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Una esquirla en la cabeza
El superpuso su dibujo con el mapa, pero no conseguía una completa coincidencia del dibujo en alguna parte. Vasily cerró los ojos y otra vez recordó todo lo visto. No, no hay errores. Hizo el dibujo exacto, como se lo enseñaron en la escuela de verano.
Pero si en el mapa no hay un lugar semejante, ¿dónde estuvo él?
En la habitación vecina arrancó el llanto infantil. “Ivancito se despertó. Pide la teta” – Vasily Timofeev piensa con ternura, recordando su nuevo calificativo: abuelito. Tras la puerta se escuchan las voces de la hija y de la esposa. Las mujeres se ajetrean con el insistente pequeñín.
En la habitación del coronel entró el yerno Anatoli.
– No lo quiero molestar, pero nuestras damas se pusieron nerviosas. Si me cuelgo del techo, de todos modos, van a decir que no moleste, que me quite de ahí. – se sonrió Anatoli y se acercó al suegro. – Vaya, usted dibuja bien – lo alabó mirando la hoja de papel, donde el coronel, con expresión melancólica, había representado un cofre con dinero, dos personas con palas, y camellos.
– Esto no es un dibujo, Anatoli. Se podría considerar una fotografía. – Dijo Vasily, golpeando el papel con la goma del lápiz. – Mis ojos son como una cámara fotográfica. —
– Y donde vio usted eso? —
El coronel de aviación se quedó pensativo. ¿Contarlo o no? Pero las consideraciones no duraron mucho. En definitiva, pudo más el ardor infantil y, con entusiasmo, le contó al yerno lo que le había sucedido durante el vuelo.
– Entonces, ¡eso es un tesoro? – Anatoli preguntó, asombrado, al suegro señalando con el dedo el cofre dibujado.
– Puede ser. – afirmó el coronel. – Allá vi cántaros y bolsas con monedas.
Anatoli se quedó pensativo. En su niñez leyó muchos libros de aventuras y recordó como había deseado encontrar un verdadero tesoro. Él, al igual que el héroe preferido de su niñez, Tom Sawyer, creía que en alguna parte cerca, había tesoros enterrados y cosas valiosas escondidas. Anatoli hurgaba en sótanos abandonados, golpeaba paredes y con una pala hacía grandes huecos en el bosque. Se inventaba historias improbables, auto convenciéndose de porque el tesoro debía estar justamente en el sitio donde ahora se proponía hacer la búsqueda. El, inclusive, no tomaba en cuenta el hecho de que, la ciudad donde entonces vivía, comenzó a construirse no más de treinta años atrás. El creía qué si no era aquí, ahí cerquita lo esperaba la suerte y él se encontraría con el oro escondido por antiguos malhechores. Siempre quiso tener mucho dinero, pero como resultado de sus largas búsquedas Anatoli solo encontró candados oxidados, pizarras ennegrecidas y algunas monedas soviéticas comunes.
Ahora, de nuevo, se despertaban en él, sus ansias infantiles de búsqueda. Y el deseo de hacerse rico rápido nunca lo abandonó. Justamente por eso el compraba y revendía libros y discos, y este verano se había dedicado a los jeans. En el cuento del suegro, él fue indiferente a los detalles sobre la velocidad, la sobrecarga, a lo que mostraban los instrumentos a bordo, pero se emocionó sobre lo referido de los tesoros vistos.
– Hay que ir allí, ¡a comprobar el lugar! ¡Excavar! – con excitación propuso Anatoli.
– Adonde? No hay tal lugar – Vasily paso la mano sobre el mapa. Al coronel no le preocupaba el tesoro visto, sino, donde estuvo el avión, y porque estuvo ahí.
A Anatoli, por el contrario, lo preocupaba la parte práctica de la historia. No importando lo que a los demás le parecía fácil, cada rublo, ganado en la reventa de libros y discos, él lo obtenía con mucho trabajo. Primero, tenía que saber contactar los conocidos necesarios y gastar en regalos para conseguir los libros raros y escasos; en segundo lugar, tenía que saber cómo mercadearlos, y para eso era necesario mantener un gran círculo de conocidos, todos diferentes, y en tercer lugar, no poner atención a los insultos que le venían de todos lados. Así, ser maestro, médico, piloto o ingeniero era honorable. Pero a los trabajadores como él, la gente le aplicaba adjetivos ofensivos: especulador o revendedor.
Anatoli todavía recordaba muy bien la tensión y el verdadero pánico cuando hacía poco había engañado a un par de traficantes moscovitas con un conjunto de jeans. El pagó solamente la mitad y el resto, prometió entregarlo en Kuybyshev, donde vivían sus padres, después de que el papá salió del ejército.
Él emborrachó al gordo Slava, quien lo acompañó en tren desde Moscú y, en la noche, en una pequeña estación se escapó con la mercancía. De ahí continuó en autobús sabiendo que en las estaciones del tren lo iban a buscar. Aunque los moscovitas no sabían su dirección en Kuybyshev, de todas maneras, las dos semanas que Anatoli pasó con sus padres, fueron de una tensión continua y en espera de un encuentro desagradable. En cada gordo el veía al tonto y disgustado Slava.
Anatoli decidió no vender los jeans en Kuybyshev temiendo que lo fueran a descubrir. Y solo cuando llegó a la ciudad cerrada de Leninsk se tranquilizó. ¡Aquí no lo encontrarían!
¿Y cuál es el resultado de estas peligrosas maquinaciones? Unos cuantos miles de rublos. Ahora, ni siquiera un carro te puedes comprar. Y ahí, donde está enterrado ese tesoro, puede haber oro y cosas valiosas por cientos de miles de rublos.
Ah, si el tuviera ese dinero, ¡estaría hecho!
– Puedo tomar el dibujo? – cómo sin darle importancia preguntó Anatoli.
– Pero no le cuentes a nadie. – Le advirtió el suegro.
– Ok. – asintió Anatoli, pero decidido a no perder la oportunidad de ganar dinero.
Anatoli Kolesnikov buscó en su memoria todos sus conocidos y recordó a la única persona capaz, en su opinión, de resolver la extraña situación.
Él pensó en Tikhon Zakolov.
CAPITULO 7
Reunión en el Instituto
El primero de septiembre había, en las afueras del instituto, una reunión general de estudiantes. Tikhon Zakolov y Alexander Evtushenko llegaron, junto con una multitud de muchachas y muchachos, desde la residencia universitaria. Habían regresado, apenas, el día anterior a la ciudad y como todos los estudiantes, muy entusiasmados, se encontraban con sus compañeros de curso e intercambiaban sus impresiones sobre las vacaciones finalizadas.
El vicerrector felicitó a los nuevos ingresantes y les llamó la atención sobre el significado de los vuelos cósmicos para el progreso general de la humanidad. Él hablaba atropelladamente:
– Los ritmos de aceleración de la velocidad del desarrollo de los vuelos cósmicos han alcanzado escalas nunca vistas. Ahora estamos aquí – y señaló con el dedo hacia abajo – y sobre nosotros vuela una gran estación cósmica, que se compone de tres módulos independientes y con cuatro cosmonautas a bordo! —
Ahora, el dedo del orador apuntaba hacia arriba y muchos voltearon la cabeza hacia el limpio cielo, esperando ser testigos, con sus propios ojos, de las afirmaciones del vicerrector.
– Mira al viejo! Metió la cuarta derivada en el discurso. – Tikhon Zakolov – comentó las palabras del vicerrector, secándose una pequeña cicatriz sobreel labio.
– Qué? – Boris Makhorov no entendió. Boris había llegado de Moscú y otravez le había tocado la misma habitación con Tikhon y Alexander.
– La velocidad es la derivada de primer orden, la aceleración, es la de segundo orden y el ritmo es, prácticamente, la misma velocidad. Como resultado “los ritmos de aceleración de la velocidad” es la derivada de cuarto orden —
Sasha Evtushenko2 explicó las palabras del amigo.
– Ustedes, tipos, ¡otra vez con su teatro! – pero sinceramente admirado Boris, por esa lógica. – También encuentran integrales en las palabras del viejo?
– Pero lógico, – Tikhon respondió impasible. – Las utilizó al principio. ¿Recuerdas? “Ante su juventud se abren cientos de caminos”. Esta es la típica integral indefinida en el tiempo. Donde en calidad de función integrando se utiliza al hombre. Si resolvemos esa integral con parámetros concretos encontramos el destino de una persona. —
– Demasiados coeficientes individuales tiene esa función. – intervino Sasha. – Y la integral debe tener dos por lo menos, de tiempo y de lugar. El lugar, yo lo entiendo como una función compleja del medio y de la época. Aunque no totalmente, déjame pensar… —
Zakolov y Evtushenko se pusieron a desarrollar la teoría matemática de la descripción del destino de una persona. Makhorov, que ya estaba acostumbrado a esa pasión de ellos de formular todo en lenguaje de ciencias exactas sólo sacudió la cabeza y se acercó a su amigo Bonia. Con Bonia se podría discutir un tema más interesante: como cambiaron las chicas durante el verano.
El vicerrector terminó so discurso emotivo e informó acerca de lo que todos sabían. El primero y el último año empezaban las clases hoy mismo. El segundo año, como siempre, va al koljoz a hacer trabajo voluntario. El tercero participa en labores organizativas en la sala de deportes, la cual, por fin, tiene techo. Los koljozes de la zona son campos de arroz, por lo tanto, los estudiantes de segundo año, como se decía normalmente, iban “al arroz”.
Los muchachos, muchos de los cuales no se vieron durante los dos meses de verano se saludaban, se abrazaban, se empujaban y bromeaban.
– Los futuros ingenieros y científicos deben tener tres cosas importantes, – dijo Bonia alegremente – trabajar en un koljoz, en una construcción y en un almacén de verduras y vegetales. Sin esta experiencia el ingeniero soviético resulta incompleto y no puede considerarse un verdadero constructor del comunismo. —
– Como nos han enseñado, – se burló Boris – la intelectualidad es una capa intermedia entre los obreros y los trabajadores del koljoz. En cualquier momento, por orden del partido, nosotros debemos saber despegarnos hacia uno u otro lado y transformarnos en verdaderos trabajadores. —
Tikhon Zakolov y Alexander Evtushenko escucharon eso con aprobación, aunque con una sonrisa triste. Después de las largas vacaciones, ellos preferían regresar al auditorio, escuchar las clases de los profesores, leer los libros y conseguir nuevas metas del intelecto humano. Si hubieran dicho eso en voz alta, se hubieran reído de ellos en su cara. La mayoría de los estudiantes ya estaba dispuesta para el viaje al koljoz, pasar bien el tiempo, parrandear un poco y cuadrarse alguna de las muchachas que estarían lejos de la vista paterna.
Sasha y Tikhon, hasta el último momento, tenían la esperanza de que, este año, por algún milagro, su curso no tuviera que cumplir la tradición soviética de hacer el viaje “a la papa”, “al arroz”, “al algodón”. Pero la vida se mostraba rutinaria, sin alegría y predecible. Para el próximo mes, los parámetros fundamentales de sus vidas eran conocidos.
Ya estaba claro que la partida sería al día siguiente, pero hoy era necesario enviar una avanzada de tres estudiantes que prepararían el lugar para la llegada del resto. A Vlad Peregudov lo nombraron responsable de todo el equipo. Él, junto con su hermano gemelo, Stas, también vivía en la residencia. Ambos ya habían servido en el ejército e ingresaron en el instituto después de pasar una escuela preparatoria.
Vlad tomó su responsabilidad muy seriamente e informó que él y su hermano serían de la avanzada. Tikhon se imaginó que, por ser el último día de vacaciones, en la noche habría una borrachera generalizada y entonces se anotó como voluntario en la avanzada. Sasha se excusó y dijo que él, absolutamente necesitaba ir a la biblioteca y revisar los libros de teoría de grafos. En los últimos tiempos tenía la insoportable picazón de demostrar la conjetura de los cuatro colores.
Cuando Zakolov y Evtushenko se alejaron de la muchedumbre bulliciosa, hasta ellos se acercó alguien que esperaba ansiosamente este momento, Anatoli Kolesnikov.
Antes de su boda, Anatoli compartió, varios meses, con ellos, una habitación en la residencia. En ese tiempo, A Boris lo habían corrido de la residencia por “comportamiento indebido” con una muchacha. Estaba muy tomado y se puso a molestar muy impertinentemente a una atractiva estudiante, eso llegó a los gritos y ropa arrancada. La muchacha, entonces, se quejó al director de la residencia.
Boris entonces se mudó a donde Igor Lisitsin, un conocido de Moscú, quien estudiaba en un curso superior. Igor vivía en el edificio vecino, la residencia de los oficiales, en una habitación individual. Su padre había servido en esta ciudad, pero hacía un año se había ido a Moscú. Antes de su partida había podido acomodar a su hijo en esa residencia. Igor se había instalado ahí y aun cuando aparecieron puestos libres en la residencia estudiantil, no quiso mudarse.
El asunto fue, que él se apasionó con el juego de Preferans3, estudió todas las sutilezas del juego y se convirtió en un maestro. El juego siempre se hacía por dinero y entre los oficiales, que no tenían un sueldo bajo, Igor Lisitsin encontraba oponentes adecuados. Aunque, frecuentemente, las apuestas eran en kopeks, Igor, con regularidad, todos los meses se ganaba su buena suma. Él le pagaba al director de la residencia de oficiales por el derecho a seguir viviendo ahí y en buenas condiciones. Las habitaciones de la residencia estudiantil siempre estaban muy llenas y los demasiado inquietos estudiantes llevaban un estilo de vida muy desordenado, lo que no convenía al calculador Igor.
Anatoli Kolesnikov le tenía mucho respeto a Tikhon Zakolov, no por su gran talento para el cálculo rápido (los números abstractos no le interesaban a Anatoli), sino después de un asunto útil muy especial.
En la residencia, Kolesnikov mercadeaba cigarrillos búlgaros, que eran difíciles de encontrar. El jefe de mesoneros del principal restaurant de la ciudad le entregaba tres cartones de cigarrillos “BT” y tres de “Opal”, 10 cajetillas en cada cartón. Para no enredarse con sencillo, Anatoli vendía 2 cajetillas de “BT” por 1 rublo y 3 cajetillas de “Opal” por 1 rublo. El negocio iba bien. Por 30 cajetillas de “BT” él obtenía 15 rublos y por 30 de “Opal”, 10 rublos. Total, 25 rublos.
Un día, Anatoli decidió optimizar la venta. Razonó: ¿si vendo 30 cajetillas de a 1 rublo por cada 2 y 30 cajetillas de a 1 rublo por cada 3, no sería mejor vender de una vez 5 cajetillas por 2 rublos?
Dicho y hecho. Habiendo vendido la mercancía por el nuevo esquema, Anatoli contó su ganancia y en vez de 25 rublos, ¡tenía 24!
– Me robaron – fue lo primero que pensó. Y miró, con sospecha, a Zakolov y Evtushenko. Media hora estuvo dudando hasta que expresó su descontento.
Zakolov se carcajeó.
– Anatoli, divide 60 cajetillas entre 5 y multiplica por 2 rublos. ¿Cuánto obtienes? – 24. —
– Y entonces, ¿que quieres? —
– Que se hizo el otro rublo? – todavía desconcertado Kolesnikov.
Zakolov, quien no era fumador, se rió todavía más y le recomendó:
– La próxima vez vende 30 cajetillas de “BT” y 60 cajetillas de “Opal”, ¡tendrás tu rublo de nuevo! —
– Como así? —
– Con el sistema original de venta, por 30 cajetillas de “BT” tu obtenías 15 rublos y por 60 de “Opal”, 20 rublos. Total: 35 rublos. Ahora calcula vender todo por 2 rublos 5 cajetillas.
Anatoli calculó. Y en lugar de 35 le daba ¡36 rublos!
– Cual es el truco? – Le insistió a Zakolov.
– Anatoli, por que no recuerdas el álgebra? No se puede promediar de esa manera como lo estás haciendo. Mira, – Tikhon le escribió, en un papel, su error. – Si quieres seguir vendiendo de la nueva manera, entonces toma 30 cajetillas de “BT” y 45 de “Opal”. De ambas maneras obtienes 30 rublos. —
Kolesnikov se convenció de que la matemática en el comercio no está demás, y desde ese momento vio a Zakolov con respeto.
Aunque el coronel Timofeev le pidió a Anatoli que no le contara a nadie acerca del extraño suceso, éste no aguantó y, sin mencionar nombres y lo del tesoro, le dijo a Tikhon lo que le había sucedido a uno de los pilotos. El esperaba que el inteligente estudiante lo ayudara a sacar provecho de esa información.
– Claro! ¡Es lógico! Ya lo había pensado. – saltó Tikhon, cuando terminó de escuchar a Anatoli.
CAPITULO 8
Hassim y el “dragoncito”
El comerciante Hassim abandonó los dominios del todopoderoso Tokhtamysh altamente preocupado. Desde Sarai dirigió la caravana hacia el sur, pero al llegar al principal camino caravanero, el cual muchos llamaban la ruta de la seda, no dobló hacia el oeste, hacia Europa. Él sabía que en los puertos árabes y turcos no se encontraba el diabólico polvo que se encendía y que le había encomendado el kan y atravesar el mar para ir a la desconocida Europa, nunca se hubiera atrevido.
El mar y los barcos, eso no era para Hassim. Hombre de estepa, Hassim estaba acostumbrado a confiar en el suelo duro bajo los pies y los resistentes camellos.
Dirigiendo una última mirada hacia el norte, donde en la ciudad de Sarai se quedó detenido “como invitado” su joven hijo, Hassim dobló la caravana hacia el este. Él había decidido seguir el camino hacia la lejana China. Allá, él había tenido la oportunidad de ver muchos fuegos artificiales. Para su producción los chinos utilizaban un polvo que se quemaba. Por sus propiedades ese polvo se parecía mucho a la pólvora que Tokhtamysh le había ordenado conseguir.
El camino a través de tierras intranquilas, fue largo y Hassim llegó al imperio celeste enseguida después del año nuevo chino. En cada ciudad él preguntaba a los comerciantes por la pólvora. Pero esta mercancía ningún vendedor serio la guardaba.
La pólvora la producían en pequeñas tiendas, pero era para divertirse y para los fuegos artificiales del año nuevo. Cuando la fiesta terminaba, ya nadie necesitaba el extraño polvo y los artesanos volvían a la producción de las cosas útiles de todos los días.
En su búsqueda de la pólvora, Hassim ya había recorrido cientos de kilómetros en territorio chino, cuando llegó a la grande y activa ciudad de Dunhuang. Y ahí, por fin, tuvo suerte. Por eso estaba tan contento esa tarde y rezaba arrodillado, dándole las gracias a Alá y recordando a su hijo Rustam quien se había quedado como rehén.
En Dunhuang vino en su ayuda el viejo y experimentado comerciante Zhun. El mismo chino Zhun nunca había salido a países lejanos. Dedicándose al comercio, toda su vida había vivido en su ciudad natal, pero sabía perfectamente donde, qué y por cuanto se podía comprar en un radio de decenas de kilómetros. Zhun vendía mercancía local a los caravaneros y a cambio recibía la mercancía extranjera.
Cuando Hassim dijo la cantidad del extraño pedido: veinte sacos, el astuto Zhun, en lugar de bajar el precio por la compra al mayor, dijo que no era posible, ese pedido no se podía cumplir ni siquiera en un mes y por lo tanto el precio por saco subiría. Hassim, con una sonrisa y bromeando, como era lo acostumbrado, trató de regatear, pero Zhun, con un gesto amable, lo detuvo:
– Hassim, yo no te pregunto para que necesitas tanta pólvora. Créeme, hay un gentío en mi país y allá, en el tuyo, que les gustaría muchísimo saber la respuesta a esa pregunta. Como decían nuestros antepasados: la palabra es plata, pero el silencio es oro. – El viejo Zhun cerró los ojos y se puso la palma de la mano en la barriga, como si estuviera cansado de la conversación.
– Bueno, yo vine fue por té. – pensativo, dijo Hassim. – Por el mejor té chino. —
– Se lo diré a todos. – Asintió Zhun.
Al fin y al cabo, se pusieron de acuerdo en diez sacos, los cuales estarían listos en dos semanas. En ese momento Hassim le preguntó a Zhun si sería posible obtener también la receta de preparación de la pólvora.
– Estoy listo para pagar lo mismo. – y dijo la suma.
Zhun miró con atención a Hassim y movió la cabeza.
– Los maestros chinos enseñan sus secretos solo a sus hijos. Si el maestro no tiene hijos, se lleva su secreto a la tumba. Afortunadamente, las mujeres chinas paren mucho. —
Hassim no discutió, pero su gran experiencia le decía que si no te venden algo es porque no propusiste un precio adecuado o no te dirigiste a la persona correcta.
El viejo y astuto chino se despidió, y Hassim ordenó a su sirviente más avispado que lo siguiera. El plan funcionó.
Al día siguiente Hassim se enteró de que, a una hora de camino, en las colinas cercanas, hay una pequeña aldea, donde los chinos sacan el carbón. Y que Zhun visitó una de las casas que está al borde de la cantera. El sirviente regresó inmediatamente a la ciudad.
Hassim, para las apariencias, estuvo comprando té en los alrededores de Dunhuang durante tres días, y después se fue a la pequeña aldea. El dueño de la casa en cuestión era el pequeño y cara redonda Shao. Los ojos avispados bajo el sombrero cónico lo convencieron de que con Shao podía ponerse de acuerdo. La larga, y sin apuros, conversación, produjo sus frutos. Shao sacudió su coleta grasienta, la sonrisa se le extendió de oreja a oreja y sus dos pequeñas manos estrecharon, agradecidas, la de Hassim.
Aunque el chino no aceptó vender la receta del polvo maravilloso, prometió que, en el transcurso de una semana más, prepararía diez sacos más, y por el precio que le había dicho Zhun. Era indudable que este había sido, también, un gran éxito comercial. Después de esta transacción podría regresar rápido a Sarai y liberar a su hijo. El gran kan Tokhtamysh estará satisfecho con esa cantidad de la mercancía secreta.
Cumplido el plazo prometido, bajo un crepúsculo azul, en un lugar desértico, fuera de la ciudad, Zhun le entregó a Hassim la mercancía acordada.
Cuando Zhun recibió el dinero, le aconsejó: – Ahora regresa a tu casa rápido. – Yo te voy a guardar el secreto, pero en China hay demasiados ojos y oídos. Estos tiempos son difíciles y a alguien puede interesar tu compra no habitual. Apenas nos logramos desembarazar de los mongoles y aquí no confiamos de los extranjeros del este. —
– Voy a comprar un poco más de buena seda china para no llevar camellos ociosos y partiré. – prometió Hassim.
Hassim esperó una semana más fuera de la ciudad y como había sido acordado fue adonde Shao.
– La mercancía está lista. – alegró a Hassim el inteligente artesano chino.
Después de que los sacos fueron cargados sobre los camellos y la cuenta saldada, Shao llevó a Hassim a un lado y le susurró:
– No es mi problema para que quiere usted tanta pólvora, señor, pero yo le tengo otra proposición interesante. Usted habrá escuchado que la gente del norte de nuestro país hace grandes “dragones calientes”. Así llaman a una gran bola de hierro, llena con este polvo maravilloso, y provista de una mecha no tan larga. Esta mecha se enciende y la bola se lanza con una catapulta al enemigo. Yo, señor, aprendí a hacer el “dragoncito”, para el cual no se necesita catapulta. —
El chino sacó de su bolsillo una esfera negra de hierro del tamaño de un puño y de la cual salía una cuerda aceitada.
– Este “dragoncito” es bueno por el hecho de que se puede lanzar con una mano. Antes de eso lo único que se necesita es encender la cuerdita. ¿No quiere probar? —
El chino le alcanzó la bola a Hassim. Esta resultó fría y pesada. Hassim sopesó el objeto en su mano. El chino encendió la mecha y sonriendo con alegría le gritó:
– Ahora, señor, ¡láncelo! —
Hassim observaba, con interés, como se consumía la mecha y la chispa rojiza, siseando, se acercaba a la bola de hierro.
– Láncela lejos! – gritó Shao. La sonrisa del chino desapareció de su rostro plano.
Hassim miraba el curioso juguete y no entendía por que tirarlo. ¿Y si se rompe? Cuando el fuego se acercó a la superficie de la esfera, Shao, desesperadamente, golpeó la mano del comprador y lo empujó al suelo. La bola cayó y se dirigió hacia donde estaban los camellos.
El puntico de fuego en la mecha desapareció rápidamente bajo la superficie negra de la bola, como un ratón en su ratonera. Casi instantáneamente hubo un gran estallido. Y todo alrededor se cubrió de una nube de humo amarilla.
CAPITULO 9
¡No existen los extraterrestres!
– Que habías pensado? – Se sorprendió Anatoli con la repentina reacción de Zakolov.
– Ya lo había pensado. – repitió Tikhon y era claro que estaba pensando con excitación. – No hay extraterrestres! – gritó, batiendo la mano en el aire.
Anatoli, como atontado, lo miró.
– Está muy bueno eso de batir las manos; pero explícame, ¿que tienen que ver los extraterrestres en esto? – impaciente preguntó.
– No hay extraterrestres en la Tierra. Si ellos vinieran con regularidad, con la técnica moderna ya los hubiéramos controlado. —
– Yo no te dije nada de extraterrestres. – Anatoli le dijo dudoso.