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Al filo del dinero
Al filo del dinero

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Al filo del dinero

Язык: Английский
Год издания: 2020
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– Y por qué a mí no me dijeron nada? —

– Porque tú eres muy recto y yo soy flexible. – Golikov sonrió condescendiente e hinchó su pecho. – Para que te metiste en eso?, esta no es tu zona. —

Me agarré la cabeza con ambas manos y, recordando a mi hija, le dije:

– Déjame tranquilo. —

– Tuviste una pelea ayer? – Oleg dijo, compasivo. – Sal. Relájate. Tómate un café fuerte. Te puedo dar una aspirina. —

– No quiero nada! – grité y, entonces agarré la manzana mordida y la lancé al bote de basura.

Después de ver el lanzamiento, la papelera volcada y la fruta por el suelo, Golikov comentó: – Tú eres un basquetbolista malo. —

Movió la cabeza y fue a corregir las consecuencias del lanzamiento errado. Yo me quedé solo con mis malos pensamientos sintiéndome peor que nunca. La vida y el trabajo me mostraron, de un trancazo, su lado desagradable. Largo rato estuve sin tocar el teclado y el monitor se apagó. El espejo negro del monitor me mostró mi rostro endurecido y los contornos oscuros de la oficina, como si el mundo y yo hubiéramos caído en la penumbra. Ya fue insoportable mirar esa pantalla negra.

Golpeé algunas clavijas y en la ventanita que apareció en el monitor puse mi clave y abrí las tablas de movimientos por cuentas. Había que hacer algo para que esas ideas opresivas no me afectaran más. Mi memoria visual recordaba los números perfectamente. Al fin y al cabo, yo soy matemático y no un poeta. El flujo de números que correspondían a cantidades de dinero, me metió en un embudo mental obligándome a compararlas y analizarlas. A la hora yo había encontrado toda una serie de operaciones dudosas.

– Otros errores. Algo no está bien, – mascullé y copié las sumas de dinero y los números de cuenta en un archivo separado.

– Que pasó ahora? – Golikov expresó su desagrado y se acercó hacia mí, dudoso.

Imprimí la hoja y le expliqué:

– Mira. En las relaciones diarias están las transferencias, pero en el resultado final del mes, no. —

Oleg empujó su silla con rueditas y se acercó a mí. Su mirada era punzante e irónica. Hizo sonar sus dedos cerca de mis oídos, como si me hubiera quedado dormido, para despertarme.

– Epa, idealista, despiértate! Piensa: ¿con que estamos trabajando? ¿Débitos-créditos? Esos se manejan fácilmente. Nosotros no somos el Banco Central en quien todo el mundo confía. Radkevich escogió otro nicho para el negocio.

– Tomar el dinero y hacernos los locos? —

– Hasta ahí no hemos llegado. Nuestro banco presta servicios de un tipo particular. —

– Cuales? —

– En dos palabras: el dinero ilegal hay que lavarlo, los funcionarios corruptos tienen que cobrar los sobornos y ponerlos en cuentas off shore. ¿Hay una necesidad? Habrá una sugerencia. —

– Cobrar y esconder. —

– Por fin se comprendió. —

Me sentí insultado:

– Hace meses trabajo en programas con obstáculos para ladronzuelos, y ahora esto… —

– Pero que te pasa? – Oleg empezó a disgustarse. – No eres el mismo de antes. —

– Algo sucedió. —

– Que? —

Yo no quería hablar de mi hija. Para una persona ajena era solo una información curiosa, pero para mí era un dolor constante.

– Esto sucedió! – Golpeé, con la palma de la mano, la página impresa.

Con aspecto sombrío, Golikov me miró fijamente, como si me viera por primera vez. Desafiante, le respondí su pregunta silenciosa:

– Que? ¿No te gusto? —

– Olvídalo. —

Oleg tomó de debajo de mi mano la hoja de papel con los números de cuenta, volvió a su mesa y, concentrado, mordió su manzana. Inclusive su espalda expresaba desdén. Tiró el pedazo de manzana como si fuera una colilla de cigarrillo y salió de la oficina.

«Va a chismear», – pensé, indiferente.

Pasados veinte minutos, yo me reí de mi perspicacidad: me llamaron desde donde Radkevich.

El camino a la oficina del director no tomaba mucho tiempo. Solo subir un piso.

– Ah, eres tú, Yury. Entra. – El propietario del banco me saludo particularmente amistoso.

Radkevich no me propuso sentarme, él mismo salió de detrás de su mesa para recibirme. Él es un poco mayor que yo. Yo sabía que su primera fortuna la había hecho traficando alcohol clandestino. Ese negocio riesgoso templó su carácter, le dio seguridad, pero le destrozó sus nervios. Estos últimos años Boris Mikhailovich Radkevich se había concentrado en el negocio bancario, menos ganancioso, pero respetable y cómodo. Ahora él podía apartar mucho tiempo para su pasión principal: los caballos de raza. Decían que él tiene unas caballerizas en alguna parte fuera de la ciudad. La expresión de la cara del banquero cambiaba levemente, dependiendo de las situaciones. Estaba acostumbrado a dar órdenes a sus subordinados y expresar un respeto reservado a los más fuertes de su mundo.

Viendo al presidente, me convencí una vez más, de a quién quiere parecerse Golikov. Trajes, zapatos, reloj, automóvil de marca. Solo que los de Radkevich si eran de verdad, y se actualizaban más frecuentemente.

En las paredes de la amplia oficina había colgadas, fotografías de caballos. Fotografías de estilo, en blanco y negro, impresas en tela.

– Bellos animales. – Radkevich se detuvo al lado de uno de los cuadros. – A los caballos los aman y los valoran, les crean condiciones tales, que lo pueden envidiar muchos animales de dos patas. —

Radkevich se sonrió de su chiste sardónico, pasó su mirada a mi persona y se ensombreció.

– Pero todo semental, inclusive el más costoso y espléndido, tiene su dueño. Y este decide cual va a montarse y cual va a tirar de una carreta. —

– Yo no supe que responder. El presidente hizo una pausa y entonces señaló al siguiente cuadro:

– Mira que trío tan expresivo. Animales mágicos. Se siente la potencia, la velocidad, parecen que fueran una unidad. Y mira esta pequeña cosa al lado del ojo. Es una gríngola. Es una cosa muy útil, el caballo solo ve hacia adelante y no se distrae hacia los lados. Si uno necesita doblar, el jinete le indica la dirección con un golpe de fuete. ¿Tú comprendes a que me refiero?

Yo ya había entendido, sin embargo, respondí:

– A mí me gustan más los caballos de fuerza bajo el capot. —

La mirada de Radkevich se congeló.

– Tú eres un buen especialista, Yury. Te valoro y te creo buenas condiciones. ¿No es así? —

Me sentí obligado a asentir. Fue él quien había autorizado mis créditos para la nueva casa y el auto. Y no era ofensivo con el salario.

Radkevich sonrió y me dio unas palmadas en el hombro.

– Te voy a dar un consejo. Dedícate a lo tuyo y no mires para los lados. Radkevich sacó de su bolsillo la página que yo había impreso con las tablas de las cantidades dudosas y, expresivamente, la rompió en pedacitos. – Nos estamos entendiendo? —

Otra vez asentí.

– Una cosa más. – Radkevich decidió regañarme. – Ponte una camisa limpia en la mañana. Eso mejora tu ánimo y el de los que te rodean.

Que fácil es dar consejos. Si esta receta funcionara me cambiaría la camisa cada hora.

3

Temprano en la noche llegué a mi casa y me sentía como un escolar culpable de haber sido reprobado en un examen y sin decirle a los padres. Me movía torpemente, evitaba la mirada directa de mi esposa y simulaba estar cansado. Después del desorden que había el día anterior en la casa, la sala y la cocina resplandecían del arreglo hecho. Katya trabajó excelentemente con las cajas y la envidié: tenía algo a que dedicarse.

– Por fin llegaste. ¿Por qué tardaste tanto? – me encontró en la cocina y estaba preocupada. Se secó las manos, apartó un mechón de cabellos de su frente y le bajó el volumen al televisor con el control remoto. – Y Yulia está críptica. La he llamado varias veces y ella me envía mensajes. —

– Que escribe? – pregunté y mi voz falsa me asustó.

Pero Katya no me oyó. Con una mano tomó el teléfono de la mesa y los dedos de la otra se movieron, negligentemente, hacia la estufa.

– Yo ya cené. Tú, sírvete lo que quieras. —

Ella marcó el número de teléfono de nuestra hija, se tensó por la espera y en su frente lisa apareció una arruga de preocupación. Inesperadamente, junto con los timbres de respuesta en su teléfono, ella oyó los repiques en el bolsillo de mis pantalones. Su ceja derecha se movió hacia arriba y su mirada interrogante se clavó en mi rostro avergonzado.

¡Mira que idiota! Como se me pudo olvidar quitarle el sonido. Ya no podía hacer nada, bajé la cabeza y puse el celular blanco en la mesa, el cual le habíamos regalado a Yulia hacía poco en su cumpleaños.

Hubo que confesar:

– Yulia no puede hablar. Fui yo quien te escribía. —

Después del trabajo fui de nuevo al hospital. Mi hija había recuperado la conciencia, estaba atiborrada de analgésicos y sus encantadores ojos, los cuales amaban los fotógrafos, habían envejecido diez años. Y lo peor era que en vez de una excitante languidez en ellos lo que había era una oscura desesperación.

– Quien te hizo eso? – Con un nudo en la garganta le pregunté.

Ella no podía hablar ni mover la cabeza. Impotente, lo único que pudo hacer fue batir los párpados: no sé. Y lloró. Le apreté la mano y tampoco pude aguantar las lágrimas. No sabía como consolarla, el temblor de mi voz y mi aspecto desolado solo la descompondrían.

– Aguanta. – le dije, pero enseguida le agradecí a la enfermera que me estaba sacando de la recámara.

Cuando vio el teléfono de la hija en mis manos, Katya, lentamente, se sentó. Su mirada concentrada me atravesó de tal manera que yo me sentí como una persona desconocida.

– ¿Qué pasa? – preguntó ella.

Dolorosamente, escogí las palabras:

– Todo está en orden. Casi. Lo peor ya pasó. Yulia está en el hospital, pero no te preocupes. —

– Que sucedió? —

Me costó mucho trabajo contarle todo y que Katya no se desmayara. Y después me costó más trabajo mantenerla en la casa y tranquilizarla.

– Ahorita no es el momento, no nos van a dejar entrar. Yulia está durmiendo. Esperemos hasta mañana. – Insistí. Katya lloraba en mi hombro.

Al día siguiente fuimos juntos al hospital. Katya se dirigió hacia nuestra hija enseguida. A mí me detuvo en el pasillo un preocupado David Guelashvili

– El cirujano habló en voz baja, pero sin admitir objeciones.

– Déjela que vaya sola. Usted y yo tenemos que hablar. —

– Yo la tranquilicé como pude. Tiene siete meses de embarazo y lloró toda la noche. ¿Puede ser que alguien la acompañe? – Traté de desprenderme.

– Por eso no se preocupe, tenemos personal experimentado. – El médico llamó a una enfermera, le dio instrucciones y a mí me condujo a su oficina. Puso un vaso con agua frente a mí, se sentó al otro lado del escritorio y cruzó las manos. – Le tengo dos noticias. —

– Una mala y una buena? Primero, la buena, – Me animé a decir, presintiendo algo negativo. – Una mala, usted sabe, después de lo de ayer… —

– Su hija está estabilizada y no está en peligro de muerte. Pero para el completo restablecimiento del organismo se necesitan donantes de tejido y operaciones muy costosas. Si quiere un consejo, eso es mejor hacerlo en Alemania. Aquí hay buenos cirujanos, no se crea, pero el aspecto jurídico con los donantes de órganos está un poco enredado y quizás haya que esperar mucho tiempo. —

– Entiendo, entiendo… ¿Y de cuánto dinero estamos hablando? —

– Yo voy a preparar los documentos médicos necesarios y los enviaré a la clínica alemana. Veremos que responden. —

– De todos modos. Usted debe tener las cifras. —

– Desgraciadamente, está lastimado todo el tracto gastrointestinal. Se necesitará más de una operación. Creo que la suma debe estar entre los ciento cincuenta y doscientos mil euros. – El cirujano calló. – En nuestro hospital existe una fundación benéfica. El fondo está limitado y hay muchos que están esperando por trasplantes. Yo, en su lugar, me apuraría. —

Comprensivo, yo asentí:

– Si, claro. Yo trabajo en un banco, pediré otro crédito. No veinte, sino treinta años trabajaré para el dueño. —

Guelashvili apretó los labios y me miró por encima de sus lentes, como si yo hubiera dicho una tontería.

– Hay otra cosa, – dijo.

– Una mala noticia? – Recordé el comienzo de la conversación y traté de bromear: – Si un cometa choca contra la tierra… —

Yo me corté ante la mirada no divertida de Guelashvili.

– Usted donó sangre ayer. Nosotros la examinamos y … – El médico abrió una carpeta para consultar el resultado del análisis, como si el diagnóstico pudiera cambiar. – A usted se le encontró el virus VIH. —

Se hizo una pausa larga. Yo no comprendí, inmediatamente, que se trataba de mí. Hasta ahora solo habíamos hablado de la situación de mi hija. Esta desgracia puede repercutir en mi esposa embarazada, pero yo… Yo soy un tipo, yo puedo aguantar. Canas y angustias mentales no molestarán. Lo único importante es que Yulia se recupere y el embarazo de Katya llegue a buen término. ¿De que estamos hablando? ¿Escuché mal?

– Usted dijo: VIH? —

– Virus de Inmunodeficiencia Humana, – claro y pausado, dijo el médico.

– Yo tengo ese VIH? —

– El virus fue captado en su sangre. Por supuesto, haremos un examen de comprobación, pero yo estaba obligado a advertirle desde ya. —

– No, no es posible. Yo no soy un drogadicto… Yo soy un padre de familia. – Mis ideas se revolvieron. Yo vine por un problema, ahora me desconciertan con otro, completamente diferente. – No entiendo, no entiendo nada. —

– Beba agua. —

Obedientemente vacié el vaso y miré al doctor. Yo no había escuchado mal, esto no era un sueño ni un chiste. Ante mí estaba el mismo médico, en la mesa el resultado del análisis donde estaba mi apellido. Ahí estaba escrito que yo estaba mortalmente enfermo. ¿Cuáles veinte, treinta años? Todos los planes se fueron pál carajo. No llego ni al año que viene. ¿Y cómo voy a vivir yo ahora? Me encogí, me sentía como un monstruo, a quien todos evitan.

El médico se inclinó hacia mí desde su lado de la mesa, me miró a los ojos y me dijo, suavemente:

– No entre en pánico, concéntrese en su respiración. Inhalar-exhalar, inhalar-exhalar. Y cuente: uno-dos, uno-dos… —

Poco a poco se me fue aclarando la mente. Pregunté:

– VIH, eso es SIDA? —

– No, no… – Guelashvili se recostó del espaldar de su asiento. Lo más desagradable ya lo había comunicado. A él volvió la convicción profesional. – El VIH es una infección crónica que se desarrolla lentamente. Por regla general, bajo tratamiento, se puede controlar por años. Todo depende del modo de vida y el seguimiento riguroso de los medicamentos. En ese período la persona infectada se siente bien, se ve saludable y, frecuentemente, ni siquiera adivinas su problema. ¿A propósito, cuando se hizo el examen de sangre la última vez? —

– No recuerdo. Hace tiempo. —

– El virus no aparece enseguida. A los tres meses, a veces hasta los seis meses después del contagio. —

– Y ¿cómo? ¿Como pude contagiarme? —

– El VIH pasa de persona a persona. Ante todo, por el tracto genital durante los contactos sexuales no protegidos. O a través de la sangre: aplicación de drogas intravenosas con una aguja infectada, inyecciones, transfusiones de sangre… —

– Espere. ¿Y mi sangre? ¿La transfirieron a mi hija? – Yo salté para correr adonde Yulia.

– No, como se le ocurre. Para eso existen las pruebas. Siéntese y tranquilícese. Ahora usted debe analizarse y recordar como pudo haberse contagiado. Y, por supuesto, cambiar de raíz su comportamiento, para no ser una fuente de propagación de la infección. —

– Katya. Mi esposa. – Reaccioné.

– Ella está embarazada. A todas las embarazadas se le hace prueba de VIH. Esperemos que no…, claro, hay un período escondido. Yo me encargo de hacerle las pruebas. —

– Pero coño! ¿Por qué yo? ¿Que hice? – Puse las dos manos en mi cabeza. – Sin tiempo para nada. ¿Cuánto me queda? —

– Usted no está enfermo todavía, solo tiene el virus en la sangre. —

– Pero el SIDA no se cura. —

– No entre en pánico. Usted no tiene SIDA. —

– No comprendo. Usted me estaba hablando del VIH. —

– Entienda una cosa sencilla. – El doctor se puso pedagogo. – A usted se le detectó un virus, el cual, su organismo todavía controla. El SIDA es el estado final del desarrollo de la infección VIH. Él no aparece rápido. Eso depende de muchos factores. Le voy a dar un folleto. Ahí está explicado de manera muy sencilla. —

Tomé el folleto y leí el título: «Con el VIH se puede vivir», pero ahí enseguida, lo doblé y lo guardé. A pesar del título tranquilizante, me asustó.

– Por ahora no me haré el análisis de sangre de comprobación y no le diga a Katya, por favor. —

– Por ley, esa información es estrictamente confidencial. No tengo derecho de comunicarle a nadie su status de VIH infectado: ni a su esposa, ni a sus familiares, ni a amigos, ni a colegas. Usted es quien tiene que actuar en ese sentido. —

Recordé las palabras de Guelashvili en el primer encuentro: un paso a un lado y te caes. Yo sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Yazgo en el abismo.

– Bueno… – De repente tenía al cirujano a mi lado. Me sacudió por los hombros e hizo detener el mareo que yo sentía. – Tómese este par de tabletas. —

– Que, ¿ya comenzamos? —

– Tómeselas tranquilo. – El médico lleno un vaso con agua y me dio las dos píldoras. – Este schock es normal. Usted todavía se está forzando. Tome un par de días libres en el trabajo. —

– Pero entonces, todos sabrán que me pasa algo. —

– Ok. Continúe a trabajar. Viva como si no pasara nada. Si siente sensación de pánico, respire como le dije. —

– Es todo? —

– Por ahora sí. Eso funciona. —

El médico se puso a hablar caminando por el corredor: de la batería de exámenes, de los análisis complementarios, de la escogencia de medicinas, mientras yo contaba las inhalaciones y exhalaciones: uno-dos, uno-dos… Algo no me permitía pasar de dos. Hasta mis queridos números me abandonaban.

4

La enfermera trajo a una decaída Katya a la oficina. Yo me apuré a abrazar a mi mujer que sollozaba, solo para que ella no notara el miedo en mis ojos. Pero Katya estaba extremadamente deprimida y solo pensaba en la hija. Con esperanza ella miraba al médico y este la tranquilizaba prometiéndole hacer todo lo posible. Guelashvili mencionó algo sobre la curación en Alemania y le dijo que ya había discutido los detalles conmigo. Con mi mejor rostro, yo asentí hacia Katya, mostrando con la mirada, que todo estaría en orden. Ella creyó, no en mis gestos infantiles, sino en su intuición maternal.

Yo llevé a Katya al auto y me puse al volante. Cuando íbamos al hospital, de antemano yo sabía que ella no podía conducir, pero yo no podía suponer que yo mismo estaba cerca de un schock.

– Pero que fue? ¿Por qué? – De vez en cuando Katya se decía a sí misma. – Como vamos a vivir ahora? —

Esas mismas preguntas me atormentaban, pero si mi esposa pensaba exclusivamente en su hija, yo me las dirigía a mí mismo.

– La van a curar, conseguiré el dinero, – murmuré, pero me di cuenta que poco convincentes sonaron mis palabras.

– Yo daría todo, con tal de que Yulia… – Katya se cortó y se puso a llorar.

A mí también se me salían las lágrimas, pero pude contenerme. Inhalar-exhalar. Uno-dos.

Dejé a mi esposa en casa y me fui al trabajo. Entrando al banco, me sentí encogido. Me pareció que todos me miraban de manera distinta y que, a propósito, se apartaban como de un leproso. ¿Será posible que ya tenga escrito en el rostro que estoy mortalmente enfermo?

– Grisov, te ves mal, – Oleg Golikov confirmó la sospecha. – Ayer llegaste primero que todos, hoy estás retrasado. ¿Alguna vez miras el reloj?

Sin esperar respuesta, ironizó:

– La gente feliz no mira el reloj. ¡Ataja! —

Oleg me lanzó la manzana cotidiana, pero yo, oprimido por esos pensamientos horrorosos, no reaccioné en absoluto. La manzana golpeó el teclado, hizo iluminarse el monitor y rodó por el suelo. Y cada golpe haría aparecer, a los dos días, una marca fea en la superficie del bello fruto, lo cual sería el comienzo del daño en la fruta. Eso trajo asociaciones horribles a mi mente y yo ya me veía con daños en mi organismo.

– Un asunto malo, – Golikov comentó sombríamente y clavó su mirada en el monitor. Viendo que yo continuaba postrado, involuntariamente murmuró: – Si, tenemos un problema. —

Yo no me movía, y entonces Golikov subió la voz:

– ¿Me estás escuchando, Yury Andreevich? —

– Que pasa? – reaccioné.

– Hay que chequear la interfase de los cajeros automáticos, temprano hubo una falla incomprensible, – respondió Oleg y volteándose no quiso explicar más.

Yo entré en la red interna del banco, leí los correos, vi los códigos de errores y traté de concentrarme en el trabajo. Sin embargo, mi mente estaba completamente llena de preguntas desagradables. ¿Cuándo me contagié? Y, ¿de quién? ¿Cuánto tiempo me quedaba de vida? Y de repente me entró una esperanza: ¿y si otro examen daba negativo? Dios mío, que esté sano. Me pondría a rezar, aunque nunca lo he hecho.

Si ese estado de ánimo se ponía insoportable, me concentraba en la respiración. Este método me ayudaba a apartar la inquietud. A quitarme mis propios terrores, meterme en el trabajo. Mis dedos comenzaron a recorrer el teclado, conseguía cliquear en los comandos. Pero la frágil tranquilidad enseguida se rompía por la preocupación por la hija. Su curación va a ser larga, y se va a necesitar mucho dinero, el cual solo puedo conseguir yo. Y, si de repente, mi enfermedad se desarrolla rápidamente y me tumba el SIDA. ¿Qué pasará con Yulia, con Katya y con nuestro hijo no nacido todavía?

Inesperadamente alguien me tocó el hombro. Yo volteé y vi el rostro estupefacto de Oleg. Tocó con su dedo mi monitor en los sobrecitos rojos intermitentes de las comunicaciones urgentes.

– ¿Qué te pasa Grisov? ¿Tú no lees los correos internos? El flujo de quejas colapsó el servicio de atención al cliente. Se bloquearon todos nuestros cajeros automáticos. ¡Todos! —

– Justamente me estoy dando cuenta de eso. – Vi el programa abierto y me sorprendió. Yo había cambiado algunas instrucciones en el programa, las había corregido, pero no recordaba, exactamente, que era.

– Mira, ¡lee! Nuestros colectores no pueden recoger los recibos, las tarjetas de acceso no funcionan. —

– Las tarjetas de acceso, – repetí como un eco y abrí la gaveta del escritorio para buscar la tarjeta plástica especial con la cual se puede recoger y testear todos los sistemas de los cajeros automáticos.

– Déjame ver. – Golikov me separó del monitor y comenzó a cliquear el teclado. Aquí está el error. Tú sobrecargaste el programa y ahí empezaron los fallos. ¿Qué cambios le hiciste? —

– Yo? Creo que ninguno. —

Yo, inútil, le daba vueltas en mis manos a la tarjeta plástica.

– ¿Crees? ¡Mira! De tú computadora salió el cambio. —

– No me acuerdo. – Dije sinceramente.

– Pero lo sabes. – Oleg sacudió la cabeza en desaprobación.

En mi mesa repicaba el teléfono de servicio. El indicador mostraba el número «1» lo que quería decir que llamaba el propio dueño del banco. Sentí náuseas. Ya tenía varias horas poniéndole atención a mi organismo en busca de alguna reacción hipocondríaca y mi organismo respondió a la espera provocadora. De mi estómago venía el vómito y salí corriendo al baño.

Golikov me acompañó con la mirada asombrada y, cuidadosamente, levantó el auricular.

– ¿Que pasa Grisov? ¿Qué mierda están haciendo? – Nuestro presidente Radkevich no escatimaba las groserías.

– No es Grisov, es Golikov. —

– Donde está tu jefe? ¿Porque no me responde el teléfono? ¿Qué pasa ahí? Los cajeros automáticos no están funcionando. —

– Boris Mikhailovich, la falla fue por culpa de Grisov, —

– ¡Eso no fue una falla, lo hicieron a propósito! Tengo pérdidas y ustedes no hacen un coño. —

– No es mi culpa, por mi trabajo respondo yo. Pero Yury Andreevich…

– Que estás queriendo decir? Habla claro. —

– Él sobrecargó el programa de control de los cajeros. Después de eso empezaron las fallas. —

– Por qué? ¿Fue un error? —

Golikov comprendió que ahí le surgió una oportunidad. No es pecado utilizar el error de su superior, si eso lo hace ocupar su sitio. Él habló rápidamente, bajando la voz y mirando, atentamente, la puerta:

– Boris Mikhailovich, temo por Grisov. No está bien de la azotea. Literalmente. Ayer llegó pálido, medio ido, y hoy está igual. Le pregunté cuales cambios había hecho en el programa y él lo no recuerda. Realmente no lo recuerda, los ojos vacíos. Tengo la impresión de que a Grisov le empieza a patinar el coco. Véalo usted mismo. Él podría hacer algo. —

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