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La desheredada
«Tu madre es una acá y una allá.
–Tu madre es esto o lo otro».
Pecado no dijo ni oyó más; sacó de la cintura una navajilla, cortaplumas o cosa parecida, un pedazo de acero que hasta entonces había sido juguete, y con él atacó a Zarapicos. Del golpe, el infeliz chiquillo cayó seco.
¡Hombres ya!
Silencio terrorífico. Los muchachos todos se quedaron yertos de miedo. Al principio no comprendían la realidad abominable del hecho. Cuando la comprendieron, los unos echaron a correr llevados de un compasivo horror; los otros rompieron a llorar con ese clamor intenso, sonoro, dolorido, que indica en ellos la intuición de las grandes desdichas.
Aquello no era una travesura; era algo más. Aquello de que estaba manchado Zarapicos no era el almagre de que se pintaban alguna vez para jugar; era sangre, ¡sangre! Zarapicos no jugaba al muerto; no hacía gestos para hacer reír a sus compañeros; no decía con voz doliente ¡madre! para representar una comedia; era que se moría realmente… Temblando, pálido y siniestro, con los ojos secos, sin tener clara idea de su acción, Pecado arrojó el arma que había sido juguete. El instinto le mandaba huir, y huyó.
Alborotose en un instante el barrio de las Peñuelas. Salieron todas las mujeres a la calle, gritando, algunas con el cabello a medio peinar. Los hombres corrían también. La Guardia Civil, que tiene su puesto en la calle del Labrador, se puso en movimiento; y hasta un señor concejal y un comisario de Beneficencia, que a la sazón paseaban por el barrio eligiendo sitio para el emplazamiento de una escuela, corrieron al lugar del atentado. ¡Horror y escándalo!
Las mujeres clamoreaban alzando al cielo sus manos; los hombres gruñían; la Sanguijuelera misma salió de su tienda a buen paso, medio muerta de terror y vergüenza, y por todas partes no se oía sino: «Pecado, Pecado».
La Arganzuela se llenó de gente. Unos corrían en busca del juez; otros decían que el juez no le encontraría vivo; los más hablaban de llevarle a la Casa de Socorro, y todos decían: «¡Pecado!».
Vino corriendo el boticario con árnica y vendajes, diciendo también: «¡Pecado!». El concejal, seguido del comisario de Beneficencia (que por ser hombre muy grueso no podía seguirle aprisa), hacía, siguiendo a la multitud, las consideraciones más sustanciosas sobre un hecho que, si bien algo extraordinario, no era nuevo en los anales de la criminalidad de Madrid.
«Van siete casos de esta naturaleza en diez años—decía el comisario de Beneficencia, harto sofocado, por ser poco compatibles su gordura y la celeridad del paso.
–Terrible es el matador hombre; pero el matador niño, ¿qué nombre merece?… Dicen que este tiene trece años.
–¡Qué país!
–¡Pero qué país!
–En Málaga son frecuentes estos casos.
–Y en Madrid lo van siendo también.
–¡Y nos ocupamos de escuelas! ¡Presidios es lo que hace falta!
–Escuelas penitenciarias, o cárceles escolares… Es mi tema».
Cuando llegaron al sitio de la catástrofe, los dos señores, dignísimos representantes de lo más meritorio y venerable que hay en los pueblos modernos, se echaron recíprocamente el uno sobre el otro estas dramáticas exclamaciones:
«¡Esto es espantoso!
–Esto parte el corazón
–Escuelas, Sr. de Lamagorza.
–Presidios, Sr. D. Jacinto.
–Yo digo que jardines Froebel.
–Yo digo que maestros de hierro que no usen palmeta, sino fusil Remington.
–Pero qué, ¿se lo llevan ya?
–No está muerto; pero parece grave.
–¡Golpe más bien dado!—murmuró un chulo—. Ese chico es de buten.
–¡Vaya, que la madre que parió tal patíbulo!—apuntó una de estas que llaman del partido.
–El asesino, el asesino, ¿dónde está?—gritó el concejal dándose gran importancia, y brujuleando en la muchedumbre con fieros ojos—. Guardias, busquen ustedes al criminal… ¡Qué País!… Pero guardias…, los del Orden Público, ¿dónde están?».
Pero ya la Guardia Civil había comenzado sus pesquisas. Los chicos, que en estas cosas suelen ser más diligentes que los hombres, indicaban la dirección que siguió Pecado en su fuga. Las opiniones eran diversas. Unos decían que se había refugiado en la Quinta de la Esperanza; otros que había tomado por la vía férrea adelante. Un naranjero, que con su comercio portátil de naranjas, cacahuetes y caramelos largos, se había acercado al lugar de la pelea, aseguró haber visto al matador saltar la tapia de una corraliza inmediata a las huertecillas de coles y acelgas que rodean el arroyo. Fundada era la declaración del naranjero. Acercáronse hombres y mujeres a la corraliza; unos empinándose sobre la punta de los pies, otros subiéndose a una piedra, miraron por encima de las bardas de adobes, y vieron al terrible chico tratando de esconderse en un ángulo. Pecado miró con receloso espanto la hilera de cabezas que en el borde de la tapia se le aparecía, y ante aquella visión de pesadilla se sintió domeñado, aunque no cobarde. Terrible coro de amenazas e injurias brotó de aquella fila de bocas, y más de cincuenta brazos se extendían rígidos por encima de la tapia. Pero el alma de Pecado se componía de orgullo y rebeldía. Su maldad era todavía una forma especial del valor pueril, de esa arrogancia tonta que consiste en querer ser el primero. El estado casi salvaje en que aquella arrogancia crecía, trájole a tal extremo. De esta manera, un muñeco abandonado a sus instintos llega a probar el licor amargo de la maldad y a saborearlo con infernal delicia. A Pecado se le conquistaba fácilmente con hábiles ternuras. Era tan bruto, que el Majito mismo, con un poco de mimo y otro poco de esa adulación que algunos chicos manejan como nadie, le tenía por suyo. Pero de ningún modo se le conquistaba con la fuerza.
Así, cuando vio aquel cerco de semblantes fieros; cuando se vio amenazado por tantas manos e injuriado por tantas lenguas, desde la provocativa de las mujeronas hasta la severa y comedida del guardia civil; cuando notó la saña con que le perseguía la muchedumbre, en quien de una manera confusa entreveía la imagen de la sociedad ofendida, sintió que nacían serpientes mil en su pecho, se consideró menos niño, más hombre, y aun llegó a regocijarse del crimen cometido. Cosas tan tremendas como desconocidas para él hasta entonces, la venganza, la protesta, la rebelión, la terquedad de no reconocerse culpable, penetraron en su alma. Por breve tiempo la ocupaba el miedo, y lágrimas de fuego escaldaban sus mejillas; pero pronto la ganó por entero el instinto de defensa. Entrevió, como un—ideal glorioso, el burlar a toda aquella gente, escapándose y aumentando el daño antes causado con otros daños mayores.
Esta era la situación moral de Pecado cuando el comisario de Beneficencia, llevado de un celo que nunca será encomiado bastante, se empinó como pudo sobre una piedra, y asomando la cabeza y hombros por encima de la tapia, dirigió al criminal su autorizada y en cierto modo paternal palabra, diciendo:
«Mequetrefe, sal pronto de ahí, o verás quién soy».
¡Cuánto habría dado el criminal por que cada mirada suya fuera una saeta! Quería despedir muertes por los ojos. Cogió un ladrillo, y apuntando a la por tantos títulos respetabilísima cabeza del apóstol de la Beneficencia oficial, lo disparó con tan funesta puntería, que el buen señor gordo gritó: «¡Carástolis!», y estuvo a punto de caer desvanecido. Testigos respetables dicen que en efecto cayó.
¡Víctima ilustre ciertamente!
¿Nos atrevemos a decir que la agresión inicua y casi sacrílega de que había sido objeto el señor comisario, provocó algunas sonrisas y aun risotadas entre aquella gentuza, y que hubo quien entre dientes dijo que había tenido el chico la mejor sombra del mundo?… Digámoslo, sí, para eterno baldón de la clase chulesca.
Zarapicos fue llevado en gravísimo estado a la Casa de Socorro, y la nueva víctima pateaba y rabiaba de ira al sentir el dolor de su frente y ojo, y al verse manchada de sangre aquella mano benéfica que sólo para alivio de los menesterosos existía.
«¡Guardias, guardias, reventad a ese miserable!… ¡Vaya un monstruo!… ¡Carástolis! ¡Ay!, ¡ay! Sr. Lamagorza, este truhán me ha matado… ¡Qué país!, ¡qué país!».
Alguien apoyaba por allí cerca estas sentidas razones con otras igualmente enérgicas, que revelaban una indignación fulminante. Era el pavo, que avanzó haciendo la rueda y arrastrando las alas hacia el señor comisario herido. En tanto Pecado, rápido como el pensamiento, se subió al cobertizo y se dejó caer en el arroyo por una vertical de más de cinco metros, deslizándose por la escabrosa superficie de tierra. Dieron vuelta hacia la otra parte los guardias y el público para cogerle; pero él se escurrió por el borde del arroyo, metió los pies en el agua cuando le faltó el terreno, y buscó un refugio en el agujero negro de la alcantarilla por donde aquella agua blanquecina y nada limpia desembocaba.
«Que le cojan ahora—dijo una mujer del pueblo, que después de la descalabradura del señor comisario, simpatizaba, ¡oh vilipendio!, con el criminal.
–¡Que venga la guardia de la alcantarilla!»—exclamó el concejal inflamado de coraje.
Los guardias civiles y los de Orden Público trataron de remontar el arroyo; pero venía muy crecido. Peligraba el lustre de las botas y aun las botas mismas.
«¿Quién pesca ahora a ese condenado?
–Hay una reja que no le dejará internarse. Ha de estar a cuatro o cinco varas de la boca».
Miraban todos y no le veían. Un guardia civil arriesgó las botas, acercándose a la boca. Llevaba fusil.
«Allí está—gritó—. Le veo los ojos».
El guardia distinguía dos luceros en la obscuridad. Desde allí Pecado atisbaba a sus perseguidores con cierta serenidad provocativa.
«¡Granuja!—gritó el civil—, sal de ahí o te hago fuego.
–¡Fuego, fuego!»—clamó a lo lejos la voz del comisario, a quien piadosas chulapas ponían una venda.
Pecado había entrado con ánimo de no parar hasta verse en lugar seguro, aunque tuviera que ir a las entrañas de la tierra. Pero la obscuridad y el espanto de aquel sitio acongojaron su corazón, aún no suficientemente varonil para arrostrar ciertos lugares. Se detuvo; viose entre dos especies de muerte, y vaciló… Le consolaba que los guardias no podían entrar a cogerle. ¿Y si le hacían fuego?… Entonces se achicó tanto, que volvió a ser niño y a tener miedo. Dirigió la mente a ciertas ideas confusas de su tierna niñez; pero aquellas ideas estaban tan borradas, tan lejanas, que poco o ningún alivio encontró en ellas. De Dios no quedaba en él más que un nombre. Era como un rótulo escrito sobre un arca vacía, de la cual, pieza por pieza, han ido sacando los ricos tesoros. Nada sabía; su tía le hablaba poco de Dios, y el maestro de escuela le había dicho sobre el mismo tema mil cosas huecas que nunca pudo comprender bien. Las nociones de su tía y las palabras del maestro se le habían olvidado con el penoso trabajo del taller de sogas y aquella vida errante de juegos, raterías y miseria.
Sin saber cómo, este orden de ideas llevole a reconocerse culpable. Algo chillaba dentro de él que se lo decía. Era criminal, y sus perseguidores tenían razón en perseguirle, y aun en matarle atándole en un palo y estrangulándole. Esto le hizo estremecer de espanto, ¡a él que había visto una y otra ejecución en el Campo de Guardias sin conmoverse!… Pero aunque se reconoció bien perseguido, su orgullo estaba allí para aconsejarle no entregarse… ¡Fuera miedo!… Desgraciadamente para él, estos fieros pensamientos se aplacaban con el agotamiento de las fuerzas físicas. Estaba cansado; en todo el día no había comido más que el currusco de pan que le dio su tía al ir al trabajo. ¡Y había dado tantas vueltas a la rueda en el aposento obscuro del soguero!… ¡Y corrió tanto después para ir desde la calle de las Amazonas a su casa!… ¡Tenía un hambre tan atroz y una sed!…; sobre todo, una sed de padre y muy señor mío. A estas insufribles molestias se unió el frío. Sus pies desaparecían en el agua, y desde lo interior del cañón de ladrillo venía un aliento glacial que le empujaba hacia afuera. ¿Qué haría?
Determinose entonces en él ese fenómeno de observación retrospectiva que suele acompañar a las situaciones de gran perplejidad. El espíritu turbado abandona el palenque de la duda, y se refugia en los hechos que han precedido inmediatamente a la situación terrible. Espantose de no haber previsto lo que le pasaba, y comparo la serenidad de la mañana con el apuro y desasosiego de la tarde. ¡Qué lástima haber vivido aquel día!… ¡Qué lejos estaba de que iba a cometer barbaridad tan grande! No había ido con gusto al trabajo por ser domingo. Nunca iba con gusto, porque él daba a la rueda y su tía cobraba. Pero al fin, con gusto o sin él, allá fue tranquilo, pensando en que por la tarde se divertiría en el Canal o en la Arganzuela. Había estado toda la mañana esperando con mucho anhelo la hora de soltar el trabajo. Contaba los segundos por las vueltas de la odiosa rueda. Creíase motor del misterioso reloj del tiempo. Dale que le dale, había llegado al fin la hora, y la manivela, que para él era parte de sus propias manos, se había quedado sola en el taller, quieta y muda.
Sin decir adiós al maestro, porque el maestro no le saludaba a él a ninguna hora, Pecado había salido y bajado a saltos por la Ribera de Curtidores.
Aún le parecía ver los puestos rastreros y las manos recogiendo cachivaches. Era día de toros. Aquellos barrios estaban muy animados. Todo lo recordaba perfectamente; todo lo veía, como si lo tuviera delante, revivido a sus ojos en la obscuridad de su escondite. Se acordaba de que, al llegar a la Ronda, le había detenido el paso un perezoso carromato de cinco mulas, de esos que no acaban de pasar nunca. El muchacho, impaciente y atrevido, atravesó por debajo de la panza de una de las mulas, que por más señas era torda. Después vio un entierro; luego encontró a dos chicas del barrio que le dieron un cacahuet, y él…, él las había administrado un par de nalgadas a cada una, porque eran muy bonitas… Representábase luego la llegada a su casa; recordaba que su tía, antes de darle de comer, le había anunciado el hurto del ros, y que él, sin poderse contener al oír tan atroz noticia, abandonó la comida, y subiendo otra vez a la Ronda, se lanzó por el barranco abajo en busca de la cuadrilla. Lo demás, por ser más reciente y desagradable, se le representaba con matices aún más vivos. El ensangrentado cuerpo de Zarapicos no se quitaba ya de delante de sus ojos… Su orgullo y sus malos instintos rebuscaban todos los sofismas del egoísmo para producir una reacción; pero si estos ganaban algún terreno, al punto lo perdían. Los sofismas hacían grandes esfuerzos por destruir la hermosa flor del arrepentimiento; pero cuantas más hojas le arrancaban, más lozanas las echaba ella.
«¡Date, date, canallita!—gritó el guardia—, o te dejo seco».
Pecado miró al guardia. No, no se entregaría. Antes morir que entregarse. Eso de que le llamaran canallita, le exasperaba… Vislumbró el presidio, como en sus sueños infantiles había vislumbrado otras veces el Cielo… Pero si el hambre y la sed le devoraban, ¿qué podía hacer más que entregarse? Y el guardia aquel era precisamente un hombre a quien Mariano admiraba mucho por su gallardía y su simpático rostro. Se llamaba Mateo González, y servía en el puesto de la calle del Labrador. Pecado le imitaba en el modo de andar. En sus sueños de ambición, no se le ocurría jamás ser general, ni obispo, ni banquero, ni comerciante famoso, sino ser Mateo González.
Este, que era ladino, tuvo una idea feliz. Pecado le vio desaparecer, y por un momento tembló de alegría. Pero no le dio tiempo el guardia a regocijarse, porque otra vez apareció por el arroyo adelante. En vez de fusil, traía dos naranjas en la mano derecha.
«¡Eh, Marianín!—gritó inclinándose para verle mejor y mostrarle lo que llevaba—. Sal; no seas tonto. No te haremos nada… ¿Ves? Si sales, te doy estas dos naranjas».
Pecado dio un salto hacia fuera y se arrojó en brazos del guardia.
«¡Ah tunante…!»—dijo este con alegría, echándole la zarpa al cuello y dejándose arrebatar las naranjas.
—IV—
Consagremos un recuerdo de consideración y lástima, en el último renglón de esta tragedia, al digno señor comisario de Beneficencia, autor de tantos y tan hermosos expedientes. Él solo sería capaz, si le dejaran, de elevar en pocos años a una altura increíble, dentro de los archivos nacionales, esos grandiosos monumentos papiráceos en que se cifra nuestra bienandanza. Sería preciso tener corazón de estuco para no afligirse al verle descalabrado, con la mano en la frente y esta ceñida por un pañuelo, corriendo en coche simón hacia la Casa de Socorro de la calle de Embajadores, donde por la noche se vistió de la luz de los serafines el pobrecito Zarapicos.
La Correspondencia recogió en el Juzgado de guardia una nota del suceso de aquel día, y lo dio a sus lectores en un sueltecillo crudo. Cuando lo leyeron los amigos que acompañaban al señor de Lamagorza en su casa, y cuando este les refirió detalles del hecho, oyéronse las exclamaciones más ardientes sobre el estado moral e intelectual del país; se recordaron otros hechos análogos ocurridos antes en Madrid, Valencia y Málaga, y por último se declaró con unanimidad muy satisfactoria que era preciso hacer algo, ¡algo, sí!, y consagrar muchos ratos y no pocas pesetas a la curación del cuerpo social. Como la prensa alarmada acalorase el asunto en los días sucesivos, se formaron juntas, se nombraron comisiones, las cuales a su vez parieron diversas especies de subcomisiones; y hubo discursos seguidos de aplausos… y se lucieron los oradores; y otros, que ávidos estaban de dar sus nombres al público, adquirieron esa celebridad semanal que a tantos desvanece.
Tanta actividad, tanta charla, tanto proyecto de escuelas, de penitenciarías, de sistemas teóricos, prácticos, mixtos, sencillos y complejos, celulares y panoscópicos, docentes y correccionales, fueron cayendo en el olvido, como los juguetes del niño, abandonados y rotos ante la ilusión del juguete nuevo. El juguete nuevo de aquellos días fue un proyecto urbano más práctico y además esencialmente lucrativo. Ocupáronse de él juntas y comisiones, las cuales trabajaron tan bien y con tanto espíritu de realidad, que al poco tiempo se alzó grandiosa, provocativamente bella y monumental, toda roja y feroz, la nueva Plaza de Toros.
Capítulo VII
Tomando posesión de Madrid
La noticia de la barrabasada de su hermano fue para Isidora un golpe terrible. Precisamente, cuando supo el extraño caso, hallábase en la más lisonjera situación de espíritu que un alma juvenil puede apetecer. Todas sus ideas tenían como un tinte de aurora; detrás de cuanto pensaba, creía notar un resplandor delicioso, el cual, demasiado vivo para contenerse en su alma, salía por los sentidos afuera y matizaba de extrañas claridades todos los objetos. Nada veía que no fuera para ella precioso, seductor, magnífico o por cualquier concepto interesante, y hasta un carro de muertos que encontró al salir de la casa, más que por fúnebre, le chocó por suntuoso.
Había salido temprano a comprar varias cosillas, o si se quiere, había salido por salir, por ver aquel Madrid tan bullicioso, tan movible, espejo de tantas alegrías, con sus calles llenas de luz, sus mil tiendas, su desocupado genio que va y viene como en perpetuo paseo. Los domingos por la mañana, si esta es de abril o mayo, los encantos de Madrid se multiplican; crecen la animación y el regocijo; hay bulla que no aturde y movimiento que no marea. Mucha gente va a misa, y a cada paso halla el transeúnte bandadas de lindas pollas, de cintura bien ceñida y velito en la frente, que salen de la iglesia, devocionario en mano, joviales y coquetuelas.
Las campanas dijeron algo a Isidora, y entró a oír misa en San Luis, en cuya escalerilla se estrujaba la gente. Dentro, las misas sucedían a las misas, y los fieles se dividían en tandas. Unos se marchaban cuando otros caían de rodillas. Allí se persignaba una tanda entera, aquí se ponía en pie otra, y las campanillas, anunciando los diversos actos del sacrificio, sonaban sin interrupción.
«¡Qué bueno es el Señor—pensaba Isidora delante de la Hostia—, que me allana mi camino y me manifiesta su protección, desde el primer paso que doy para lograr mi puesto verdadero…! No podía ser de otra manera, porque lo justo justo es, y Dios no puede querer cosas injustas, y si yo no fuera ante el mundo lo que debo ser, o mejor dicho, lo que soy ante mí, resultaría una injusticia, una barbaridad…».
Y luego, cuando el sacerdote consumía:
«Bendito sea el Señor que me ha deparado la ayuda del marqués de Saldeoro, ese caballero sin igual, fino y atento como no hay otro… ¡Y qué hermosos ojos tiene, qué guapo es y con qué elegancia viste! Aquello es vestirse; lo demás es taparse… ¡Qué bien habla, y cómo se interesa por mí! Tiene razón cuando me dice: «¡Oh!, esté usted tranquila, que si esto no se arregla por bien, como yo espero, entonces… ahí tenemos los tribunales. ¡Es asunto ganado!». ¡Oh! Sí, los tribunales. ¡Qué bonitos son los tribunales!… Todo será cuestión de algunos meses. Después…».
Por la mente de Isidora pasaba una visión tan espléndida, que a solas y en presencia del sacerdote, del monaguillo y de los fieles, la venturosa muchacha sonreía.
«No es caso nuevo ni mucho menos—decía—. Los libros están llenos de casos semejantes. ¡Yo he leído mi propia historia tantas veces…! ¿Y qué cosa hay más linda que cuando nos pintan una joven pobrecita, muy pobrecita, que vive en una buhardilla y trabaja para mantenerse; y esa joven, que es bonita como los ángeles y, por supuesto, honrada, más honrada que los ángeles, llora mucho y padece, porque unos pícaros la quieren infamar; y luego, en cierto día, se para una gran carretela en la puerta, y sube una señora marquesa muy guapa, y ve a la joven, y hablan, y se explican, y lloran mucho las dos, viniendo a resultar que la muchacha es hija de la marquesa, que la tuvo de un cierto conde calavera? Por lo cual de repente cambia de posición la niña, y habita palacios, y se casa con un joven que ya, en los tiempos de su pobreza, la pretendía, y ella le amaba… Pero ha concluido la misa. ¿Pies, para qué os quiero?».
Y con tanta prisa y con tal desgaire bosquejaba la señal de la cruz sobre la frente, cara y pechos, y tan atropelladamente mascullaba un Padre Nuestro, al despedirse del santo altar, que parecía decir: «Abur, Dios».
En la puerta, las vendedoras de flores entorpecían el paso de la gente, y alargaban sus manos con puñados de rosas y otras florecillas, gritando: «Un ramito de olor…». «Cuatro cuartos de rosas». Isidora compró rosas para acompañarse de su delicado aroma por todo el camino que pensaba recorrer. Al punto empezó a ver escaparates, solicitada de tanto objeto bonito, rico, suntuoso. Esta era su delicia mayor cuando a la calle salía, y origen de vivísimos apetitos que conmovían su alma, dándole juntamente ardiente gozo y punzante martirio. Sin dejar de contemplar su faz en el vidrio para ver qué tal iba, devoraba con sus ojos las infinitas variedades y formas del lujo y de la moda.
¡Cuántas invenciones del capricho, cuántas pompas reales o superfluidades llamativas! Aquí las soberbias telas, tan variadas y ricas que la Naturaleza misma no ofreciera mayor riqueza y variedad; allí las joyas que resplandecen, asombradas de su propio mérito, en los estuches negros…; más lejos ricas pieles, trapos sin fin, corbatas, chucherías que enamoran la vista por su extrañeza, objetos en que se adunan el arte inventor y la dócil industria, poniendo a contribución el oro, la plata, el níquel, el cuero de Rusia, la celuloide, la cornalina, el azabache, el ámbar, el latón, el caucho, el coral, el acero, el raso, el vidrio, el talco, la madreperla, el chagrín, la porcelana y hasta el cuerno…; después los comestibles finos, el jabalí colmilludo, la chocha y el faisán asados, cubiertos de su propio plumaje, con otras mil y mil cosas aperitivas que Isidora desconocía y la mayor parte de los transeúntes también…; más adelante los peregrinos muebles, las recamadas tapicerías, el ébano rasguñado por el marfil, el roble tallado a estilo feudal, el nogal hecho encaje, las majestuosas camas de matrimonio, y por último, bronces, cerámicas, relojes, ánforas, candelabros y otros prodigios sin número que parecen soñados, según son de raros y bonitos.
El hechizo que estas brillantes instalaciones producían en el ánimo de Isidora era muy particular. Más que como objetos enteramente nuevos para ella, los veía como si fueran recobrados después de un largo destierro. El entusiasmo y la esperanza que llenaban su alma la inducían a mirar todo como cosa propia, al menos como cosa creada para ella, y decía: «Con esas pieles me abrigaré yo en mi coche; en mi casa no habrá otros muebles que esos; pisaré esas alfombras; las amas de cría de mis niños llevarán esos corales; mi esposo…, porque he de tener esposo…, usará esas petacas, bastones, escribanías, fosforeras, alfileres de corbata; y cuando alguno esté enfermo en casa, se tomará esas medicinas tan buenas, guardadas en tan lindas cajas y botecillos».