Полная версия
Al filo del dinero
– A eso me refiero. Sacamos uno o dos papeles y nos agarran. —
– No me escuchaste bien. Las marcas de protección son muchas, pero el cajero automático solo comprueba cuatro o cinco de ellas y los terminales de pago, menos. Y yo, por cierto, se cuáles. —
– Está bien, pero cinco marcas de protección no son pocas, de todas maneras. Y con nuestra imprenta, – Zorro frunció el ceño y mostró la lista de objetos en la pantalla de su teléfono. – sacamos un cuadrito bonito? —
– Otra vez no escuchaste. —
– Transmítalo, pues. —
– Tú tienes billetes verdaderos parcialmente quemados. Con marcas de protección que podemos utilizar. – Yo hablaba pausadamente para darle a mi interlocutor la posibilidad de comprender mi idea. – De cada uno se pueden hacer diez. Para el cajero automático basta una parte de la banda magnética. ¿Entiendes? —
– De un billete se pueden hacer cuantos? – Zorro comenzaba a agarrar la idea.
– Papel especial y tinta especial no se necesitan. Vamos a utilizar fragmentos de los billetes verdaderos. —
– La idea es interesante. Estoy listo para intentarlo. Solo que la ganancia de hoy no es suficiente para la compra del aparataje. —
– Hay que añadir unos rublos. Vamos. —
Le mostré el camino y le pedí que se detuviera frente a una agencia grande del «Sberbank».
– Este es el lugar? – Los ojos de Zorro estudiaron la situación. – Hay mucha gente, no se puede bloquear la cámara. Mejor nos vamos. —
– Vamos a comprobarlo. Espérate aquí. – Salí del carro.
– Y el blockout? – preocupado, gritó Zorro, pero yo no le puse atención y me dirigí al banco.
Yo estaba seguro de que, el próximo cuarto de hora, Fedor Volkov estaría sentado como sobre alfileres y pensando: «En que me metí? ¿No sería mejor irme?» Seguramente se le vendrían ideas como que, yo me arrepentí, que me sentiría intocable y que yo lo traicionaría. Cuando salí del banco vi el destartalado «Subaru» en el mismo sitio, entonces me sentí agradecido a Fedor. Los nervios del tipo son fuertes, se puede trabajar con él.
Zorro, incrédulo, miró mi rostro de hielo. Entré al carro y le extendí una paca de billetes:
– La cantidad que falta.
– Que? – Se le salían los ojos.
– Tengo una cuenta ahí. Saqué mi plata. —
– Pudo habérmelo dicho. – gruñó mi compañero. Zorro abrió la puerta y recogió el blockout que estaba delante de la rueda. – Ya lo iba a aplastar, por si acaso. —
Su cuidado y precaución también me gustaron. Esas son cualidades necesarias para mis planes. Entonces fui a lo concreto, como si lo hubiera pensado bien y decidido hace tiempo:
– Empezamos un negocio juntos. ¿Las ganancias?: cincuenta-cincuenta. Nuestro capital inicial se forma del dinero en efectivo y la propiedad intelectual. Yo pongo este dinero y tú, los billetes quemados. Yo, mis conocimientos sobre la parte técnica de los cajeros y los billetes. Tú, tu blockout. Y lo más importante. Nuestro negocio es secreto, por lo tanto, ningún contrato y nada de habladeras. – De acuerdo? —
– Un pacto de caballeros? Ok. —
Nos dimos las manos. Le entregué el dinero. El sopesó el paquete y preguntó:
– Cuando empezamos? —
– Ya lo escuchaste, estoy apurado por vivir. Busca el sótano y compra los aparatos. Empieza ahora mismo. —
– Yo pensé que hoy celebraríamos nuestro acuerdo. —
Lo miré de tal manera, que él levantó las manos en señal de sumisión, pero desconcertado por mi impaciencia.
– Yury Andreevich, que estaba haciendo usted hasta ahora? —
– Nadaba con la corriente, hasta que caí en el torbellino de agua. Ahora decidí montarme en la lancha rápida para ir adonde me de la gana. —
– Chévere. —
– Y, no se te olvide, Fedor, a partir de ahora, yo soy el Doctor y tú, Zorro. —
No pudo responder enseguida porque repicó su teléfono. Escuchó, asintió y pegándose el celular en el pecho, se dirigió a mí:
– Arreglaron su «Peugeot» y lo llevaron a McDonald́s. Quiere agradecer, personalmente, a los Apóstoles? —
– No es conveniente que me vean. Dales las gracias y que se vayan. —
– El agradecimiento, de parte de quien? —
– Del Doctor. —
Ya me estaba acostumbrando al apodo.
10
Tomé el tenedor, mi mano quedó suspendida un momento sobre el cuenco con la ensalada. Normalmente, Katya y yo comemos la ensalada del plato común, pero decidí no hacerlo más. Claro que yo leí el folleto sobre el vivir con VIH, donde afirman que el virus no se transmite por la comida, pero eso es en teoría. Se trata de la persona más cercana a mí, la mujer amada, la que lleva a mi hijo en su vientre. Ya nos habían dicho cual era el sexo del bebé y yo me culpaba solo por una cosa, que no habíamos pensado en aumentar la familia los diez años anteriores. Si yo contagio a Katya, no lo quiera dios, entonces al future bebé lo espera la misma suerte. No, lo que sea, pero no eso.
Yo acerqué la ensalada a mi plato. Si ella me preguntaba sobre eso, le diría que me había resfriado y que no quería contagiarla. Pero Katya no estaba pendiente de esos escrúpulos. Ella terminó de comer rapidamente y siguió, atareada, golpeando la tableta con las puntas de los dedos, buscando algo en internet.
– Es poco, – dijo, apartó la tableta y llevó los platos sucios al fregadero.
Empezó a correr el agua y a oírse el roce de la esponja dura sobre los platos. Yo le eché un vistazo a la pantalla de la tableta y vi ahí la calculadora.
– Que estás calculando? – Sentí curiosidad.
Katya respondió de buen ánimo. Se sentía que estaba, particularmente, interesada en eso.
– En la cuenta tenemos ahorrado para la remodelación del ático. —
– Por ahora no remodelaremos, – corté, apartando la vista. Ella todavía no sabe que la cuenta está vacía. Si le digo en que estoy planificando gastar el dinero, entrará en pánico.
– Yulia debe ir a tratarse a Alemania. En la cuenta no hay dinero suficiente, pero si vendemos el «Volvo»… Yo vi los datos del carro, está nuevo, tiene pocos kilómetros, podríamos ganar… —
– De que estás hablando? El auto está en garantía, el banco se quedaría con todo el dinero. —
Hizo una mueca de desconcierto, después me propuso:
– Y si engañamos al banco? —
Katya cerró la llave del agua y volvió a la mesa. Tenía puesto un mono deportivo que ya era muy viejo. Podría comprarse ropa especial para embarazadas. Me daba vergüenza que ella economizara en ropa por nuestras deudas. Tomé su mano.
– No podemos engañar al banco. Tenemos que tener su aprobación para vender el carro. —
– Y la casa? —
– Más aún. En la declaración de propiedad hay unos gravámenes incluídos. Nosotros soñamos con esta casa. —
– Trata de llegar a un acuerdo con el banco. —
– Yo no puedo estar pidiendo eternamente. —
Katya me miró como si yo me negara a la curación de nuestra hija. Se disgustó:
– Hay que hacer algo. No me encuentro, me retuerzo pensando como salvar a Yulia y tú… —
– Yo también me estoy rompiendo la cabeza. —
– Pide un adelanto de tu sueldo. O un crédito con un período de gracia. Katya cambió la ira por la dulzura, me abrazó desde atrás, pegando su mejilla a mi frente. – Tú trabajas en el banco hace mucho tiempo, ahí te aprecian, explícales la situación, te comprenderán. —
– Otro préstamo, – Me sonrojé sin saber que decir, – no me van a dar. Yo acordé con el banco un período de veinte años. —
– Pero se trata de nuestra hija. Yo puedo ir contigo, les suplicaré. ¿El Radkevich ese, no es un ser humano? —
Me salí del abrazo femenino y casi dije, como esta personita buenecita me botó del trabajo sin ningún beneficio. En el último momento me contuve, bajé la cabeza y prometí:
– Conseguiré el dinero, vas a ver. —
– Cuando? Yulia no puede esperar. —
– Actuaré rápido. —
Mi rostro no reflejaba optimismo y Katya no esperó para reprocharme:
– ¡Si, lo vas a conseguir! Por ahora solo gastas. Hoy reparaste el «Peugeot». —
– Me lo hicieron unos amigos, de gratis. – respondí, desafiante.
– Para cobrarte después. —
De repente realicé que, a partir de hoy, tengo un círculo de amigos completamente nuevo, en nada parecidos a los colegas anteriores. En esencia me metí en una aventura riesgosa con personajes que no conozco. No tienen nombre ni apellido, solo apodos: Zorro, Apóstoles. Y ahora no hay ningún Yury Andreevich Grisov, sino un abstracto Doctor.
Para apartar las ideas desagradables, me levanté de la mesa y prendí la tetera:
– Bebamos té. ¿Dónde está mi taza? —
– Agarra cualquiera. —
Yo siempre agarraba la primera que veía, pero ahora decidí insistir:
– Los Gromov me trajeron una para Navidad, ¿recuerdas? Me la trajeron de Egipto. —
– En alguna parte está. Después la busco. —
– La quiero ahorita. —
Mi esposa me miró como reprochándome: que quisquilloso.
– Yo creo que está en la caja de regalo todavía. —
La busqué, la encontré y bebí té ahí. Ahora voy a hacer así siempre. Esta es mi taza, no se puede confundir y, además, es muy grande para Katya. Me tranquilizó esa idea.
Antes de acostarme miré, con aprehensión, la sala de baño de nuestra habitación. Teníamos en común el inodoro, la ducha, el lavamanos y, al menos, teníamos toallas diferentes. Estiré mi mano hacia los cepillos dentales. Tres cepillos parecidos en un vaso, solo se distinguían por algún colorcito. ¡Eso era peligroso! El mío era azul oscuro, el de ella, azul claro, pero no me podía confiar. Las encías sangran a veces, y podría suceder lo irreparable.
Me eché agua fría en la cara. Debía poner otro vaso para mi cepillo, pero entonces no podría evitar las preguntas. ¡Cuanto había cambiado mi vida, ese virus maldito se metía hasta en los detalles!
Me cepillé los dientes y rompí el cepillo. Mañana voy a comprar uno nuevo, pero completamente diferente a los que quedan.
Yo tomé el laptop con la intención de acostarme tarde, de tal manera que Katya estuviera dormida. Pero no dormía, todavía preocupada. Ella puso su cabeza en mi hombro y me pegó su hinchado y tibio vientre. Yo la abracé y, entre los dos, latía el corazoncito del futuro bebé.
– Yury, seguro vas a conseguir el dinero? – me preguntó con mucha seriedad.
– Claro, – le dije, tratando de que mi voz sonara segura.
– No podemos perder tiempo. —
– Lo haré lo más rápido posible. —
– Para las operaciones de Yulia se necesita mucho dinero. —
– No te preocupes, para la casa, yo hallé el necesario. —
Agradecida, me besó en la mejilla.
– Si quieres…, si te hace falta… – Katya se volteó, dobló sus piernas y pegó sus nalgas de mi cuerpo. – Pero ten cuidado. —
Yo me separé. Sentí terror, pensé en las pesadillas que me recorrían internamente. Virus invisibles y perjudiciales recorren mi organismo y no estoy en condiciones de luchar contra ellos. Soy una bolsa caminante llena de virus. El peligro más inmediato para mi esposa y mi hijo. Que me joda yo, ya viví suficiente, pero el bebé que está por nacer no debe sufrir.
No, desde hoy, nada de sexo. Lo mejor sería dormir separado o, por lo menos, con diferentes cobijas. Pero tendría que decir que estoy infectado. ¿Con cuales palabras? ¿Como explicarle a Katya? ¿Qué va a pensar ella? ¿Como decirle eso en su condición? Sus nervios ya están en el límite por lo de la hija y si le hablo de la fea enfermedad…
Nooo! Eso la destrozaría. Mejor esperar. Hay que resolver un problema, al menos. Debo conseguir el dinero para la operación de Yulia. Y yo haré lo que sea para la curación de mi hija.
– Mejor durmamos. – le dije e, instintivamente, me separé de ella.
11
Yo me acerqué a la dirección indicada y, sin salir del carro, observé los alrededores. Dicen que demasiada precaución te lleva a la paranoia, pero esta es la menor de las amenazas que se ciernen sobre mí. Cuando ya tenía todo el entorno controlado saqué mis conclusiones.
En la planta baja del anexo al conjunto de edificios de apartamentos había un supermercado pequeño. A estas residencias se podía acceder desde todos lados. Un poco más allá en la calle había una parada de autobús y la entrada a una estación del metro, adonde se dirigían los habitantes de los edificios cercanos. El típico y enorme conjunto residencial estaba dividido, en la mitad, por una carretera ancha. Un lugar de mucha gente, que se apura hacia alguna parte y, donde nadie le pone atención a nadie. Para un pequeño laboratorio es una buena escogencia. Solo tengo que convencer a Zorro que no estacione el «Subaru» destartalado cerca del abasto y, que cada vez, lo estacione en un nuevo lugar, para que nadie se acostumbre a verlo.
Como fue acordado por teléfono, encontré a Zorro, dentro del supermercado, en la estantería de vinos. Él miraba las botellas sin demasiado interés. Me paré a su lado como un parroquiano casual.
– Hola, Doctor, – me susurró Zorro, sin mirarme. – Nuestra oficina está bajo nuestros pies, la entrada está detrás del abasto. —
– ¿Trajiste el aparataje, no se te olvidó nada? – le pregunté, secamente.
Zorro, esperando un cumplido, tomó mis palabras como un reproche. Torció el gesto:
– Tengo dos días moviéndome de un lado a otro, primero busqué el lugar, luego, los aparatos. Tuve que comprar muebles, ahí no había ninguno.
– Baja primero. No cierres la puerta, – le ordené y pasé a otro lugar del abasto.
Zorro salió. En la cestica eché café instantáneo, galletas de avena y azúcar y me dirigí a la caja. En mi alma cosquilleaba un sentimiento de renovación agradable: toda la vida yo había sido un simple tornillo en una gran estructura, como una cajera que saca facturas. Ahora soy el dueño. El ciudadano utilitario Grisov se convirtió en el inflexible Doctor, cuya grisitud quedó en el pasado, y en el futuro, como dice el dicho: sin mirar atrás. Además, con el cambio de nombre hay un cambio de perspectiva, estoy convencido de eso.
Sin embargo, la alegría se me vino abajo, apenas miré la «oficina» en el sótano.
– Y donde está la salida de emergencia? Ya te lo dije, nosotros no vamos a jugar jueguitos. —
– Esto es lo mejor que encontré. Usted me dio dos días para buscarlo. Trate de hacerlo usted, – Zorro se disgustó.
Parece que estoy forzando la barra. El muchacho trabajó bien, pero alabarlo es temprano todavía y no vale la pena pelear por pequeñeces.
– Ok. Ya pensaremos en algo. Ahora, – le eché una mirada a las cajas con las cosas: – Tenemos mucho trabajo hoy. —
A las tres horas ya habíamos acomodado los estantes y mesas, los aparatos, los materiales y líquidos químicos en el orden necesario. Zorro se secó el sudor de la frente y, con gusto, se sentó en el cómodo sillón. Me lavé las manos y recordé:
– Olvidaste comprar el dispensador de agua, papel higiénico y servilletas. —
– Eso no estaba en la lista. Lo que… —
– Hace falta algo para la producción de las tarjetas, – corté el disgusto del socio. – Vamos a estar aquí algún tiempo. Corre al supermercado y trae una tetera, yo voy a trabajar. —
– O sea, usted va a trabajar y yo, a hacer diligencias. —
Me di cuenta de que el muchacho es muy susceptible, mejor lo alabo un poco.
– Tu aporte a la empresa es grande: el lugar, los aparatos…, es importante eso. —
Tomé uno de los billetes de cinco mil quemados y lo empecé a picar con las tijeras. Viendo que Zorro no salía, levanté la vista y traté de hablar suavemente:
– Nos merecemos un café. Para eso necesitamos una tetera y tazas. —
Zorro se mordió los labios y salió. Cuando me quedé solo, saqué las tabletas y me las tomé con agua del chorro.
El día anterior yo había visitado el centro local de SIDA. Allá me incluyeron en la lista para recibir, gratuitamente, el genérico indio. De esas tabletas tenía que tomarme doce al día. De una voz monótona, el aburrido médico infectólogo, me advirtió sobre los efectos colaterales de las pastillas: nauseas, mareos, baja de la hemoglobina, fiebre. Prometí someterme a esa terapia.
Me sentí aterrado por la degradante cola de infelices, como yo, que se someterían a otra curación por el método de ensayo y error. Una vez más me convencí de que hay médicos de dios, pero de que también hay médicos, que ni lo quiera dios. Yo volví adonde Guelashvili y le supliqué que me ayudara. Afortunadamente David Shotaevich lo hizo. Me explicó, que existen compuestos efectivos que están en una sola tableta que se toma por día, en vez de doce, pero que son caros.
Otra vez el dinero, ¡maldito dinero! ¿Las siete plagas? Una sola respuesta, la tengo. Ahora tengo en mis bolsillos tres cajas de medicinas, que no voy a dejar que vea mi esposa. Las repugnantes pastillas me recordaban la enfermedad incurable y me obligaban a atender a mi propio organismo en busca de síntomas mortales y que me echaban a perder mi estado de ánimo.
– Algo no está bien? – preguntó Zorro, quien acababa de llegar, viendo mi gesto agrio.
– Todo está bien. – Me incliné hacia los instrumentos y le pedí que pusiera a calentar la tetera.
Para el inquieto Zorro, el tiempo en el sótano pasaba muy lentamente. Bebimos café, la tetera se enfrió y él se aburrió, viéndome trabajar. No tenía tiempo de explicarle, yo estaba entusiasmado con la creación de nueva tecnología y, poco a poco, me acercaba a mi meta. Varios instrumentos estaban conectados a la computadora y, de las botellas abiertas, salía olor a substancias químicas. Periódicamente se imprimía una lista de cuadritos. Yo los estudiaba, los corregía, los pegaba, les añadía solventes, les pasaba un rodillo caliente y volvía a imprimir.
– Pronto estará listo? – preguntó Zorro, pateando una caja vacía en el suelo.
– Bota la basura, – le sugerí. – Y no la empieces a tirar por todos lados.
Zorro masculló algo, pero empezó a recoger las envolturas rotas. Cuando él volvió, yo tenía, agarrado con unas pinzas, un pedacito de papel, parecido a un billete, y ponderaba el resultado.
– Vaya! ¿Por fin? – Zorro tomó el billete y comenzó a observarlo. Su rostro mostró dudas. – Doctor, usted se equivocó. Hay un error de imprenta. Y leyó en voz alta: – Cinco mil bublos. —
– Así lo quería yo, – le aseguré y, estirando mi cuello y los hombres, me recosté del espaldar del sillón. – Recuerda que no somos unos falsificadores, sino impresores de dinero de juguete: bublos. —
– Y que hacemos con estos envoltorios de caramelos? A kilómetros se ve que son falsos. —
– El celular está a tu nombre? —
– No soy idiota. —
– Entonces ve al cajero automático y haz un depósito. Pero no aquí arriba, agarra el metro y ve a uno alejado. —
– Y usted cree que el cajero no me va a rebotar? – Zorro dudó.
Las largas horas de trabajo en el sótano me tenían cansado y no tenía ganas de explicar detalles técnicos. Yo salté, nervioso, tocándome la cabeza con la punta del dedo.
– El cajero automático no tiene cerebro, yo sí. Aquí está la materia gris con sus circunvoluciones que se prepararon para esto durante veinte años. Si, ahí tienes una barajita. ¡Así fue pensada! Yo no te estoy engañando a ti, sino al cajero automático. Ese aparato de hierro blindado no tiene cerebro, sino lucecitas que comprueban algunas marcas. ¡Y esas marcas necesarias yo las puse ahí!
Descansé y me senté. Después de una pausa, Zorro, tímidamente, preguntó:
– Voy? —
– Si, – cansado, asentí, apenado por la erupción.
Cuando me quedé solo, yo me hundí en dudas. ¿Yo controlé todo? ¿Está bien lo que hice, cualitativamente? Si, yo conozco todas las sutilezas de la programación bancaria. Conozco bien las marcas de seguridad que comprueban los cajeros automáticos. Yo hice un papel que tiene todos los elementos de un verdadero billete de banco y el lector del cajero debe tomarlo como dinero normal. Pero un asunto es la teoría y otro, la práctica. Este es mi primer experimento. ¿Como resultará?
El socio tardó mucho. Fue una espera insufrible. Cuando, por fin, la puerta se abrió y Zorro entró, yo no levanté la cabeza. No quise adivinar que había pasado por la expresión de su cara y el corazón lo tenía envuelto en dudas. Esperé las palabras. ¿Venía un regaño o una alabanza? ¿Victoria o derrota? ¿Yo invertí correctamente los últimos ahorros de la familia o los gasté en una loca aventura? Yo soy un cretino o…
– Doctor, ¡usted es un genio! – Zorro voló hasta mí y me palmoteó el hombro. Se sentía el aliento alcohólico. – La máquina estúpida se tragó el papel, como una golosina, y ¡pum!, me lo anotó a mi cuenta, cinco mil rublos y no bublos. —
Fedor sacó el celular para mostrar la confirmación de la operación. Quité su mano de mi hombro, me levanté y me estiré cuanto pude. Mi ánimo subió un poco. Él me llamó genio. Otro apodo en mi vida gris. Reconozco que es agradable. Pero nadie debe enterarse de eso. Yo soy el genio gris del mundo subterráneo. Recorrí con la vista el incómodo sótano con un piso que no se había lavado hacía tiempo, con paredes gastadas y tenues lámparas colgadas del techo. Ahora este era mi laboratorio. Esta era mi oportunidad de proveer a mi familia antes de que yo los abandonara para siempre. Y el lapso para que llegue el final era desconocido para mí. Es posible que tenga las semanas contadas. Por eso tengo que apurarme.
– ¿Bebiste alcohol? – Sacudí a mi joven socio.
– Claro, tenía que celebrar. Pasé por la licorería y agarré un tequila. —
Zorro puso sobre la mesa la botella ya abierta y, sin querer, movió el monitor y la impresora. Ese descuido con la nueva tecnología me molestó.
– Llévate la botella de aquí, – lo regañé. – En el laboratorio no se beberá alcohol. —
– Yo quería felicitarlo. Es una cosa…¡fantástica! Hasta el final yo no lo creía. —
– Nuestro trabajo apenas comienza. – Yo abrí la gaveta donde estaba el paquete de los nuevos billetes impresos. – Aquí hay cien billetes de cinco mil bublos. Quinientos mil. Hay que distribuirlos. —
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.
Примечания
1
– UEM: Universidad Estatal de Moscú.
2
– Sasha: Es el apodo familiar y cariñoso, en Rusia, para aquellos que se llaman Alexander.
3
– El apellido Volkov viene de la palabra Volk, que significa lobo, en ruso.