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Universidades, colegios, poderes
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El Instituto Max Planck ha iniciado la loable tarea de editar en línea las obras más representativas de noventa y seis autores, bajo el rótulo de la Escuela de Salamanca.15 Todos trataron de temas jurídicos y económicos entre 1522 y 1675. Algunos, desde la teología moral; otros, tomaban la Prima secundae, de santo Tomás, para sus tratados De iustitia et iure. A más de los teólogos salmantinos Vitoria, Soto, Cano y Báñez, la lista incluye a legistas y canonistas como Martín de Azpilcueta, Diego de Covarrubias o Antonio Pérez. Ellos, y sin duda otros, tuvieron indudables vínculos con el estudio del Tormes. Pero el listado también recoge a estudiosos o profesores de instituciones –tanto universitarias como colegios o estudios de órdenes regulares– complutenses, vallisoletanas, aragonesas, granadinas, portuguesas, limeñas o mexicanas. Es más, se incluye a dos de los autores italianos más citados por tratadistas católicos del siglo XVI: Tomás de Vio y Silvestre Mazzolino. El criterio de selección difícilmente podría ser más amplio y generoso; o, si se prefiere, más difuso. ¿Qué criterios o vínculos académicos o biográficos permiten ligar a ese heterogéneo centenar de autores con la llamada Escuela de Salamanca? ¿Todo el saber iberoamericano de los siglos XVI y XVII es «proyección» de tan ilustre estudio?

Si bien Grabmann mencionó la Escuela, con mayúsculas, el título poco atrajo en España, a pesar de que el alemán la delineó como un movimiento de renovación teológica. Con todo, las tesis del alemán poco embonaban con la actividad editorial que, desde el inicio del siglo XX, promovían los dominicos de San Esteban para recuperar a sus teólogos del Quinientos, reeditando impresos olvidados desde el siglo XVII y rescatando inéditos. Primero destacaron Justo Cuervo (1859-1921), Alonso Getino (1877-1946) –fundador, en 1910, de la revista emblema Ciencia Tomista– y Venancio Carro (1894-1972). Su objetivo, antes que la Universidad como tal y en su complejidad, era exaltar, con beligerancia, a los autores de la orden, en especial a Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Melchor Cano y Domingo Báñez.

Vicente Beltrán de Heredia (1885-1973) continuó esa línea apologética. Fruto de su pluma fueron, a partir de 1911, más de trescientas recensiones o «notas críticas», en especial en Ciencia Tomista, y más de cien artículos, que seleccionó y reeditó en la Miscelánea Beltrán de Heredia (1972): sesenta y ocho estudios en cuatro tomos con más de 2.500 páginas sobre la actividad de los teólogos dominicos, ante todo, de san Esteban. Lo propio hizo en sus libros: catorce títulos en treinta y dos nutridos volúmenes; ante todo, ediciones de obras inéditas de teólogos, con prefacios que rebasan 200 páginas: los comentarios de Vitoria a la Secunda Secundae, en seis tomos; en cinco, los de Báñez a la primera y tercera partes de la Summa. Un documentado libro sobre Soto. Su aptitud excepcional para recabar y editar fuentes culminó con el Bulario (1219-1549)16 y el Cartulario (1218-1600)17 de la Universidad, en nueve tomos.

Los dominicos, al rescatar la obra de sus ilustres ancestros, aportaron material invaluable a los futuros panegiristas de la Escuela. Dictaron también, en gran medida, el guion, centrado en la cuarteta de teólogos: Vitoria, Soto, Cano, Báñez. A la vez, evitaron referirse a la «Escuela». Algún estudioso halla «sorprendente» que Beltrán no disertara sobre ella.18 Él y los suyos parecían ver con recelo un enfoque que extendía a toda la universidad un mérito reclamado en exclusiva para los teólogos de su orden, claustrales de san Esteban.19

Es quizás Luciano Pereña (1920-2007) quien oficializó el término en el ámbito hispano. Sin embargo, él mismo, durante años, se vio reticente. Así, en 1954 publicó: La universidad de Salamanca, forja del pensamiento político español en el siglo XVI.20 Omitió, pues, a «La Escuela». Al parecer, en los sesenta aún prefería hablar de «Escuela española de la paz», o Corpus Hispanorum de pace, título de la serie bibliográfica que editó de 1963 hasta su muerte. Solo en 1984 adoptaría el mote, en Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca. La ética en la conquista de América.21 En adelante tomó partido abierto por el nombre, pero en su serie aparecía después de su lema original. Con notable tenacidad publicó o promovió la edición de medio centenar de tomos con obras de autores de los siglos XVI y XVII. Al difundir otros nombres y diversificar enfoques, ensanchó el campo.

De hecho –y a diferencia de tantos coetáneos y antecesores–, su interés por la teología en sí parece nulo; prefiere sus derivaciones. Su enfoque lo acerca a nombres como Grice-Hutchinson, pero su tono es vindicativo, y abusa de anacronismos como democracia o internacionalismo. Ante todo, reclama para España la palma en la creación del derecho de gentes, y defiende la conquista de América como empresa civilizadora y moral. De Vitoria, le atrae su visión del Nuevo Mundo; de Cano, sus teorías sobre la guerra. Además, editó al menos veinte tomos del jesuita Francisco Suárez, quien, por cierto, jamás leyó en la Universidad salmantina.22 Al final de su vida, esbozó su idea de «La Escuela de Salamanca: notas de identidad».23 Consiste en un «sistema de principios éticos (de filosofía política, moral internacional y moral económica principalmente)». Su carácter «interdisciplinar» impide reducirla a escuela teológica, filosófica, jurídica, social o económica. Antes bien, conlleva «una comunidad de actitudes, de principios y de método». Señala que, frente a la imperante economía mercantilista de los tratos comerciales, los salmantinos promovieron una «economía humanista», utópica, que pretendía «la rehumanización, la pacificación y la reconciliación entre indios y españoles».24 Huelgan comentarios…

En 2000, Juan Belda Plans, de la Universidad de Navarra, estampó el voluminoso La Escuela de Salamanca y la renovación de la teología en el siglo XVI.25 Como el título sugiere, se limita al enfoque teológico y, en contraste con Pereña y Grice-Hutchinson, restringe al máximo el campo de la Escuela: los lectores de teología de prima y vísperas de Salamanca, desde el inicio de la enseñanza de Vitoria hasta la muerte de Báñez (1526-1604). Casi como concesión, acepta a los lectores de otras cátedras teológicas, tachados de «menores». En cambio, –sin explicar ni justificar– excluye la de la Biblia. Por tanto, fray Luis de León pasa a los «maestros menores», y ello porque leyó cátedras temporales. Resulta así que Melchor Cano, «teorizador del método teológico de la Escuela», lector efectivo en cátedra de prima durante algo más de un cuatrienio –sin contar los meses a cargo de suplentes–, merece a Belda doscientas cincuenta páginas, frente a las tres dedicadas a fray Luis, sin valorar sus treinta años de docencia teológica.26 Al hacerlo, además, obvia que el agustino era uno de los pocos teólogos que citan a Vitoria, de cuyos alumnos recopiló apuntes.27 Su visión, en extremo restrictiva, lo lleva a exigir «requisitos mínimos» para pertenecer a la Escuela, que reduce a una suerte de escalafón docente-teológico. Sobra añadir que también omite los derechos, medicina, filosofía y las humanidades impartidas por colegas de Vitoria. A la vez prescinde de los colegios y universidades donde leyeron, antes o después, los «maestros mayores».28

Alega, con razón, que deben delinearse los alcances del término, o pierde sentido. Define la Escuela –teológica– como «realidad unitaria y homogénea en una serie de aspectos: unidad de espacio y tiempo (un lugar y periodo concreto); unidad de personas que se suceden (un grupo cohesionado); unidad de fines, de espíritu, de medios (un proyecto y unos métodos comunes); unidad, por último, de doctrinas en puntos básicos (una cierta tradición doctrinal)». Todo se aplica –dice– al «grupo unitario de teólogos con unas notas comunes». Es decir, los sucesivos lectores salmantinos «a partir del magisterio de Vitoria y bajo su influencia (directa o indirecta)», y animados por «ideales y objetivos comunes»: renovar la teología desde una «tradición doctrinal común», cuyo centro es la Summa «como guía principal de los estudios y enseñanza teológica universitaria». Un legado, en fin, «que se transmite de unos a otros y que se va enriqueciendo progresivamente». Ellos formaron «un verdadero equipo colectivo» cuyos aportes personales enriquecían la labor conjunta, por ejemplo.29

Otros estudiosos, como los profesores salmantinos José Barrientos y Miguel Anxo Pena, asumen, por principio o de hecho, el restrictivo enfoque de Belda, si bien ambos se extienden hasta el siglo XVII. Barrientos declara sin atenuantes: «La Escuela de Salamanca debe quedar limitada a aquellos docentes de la Universidad, dominicos y no dominicos, en quienes concurren las dos notas que, entiendo, caracterizan o definen la Escuela: teología y tomismo».30 Fiel a su tesis, ha emprendido minuciosas pesquisas de archivo para reconstruir la docencia de los lectores salmantinos de teología entre el XVI y mediados del XVII, en una treintena larga de títulos, desde artículos a densos libros.31 Además, en su Repertorio de Moral económica (1526-1670). La Escuela de Salamanca y su Proyección (2011)32 presenta a diez catedráticos y, a continuación, a ochenta y cinco teólogos tratadistas de «moral económica», con los que acredita la «proyección» de la Escuela. Pero, por supuesto, excluye a los canonistas. Ni siquiera escapa Martín de Azpilcueta (1492-1586), el autor más influyente en temas de moral y economía, por sus popularísimos manuales de confesión y sus tratados sobre cambios, usura, etc. Lo omite, incluso si enseñó catorce años en el estudio y tuvo decisiva actuación en cánones. Prescinde de que hoy, el bando menos intolerante de los defensores de la Escuela lo sitúa al lado de Vitoria y lo considera el más agudo de los salmantinos en temas monetarios. Por supuesto, también deja fuera a su discípulo dilecto y sucesor en prima, Diego de Covarrubias (1512-1577), capital reformador de la universidad.

Si Barrientos estudió los archivos, Miguel Anxo Pena, la historiografía. Casi a la vez sacó dos libros. En el primero, Aproximación bibliográfica a la(s) Escuela(s) de Salamanca,33 bajo tan singular título ofrece 6.101 fichas bibliográficas relativas de algún modo con aquella. Añade a la lista alfabética un útil índice de «Descriptores temáticos», y una «Aproximación histórica al concepto “Escuela de Salamanca”», donde afirma: «nadie puede negar la existencia clara de una Escuela, que viene configurada por una manera de hacer y de pensar, donde la teología es el motor propio y singular que da sentido a la misma».34 Sin una definición mejor trabada, Pena se suma, de hecho, a quienes entienden la Escuela como teología, y esa visión dominará en su otro libro.

En La Escuela de Salamanca. De la monarquía hispánica al orbe católico,35 se advierte una constante vacilación. Si bien realiza un amplio repaso historiográfico sobre lo escrito del siglo XVI al XXI en torno a la «Escuela», muestra un empeño constante por presentarla como un hecho –o si se prefiere– como un concepto irrebatible, cuyas características busca precisar basándose en esa misma historiografía, tan heterogénea. En consecuencia, al supeditarse al punto de vista del estudioso que va glosando, hace de la Escuela un fenómeno exclusivamente teológico, o bien insiste, con el autor siguiente, en que se debe estudiar también su dimensión social, política y económica.

En la práctica –basta con repasar su índice– ni un solo capítulo se dedica a los juristas, a los filósofos o a quienes trataron el pensamiento económico; todo queda en teología –«motor» de la Escuela– y en repaso historiográfico. A la vez, su empeño por documentar la Escuela desde fechas muy tempranas lo lleva a manipular un tanto su exégesis de las fuentes. Apenas, si descubre la palabra escuela, la escribe en mayúscula, sin importar el contexto, quizás alterando el sentido del texto. Más aún, si aduce un pasaje del latín, amolda un tanto la versión española para adecuarla mejor a su empeño por aplicar una concepción de escuela del siglo XX a las circunstancias vigentes tres o cuatro siglos atrás. Un examen de su rico «Apéndice de textos», con setenta y ocho piezas documentales o extractos datados de 1512 a 2003, con varios que se contradicen o difieren entre sí, confirmaría la inconsistencia de las fuentes y argumentos compilados justo para defender la «irrebatible» existencia de la Escuela.36 Tanta heterogeneidad, lejos de aportar una imagen sólida de esta, la diluye entre opiniones dispares. El anexo documental y el desarrollo del libro, antes que responder, obligan a plantear qué se entendía por escuela en el Medievo y la primera modernidad.

LA VOZ ESCUELA EN LA HISTORIA

Expresiones como «La Escuela de Frankfurt» ¿tienen correlato en el siglo XVI, susceptibles de aplicarse con validez a Salamanca? Para los estudiosos del vocabulario académico medieval, la voz schola significaba, sin otra implicación, el espacio físico convertido en aula por las lecciones de un maestro a sus alumnos. De ahí, escolar y escolástico.37 El regente podía darle su nombre: la escuela de Abelardo en París, la de Irnerio en Bolonia; pero si el maestro se ausentaba o moría, el local perdía ese carácter, a menos que en él enseñara un nuevo profesor, cuyo nombre la escuela adoptaba. Podía recordarse con veneración a un maestro antiguo, pero solo se decían discípulos sus oyentes de viva voz. Así se desprende de un pasaje de un alumno de Vitoria, sucesor suyo en la cátedra de prima: Melchor Cano. El discípulo recuerda al maestro al evocar algo ocurrido después de dejar su escuela: «postquam ab illius schola discessi». Acto seguido, alaba magistro meo por varias razones, pero lamenta que aquel, de haber querido, «gravissime et copiossisime potuisset scribere. Sed quoniam nulla eius ingenii monumenta mandata littteris, nullum opus eruditionis, nullus doctrinae manus extat».38 A falta de testimonios escritos, quien no lo oyó se privó de su doctrina. Quizás el discípulo ignoraba la aparición de las Praelectiones en Lyon (1557), pero ni siquiera insinúa que él, heredero de su cátedra, hubiese tomado la estafeta de la Escuela de Vitoria, al menos según pretenden estudiosos actuales.39

Puesto que toda universidad era una societas, un gremio de estudiantes y/o maestros, el plural «las escuelas» aludía al aulario, conjunto de espacios físicos donde los miembros de la corporación universitaria enseñaban y aprendían. Una locución corriente en Salamanca y México. En las escuelas se impartía una o varias ramas del saber: gramática, artes, derechos, teología, medicina o cualquier otra disciplina; se las llamaba «mayores» o «menores» según el rango atribuido a las disciplinas impartidas. Como en las escuelas universitarias los lectores se sucedían unos a otros con regularidad, las aulas dejaron de evocar a un titular concreto y remitían a cierta facultad o a la universidad como tal.

En el Renacimiento, Aristóteles dejó de ser El Filósofo por antonomasia, al difundirse otros, algunos recién traducidos al latín, como Platón. Los humanistas relativizaron el cuasi monopolio aristotélico y retomaron el sentido clásico de schola como escuela filosófica, «secta» o familia. Emulando a Cicerón y Séneca, entre otros, hablaron de las «sectas» o escuelas platónicas, aristotélicas, epicúreas o cínicas.40 Luis Vives publicó un temprano esbozo histórico intitulado De initiis, sectis et laudibus philosophiae (1519).

A finales del siglo XVI, el término escuela se aplicó también a lo que en el Medievo se llamaba via: nominal, tomista o escotista. En 1531, el valenciano Juan de Celaya, doctor por París, siguió el uso tradicional en sus Scripta sobre el segundo de las Sentencias, secundum triplicem viam: Diui Thome, Realium et Nominalium.41 De modo gradual y casi imperceptible –como Ramis muestra–, el lugar de los nominales, sin caudillo definido, terminó siendo ocupado por los jesuitas.42 Inicialmente se habló de «doctrina»: en 1624, el dominico Domenico Gravina lamentó que ya nadie siguiera la pura doctrina tomística, escotista o nominalista, sino una mezcla de todas, incluidas las «Vazquez Suaristicam, Suarez Vazquiticam».43

Al cabo de unas décadas, el término escuela se impuso a los de doctrina o vía. En 1662, el jesuita Miguel de Elizalde deploró las demasiadas «scholas Theologorum vel Philosophorum» entre católicos: tomistas, escotistas, nominales, suaristas, vazquistas, vel mixti.44 Paso a paso, se empezó a hablar de la schola societatis, concepto que, al cabo de un complejo proceso, terminó por identificarse con Suárez. Pronto, varias universidades de España y América le abrieron cátedra, privilegio excepcional para un autor moderno. En ese marco, dado que los salmantinos (y más los dominicos) tenían a gala su tomismo, más aún, su «auténtico» tomismo, habrían juzgado un desatino imaginar una «Escuela de Salamanca», o «de Vitoria»; y menos, con mayúsculas. En el siglo XVI el término escuela aún no se aplicaba a la doctrina de las «sectas» teológicas. Y cuando la denominación «escuela jesuítica» se consolidó, la tríada o cuarteta salmantina de «maestros mayores» estaba ya olvidada, o casi, al menos por los impresores, y nadie los reivindicó como adalides de una escuela específica. En contraste, los escritos de Suárez, y en general de la llamada escuela jesuítica, se difundían masivamente por el orbe católico, en franca rivalidad con la tomista.

LA ESCUELA DE SALAMANCA. DIFUSIÓN Y RECEPCIÓN

Como se sabe, Francisco Suárez (1548-1617) escribió una ingente obra; a la vez, gozó de excepcional fortuna editorial que se mantuvo hasta el siglo XIX. De ahí, en parte, su aura como jefe de la escuela de su orden. Pasó de su natal Granada, donde estudió Latín y Retórica, a Salamanca, para cursar Derecho (1561-1564). Sin graduarse, ingresó en la compañía, y cursó en esa universidad Filosofía y Teología (1564-1570). En adelante, su vida fue una errancia como polemista y profesor en los colegios de Segovia, Valladolid, Roma, Alcalá y Salamanca (1593-1597), donde defendió las tesis de su orden en la controversia De auxiliis contra los dominicos. En Coímbra ocupó la cátedra primaria de Teología, pero en 1603 viajó a Roma, a defenderse de la condena papal debido a unas tesis suyas denunciadas por fray Domingo de Báñez, lector jubilado de prima en Salamanca. Volvió a Coímbra, y murió en Lisboa, en 1617.45 Empezó a publicar en 1590, pero alcanzó veintiuna ediciones en el siglo XVI; al menos ciento treinta en el XVII; treinta y tres en el XVIII, y todavía cuarenta y seis en el XIX.46

¿Qué ocurría entre tanto con los catedráticos teológicos de prima, todos dominicos en el siglo XVI? En abierto contraste con Suárez, Vitoria (1483-1546), lector de 1526 a 1546, no superaría, en total, diez ediciones de sus Relectiones theologicae: en Lyon, la príncipe (1557), más las de 1586 y 1587; una en Salamanca, 1565; una segunda española, en Madrid, 1765. En Ingolstadt se editarían tres veces: 1580, 1585 y 1696. Están, finalmente, la romana de 1614 y la veneciana de 1626.47

Tampoco Melchor Cano (1509-1560), sucesor de Vitoria en la cátedra por un escaso quinquenio (1546-1551), se compara con la fortuna del jesuita. Sus relecciones sobre los sacramentos y sobre la penitencia salieron tres veces cada una en el siglo XVI. Sus famosos Loci theologici, luego de la príncipe salmantina (1563), solo reaparecen en España dos siglos después, en sus Opera, Madrid, 1760. Entre tanto, ganaba terreno en el exterior. En el XVI, aparecieron los Loci en Lovaina, Venecia (dos veces), Milán y Colonia. Estos se incorporan a sus Opera en Colonia, en 1668 y 1675. El siguiente siglo marca su verdadero auge, con unas dieciséis ediciones desde los treinta; todo indica que su método fue bienvenido por el iluminismo católico. En España, se le asocia con las reformas borbónicas en el campo teológico.

El auge editorial de Soto (1495-1560), sucesor de Cano por otro cuatrienio (1552-1556), rebasó con mucho al de Vitoria, pero fue efímero: se le atribuyen sesenta y cuatro impresiones en el XVI, sobre todo el De iustitia et iure y otros escritos jurídicos, así como siete en el siglo siguiente, cuando cae en el olvido editorial. Como se verá, también fue el más citado de los salmantinos.

El siguiente titular de prima, Pedro de Sotomayor (1511-1564), leyó un cuatrienio, de diciembre de 1560 hasta su muerte. No publicó obra. Tampoco Mancio de Corpus Christi (inicios del siglo XVI-1576), lector por más de once años, desde 1564. Lo sucedió Bartolomé de Medina (1527-1580), un cuatrienio, desde 1576. Sus dos tomos de comentarios a la Summa se publicaron, separados, quince veces entre 1578 y 1618, en Salamanca, Zaragoza, Barcelona, Venecia, Bérgamo y Colonia. Paralelamente, su tratado sobre la confesión, en romance, superó treinta ediciones en esas mismas fechas; la última conocida, de 1626, en Pamplona.

Queda Domingo Báñez (1528-1604). Historiadores de todos los bandos coinciden en decir que marca el ocaso de la Escuela. Sucedió a Medina de 1581 a 1600, cuando se jubiló. A partir de 1584, sus comentarios a la Summa se imprimieron unas veinte veces en el siglo XVI, y ocho en el siguiente, la última conocida en Colonia, en 1618.

Frente a las doscientas treinta ediciones atribuibles a Suárez en más de tres siglos, sorprende la escasísima presencia editorial de Vitoria dentro y fuera de España. Lo más notable, porque sin excepción se le atribuye el origen de la Escuela, son un par de ediciones en su patria, con dos siglos de intervalo, y unas ocho en el extranjero. Las citas tampoco abundan. Su discípulo Cano lo recuerda, pero creía que sus enseñanzas no llegaron a la imprenta. Soto, quien lo conocería en París, y coincidió tantos años con él en Salamanca, lo pasa en silencio. Ni Sotomayor ni Mancio publicaron, pero parte de la obra del segundo se editó en 1998 y, al menos en ella, Vitoria está ausente.

De Bartolomé de Medina, Barrientos se limita a decir que «utilizó textos» de Vitoria, sin otra precisión.48

Queda, por fin, el último de los «mayores», Báñez. Del total de 1109 citas a 87 autores, Vitoria le merece 11 (1 %), frente a las 98 de Soto. Sintomáticamente, en el prólogo a su primer impreso, Scholastica commentaria in primam partem D. Thomae, publica una epístola Ad lectorem, datada en 1584, donde recuerda a sus maestros, todos de la orden: Soto, Bartolomé de Medina, Sotomayor y Cano, objeto de encendido elogio y de quien hace un resumen de su vida. Por fin, al lector sustituto de Cano, Diego de Chávez, quien –señala Báñez– se desempeñó con aplauso general en la escuela y el claustro: «communis scholae claustrique Salmanticensis aplauso».49 En la medida que Báñez ingresó en San Esteban en 1547, recién muerto Vitoria, era imposible que lo recordara o que se declarara su discípulo. Pero el ínfimo número de citas a su obra ¿obedece a que Báñez ignoraba que –según la historiografía– Vitoria era el fundador de esa Escuela que él se aprestaba a concluir con sus comentarios a la Summa?

Resulta incuestionable que la influencia de un autor sobre otros no se reduce al número explícito de citas, pero tampoco es un dato irrelevante. Y si Vitoria era mencionado de modo tan parco, ¿a quién citaban los miembros de la Escuela? De entrada –según cómputo de Barrientos–, Vitoria cita a 52 autores en 396 lugares. Después de Santo Tomás destacan: Aristóteles, 75 veces; Cayetano, 36; y Silvestre Mazzolino, 27. Los dos últimos, dominicos italianos contemporáneos suyos. No cita a Soto, ni a ningún español.50

Barrientos omite el cómputo de autores citados por Cano y Bartolomé de Medina. Señala, en cambio, que Soto cita 1.031 veces a 69 autores. A más de omitir a Vitoria, apenas si menciona 19 veces a españoles (1 %). Al lado de un centenar de citas a Santo Tomás, cuenta 38 a Cayetano y 29 a Mazzolino.51 En cuanto a la edición reciente de parte de la obra de Mancio, Barrientos sumó 39 autores y 263 citas: a Santo Tomás (27), a Cayetano (20) y a Mazzolino (13). De españoles, 1 vez a Bartolomé de Medina, 3 al complutense Juan de Medina y, sin citar a Vitoria, remite a Soto 24 veces.52 El caso de Báñez es más complejo. En su vasta obra publicada aparecen 87 autores, con 1.109 citas. Destacan Santo Tomás (143), Soto (99), Cayetano (88) y Mazzolino (33). Junto a ellos, Vitoria alcanza 11 citas, y Cano 6. Por otra parte, cita 28 veces al catedrático complutense de Teología, el clérigo secular Juan de Medina (1490-1544), para impugnarlo. Nombra 17 veces al canonista Martín de Azpilcueta, y 26 a su discípulo, Diego de Covarrubias: ¡más veces a los canonistas que a sus antecesores en la cátedra, salvo Soto! Los autores clásicos apenas si aparecen. Baste señalar que Vitoria, en una obra mucho más breve, citó 75 veces a Aristóteles; Báñez, apenas 17. El universo de los clásicos –la pasión de los humanistas– se aleja cada vez más del interés de aquellos teólogos ocupados en glosar al Aquinate.53

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