bannerbanner
El liceo en tiempos turbulentos
El liceo en tiempos turbulentos

Полная версия

El liceo en tiempos turbulentos

Язык: es
Добавлена:
Настройки чтения
Размер шрифта
Высота строк
Поля
На страницу:
1 из 9



Se agradece el financiamiento otorgado por el Fondo Basal para Centros de Excelencia proyecto FB0003 de PIA-ANID ( ex CONICYT).

Se agradece el financiamiento de Líderes Educativos, Centro de Liderazgo para la Mejora Escolar, para la investigación.

El liceo en tiempos turbulentos

¿Cómo ha cambiado la educación media chilena? En este libro se utilizan de manera inclusiva términos como “profesor”, “alumno”, “directivo” y sus respectivos plurales (así como otras palabras equivalentes en el contexto educativo) para referirse a hombres y mujeres. © LOM ediciones Impreso en 2.000 ejemplares 1ª edición marzo 2020 © 2020, Universidad de Chile. CIAE. Diagonal Paraguay 265, Santiago www.uchile.cl ISBN: 978-956-00-1256-2 RPI: 2020-a-1205 Edición de textos de casos: Isabel Hurtado LOM, Concha y Toro 23, Santiago lom@lom.cl | www.lom.cl Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile


Primera Sección El estudio

Introducción: El liceo chileno en tiempos turbulentos

Cristian Bellei, Mariana Contreras, Juan Pablo Valenzuela, Xavier Vanni

Hace tiempo que Chile no está conforme con sus liceos, desde inicios del siglo XX para ser más precisos. La acusación de enciclopedistas, formadores de letrados inútiles, tiene ya más de un siglo; la denuncia de su elitismo social es de antes de la segunda guerra mundial; y la idea de que había que «experimentar» para «renovar» sustancialmente el liceo es más vieja que casi todos los liceos que hoy funcionan en Chile (Bellei, 1995). Nada que hacer, el liceo chileno atravesó el siglo XX bajo fuerte crítica. Pero claro, desde el mundo ilustrado. Ninguna de esas críticas hizo mella en la demanda social por ir al liceo y para escándalo de los nostálgicos del liceo reproductor de elites, las clases medias, populares y hasta los hijos de los campesinos encontraron un asiento en sus aulas. La presión de estos grupos sociales por continuar estudiando más allá de la educación básica fue tan grande que venció incluso la definición explícita hecha por la Dictadura en su «Directiva Presidencial» sobre educación de 1979, en el sentido de considerar la enseñanza media un nivel «de excepción», sólo para quienes tuviesen la vocación y capacidad para los estudios de alta exigencia, y recursos para costeárselos. Así, el siglo XXI encontró al liceo chileno con estos dos rasgos bien consolidados: Chile tiene un liceo masificado y de baja calidad.

No obstante, la insatisfacción con la educación secundaria no ha estado acompañada en las últimas dos décadas con una prioridad por su transformación sustantiva. Desde el campo de las políticas educacionales, la última reflexión en profundidad y proceso de reforma sobre educación media se realizó en Chile hace un cuarto de siglo, a mediados de los 1990s. Aunque demanda por cambios ha habido. En 2006 el país y el mundo fueron impactados por la «revolución de los pingüinos», cuando los estudiantes secundarios emplazaron a toda la institucionalidad educacional a buscar soluciones a la altura de sus expectativas de justicia y deseos de aprender acorde con la ciudadanía del siglo XXI. Por cierto, el sistema educacional chileno ha estado cambiando aceleradamente en las últimas décadas y la presión hacia las instituciones educacionales por «mejorar» es cada vez más fuerte e insistente, aunque han predominado discursos que empobrecen la conversación educacional, primero de competencia mercantil y luego de medición estandarizada.

Entretanto, ¿qué ha ocurrido en la realidad de los liceos chilenos durante la última década como respuesta a estas presiones sociales y políticas por introducir cambios?, ¿qué han hecho los liceos para mejorar sus procesos y logros educacionales? Este libro es una ventana a esa realidad. Es fruto del estudio «Comprendiendo el mejoramiento educacional sostenido en la enseñanza secundaria en Chile», cuyo objetivo general fue identificar y comprender cómo algunos establecimientos de educación media en el país han mejorado su capacidad para ofrecer más y mejores oportunidades de aprendizaje a sus alumnos, en diferentes contextos sociales e institucionales, iniciando su mejoramiento desde diferentes niveles absolutos de desempeño escolar. El propósito final del proyecto fue producir conocimiento para que docentes, directivos y quienes toman decisiones políticas cuenten con evidencia útil y rigurosa acerca de las complejidades de estos procesos. Un equipo del Centro de Investigación Avanzada en Educación de la Universidad de Chile habíamos realizado un estudio con similares preocupaciones, enfocado en la educación básica, que derivó en el libro Lo aprendí en la escuela. ¿Cómo se logran procesos de mejoramiento escolar? En lo fundamental, este proyecto replicó dicha iniciativa, pero adaptándola a las particularidades de la educación media. Que son importantes, como explicamos a continuación.

El liceo y sus complejidades

La educación secundaria –más que ningún otro nivel educativo- está tensionada por intentar compatibilizar principios que se contraponen: pretende ser meritocrática y compensatoria, terminal y preparatoria, socializadora y selectiva, sensible a los intereses de los jóvenes y alineada con las demandas de la sociedad. Una institución con semejante misión no puede sino defraudar a muchos. Por eso es importante comprenderla en su realidad.

En primer lugar, la educación media chilena es hija de una tradición de segmentación y selección educativa, orientada al rendimiento y la competencia entre estudiantes, sin por tanto una intrínseca vocación de masificación. Esta «tradición», que ha sido en verdad la función de filtro de la educación secundaria, no se compatibiliza fácilmente con la lógica más contemporánea de concebir a la educación como un derecho universal de los propios niños y jóvenes: ¿deben los jóvenes demostrar mérito para ganarse una oportunidad en el liceo? La consagración oficial de la educación media como un derecho universal en Chile ocurrió ya iniciado el siglo XXI, cuando la educación media pasó a ser constitucionalmente «obligatoria» en 2003 (Bellei y Fiabane, 2003). En el siglo y medio anterior, el liceo de formación general había sido selectivo y por eso no era obvio que debía ser masivo. Su expansión fue tan celebrada como criticada, si bien era buena idea que los adolescentes no estuvieran en las calles, ¡qué mal formados egresan los jóvenes liceanos comparados con las generaciones anteriores! Por cierto, esta percepción de que el liceo masivo degradó sus estándares para acomodar a los recién llegados está igualmente retratada en los estudios clásicos de Sizer (1984) en EE.UU y Bourdieu (1999) en Francia: ya por la poca disposición al estudio exigente, el bajo capital cultural familiar, o las difíciles condiciones sociales de existencia, el liceo simbólico, prestigioso, dista mucho de aquel otro real al que acceden las mayorías. Y no ha faltado quien cree que es cosa de cerrar las puertas para mantener el pasado vivo.

Lo que en la realidad ocurre es que no existe «el» liceo, sino muchos tipos de liceos, o más bien, muchas formas de organizar y vivir la experiencia de la educación secundaria. La enseñanza media está presionada por la heterogeneidad, tanto de su oferta curricular como de sus propios alumnos, quienes a esas alturas ya tienen una «historia escolar» que les afecta, y son canalizados en ofertas educacionales segmentadas académica y socialmente. Esto en Chile se ha expresado históricamente en la separación institucional y curricular de las modalidades científico-humanista (HC) y técnico-profesional (TP). El liceo científico-humanista es el heredero de la tradición preuniversitaria, y a pesar de la constante crítica a su «enciclopedismo», su organización fundamental basada en asignaturas que replican las disciplinas universitarias ha permanecido grosso modo inalterada. La idea de hacer al liceo más práctico y cercano a «las necesidades del desarrollo» se canalizó en Chile subiendo el estatus de las diferentes formas de escuelas de oficio y capacitación laboral, las que desde fines de 1960 son reconocidas como «enseñanza media», en igualdad formal de condiciones. Todo otro empeño por inventar una modalidad que superase el dualismo «mente/manos» no pasó del intento, o quedó relegado a la marginalidad de unos pocos liceos artísticos. Tampoco se ha podido quitar al liceo técnico-profesional el sello de educación para la clase baja. Bueno, en verdad, no se ha intentado. Esto tampoco es privativo de nuestro sistema educacional. En Europa, la mitad de los países tiene esta misma diferenciación curricular, y su preocupación permanente es cómo evitar que ésta se convierta en una segmentación socioeducativa. Un debate clásico a este respecto es caracterizar el modelo de formación dual alemán, en que los estudiantes de más bajo desempeño tempranamente son derivados hacia la educación vocacional, que se realiza principalmente en las empresas, como más eficiente, pero más inequitativo que el modelo norteamericano de liceo general y comprehensivo, que aspira a ser común y en cierto modo pre-universitario para todos (Kerckhoff, 2000; Dupriez, 2010).

La diversidad de la experiencia liceana va mucho más allá de la segmentación HC/TP de su currículum. En el libro The Shopping Mall High School, sobre los establecimientos secundarios norteamericanos de mediados de los 1980s, los autores muestran cómo la masificación de la secundaria y el intento por acomodar a la diversidad de estudiantes en un liceo común derivó en una gran variedad de opciones y personalizaciones de la carrera secundaria, al punto de que para muchos estudiantes es posible graduarse eligiendo siempre asignaturas poco exigentes (Powell, Farrar y Cohen, 1985). Al otro lado del Atlántico, Francoise Dubet, en Les lyceens, dio un paso más y relacionó las diferentes experiencias de los jóvenes en el liceo con su origen y destino de clase social, distinguiendo así entre los «verdaderos» liceístas provenientes y herederos de la elite; los «buenos» liceístas que conformarán las clases medias profesionales sin aspirar a sobresalir pero sí a mantenerse en un nivel adecuado de logro e integración social; los «nuevos» liceístas que viven la ilusión de un ascenso social cuando en verdad ocupan la posición relativa más deprimida, porque acceden a liceos marginalizados; y los «futuros obreros» formados en la secundaria «profesional» que es en verdad la formación de más bajo prestigio pero con el futuro cierto de ir directamente al trabajo (Dubet, 1991). Así, por diseño o por defecto, la secundaria resulta obstinadamente diversa, pero internamente muy estratificada, rasgo igualmente histórico en Chile (Salas, 1930).

Ciertamente, las escuelas también son diversas y desiguales, pero de un modo más convergente que los liceos; están todas en un mismo continuo: la alfabetización en lectoescritura y matemática, y el desarrollo de capacidades genéricas de aprendizaje y sociabilidad. La masificación no alteró fundamentalmente la misión de la escuela, y aunque hay entre ellas importantes diferencias de «calidad», son todas grosso modo similares en su estructura curricular e institucional. Los liceos son en cambio instituciones más complejas y diferenciadas entre ellas y también internamente, porque requieren organizar un currículum más amplio y especializado, lo que hace que los sistemas educacionales tiendan a concentrar recursos en menos establecimientos para satisfacer los requerimientos curriculares de la enseñanza secundaria. Esto provoca que el espacio geográfico del que provienen los alumnos sea también más amplio y más heterogéneo que en el caso de las escuelas primarias, por lo que su base comunitaria tiende a ser más débil. Adicionalmente, la necesidad de educadores especializados facilita que las culturas profesionales y académicas del campo de origen se cuelen a través de los docentes, muchos de los cuales tienden a sentirse más cercanos a los científicos de profesión, los literatos, o los técnicos del oficio, que a los colegas docentes con los que comparten alumnos, pero no disciplinas. Todos estos elementos liceanos configuran para los estudiantes una primera aproximación al «mundo exterior» de los adultos para el que se preparan: el laboratorio de ciencias HC anticipa la Universidad como el taller TP anuncia la empresa. Uno de los hallazgos más interesantes de nuestro estudio es que algunos liceos en Chile se han estado asimilando a las escuelas básicas, perdiendo este rasgo histórico.

El hecho de que la escuela prepare para seguir en el sistema escolar y el liceo para salir de él, hace una diferencia muy importante a la hora de observar la capacidad de estas instituciones de mantenerse «relevantes» para sus respectivos públicos. Las organizaciones que «reciben» a los graduados de los liceos son mucho más autónomas e institucionalmente lejanas. Por un lado, la educación postsecundaria crecientemente diversificada y con muy pocas conexiones con el sistema escolar en Chile; por otro, el mundo del trabajo, fuertemente segmentado, diverso y cada vez más rápidamente cambiante; y ambos campos (educación postsecundaria y empleo) predominantemente privados. Mantenerse «al día» para satisfacer a semejante collage de públicos –que no pocas veces demandan prioridades contrapuestas– es una tarea objetivamente difícil. Mucho más abordable es responder a un plan de estudio definido por el Mineduc y preparar a los estudiantes para rendir ciertos tests. No es de extrañar entonces que el liceo chileno lleve tanto tiempo «atrasado respecto de su sociedad» y sea acusado tan recurrentemente de anacrónico. El liceo como faro del progresismo intelectual y social que describe Sol Serrano (2018) en su reciente ensayo, se limita a las décadas del apogeo mesocrático entre los 1930s y 1960s, justo antes de que se hiciera masivo.

Un último aspecto que merece mencionarse en este breve esbozo de complejidades liceanas es que, especialmente desde la década de los 1960s en adelante, los jóvenes y más recientemente los adolescentes han producido una «cultura juvenil», distinguible y en muchos aspectos opuesta a la del mundo adulto, particularmente a la que transmite la educación institucionalizada. La sociología advirtió esto muy tempranamente, cuando Talcott Parsons en 1942 inauguró el concepto de «cultura juvenil» y estableció la seminal visión conservadora sobre la juventud, mostrando cómo en la sociedad contemporánea ese interregno entre la infancia y la adultez no era solo espera, sino creación, pero claro, una creación marcada por la irresponsabilidad que permite precisamente el ser estudiante, orientada por el deseo de «pasarlo bien», anti intelectual, motivada por la apariencia, la atracción sexual y los vicios. La enorme masificación de la experiencia liceana tuvo el efecto paradojal –según el clásico análisis posterior de James Coleman (1961)– de producir las condiciones para que emergiera y se fortaleciera una verdadera «sociedad adolescente» cuyo rasgo cultural básico es distanciarse de las exigencias adultas de la educación formal. El liceo tendría así una labor titánica, porque su estructura de valores es opuesta a la de la cultura juvenil en que habitan las nuevas generaciones. La caudalosa juvenología que vino después no ha hecho sino insistir en esta idea del divorcio (insalvable en los marcos actuales, insisten casi todos los autores) entre «cultura escolar» y «cultura juvenil», incluyendo los estudios en Chile (Edwards et al., 1995; Assaél et al., 2000).

Incluso si uno no va tan lejos con esta aproximación culturalista, lo cierto es que la población estudiantil de la secundaria tiene oportunidades reales más allá de la asistencia a la educación formal: entrar al mundo del trabajo, conformar una familia, compartir con el grupo de pares; y todas ellas ejercen un polo de atracción permanente y creciente en el tiempo, que compite con la educación (sobre todo si ésta resulta poco significativa o poco estimulante), haciendo la deserción una alternativa, más fuerte para quienes tienen menos recursos o han sido maltratados por el sistema educacional. En cualquier momento el joven «se vuelve adulto», especialmente si es pobre. La sombra de la deserción temprana del sistema escolar es un recuerdo permanente de que en educación los procesos históricos no son tan acumulativos como parecen, la inercia mecánica no funciona, y motivar para mantenerse estudiando es un desafío siempre nuevo, cohorte tras cohorte, y en último término, una experiencia individual. En una época en la que terminar el liceo parece obvio y seguir estudiando en la postsecundaria comienza a ser la norma, el costo personal de abandonar el liceo crece enormemente para el grupo cada vez más reducido que lo hace. Hay que quedarse entonces, incluso si no hace sentido, si no motiva. El credencialismo (i.e. la tendencia a exigir y obtener cada vez más diplomas educacionales en la sociedad) es vivido así por muchos como un rito y por no pocos como una condena. Para los liceos, esto es un enorme desafío no sólo pedagógico, también organizacional, motivacional y para la convivencia.

En el caso chileno, el protagonismo estudiantil agrega la dimensión política. La organización de los estudiantes secundarios tiene larga historia en nuestro país, con centros de alumnos y elecciones democráticas, bajo el liderazgo de los liceos públicos experimentales desde los años 1930s. También tiene historia la protesta social de los secundarios, llegando incluso al desborde y la violencia de masas, como recuerda Pedro Milos en su estudio sobre el 2 de abril de 1957, en que pusieron en jaque al gobierno del general Ibáñez, o a la desobediencia valiente durante la dictadura de Pinochet (Milos, 2007). Pero probablemente el movimiento estudiantil con mayor impacto en la conversación nacional sobre educación y la agenda de políticas educacionales sea precisamente la mencionada revolución de los pingüinos de 2006, reforzada luego por el movimiento estudiantil de 2011. El reclamo de los estudiantes era por cierto multidimensional, pero es claro que en su centro latía la demanda por una mayor igualdad en educación. El efecto de este movimiento sobre las políticas educacionales ha sido tan vasto que éstas no se entienden durante la última década sino en referencia a la protesta estudiantil.

Políticas hacia la educación secundaria y características básicas de los liceos en Chile

La educación media chilena adquirió la estructura institucional que conocemos durante la reforma educacional iniciada en 1965 (Bellei y Pérez, 2016). Luego de una educación básica obligatoria de ocho años, vendría una educación secundaria de cuatro (previamente ambos ciclos eran de seis años), provista por instituciones de educación media de modalidad científico-humanista (formación académica) o técnico-profesional (formación laboral). Un egresado de cualquier escuela básica podría acceder a cualquier liceo, y un egresado de cualquier liceo podría acceder a la educación universitaria; todos los certificados serían reconocidos como formalmente iguales. Esto que ahora parece obvio, no lo era. Los egresados de la modalidad TP antes no tenían la licencia secundaria, requisito para ir a la universidad, y a muchos liceos se accedía sólo por sus preparatorias. Fue aquella reforma la que creó un sistema unificado de educación desde la infancia a la universidad. Y para el liceo esto resultó revolucionario. La cobertura de enseñanza media explotó, pasando de 18,3% a 36,8% entre 1920 y 1960, mientras que Bellei y Pérez (2016) estiman que para la población de entre 15-19 años la cobertura en educación media se incrementó desde 17% en 1964 a 33% en 1970, es decir, se duplicó en solo 6 años (ver también Ponce de León, 2018).

La dictadura militar no implementó políticas de promoción ni mejoramiento de la enseñanza media y –como hemos dicho– más bien propuso limitar su expansión, pero la reforma neoliberal que impuso resultó ser un buen aliado para sostener el proceso de masificación en curso, aunque ahora impulsado por la oferta privada que capitalizó la incombustible demanda social por acceder al liceo (Cariola, Bellei y Núñez, 2003). Los liceos públicos fueron traspasados del Mineduc a las municipalidades (salvo unos cuantos liceos TP que fueron entregados a los gremios empresariales para su administración), para que compitieran con la oferta privada, que fue promovida por medio de una subvención por alumno (entregada también a instituciones con fines de lucro) igual a la recibida por los liceos públicos. Así, la cobertura de la educación media llegó a un 75% en 1994, pero su composición había cambiado drásticamente, pasando de un 25% de matrícula privada en 1980 a un 48% en 1994. La combinación de masificación, privatización desregulada y falta de políticas de mejoramiento, crearon las condiciones para lo que se denominó la «crisis de la enseñanza media» en Chile en el período de la transición a la democracia (Lemaitre et al., 2003). Tomó todo el primer gobierno democrático decidir qué hacer. En 1994 se dio inicio a lo que sería hasta la fecha la última reforma de la enseñanza media en Chile.

El vehículo institucional fue el programa MECE-Media (1995), desde donde surgió y se articuló un conjunto amplio de políticas y cambios que a la postre darían cuerpo a la reforma. Se organizaron procesos de reflexión colectiva docente a través de los Grupos Profesionales de Trabajo (GPT), se abrió una enorme oferta de Actividades Curriculares de Libre Elección (ACLE) para satisfacer los más diversos intereses juveniles, se introdujeron laboratorios de informática a través de Enlaces y se instaló y equipó en cada liceo un Centro de Recursos de Aprendizajes (CRA) que renovó el concepto de biblioteca. A la par se implementó una reforma curricular (1998) que cambió fuertemente los objetivos, contenidos, planes y programas de todas las asignaturas, aumentó el ciclo de formación común hasta el grado 10° (dejando la formación TP en dos años), reorganizó y redujo la cantidad de especialidades TP, e introdujo el Simce en 2° medio. Luego se expandió el tiempo escolar haciendo que los liceos funcionaran en una Jornada Escolar Completa (1997), por nombrar sólo los cambios más relevantes. De esa misma matriz surgieron otros programas, como Montegrande (1997), que promovió proyectos institucionales de innovación en 50 liceos a lo largo de Chile, y Liceo Para Todos (2001), que apoyó focalizadamente a los 424 liceos de mayor pobreza y bajo desempeño, especialmente para disminuir la deserción temprana de los jóvenes. Este torbellino de cambios impulsados en poco más de media década desembocó en el reconocimiento del derecho universal a la educación media con la ley de 12 años de escolaridad obligatoria de 2003. De esta forma el país asumía la convicción de que, en la sociedad contemporánea, la educación media provee aprendizajes fundamentales y tiene que ser para todos.

La ironía es que, desde entonces, la educación media dejó de ser una prioridad para las políticas educacionales. Para ser precisos. No es que no se hayan implementado políticas; en efecto, se han implementado muchas, pero éstas han sido poco específicas en abordar las complejidades de la educación media. De hecho, varias son la prolongación de políticas iniciadas en enseñanza básica: el uso de asistencia técnica externa para introducir cambios aplicado por el Programa de Liceos Prioritarios (2006), el aumento del valor del voucher para los más pobres de la Subvención Escolar Preferencial (2011), o el apoyo a alumnos con necesidades educativas especiales a través del Programa de Integración Escolar (2009). También han sido recurrentes los cambios curriculares (2009, 2013, 2019), al punto de que la educación media ha estado en la práctica continuamente con algún tipo de ajuste curricular en curso durante la última década. Pero el país no ha vuelto a tener una reflexión profunda sobre los cambios sustantivos que requiere la educación media. Una muestra que raya en lo caricaturesco es que, como parte de la nueva Ley General de Educación (quizás el cambio más importantes gatillado por el movimiento estudiantil de 2006, la LGE reemplazó a la LOCE impuesta por la dictadura el último día en el poder en 1990) se determinó que la educación media volvería a extenderse a 6 años (y la básica se reduciría en 2 años, quedando ambos ciclos de igual duración), sin embargo, este cambio fue postergado para 2026, y a una década de esta legislación, nadie parece tomarse en serio su importancia ni la necesidad de preparar su implementación.

На страницу:
1 из 9