Cámara, jefe del departamento técnico y Francisco del Río y Cañedo, jefe del departamento social. Véase Ciriaco Pacheco Calvo: «El Primer Congreso Internacional de Estudiantes en México en 1921», Revista de la Universidad, 14, diciembre de 1931, México, UNAM, pp. 184-192.

29. Ciriaco Pacheco Calvo: «El Primer Congreso Internacional de Estudiantes celebrado en México en 1921», Revista de la Universidad, 14, diciembre, México, UNAM, 1931, pp. 184-185. Según este autor, se estableció que los debates serían públicos, las reuniones plenarias y al menos teóricamente, los idiomas oficiales del congreso serían inglés, alemán, francés y español, aunque en la práctica se concretaron exclusivamente a este último, tanto por la ausencia de asistentes que dominaran las demás lenguas como por las fallas organizativas del evento, cuya convocatoria se dio a conocer solo dos meses antes de la fecha inaugural del evento.

30. Enrique Krauze: Daniel Cosío Villegas…, pp. 42-43.

31. «El primer Congreso Internacional de Universitarios», Revista de la Universidad, 14, diciembre, México, UNAM, 1921, p. 70.

32. Ciriaco Pacheco Calvo: «El Primer Congreso Internacional…», pp. 70 y 188.

33. Ciriaco Pacheco Calvo: «El Primer Congreso Internacional….», pp. 186-187. El autor cita el caso de Alemania y Suiza, representadas por algunos profesores del Colegio Alemán radicados en México, cuyo escaso dominio del español les impidió captar la atención de sus pares.

34. Ciriaco Pacheco Calvo: «El Primer Congreso Internacional…», p. 191.

35. Enrique Krauze y Daniel Cosío Villegas: Una biografía intelectual, op. cit., p. 45.

36. José Vasconcelos: La creación de la Secretaría de Educación Pública, op. cit., 2011, pp. 88-89.

37. Diario de Debates, Legislatura XXIX, Año II, n.º 3, México, 2 de septiembre de 1921.

38. Diario de Debates, Legislatura XXIX, n.º 12, 23 de septiembre de 1921.

39. Carla Zurián: «Noticias oficiales y crónicas incómodas: La Prensa durante las fiestas del centenario (1910-1921)», en línea: (consulta: 26 de junio de 2019). Las palabras textuales de la autora son las siguientes: «Es ya un hecho el impuesto del Centenario que se mete en todos los bolsillos. Comercio, industria y tutti quanti, nadie ha dicho pío. Carencia absoluta de carácter, lo mismo en lo individual que en lo colectivo».

40. Alberto J. Pani: Apuntes autobiográficos I, México, Senado de la República, 2003, pp. 292 y 293.

41. José Vasconcelos: «Discurso con motivo de la toma de posesión del cargo de rector (1920)», en José Vasconcelos y la Universidad, México, Universidad Nacional Autónoma de México (primera edición, 1983). Introducción y selección de Álvaro Matute, pp. 57-62. Textos de Humanidades, 36.

42. José Vasconcelos: «Discurso…», p. 59.

¿ESCUELA DE SALAMANCA, O ESCUELAS DE LA MONARQUÍA?

LETRAS Y LETRADOS, SIGLO XVI

ENRIQUE GONZÁLEZ GONZÁLEZ

UNAM

Durante el presente siglo, la bibliografía acerca de la llamada Escuela de Salamanca ha crecido y aumenta sin cesar. Las recientes celebraciones, justificadas o no, por el octavo centenario de la Universidad dieron nuevo impulso a publicaciones sobre el tema. Diversos autores admiten como hecho incontestable la existencia de dicha Escuela, con mayúsculas, sin detenerse en precisiones, y bajo el rubro colocan a todo autor peninsular o americano del siglo XVI y parte del XVII, como cajón de sastre. Otros, al querer definirla histórica y temáticamente, suelen embarcarse –o empantanarse– en terrenos, a lo menos, problemáticos. De hecho, hay dos escuelas antagónicas en torno al significado y alcance de la Escuela de Salamanca. En España destaca –al menos en número de páginas– la bibliografía que la restringe a la Facultad de Teología, por no decir al convento de San Esteban. El bando opuesto, preferido por extranjeros, admite la teología, pero supeditada a sus aplicaciones en derecho, moral, y, muy en particular, a la economía. Por tanto, ensancha notablemente el universo de autores considerados miembros de la Escuela, y la cronología.

Antes de entrar en la cuestión, parece útil repasar un caso análogo, el de la llamada Escuela de Padua. A continuación, se hace un recuento sucinto de la historiografía en torno a la Escuela salmantina y las tesis de sus valedores. En tercer lugar se examina el concepto de escuela a lo largo del tiempo, para ver si procede vincularlo con las tareas intelectuales de la Salamanca del siglo XVI. Acto seguido, se indagará en la difusión impresa y la recepción de los autores tenidos por pilares de la Escuela. Por último, se hablará del gran número de universidades, colegios de órdenes regulares y otros centros docentes, en ambos lados del océano, vigentes o fundados en el siglo XVI, que se influyeron mutuamente y fueron semilleros de letrados. Se plantea, pues, como auténtico despropósito, explicar la actividad profesional y la obra escrita de tantos hombres de letras solo en función de la alma mater del Tormes. Antes de hablar de la Escuela de Salamanca, se plantea la necesidad de analizar en conjunto las escuelas de la monarquía y situarlas en su marco social.1

LA ESCUELA DE PADUA

En 1983, el historiador de la ciencia y las universidades renacentistas italianas Charles B. Schmitt alegó que la Escuela de Padua, a la que se atribuye un papel decisivo en el origen de la ciencia moderna, nunca existió como tal, así como que el aserto carecía de «any specific entity» y que recurrir a él obedecía a información deficiente y estrechez de miras.2 Asimismo, expuso que se trataba de un término acuñado apenas en 1940 por el historiador John Randall (1899-1980).3

Según Randall, era poco novedoso el interés de muchos autores de los siglos XVI y XVII por cultivar una ciencia que, a más de comprender la naturaleza, pretendía operar sobre ella, pues durante tres siglos se había cultivado en las universidades del norte de Italia y, de modo especial, en «the School of Padua». Tales academias desplegaron, desde el siglo XIV, «an experimentally grounded and mathematically formulated science of nature». Para el autor, antes que una tendencia difusa e intermitente –lo afirma dos o tres veces–, revistió sólida continuidad, una «cummulative and organized elaboration of the theory and method of science»; una «organized scientific tradition».4 La persistencia de la Escuela la garantizó una sucesión de maestros que captaron la importancia de la facultad de artes para desarrollar las ciencias naturales, las matemáticas y la medicina, dejando aparte la teología.

Gracias a que Venecia conquistó Padua en 1404 –prosigue Randall–, la Serenísima comunicó a esa universidad su tradicional espíritu de libertad y su anticlericalismo [sic]. En adelante, Padua atrajo «the best minds» de toda Italia, en especial del sur, y se convirtió en «the leading scientific school of Europe». Esa alegada continuidad trisecular llevó al profesor norteamericano a afirmar que Galileo había sido, «in Method and Philosophy, if not in Physics […], a typical Paduan Aristotelian».5

Historiadores como Paul O. Kristeller, Neal W. Gilbert y N. Jardine, entre otros, objetaron la tesis, retomada por discípulos de Randall como W. F. Edwards.6 Con los tres primeros, Schmitt admite que, desde el siglo XIX, autores como Renan dieron prestigio a Padua. Con todo, ulteriores trabajos probaron que aquel estudio, lejos de haber sido el único y más destacado, floreció junto a media docena de universidades, por solo hablar del norte de Italia. En todas se cultivaban los mismos métodos, saberes y autores, sobre todo en Bolonia, cuyo averroísmo –el gran timbre de identidad atribuido a Padua– precedió en tiempo y vigor al paduano. Esto sin hablar del gran centro tipográfico de Venecia, cuyos colosales impresos de Aristóteles y sus intérpretes árabes y griegos distaban de depender directamente del vecino estudio. Es más, anota Schmitt, la habitual ignorancia de la historia universitaria suele llevar a estudiosos como Randall a considerar una originalidad paduana el estudio de la filosofía natural como base de la medicina y no de la teología.

Algunos argumentos de Schmitt resultan aplicables a Salamanca y a toda España: solo el desconocimiento de la historia universitaria del Antiguo Régimen permite atribuir a un único centro académico el patrimonio compartido por múltiples instancias de una ciudad, un vasto territorio, un reino o toda la cristiandad. Por tanto, resulta insostenible afirmar que cierta continuidad, o los cíclicos momentos innovadores, son privativos de una institución, con exclusión del resto, o bien de un individuo o grupo, solo por haber tenido contacto, a veces breve, con ella. Antes bien, resultan del constante intercambio. Destaca que los maestros paduanos, con excepciones como Giacomo Zabarella,7 se formaron fuera de Padua, y su paso por la ciudad no era tan estable como para crear y sostener, de generación en generación, la pretendida «organized scientific tradition». Solían profesar en esas aulas luego de estudiar, y aun enseñar en otras partes, y al cabo de un espacio breve o largo de docencia paduana emigraban, llevados por sus intereses personales, en especial si tenían ofertas atractivas de otra universidad o un príncipe. Así, a más de difundir sus saberes, recibían influjo de las tradiciones locales. De ahí que la regla fuese el intercambio de «doctrinas» y no la pretendida singularidad de una estación de paso.

Resulta útil una mirada a dos casos concretos que suelen juzgarse paradigmáticos de la Escuela de Padua. El primero lo protagoniza Agostino Nifo (1469/70-1538). Inició sus estudios en el reino de Nápoles, su patria, de donde fue a Padua hacia los 14 años. En 1490 se graduó en artes y, pasados dos años, enseñó en su facultad hasta 1499, momento en el que dejó finalmente la ciudad. Reapareció en 1507 como lector en Salerno y, en 1509, en Nápoles. Se fue a Roma en 1514 y estuvo en Pisa de 1519 a 1521, año en el que volvió a Salerno por una década larga. Tornó a Nápoles de 1531 a 1532. Rehusó una invitación a Bolonia, y dedicó sus últimos años a escribir en su ciudad natal.8 De sus 68 años, siete estudió en Padua y otros tantos profesó. El resto divagó por Italia, de norte a sur.

Galileo, supuesto ápice de la Escuela de Padua, también revela vínculos, quizás no decisivos, con esa universidad. Nació en Pisa, en 1564. De 1581 a 1583 cursó medicina en su universidad, pero la dejó y estudió por su cuenta matemáticas, en especial a Arquímedes. De 1589 a 1592, enseñó la disciplina en Pisa. Huyó al Véneto, enemistado con los Médici. En Padua, la siguió dictando hasta 1610. Las universidades solían dar rango marginal a las matemáticas; tanto que muchas no exigían el grado doctoral al lector, quien quedaba fuera de los colegios –o claustros– doctorales. Así ocurrió en México, con Carlos de Sigüenza y Góngora, titular de Matemáticas en la Real Universidad, en el propio siglo XVII. Falto aún del grado de bachiller, el gremio doctoral lo desairaba.9 Quizás por razones análogas, Galileo, al mudar el horizonte florentino, volvió en 1610 a la corte medicea, donde vivió hasta su proceso en 1633. Condenado a reclusión domiciliaria perpetua, muere, prisionero, en 1642.10 De sus 67 años, menos de tres enseñó en Pisa, donde –según prueban sus manuscritos– ya exploraba los temas físicos y matemáticos que le darían fama. En Padua, falto de grados, no tuvo opción a impartir filosofía natural, y debió ceñirse a su disciplina casi dieciocho años. Antes de retornar editó su primera obra, Sidereus nuncius (Venecia, 1610). Las demás salieron en otros ámbitos, no derivan de cursos ni evidencian vínculos con Padua, pero Randall y sus adeptos tienden a explicar los aportes científicos que hicieron por su liga con la Escuela de Padua.

La propuesta de Randall, refutada por los principales historiadores del Renacimiento y la ciencia moderna italiana y extranjera, goza de cabal salud en tanto que contribuye a exaltar las glorias de la institución véneta, incluso si muchos de sus supuestos miembros carecieron de vínculos decisivos y estables con ella y circularon por toda la península, difundiendo y adoptando ideas. De ahí lo insostenible de la tesis de una tradición nativa y original, nutrida durante tres siglos por una secuela de maestros formados en ella, y transmisores fieles de su legado. Fuera de la Academia, muy poco valen las sólidas y argumentadas objeciones de Schmitt y otros: los mitos fluyen por canales ajenos a los del rigor histórico y crítico, inmunes a la razón. Por algo se sigue hablando de la Escuela de Padua.

LA ESCUELA DE SALAMANCA, UN NOMBRE, DOS INTERPRETACIONES

Todo indica que el nombre Escuela de Salamanca llegó del exterior. Lo emplea en 1933 el alemán Martin Grabmann en su historia de la escolástica.11 Da por hecho la Escuela y le atribuye unos cuantos calificativos vagos, pero llamó a Francisco de Vitoria (1496-1546) su fundador. Y con todo, líneas abajo incorpora en ella a fray Matías de Paz, muerto en 1513…12 Vertido al español en la posguerra, el apelativo tardó en ser admitido.

En cambio, el mote circula desde hace décadas con plena carta de ciudadanía en los ámbitos germánico y anglosajón, si bien se le admite casi en exclusiva desde una perspectiva social, política y, más aún, económica. Marjorie Grice-Hutchinson, activa entre 1952 y 2002, parece ser la extranjera que más páginas dedica al tema, e identifica siempre a la School con la economía. En The School of Salamanca. Readings on the Spanish Monetary Theory, 1554-1605 (1952)13 vincula con esa universidad a cuanto tratadista económico hispanoamericano logró identificar, sin importar dónde se formó y dónde actuó profesionalmente. Así, dedica un capítulo al dominico Tomás de Mercado, formado entre Sevilla y México, y lector en ambas ciudades… Por lo demás, revela incontables errores factuales: se refiere al «dominico» Martín de Azpilcueta, quien –asegura– fue llevado a Portugal por el rey Joao III cuando creó la Universidad de Coímbra, en 1538… En París, Vitoria enseñó «in the Sorbonne»,14 entre otras perlas. Glosando a Schmitt, solo una ignorancia tan supina de la historia universitaria le permite vincular a todo autor ibérico e indiano con la famosa Salamanca. ¿Sabía de la existencia de otras en los dominios hispanos?

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