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Al filo del dinero
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Al filo del dinero

Язык: Английский
Год издания: 2020
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Reconociendo mi triste situación, llegué a la conclusión de que yo debo actuar de otra manera.

Lo primero que hice fue hurgar entre las cajas de la mudanza recién desempacadas para buscar los CD computacionales. Todos esos disquitos tenían sus etiquetas con su nombre que ya había olvidado para que servía. Mientras desayunaba, yo iba colocando cada disco en el laptop para comprobar el contenido.

Katya se atareaba, alrededor de la estufa, con paquetes y envases. De repente todo quedó en silencio, sus brazos cayeron y mirando hacia el frente, desconcertada, dijo:

– Ella no puede comer nada, nada. Yulia… – Impotente, Katya cayó en la silla y se puso a llorar.

Miré la bolsa con los productos que se iban a llevar al hospital y sugerí:

– Quizás pueda beber jugo por el tubito. —

– No, ni siquiera jugo, – con aflicción, Katya lloró, agarrándose y sacudiendo la cabeza.

– Tranquila, piensa en el bebé. —

– Para ti es fácil dar consejos. —

– Yo también me preocupo. —

– ¡Si, ya veo! No te separas de la computadora, – inesperadamente, ella estaba iracunda. – Que te distrae? Y al trabajo vas a llegar tarde. —

– Voy contigo al hospital. —

– Puedo ir sola. Mejor vete al trabajo. Ayer llegaste tarde, hoy también. Te pueden botar. —

Bajé la vista, me tomé el té y salí de ahí, rápido. El reconocimiento honesto de mi despido ya me estaba alcanzando. En algún momento se lo diré, pero no hoy. Primero tengo que intentar realizar mi nueva idea. Coloqué el laptop en el maletín, también los CD y llamé al taxi.

En vez de al trabajo, fui al lugar donde el día anterior habían robado el cajero automático. Me acerqué al «McDonald́s» cercano. Ahí podría conectarme a internet y estar horas sentado, si quería. En uno de los discos encontré lo que estaba buscando, la base de datos de mis exalumnos de la Casa de la Juventud. Además del apellido, en el disco estaban sus direcciones electrónicas, teléfonos, fotografías y la lista de sus tareas hechas. En particular, la misma base de datos era un ejemplo de un trabajo exitoso hecho por los alumnos.

En una de las fotografías vi los mismos ojos negros del día anterior y enseguida lo reconocí: Fedor Volkov. Entonces tenía quince años, ahora tiene veinticinco y, en la mirada, la misma ambición juvenil y la auto convicción vulnerable.

Coloqué sobre la mesa el billete, medio quemado, de mil rublos que había hallado en los arbustos, lo fotografié y envié la imagen a la dirección electrónica de Volkov. Claro que el muchacho podía no haber utilizado ese correo hacía tiempo, pero el encuentro con el exprofesor lo haría recordar.

Y efectivamente, la respuesta llegó rápido.

«Gracias. Me salvó»

«Tenemos que vernos. Te espero», respondí yo.

«Donde está usted?»

«Adivina».

Esto era una prueba para la perspicacia general y el nivel de

comprensión computacional. En la fotografía del billete caía un borde de la bandeja del «McDonald’s» y por la dirección IP se podía saber en cual zona estaba.

No pasó una hora para que, a la mesa donde yo estaba, se sentara Fedor Volkov. Uno a otro nos estudiamos con atención. Fedor estaba cauteloso, su visión periférica trabajaba más de lo usual y sus manos las mantenía en los bolsillos de la chaqueta contra viento.

– Un poco ruidoso aquí, ah? – observó.

Le advertí:

– Con el rabo del oído escuché que la policía busca a un tipo en chaqueta gris contra viento. —

Volkov se quitó la chaqueta y se sentó sobre ella. Se quedó en franela. En su muñeca derecha tenía un tatuaje colorido.

«Quien se puya para divertirse, tiene VIH», pensé con tristeza. No me sorprendería que se fume su hierba y sea indiscriminado con las chicas. Si alguien preguntara: ¿quién de los dos tiene el virus?, todos apuntarían al chamo. Pero, desgraciadamente, una vida familiar juiciosa no es garantía contra una insidiosa enfermedad.

La mirada desconfiada de mi exalumno se suavizó un poco.

– Yo estoy muy agradecido con usted, Yury Andreevich. —

– Llámame Doctor. —

– Ah, ¿tenemos un plan? Entonces yo soy Zorro. —

– Pero tu apellido hace pensar otra cosa3. —

– Usted tampoco se parece a un doctor. —

Ambos sonreímos. Era mi primera sonrisa desde el momento de la llamada nocturna desde el hospital.

– Bueno, Zorro, cuéntame ¿Qué hiciste después de la escuela? – le pregunté.

– Usted, por casualidad, ¿no trabaja para la policía? El tipo de uniforme lo llamaba por su nombre. —

– Es mi hermano. El es policía. —

– Hermano? – Zorro se levantó. – Yo, como que me voy.

– Siéntate! – Lo detuve. – Entiende esto: a él yo no lo voy a ayudar. Ahora, yo solo trabajo para mí mismo. —

Zorro digirió rápidamente lo escuchado, se relajó y me tendió la mano:

– Colegas. – Después del apretón de mano, volteó su cabeza hacia el mostrador: – Ya que estamos aquí, voy a comer algo. —

Me acerqué a él y le advertí:

– Pero que no se te ocurra pagar con los billetes quemados. – los ojos de Zorro mostraron sorpresa. Le expliqué: – Todos los puntos comerciales están alertados. —

Zorro volvió a la mesa con un café y una hamburguesa. Comió un poco y comenzó a relatar:

– Yo ingresé en la universidad tecnológica en la especialidad de seguridad informática. Hice dos cursos, pero después me aburrí. Para que perder tiempo si el diploma lo puedes comprar. —

– Y lo compraste? —

– La impresión es perfecta, no puedes diferenciarlo de uno verdadero. Pero trabajar… – Zorro hizo una mueca. – Eso, de estar en una oficina desde la mañana hasta la tarde en una oficina, no es para mí. —

– Y ahora destripas cajeros automáticos? —

– Esa es la última diversión que tengo. —

– Y es provechosa? —

– Depende. Ayer agarré cuatro kilogramos. La explosión fue ruidosa y mientras recogía el dinero, los Apóstoles se pintaron. La policía llegó rápido y tuve que esconderme ahí cerca. —

– Los Apóstoles? – Recordé la conversación de Gromov por teléfono: – ¿Los gemelos Noskov en la furgoneta blanca, el flaco y el gordo? —

– Pedro y Pablo. En la escuela se burlaban de ellos, y a mí se me ocurrió ponerles los Apóstoles. Desde aquel tiempo somos amigos y me respetan. Ayer ellos arrastraron a la policía tras ellos. —

– Fue pensado así? —

– No, fue casualidad, pero afortunado. —

– Tú eres sortario. – Yo bajé la voz para que no nos escucharan: – Pero cuatro kilos de billetes quemados no te ayudarán. Caerás cuando los saques. —

– Los cambio de nuevo en cajeros. Y gracias otra vez. —

– No resulta. El cajero automático no acepta un billete dañado, el tamaño ya no coincide. —

En los ojos de Zorro apareció la sospecha de nuevo:

– ¿Doctor, para que me llamó? ¿No será para hacerme un tratamiento psicológico? —

– Para advertirte. Y proponerte algo. —

– Espero que no sea confesarme. —

– Los Apóstoles realmente trabajan en mecánica? —

– Trabajan en toda vaina. Son buenos en todo. —

– Mi carro no prende. —

– Su especialidad, – aseguró Zorro. – Donde está? —

Me gustó su disposición para actuar inmediatamente. Le indiqué la dirección del «Jupiterbank», donde se había quedado el «Peugeot» y le entregué las llaves.

Zorro se rio:

– Las llaves no son necesarias. Déjeme llamarlos para que vayan allá enseguida. Los llamó, les explicó todo y me preguntó: – Le traen el auto para acá? —

– No sería malo, – asentí. – Estás seguro de su experticia? —

– Son los Apóstoles, – dijo Zorro, con ironía. – Cuéntelo como nuestro agradecimiento, por lo de ayer. —

– Gracias, pero no era de eso de lo que yo quería hablar. – Miré hacia los lados como un conspirador y le hice la pregunta importante: – Como haces para bloquear las cámaras de video? —

– Que pasó? ¿La policía todavía no lo descubre? —

– Todavía están tratando de adivinar. —

Zorro se envaneció:

– Ese es un aparato que yo idee, yo lo llamo «blockout». Lo pongo a un metro de la cámara o del cable y desaparecen las imágenes. —

Recordé que Volkov, todavía jovencito, reparaba, fácilmente, cualquier computadora o juego electrónico. A él venían, incluso profesores, hasta que el muchacho empezó a cobrar por las reparaciones. Podía hacer maravillas.

Me interesó como trabajaba el aparato:

– Obstruyes la señal de video? —

– Ese es el nivel primitivo. Intercepto la señal y puedo poner ahí lo que yo quiera, hasta pornografía. —

– Me imagino la reacción de los vigilantes. Podrías hacerte famoso. —

– Por ahora déjeme bloquear las imágenes, como un tonto inútil. —

– Eso es inteligente, – asentí yo y reflexioné.

Zorro es inteligente, calculador, arrogante, pero actúa torpemente. Demasiado ruido para un resultado mínimo. Para el delito elegante le faltan conocimientos especiales acerca del funcionamiento de los cajeros automáticos. Y yo soy el especialista en ese asunto.

– Zorro, quiero comprobar tu «blockout» en vivo. —

Volkov, de la sospecha, frunció el ceño:

– ¿Que pasa Doctor? ¿Qué tiene en mente? —

– Una conexión real a un cajero automático concreto. —

– Ja! ¿Y después qué? —

– Tú me ayudas a restablecer la realidad. Yo me llevo lo mío. —

– Del cajero? – Zorro se rio. – Y como piensa usted abrirlo? —

– Ese no es problema. Pero esta vez, en lugar de bloquear la imagen, hay que poner una fotografía. —

– Doctor, estoy confundido. Me huele a servir de carnada. —

– Tu parte es bloquear la cámara. Del resto me encargo yo. —

Zorro se reclinó en su silla, de nuevo miró a su exprofesor considerando si debía confiar en él.

– Y cuando tiene la intención de hacer eso? – le preguntó.

– Tenemos tiempo mientras los Apóstoles me arreglan el carro. —

– Ahorita? – se extrañó Zorro.

– Desde hace un tiempito me estoy apurando para vivir, – me sinceré.

– El cobarde inventó los frenos, ¿es así? – Zorro guiñó un ojo. – Nunca hubiera pensado que usted… —

– Quiere decir que estás de acuerdo? —

Volkov levantó las cejas y empezó a razonar:

– El blockout lo tengo en el carro, pero se debe encontrar el cajero apropiado, donde se pueda montar sin problemas. —

– Ya te resuelvo eso. —

En el laptop abrí, en la página del «Jupiterbank», la ventana de las direcciones de los cajeros automáticos. Tuve que exprimirme la memoria para recordar la sucesión de la carga de efectivo en ellos: ¿cuáles son los cajeros automáticos que llenan hoy?

Yo escogí uno de ellos y volteé el laptop hacia Volkov:

– Mira este. Allá podemos llegar en quince minutos. —

– Usted cree eso? – dudó Volkov.

– Créeme, allá hay dinero para agarrar. —

Zorro me miró a los ojos, vio mi resolución y aprobó con la cabeza:

– Voy a tomar un café para llevar, en el camino resolvemos los detalles.

El carro de Zorro era un «Subaru» con volante a la derecha, con los guardafangos arrugados y las puertas raspadas. Con escepticismo ponderé el feo aspecto del auto:

– ¿Y para que tienes tus amigos mecánicos? —

– La dirección y el motor están bien, también sus cuatro cauchos y la aceleración, pero la carrocería… – Zorro se cortó un poco, – Pero no me preocupo si tengo que irme rápido. Tome asiento. —

El cajero automático que yo había escogido estaba a la entrada de una mueblería. Adentro, prácticamente, no había clientes. Cuando iba pasando, Zorro pegó a la pared una cajita roja, parecida a las que tienen el botón de alarma de incendio, y entró a la tienda. Decidí no abrir el cajero enseguida y lo alcancé en el interior.

– Me dijiste que el aparato no se veía, – le susurré inquieto.

– Para esconder algo mejor lo pones a la vista. – Con cara de aburrido, Zorro iba mirando los sillones.

Tuve que estar de acuerdo con él. Sin embargo, el color rojo de la cajita, simbolizaba para mí el infierno que tenía que atravesar. Detrás de él hay otra vida, extrema y riesgosa.

– ¿Ya está funcionando el blockout? – me puse nervioso.

– Le tiemblan las rodillas? Podemos volver al carro. —

– No…, pero… Hay dos cámaras: una en el techo y otra directamente en el cajero que graba la cara del que está ahí. Quiero estar seguro… —

– En lugar de a usted, Doctor, están viendo otra cara. Como usted lo pidió. —

Recordé la foto que había escogido en internet y me tranquilicé. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. La enfermedad me liberó de muchos convencionalismos. Ahora puedo hacer lo que considere necesario, vivir duro, sin esperar la vejez. ¡Vamos!

Volví al cajero automático y puse la tarjeta de acceso, la cual tomé por casualidad de la oficina y puse la clave. En la pantalla apareció el menú. Perfecto, no han bloqueado la tarjeta. Escogí la operación: Carga de efectivo. Sonó el gancho de apertura…, yo hale la pesada puerta y el cajero se abrió. Adentro había pacas de billetes de mil y cinco mil.

Por lo menos había millón y medio de rublos y procedí a sacarlos.

8

La mayoría de los empleados subordinados prefieren no caer bajo la mirada del jefe, pero Oleg Golikov era de la opinión contraria. Él estaba convencido de que para recibir un ascenso debía ser visto por las instancias superiores. Todavía mejor, debía ser útil al jefe no solo en el trabajo, sino en la vida diaria, ¡jalar mecate pues! Una vez, Oleg había ayudado, calculadoramente, al chofer de Radkevich, a configurar el nuevo teléfono inteligente, a conectarse á internet, y enseñarlo a utilizar las nuevas aplicaciones. El chofer le contó eso al jefe. Y resultó: cada vez que aparecía un problema técnico, llamaban a Golikov. Las novedades tecnológicas se vuelven ayudantes irremplazables cuando hay una persona que las domina.

Una semana atrás Oleg había sido testigo de una conversación curiosa. Él había configurado la conexión entre todos los aparatos electrónicos de Radkevich y esa vez, a la oficina del banquero entró una muchacha elegante con apariencia de modelo.

– Estoy que ardo, me sacaron de la portada, – ella dijo, con indignación. – Van a poner a otra muchacha. Me lo habían prometido y en el último momento me sacaron. ¡Cabrones! —

– Oksana, no te preocupes por esas tonterías, – Radkevich se adelantó para abrazar a la muchacha.

Ella despreció el abrazo:

– Para ti es una tontería, pero para mí, es la cima de mi carrera. Calcula tú, yo le conté a todas mis amigas y alguna perra me… —

– Discretamente, Golikov salió de la oficina, pero a través de la puerta semiabierta oyó la esencia de la pelea. A Oksana Broshina, quien trabajaba como modelo, le prometieron ponerla en la portada de «Elite Style», la revista de moda, pero a último momento, la cambiaron por otra chica. Oksana trató de utilizar las conexiones de Radkevich para resolver la situación. El banquero llamó a alguien, averiguó, pidió, pero en definitiva le propuso a la chica otra revista. La amante se ofendió y salió, disparada como un cohete de la oficina.

Boris Mikhailovich apareció en la puerta de la oficina, le hizo una seña a Oleg y le dijo:– Hacia dónde fue? Muéstrale la salida. —

Golikov alcanzó a Oksana, la acompañó a la calle y, casi a la fuerza, la sentó en un café cercano. Se sentía inflado con la compañía de esa belleza en un lugar público. Él no ahorró en cumplidos, mostró comprensión y estuvo de acuerdo en que, la advenediza que destruyó el sueño de Oksana era una alpargatuda en comparación con ella.

Oleg comprendió enseguida que le había caído una oportunidad que no debía desperdiciar. Se ganaría unos puntos con el jefe, si demostraba que podía resolver cuestiones delicadas como esa. Y Oksana estaba tan buena, que él trataría de servirle a cambio de un agradecimiento futuro. Oleg le juró que iba a pensar en algo para ayudarla si ella, después, le mostraba alguna gentileza. Con estas palabras, él la miró, lánguidamente, y le apretó la rodilla bajo la mesa. Oksana no le apartó la mano. Y así, quedaron. Un inspirado Golikov le aseguró a Radkevich que él resolvería el problema. El banquero se sorprendió y, vagamente, dijo: «Bueno, si lo haces…»

Y Golikov lo pensó.

Ahora estaba sentado en la oficina del presidente, sintiéndose vencedor. Un problema bancario sirvió de pretexto formal: alguien había vaciado un cajero automático. Pero la noticia importante él la diría al final de la conversación, ya que las últimas palabras son las que se recuerdan mejor. Ellas son las que dejan la mejor impresión del encuentro.

– Boris Mikhailovich, sucedió un incidente desagradable, – Golikov empezó, suavemente.

– Que pasó? —

– De uno de nuestros cajeros desapareció un dinero. Como casualmente, abrieron el que se llenó hoy de efectivo. —

– Los muérganos los siguieron. ¿Cuánto se llevaron? —

– Ahí viene lo extraño. En el cajero faltan 393300 rublos. – Golikov puso le hoja de papel con la cuenta sobre la mesa. – El resto del dinero no fue tocado, y eso es cerca de un millón. —

Radkevich, dudoso, agarró el papel con las cifras.

– No hay errores aquí? ¿Como se pueden llevar esa suma? Los billetes más pequeños son de quinientos rublos. —

– Es correcto. El ladrón dejó un vuelto. —

– Como? – Radkevich tiró el papel. – Me quieres decir que un tarado abrió el cajero, tomó menos de la mitad de lo que había y además ¿dejo vuelto? —

– No es tan tarado el tipo, – negó con la cabeza Golikov. – Además no hay señales de violencia. Y lo más extraño… —

– Que más? —

– Nosotros revisamos la cinta de video. No hay daño en los cables, ni en la cámara, pero en vez de la imagen corriente, durante lo sucedido era la foto de un caballo lo que salía. —

– Como que de un caballo? – Ya el banquero estaba al borde.

– Mire. —

Radkevich tomó la fotografía. En su mano tenía una fotografía en blanco y negro, parecida a las que tenía en las paredes de su oficina. En ella había un potro encabritado, sin brida y sin silla, lanzado a la libertad.

Radkevich adoraba los bellos caballos, en la vida real y en las fotografías, pero esta vez arrugó el rostro, como si viera algo indecente. Él recordó la última conversación con Yury Grisov. Cuando salió, arrancó uno de los cuadros y tiró en la mesa una hoja de papel donde había escrito el monto de su compensación. Boris Mikhailovich buscó en sus papeles la exigencia del empleado despedido. La suma en las dos hojas de papel coincidían.

El banquero apartó la explosión de ira y, hasta con respeto, dijo entre dientes:

– Se salió con la suya. Buen punto. – Arrugó los papeles y los lanzó a la papelera. – Como abrieron el cajero? —

– Lo más probable, con una tarjeta de acceso. La falsificaron o la robaron. Hay que investigar a los empleados que pueden tener esa tarjeta… —

– Todavía no te diste cuenta, quien lo hizo? ¡Tu antiguo jefe! —

– Grisov? – Una chispa de venganza brilló en los ojos de Golikov. – Llamemos a la policía. —

– Para que sospechen de ti también? —

– A usted, yo nunca… —

– Eso es poco. Tú tienes que estar adelante en el trabajo. Bloquear las tarjetas de acceso, preparar nuevas, cambiar los códigos y claves, lo que se necesita pues, para que no vuelva a suceder. —

– Sonó el celular, que estaba en el escritorio del banquero. Radkevich y Golikov vieron la fotografía de Oksana en la pantalla. Radkevich no quería responder, pero lo hizo, haciéndole señas a Golikov para que saliera y dijo:

– Te dije, gatita, que yo mismo llamaría… —

– La advenediza no apareció y me llamaron! – alegre, lo cortó Oksana Broshina. – voy a salir en la portada de «Elite Style»! ¡Gracias, gracias, gracias!

A Radkevich le cambió el humor:

– Pero claro, yo por ti, siempre… —

– Eres un amor. ¡Te beso, te abrazo y todo lo que quieras! —

– Paso esta noche por allá. – El banquero prometió, seductor.

– Pero no hoy, gatico. Hoy no puedo, me voy a preparar, mañana son las tomas. —

– Entonces… —

– Después, después, yo te llamo. ¡Un beso! —

Radkevich apagó el celular y, curioso, miró a Golikov, quien se había quedado en la puerta, arriesgándose, porque ya sabía la noticia que comunicaba Oksana. Esa era la impresión conclusiva con la cual Golikov contaba. Él no había tenido tiempo de comunicar, él mismo, la agradable noticia. Ahora, su mirada era expresiva: «Yo lo prometí, modestamente cumplí».

– Espérate. – Radkevich llamó a Oleg con el dedo índice y, bajando la voz, le preguntó: – Lo conseguiste. ¿Como? Yo escuché que la otra chica había desaparecido. —

– Lo importante es el resultado, ¿no? – arrogante, miró al jefe a los ojos.

Se miraron uno a otro, como si quisieran leerse los pensamientos. Entonces Radkevich levantó la bocina del teléfono de servicio y llamó a la oficina de personal:

– Cambien el aviso de búsqueda de un director del departamento de seguridad informática por uno de ingeniero especialista. Ya el director lo tenemos, es Oleg Golikov. Preparen la orden para su nombramiento y me la traen para firmarla.

Radkevich miró, interrogadoramente, al subordinado: – Es justo? – Este asintió en silencio y se retiró.

Cuando volvió a su puesto de trabajo, Oleg, inspirado por su victoria, marcó el teléfono de Oksana Broshina.

– Hola, bella. ¿Mi parte la cumplí, cuando nos vemos? —

– Que apuradito. – juguetona, respondió la modelo.

– Tú tampoco querías esperar al próximo número de la revista. —

– Ok. Nos vemos después de que yo me vea en la portada. —

9

Mi corazón se me salía del pecho. No debía correr, levantaría sospechas. Pero me apuré para llegar al carro de Zorro, colocado, inteligentemente, un poco lejos del cajero automático. Vaciar el cajero no resultó tan difícil. Lo importante era dominar los nervios, lo demás era asunto de técnica. Técnica moderna, en el sentido literal de la palabra. El «blockout» y la tarjeta de acceso con los códigos hicieron su trabajo.

Zorro y yo llegamos al «Subaru», simultáneamente, desde lados diferentes. Fedor se sentó frente al volante y puso la cajita roja en sus rodillas. Yo me senté al lado.

– Hay algo que no entiendo Doctor, ¿hoy es su día de actividad benéfica? – Fedor me juzgaba, moviendo los ojos. – Pudo haber tomado más!

– Yo agarré lo que me pertenece. —

– Ahí quedó un millón! —

– Vámonos de aquí. —

Zorro soltó una palabrota, aceleró y condujo callado algunos minutos. Después, de mala manera, preguntó:

– Ahora, ¿para dónde? —

– Detente, ya nos alejamos suficiente. – Yo conté la mitad del dinero y se la extendí a Zorro. – Esta es tu parte. —

– Gracias, benefactor. – Zorro puso el dinero en su bolsillo y guardó el blockout en la guantera. – Y el caballo en la foto? ¿Es su firma? ¿O es un amuleto? —

– Es un regalo para un conocedor de caballos. Espero que le haya gustado. —

– No se rajó usted? —

– No te decepcionaré. —

– Entonces vamos al próximo cajero, mientras no hayan bloqueado la tarjeta de acceso, – propuso Zorro.

– Por ahora es suficiente. —

– Y yo pensé que ahora éramos compañeros y decidiríamos en conjunto. —

– Estás pensando en la dirección correcta. ¿Estás preparado para gastar el dinero ganado en una sociedad? —

– Que sociedad del carajo? —

– Para comenzar, hay que alquilar un sótano con dos salidas. Comprar una máquina tipográfica para imprimir tarjetas de presentación y otras tarjetas. La lista te la envío ahorita por el correo. —

Un archivo que había preparado en la mañana en «McDonald́s» se lo envié desde mi teléfono. Zorro lo abrió en su teléfono inteligente, comenzó a leer y sin esconder su escepticismo:

– Computadora, impresora láser, papel, tintas… Usted se volvió loco Doctor. ¿Usted quiere gastar lo obtenido en imprimir tarjetas? —

– Y por qué no? – Hice una pausa y expliqué: – Si son tarjetas especiales referidas a símbolos de dinero. —

Zorro se apartó:

– Imprimir falsificaciones y metérselas a las viejitas en los mercados? En todos los negocios revisan los billetes. —

– Tienes razón. En los billetes actuales hay cerca de veinte marcas de protección. – Yo se lo demostré, volteando y doblando un billete de cinco mil rublos. – Lo más complicado es el papel especial. Cualquiera se da cuenta al tacto: es denso, crujiente, los dedos sienten el relieve. Ese papel lo hacen con algodón puro. Y hay marcas de agua, microimpresiones, banda magnética, tinta especial, que cambia de color con cambios de ángulos de visión. —

– No necesito esas lecciones, se sobreentiende que no haces un carajo con tratar de falsificarlos. —

– Hacerlos exactamente no se puede, – estuve de acuerdo.

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