bannerbanner
Un Giro En El Tiempo
Un Giro En El Tiempo

Полная версия

Настройки чтения
Размер шрифта
Высота строк
Поля
На страницу:
3 из 5

Todo lo recuperado indicaba que, en el momento de su desaparición, la civilización del planeta 2A Centauri26 se encontraba en la misma situación científico-tecnológica que la Tierra en la primera mitad del siglo XX; sin embargo, una primera datación aproximativa de los diversos objetos y los esqueletos había indicado que estos eran de una edad equivalente a los años terrestres entre 1650 y 1750, por lo que la civilización alienígena, en el momento de su extinción, había precedido en más de dos siglos a la de nuestro planeta: al volver a casa, se repetiría la datación con instrumentos más sofisticados que los portátiles de la cronoastronave 22, pero muy probablemente no se habrían equivocado por mucho.

Entre los científicos había un gran deseo de descubrir la causa de la desaparición de aquella raza inteligente. En primer lugar, habrían podido obtener respuestas de la grabación del disco fónico recuperado, después de la limpieza sonora y un trabajo de interpretación, lo que no era fácil a pesar de la ayuda de los robots traductores, y también podrían haber ayudado dos documentos en papel recuperados en la misma habitación; pero este estudio y otros solo podrían llevarse a cabo tras volver a la Tierra en la Universidad de La Sapienza de Roma, en nombre la cual había llegado la misión científica a ese planeta; y ahora era el momento de regresar a casa, al haber pasado el periodo, correspondiente a un máximo de tres meses terrestres después de la partida, tras el cual era obligatorio volver, debido a una ley del Parlamento de los Estados Confederados de Europa, la Ley del Cronocosmos.

Tras la cena, la mayor ingeniera Margherita Ferraris había comunicado sin preámbulos a los oficiales fuera de servicio y los científicos, todos sentado con ella en torno a la gran mesa de la sala de comidas y reuniones: “Señores, pronto volvemos a casa”: Margherita era una soltera de 37 años estilizada y de casi un metro ochenta y cinco, de cabello negro y rostro redondo y gracioso: una persona decidida y una oficial absolutamente brillante; se había licenciado con la máxima nota hacía una docena de años en ingeniería espacial en el Politécnico de Turín y, habiendo sido admitida por concurso durante el último bienio también en la Academia Cronoastronáutica Europea, asociada con ese y otros politécnicos del continente, había obtenido el grado de teniente del cuerpo al mismo tiempo que la licenciatura; tras entrar en servicio, fue asignada al principio como segundo oficial en una nave cronoastronáutica que llevaba el número 9, lo que equivalía a decir que era la novena en orden de construcción y al año siguiente había ascendido a subcomandante de la misma cápsula con el grado de capitán: tenía una completa experiencia, ya que la nave 9 estaba dedicada principalmente a misiones especiales y, en los últimos años, a los viajes al pasado de la Tierra; Margherita había sido ascendida recientemente a mayor y había conseguido el mando de la novísima nave 22.

“Estamos impacientes por escuchar el disco sonoro en cuanto lleguemos a nuestro laboratorio de Roma”, había dicho a los comensales el profesor Valerio Faro, director en La Sapienza del Instituto de Historia de las Culturas y de las Doctrinas Económicas y Sociales, un soltero cuarentón de pelo rubio de casi dos metros de alto y físico robusto.

“Sí, yo también estoy impaciente”, había dicho también la doctora Anna Mancuso, investigadora de historia y colaboradora del Faro, una treintañera siciliana delgada y de grandes ojos verdes, rubia por ser descendiente lejana de los ocupantes normandos de la isla, guapa a pesar de no ser muy alta, apenas un metro setenta y cuatro, frente a la media femenina europea de uno ochenta.

“Yo también tengo una gran curiosidad al respecto”, había intervenido el profesor antropólogo Jan Kubrich, un profesor asociado de la Universidad de La Sapienza de 45 años, rubicundo y grueso, de un metro ochenta y cinco, estatura media para los patrones masculinos de ese tiempo, hombre científicamente riguroso, pero por desgracia apasionado por el vodka lima hasta el punto de poner en peligro su salud.

Le había seguido Elio Pratt, profesor asociado de astrobiología en La Sapienza, de 40 años, especializado en fauna y flora acuáticas, así como excelente submarinista, premiado en competiciones de inmersión en los mares terrestres: “Ya he podido conseguir muchos resultados sobre las especies que he reunido en los tanques, pero sin duda en Roma podré profundizar mucho más”.

“Seguiré con mucho interés vuestro trabajo y creo que podría seros útil con las traducciones”, había dicho por su parte la matemática y estadística Raimonda Traversi.

El coordinador del grupo astrobiológico, el doctor Aldo Gorgo, sin embargo no había hablado: siendo el médico militar a bordo y no profesor ni investigador universitario, sencillamente había continuado con su servicio en la nave, dejando la continuación de las investigaciones a los demás estudiosos.

Menos de una hora después, hora terrestre, la nave 22 había abandonado la órbita del planeta dirigiéndose al espacio profundo para llevar a cabo, a la distancia reglamentaria de seguridad, el salto cronoespacial hacia la Tierra: igual que a la llegada, antes de entrar en órbita 2A Centauri se presentaba a los cronoastronautas en su totalidad, cubierta de hielo en las zonas ártica y antártica, sin tierras entre ambas y con los dos continentes, ambos en áreas boreales, de tamaños poco menores que Australia, separados por un estrecho brazo de mar, mientras que la otra cara del planeta estaba completamente cuberita por un océano.

A las 10 horas y 22 minutos, hora de Roma, del 10 de agosto de 2133, la cronoastronave 22 estaba en órbita en torno a nuestro mundo. Sobre la Tierra habían transcurrido poco más de dieciocho horas desde que la expedición científica se había embarcado a las 16:20 del 9 de agosto con destino al segundo planeta de la estrella Alfa Centauri A: gracias al dispositivo Cronos de la cápsula, sobre la Tierra no había pasado ni siquiera un día, aunque la expedición había estado mucho tiempo en aquel mundo extraño. El cansancio que sentían todos era sin embargo el de meses de trabajo realizado.

Los científicos y la parte de la tripulación que iba a disfrutar del primer turno de descanso estaba deseosa de relajarse, algunos que no tenían familia con unas vacaciones tranquilas, algunos en la paz doméstica reencontrándose con sus seres queridos después de la larga separación. Los familiares, por el contrario, no sufrían la sensación de separación, pues para ellos pasaba muy poco tiempo hasta volver a reunirse. Tras la primeras experiencias, los viajeros y sus seres queridos se habían acostumbrado a las consecuencias de ese anacronismo, entre las cuales estaba el envejecimiento de quien se había ido, aunque no fuera muy evidente, porque por este motivo, además de por el estrés que conllevaban, las misiones no podían durar más de tres meses. A diferencia de lo que había previsto Einstein para los viajes especiales simples a velocidad próxima a la de la luz, según la cual el astronauta seguiría siendo joven y los habitantes de la Tierra habrían envejecido, las expediciones con saltos temporales no influían en la edad del cronoastronauta, solo sufrían la acción envejecedora natural debida al transcurrir de los meses durante las estancias en otros planetas y, para los cronoviajes, en la Tierra del pasado.

Las comunicaciones desde y hacia nuestro planeta habían permanecido interrumpidas desde el salto de la nave 22 al planeta extraterrestre, algo que se hacía por razones de seguridad, según los reglamentos, a partir de la distancia de un millón de kilómetros de la órbita lunar: sin embargo las transmisiones de radio y televisión eran completamente inútiles, pues al viajar las ondas a una velocidad que apenas se acercaba a la lentísima de la luz, habrían llegado al planeta mucho tiempo después: al planeta 2A Centauri habrían llegado desde la Tierra cerca de 4,36 años más tarde,27 cuando los exploradores ya habrían vuelto hacía rato. Siempre era así en los viajes espaciales y, evidentemente, a causa del desfase cronológico, también en los viajes en el tiempo: las cronoastronautas estaban completamente aislados, su única “comunicación”, por decirlo así, eran los llamados “congelados”, con lo que se referían a todas las informaciones relativas a la Tierra, desde la historia más antigua a la más reciente, tratadas por los procesadores electrónicos públicos del mundo e incluidas justo en el momento de partir en la memoria de la computadora de a bordo y, para ciertos datos, también en las individuales de los miembros de la tripulación y de los investigadores: también esos procesadores personales, a pesar de su extrema pequeñez, eran potentísimos, con capacidad de memoria y prestaciones inimaginables en el momento de los primeros dispositivos electrónicos personales del siglo XX y los mismos PC de las primeras décadas del 2000.

Apenas entraron en órbita, la comandante Ferraris había ordenado abrir el contacto con el astropuerto de Roma, en el cual se proponían desembarcar los investigadores y el personal de permiso.

¡Sorpresa!

Aunque la rigurosa disciplina de a bordo había impedido a la tripulación expresar sus emociones, la situación con la que se habían topado era repentinamente muy alarmante: ¡las comunicaciones con tierra eran en alemán! Sin embargo, desde hacía mucho tiempo, la lengua universal era el inglés, aunque no habían desaparecido otros idiomas, entre ellos, la lengua de Goethe y de Hitler, que todavía se hablaba en la intimidad, como en un tiempo había pasado con los dialectos.

Como iban a entender enseguida la tripulación y los estudiosos de la 22, había pasado algo históricamente terrible y los esperaba allí en tierra, algo que iba a trastornar su alegría y que ya había anulado, como si no hubiera pasado, aquella buena vida de la que durante ochenta años había disfrutado Europa y mucho otros países y a la cual ya se acercaba el resto de la Tierra gracias a un pacto entre todos los estados del mundo, acordado en 2120, que había llevado, a partir del ejemplo de casos históricos precedentes en distintas zonas,28 a un mercado internacional sin aduanas, considerado por todos como un primer esbozo de una unión política mundial: sobre la experiencia histórica no se pretendía crear, como segunda fase, una moneda única sin haber unido antes políticamente al mundo y constituido al mismo tiempo un instituto de emisión central global dotado de plenos poderes monetarios; se tenía en cuenta la amarga lección de la Europa de los primeros años del 2000 en los que el euro había precedido a la unión política con graves daños para muchos estados miembros, necesitados en cierto momento de más moneda sin que pudiera venir en su auxilio un instituto autónomo europeo de emisión, situación por la cual la propia unión había estado durante un tiempo a punto de disolverse, hasta que prevaleció la razón y se constituyó la Confederación29 política europea, con la propia Banca Central de emisión. Por otra parte, la historia de la Tierra ya había sufrido especialmente antes de aquella primera crisis europea, su conclusión y los consiguientes ochentas años prósperos y pacíficos que la habían seguido: en el siglo XX, el mundo había pasado por dos guerras mundiales terribles, con decenas de millones de muertos, y diversos conflictos locales y, una vez vencida la fiera nazifascista, había sufrido la llamada guerra fría entre Occidente y la Unión Soviética; pero esa historia era pasado, en casi todo el mundo, por la muerte liberadora de la otra dictadura política, el comunismo; aunque se había encontrado con el capitalismo extremo y la consiguiente quiebra de la espiritualidad. Finalmente, a mediados del siglo XXI, se había producido el despegue, que concluyó con el logro de una condición pacífica y próspera imposible de imaginar en los siglos anteriores.

Esa condición benigna se había desvanecido y era en ese momento historia alternativa. Había igualmente una paz mundial, pero no liberal, basada, como ignoraban por el momento los embarcados en la cápsula 22, en una Segunda Guerra Mundial alternativa, disputada con bombas disgregadoras y ganada por la Alemania nazi; se trataba de una paz que, parafraseando un antiguo dicho latino,30 en realidad era solo un desierto en el alma, que había comportado la desaparición de razas enteras: primero la judía, aniquilada, y luego la negra africana reducida por completo a la esclavitud y obligada a trabajar de forma inhumana hasta provocar casi su extinción. Solo se había respetado a los pueblos de las llamadas “raza amarilla” y “raza árabe”, ya que pseudoestudios antropológicos habían declarado que se trataba de pueblos paralelos derivados de una división evolutiva de la estirpe indo-aria, producida doscientos mil años antes; en realidad, los motivos habían sido prácticos: por un lado, casi con seguridad a la relativamente poco numerosa “raza” aria que había conquistado el mundo le habría sido imposible exterminar del todo a la enorme población de piel amarilla; por otro, en el siglo XX los árabes habían sido, igual que los nazis, firmes enemigos de los judíos, es más, habían sido aliados de Alemania en la guerra de espías de la década de 1930 y esto les había granjeado la magnanimidad de Hitler, aunque les había resultado bastante difícil a los antropólogos nazis justificar la discriminación, teniendo los judíos y los árabes el mismo origen semita.

Los encargados de las comunicaciones de la nave 22, sin descomponerse, aunque, como todos, con el ánimo por los suelos, y sin necesidad de recibir las órdenes de la comandante, habían activado, sin decir ni una palabra, uno de los traductores automáticos de a bordo, que eran bidireccionales y, con la excusa de que la palabras no habían llegado con claridad, habían solicitado que las repitieran. Se había recuperado la comunicación con Roma, expresada en inglés internacional, a través del traductor de la computadora: se trataba de órdenes normales de servicio por parte de los encargados del tráfico astroportuario. Se habían seguido al pie de la letra pero aunque la disciplina del personal a bordo, aprendida en las academias por los oficiales y los suboficiales del Cuerpo Astronáutico, había evitado tropiezos y tal vez problemas, los corazones de todos latían con fuerza.

La comandante había hecho que las videocámaras de la cápsula 22 tomaran imágenes cercanas de la Tierra desde la órbita en que giraba la aeronave, evitando lanzar satélites exploradores a otras órbitas para que nadie sospechara en la Tierra, dado que no esto habría estado conforme con la práctica de reentrada.

Después de reflexionar y consultar con el primer oficial, capitán Marius Blanchin, un parisino de treinta años y metro noventa, flaco, de pelo rojo y ojos verdes heredados de su madre irlandesa, Margherita había decidido descender personalmente al astropuerto para una inspección directa, para tratar de comprender un poco mejor la situación antes de asumir otras iniciativas. Como no conocía el alemán, aunque tenía un traductor incluido en el micropersonal, había pedido a Valerio Faro que la acompañara, dado que este entendía y hablaba ese idioma con fluidez, pues lo había estudiado a fondo en su momento, para su trabajo de fin de carrera en Historia de las Doctrinas Económicas y Sociales, centrada en las obras del alemán Karl Marx, y lo había usado posteriormente para otras investigaciones históricas: Margherita juzgaba que, en caso de que fuera necesario expresarse en alemán cara a cara con alguien, sería oportuno que hablara directamente alguien que conociera bien la lengua, sin hacerlo a través de instrumentos, reduciendo así el riesgo de ser descubiertos.

Entretanto, usando uno de los traductores automáticos de a bordo, la comandante había pedido a Roma autorización para tomar tierra con una disco-lanzadera. Se la habían concedido sin problemas. En Margherita se había reforzado la idea, que ya le había venido al constatar que no había habido tropiezos en tierra, de que la comandancia del astropuerto sencillamente conocía la misión.

Un tal Paul Ricoeur, soldado del pelotón de Infantería de Astromarina que había sido asignado a la aeronave con responsabilidades de protección, había ocupado su puesto en el disco junto a la comandante, Valerio Faro y la piloto sargento Jolanda Castro Rabal. Cada uno de los cuatro llevaba consigo un paralizador individual.

Al llegar a tierra habían visto, asombrados, que en el mástil que remataba la torre del astropuerto de Roma ondeaba la bandera de la Alemania nazi, en lugar del habitual azul turquesa con estrellas doradas dispuestas en círculo de los Estados Confederados de Europa.

La comandante había ordenado a la piloto: “Jolanda, quédate en el disco, mantente en estado de preascenso y estate lista para despegar”, tras lo cual había desembarcado con los demás. Entraron en el edificio del astropuerto. Aquí el trío se había topado con diversos símbolos nazis; entre otros, habían encontrado un gran bajorrelieve conmemorativo que homenajeaba a “Adolf Hitler I, Duce y Emperador de la Tierra y Conquistador de la Luna” y, oyendo hablar en alemán a las personas con las que se cruzaban y viendo a algunas saludarse con el brazo en alto, como en el Tercer Reich, los tres habían verificado sin ninguna duda que se encontraban en una sociedad políticamente muy distinta de la suya, en la que no había espacio para la democracia viva que habían dejado cuando partieron, sino que en ella dominaba el nazismo.

Mientras el pequeño grupo volvía sobre sus pasos, Margherita había susurrado vacilante a sus dos compañeros: “Podría tratarse de un problema desencadenado por nosotros mismos debido a un mal funcionamiento del dispositivo Cronos”.

Apenas llegados a bordo de la lanzadera, había ordenado a la piloto la vuelta a la nave.

En los pocos minutos necesarios para llegar a la aeronave, el pensamiento de todos se había dedicado a las respectivas familias; si habrían podido encontrar a sus seres queridos e incluso si existirían: Margherita había dejado en nuestra Tierra padre, madre y una hermana menor, también ingeniera, pero civil, y con un estudio profesional; Valerio a su mamá, un hermano casado y dos sobrinos; la piloto, a su marido; el soldado, a su esposa y una hija.

Solo era seguro que aquel desorden temporal no había afectado a la tripulación ni a los pasajeros de la cronoastronave, porque ninguno se había englobado, ni siquiera psicológicamente, en la nueva sociedad nazi.

La comandante se proponía recoger, tan pronto como estuviera a bordo, noticias de esta nueva y desconocida Tierra alternativa conectándose a un archivo histórico a través de una de las computadoras principales de la nave, pero con precaución.

En el momento de salir del disco en el astrohangar, Valerio Faro le había dicho: “Margherita, he estado pensando y tal vez te equivocas: el problema puede haberse debido, no a nuestra nave al volver, sino a una cápsula de exploración en el pasado y tal vez no nos haya influido debido a la lejanía de la Tierra de la 22 durante el cambio histórico”.

“Hmm…”, había reflexionado ella murmurando.

Él había continuado: “Margherita, a pesar de las grandes cautelas que impone la ley para los viajes al pasado de la Tierra, no puede existir la certeza absoluta de que no se haya modificado el futuro. ¿Qué crees? ¿No es tal vez posible que los daños provengan de la cápsula 9? Te acuerdas, ¿no? ¿Que solo un par de días antes de que iniciáramos el vuelo hacia 2A Centauri había saltado a la Italia de 1933, con el equipo histórico del profesor Monti?”

“Tal vez tengas razón”.

Efectivamente, aunque hasta entonces ninguna misión histórica había interferido con los acontecimientos de la Tierra, habiendo respetado todas siempre las órdenes gubernativas de no injerencia, un accidente no era sin embargo del todo imposible, hasta el punto de que, como recordaba la historia, la primera cronoexpedición histórica había podido crear un problema temporal: uno de los discos, mientras se encontraba en 1947 en una exploración a baja cota sobre Nuevo México, fue avistado y atacado por una formación de bombarderos de la USAF y dañado poco después por baterías antiaéreas de la aviación militar situadas cerca de allí. La lanzadera, dañada, tuvo que aterrizar en una localidad desértica cerca de Roswell y los cuatro ocupantes fueron embarcados rápidamente en otro disco y puestos a salvo. No se había producido ningún desorden temporal solo gracias a un dispositivo particular del que estaban dotados todas la lanzaderas y que el piloto había activado antes de abandonarla: un dispositivo que había fundido todas las partes útiles para posibles trabajos de ingeniería inversa, por lo que la chatarra recuperada no había podido servir a las fuerzas armadas de Estados Unidos.

También se sabía que la cronoastronave 9 no era muy moderna, como señalaba el número bajo de serie, por lo que no resultaban inverosímiles problemas imprevistos, a pesar de los constantes trabajos de manutención.

Como suponía Faro, según los oficiales ingenieros de la 22, la nave y sus seres humanos no se habían visto afectados por el giro en el tiempo (como lo había llamado Margherita) porque la cápsula había vuelto más allá del espacio-tiempo en torno a 2A Centauri y eso les hacía suponer, también como había pensado Valerio, que el desorden temporal no lo había causado la cápsula sino otra crononave que, antes de 2133, habría modificado accidentalmente el futuro a causa de cualquier infortunio.

La comandante había entendido finalmente que si la calamidad se hubiera debido a la cronoastronave 22 en la reentrada en órbita, los más verosímil habría sido que todas sus computadoras y los seres humanos que transportaba hubieran cambiado convirtiéndose en parte del mundo nazi.

Ahora se trataba de saber cuántas y cuáles expediciones históricas, seguramente entre las que ya hubieran vuelto antes de que la cápsula 22 hubiera abandonado nuestro mundo, habían saltado al pasado durante el breve lapso de tiempo en la Tierra entre la partida y retorno de la nave de Margherita: ¿solo la del profesor Monti y sus equipos con la nave 9 o tal vez alguna más?

También era importante considerar, como había señalado Valerio después de haber reflexionado posteriormente, una posibilidad distinta de la de un solo universo transformado por accidente, la de los universos paralelos: se trataba de una conjetura seria para muchos astrofísicos, mantenida durante decenios entre las teorías más disparatadas que todavía no se habían verificado ni siquiera experimentalmente; si esa hipótesis fuera cierta, no habría sido un giro en el tiempo que habría modificado el futuro de la Tierra, sino que la cronoastronave 22 habría saltado en un momento concreto, por un error de maniobra o un problema en el aparato Cronos, a un universo paralelo bastante cercano al de la Tierra, otro cosmos en el que subsistía una Tierra alternativa nazi en lugar de nuestro mundo y, en este caso, habría sido cierto lo que había temido Margherita: la causa habría sido la propia nave.

Se había discutido.

Valerio había dicho en un determinado momento: “Supongamos una pluralidad inconmensurable de universos, teniendo cada uno en su origen una sola decisión; por ejemplo, un cosmos deriva de mi resolución de ir a cierto lugar donde me espera un accidente que me mata, mientras que si no voy sigo vivo y no aparece ese universo; bien, como historiador y como filósofo me pregunto si la multiplicidad de universos es solo hipotética y siempre hay realmente solo un único universo originado, poco a poco, por las decisiones verdaderamente tomadas y, en particular, si cada persona vive en muchos de ellos, es decir, que haya un yo para cada posible decisión propia o de otros y para cada acontecimiento influyente y por tanto existe en Tierra y Tierra alternativa y Otra Tierra y así sucesivamente. ¿Cada uno de estos hechos y decisiones crea un nuevo universo real o no? Con respecto a nosotros, en este mundo nazi, ¿existen nuestros alter egos?”

На страницу:
3 из 5