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El Criterio De Leibniz
Se relajó, dejándose condicionar por la respiración rítmica de Cynthia, y en pocos minutos se durmió.
Las luces de los coches en Park Road se hicieron cada vez menos numerosas hasta que desaparecieron, dejando la carretera desierta, iluminada solo por las filas de farolas a los lados. En la bahía no se movía nada, y las luces de posición de las naves estaban inmóviles, dando la sensación de que los propios barcos dormían, tendidos en el agua oscura.
En el apartamento el silencio era total, interrumpido solo por la respiración de Cynthia, que seguía profundamente dormida.
Sobre las tres de la noche, en la oscuridad, una voz suave se superpuso a esa respiración.
—Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas... —McKintock hablaba dormido—, ... y los paquetes, y los contenedores, llevaremos todo... sí, con la Máquina... de acá para allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado... —farfullaba, pero se le podía entender—: con tu Máquina, Drew, pero ¿cómo has podido inventarla?... has cambiado la historia, Drew...
A unos cien metros del edificio, un furgón con una insignia de instalador de antenas estaba aparcado cerca de otro edificio, como si el técnico hubiera ido a casa a dormir después de un duro día de trabajo. Las dos antenas sobre el techo del furgón eran pintorescas; dos parábolas blancas que miraban una a la derecha y la otra a la izquierda, orientadas ligeramente hacia arriba. Hacían buena publicidad de la actividad declarada por la insignia pegada a la chapa marrón del vehículo, aunque de la antena derecha salía un cable escondido que, a través de un agujero estanco en el techo del furgón entraba en la zona de carga. Allí, las paredes internas estaban cubiertas por instrumentos electrónicos. Diversos receptores de radio de categoría militar estaban empilados, unos sobre los otros, en un módulo rack26. Cada receptor podía captar un cierto número de bandas de frecuencia, distintas para cada uno y en orden creciente, de modo que aquel bastidor podía recibir cualquier señal de radio que un transmisor pudiera generar. Al lado del módulo de los receptores estaba el de los analizadores de espectro. Estos visualizaban la forma de la onda radio recibida y la mostraban en una pantalla. Después de los analizadores estaban los decodificadores, en otro módulo con aparatos capaces de descodificar27 mensajes en código, hasta los más complejos. Seguía otro módulo rack con las grabadoras, en las que los mensajes recibidos eran memorizados de manera estable para un análisis posterior. El último contenía la sección audio del sistema, capaz de procesar el sonido recibido y eliminar el ruido de fondo, potenciando las voces y los sonidos particulares para extraer la información de interés. Un ordenador estaba conectado al conjunto de módulos, y servía para configurar el funcionamiento de los distintos componentes.
En aquel momento solo había un receptor encendido, sintonizado alrededor de 7 GHz, y el analizador de espectro al que estaba conectado mostraba una banda horizontal verde en cuyo interior se movían barras verticales naranjas y rojas. El parpadeo de una luz verde del aparato de decodificación indicaba que este estaba operando regularmente y sin errores. Dos grabadoras en paralelo guardaban silenciosamente la información recibida en sus discos duros, para proporcionar dos copias distintas del material.
La voz de McKintock se oía indistintamente de los auriculares de los cascos que llevaba un hombre, vestido con estilo informal, sentado delante del ordenador. Al lado del gran monitor, una taza de té medio vacía, la segunda de la serie de aquella noche. El hombre estaba relajado contra el respaldo, con las manos sobre su regazo, la cabeza inclinada y los ojos cerrados, escuchando.
«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas... ». La voz de McKintock era visualizada en la pantalla del ordenador como una línea horizontal ondulada que variaba continuamente de amplitud, «... y los paquetes, y los contenedores, llevaremos todo... sí, con la Máquina... de acá para allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado...». El hombre que escuchaba abrió los ojos de golpe y levantó la cabeza «con tu Máquina, Drew, pero cómo has podido inventarla... has cambiado la historia, Drew...». Se levantó y se acercó al ordenador. Modificó algunos controles con el ratón para mejorar la amplificación de la voz de McKintock. Previamente había filtrado la respiración de Cynthia y no se oía prácticamente nada por los auriculares. Arrugó la frente, observando los componentes de la voz de McKintock en el monitor que iluminaba su rostro con su luz tenue
«... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...».
El hombre desplazó uno de los auriculares de los cascos para liberar una oreja. Cogió un teléfono militar cifrado y compuso un número de cinco cifras.
Un segundo después alguien levantó el auricular del teléfono llamado, pero no dijo nada.
—Pásame a Spencer —dijo el hombre.
Final de la primera parte
Segunda parte
Cuando bajó el último obrero, parecía que solo quedara el conductor, sentado en su puesto.
Sin embargo, tras unos segundos apareció otra figura en la escalera del autobús.
Bajó los escalones despacio, con calma, revelándose poco a poco.
Capítulo XVIII
La aurora coloreaba con sus matices el cielo de Manchester. Las nubes habituales ocupaban esta vez solo una parte del firmamento, escondiendo al oeste las últimas estrellas que, de todas formas, se desvanecían en el incipiente amanecer, y exponiendo al este una bóveda en la que el espectro de color rojo estaba aumentando, inexorablemente, de intensidad. Las bandas con mayor longitud de onda, de color rojo oscuro, empujaban hacia arriba aquellas con longitud de onda menor, violetas, naranjas, amarillas, hasta llegar al límite del espectro y desaparecer en el blanco definitivo de la temperatura nominal del sol. Cada día, en todo el planeta, este espectáculo se repetía con precisión matemática, pero Inglaterra lo disfrutaba un poco menos a causa de la capa de nubes que ya formaba parte de su cultura y de la imagen que los demás tenían de ese país. A pesar de ello, el amanecer era el desencadenante, el inicio de un nuevo día para la mayor parte de la gente. El sol que surge es la metáfora del despertar de la naturaleza y de los seres vivos que la pueblan. Pero muchos de ellos trabajan también por la noche, o exclusivamente de noche, mientras los demás duermen, para obtener así resultados que serían inalcanzables de otra manera. Algunos de estos estaban reunidos en una sala en ese momento, y escuchaban con extrema atención una grabación que reproducía un equipo de alta fidelidad.
«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas... y los paquetes, y los contenedores, llevaremos todo... sí, con la Máquina... desde aquí hasta allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado...». Uno de los presentes estaba inclinado sobre el escritorio, con los brazos cruzados apoyados en él y la mano derecha sobre los labios, concentrado «... con tu Máquina, Drew, pero cómo has podido inventarla... has cambiado la historia, Drew... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...».
El hombre inclinado sobre la mesa permaneció absorto unos segundos, y después, sin moverse, se dirigió al que estaba a su izquierda, sentado cerca del ordenador.
—Déjame oírlo otra vez.
Spencer recurrió al ratón para mandar la grabación al principio, e hizo clic sobre el icono Play por tercera vez desde que había comenzado la reunión.
«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas...». El hombre volvió a escuchar, concentrado, y en un momento dado comenzó a asentir lentamente cada vez con más convicción. «... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...». El hombre se irguió y se apoyó contra el respaldo de la silla. Se frotó los ojos para eliminar el cansancio.
—Algo tienen que tener —afirmó—. ¿Trenton?
—Es posible, sí, yo también lo creo —concordó el hombre a su derecha—. ¿A qué hora te ha llamado Boyd?
—Un poco después de las tres —respondió Spencer—. En lugar de las típicas estupideces que dice cuando duerme, McKintock había empezado a hablar de esta «Máquina» inventada por un cierto Drew y..., bueno, el resto lo habéis oído. Boyd vio que esas palabras tenían algún sentido y decidió llamar inmediatamente.
—Boyd ha trabajado bien. ¿Creéis que la mujer ha podido oírlo?
—Creemos que no, señor Farnsworth —respondió Spencer—. Ha tenido dolor de cabeza toda la tarde y McKintock la llevó a la cama. Se durmió profundamente e, incluso cuando él hablaba, ha seguido respirando de la misma manera. Hemos extraído su respiración de la grabación unos diez minutos antes de las palabras de McKintock, y hasta diez minutos después; la hemos analizado en ritmo y en profundidad y no ha cambiado de manera apreciable. No, creemos que no ha oído nada.
—Bien —aprobó Farnsworth—. Muy bien. —Miró fijamente delante de sí, pensando.
»Es la primera vez que habla de una cosa de ese tipo —dijo, y miró a Spencer, que confirmaba asintiendo—, por lo que tiene que ser algo que lo ha impresionado profundamente. Es el rector de la Universidad de Manchester, y con los medios de los que dispone, los laboratorios, los profesores, los investigadores, es posible que se haya encontrado con un descubrimiento excepcional. Sí, es muy posible. Quiero saber más —concluyó—. Traedlo.
Spencer se levantó de golpe y salió a grandes pasos de la sala. Los tiempos eran fundamentales. Entró en un local de unos cincuenta metros cuadrados con las paredes cubiertas de módulos con receptores, descodificadores, analizadores de espectro y ordenadores, similares a la instrumentación del furgón de Boyd, pero multiplicados por veinte. Unas quince personas trabajaban en los distintos puestos, transcribiendo conversaciones grabadas en los distintos puntos de escucha, descifrando mensajes codificados y comunicando con los compañeros en el terreno.
Spencer fue a su puesto e, inmediatamente, levantó el auricular del teléfono militar encriptado del que disponía. Compuso un número de cinco cifras y esperó.
En el furgón, Boyd vio parpadear el testigo del teléfono. Los sonidos estaban excluidos para que no se oyera nada desde fuera del vehículo, sobre todo, oídos indiscretos. Separó un auricular del casco y apoyó el teléfono en su oreja, sin decir nada.
—¿Todavía está allí? —preguntó simplemente Spencer.
—Sí. Sigue durmiendo. —Boyd constató que eran las seis de la mañana mirando el reloj del ordenador. Acababa de beberse la cuarta taza de té, junto con un pan brioche, su desayuno. Una noche de vigilancia más que llegaba a su final.
—Bien —respondió Spencer—. Vamos a por él.
—Está bien. Me coloco en posición. —Colgó el teléfono sin añadir nada más.
Miró una pantalla al lado del ordenador, en la que cuatro cuadrantes mostraban las imágenes tomadas por otras tantas cámaras escondidas a lo largo del perímetro del furgón, detrás de bulones falsos o disimuladas como sensores de ayuda al aparcamiento. Solo había una persona a la vista, detrás de la furgoneta, y estaba pedaleando en su bicicleta, alejándose. Llevaba una mochila a la espalda, y Boyd sabía que era un estudiante que salía temprano por la mañana para ir a la escuela.
Sin quitar los ojos de la pantalla se puso un mono de antenista sobre la ropa, abrió la puerta que comunicaba la zona de carga con la cabina del conductor, y se sentó al volante. Con ese mono parecía realmente un tipo que estuviera yendo a trabajar. Encendió el motor y salió del aparcamiento. Lo había aparcado marcha atrás, la noche anterior, para poder salir rápidamente sin tener que maniobrar, si fuera necesario. Conduciendo lentamente llegó hasta el aparcamiento en el que McKintock había dejado su coche. Aparcó, de nuevo marcha atrás, y apagó el motor. El coche del rector estaba a unos diez metros, delante a la izquierda, respeto al morro de la furgoneta. Volvió a la zona de carga y cerró la puerta interna de comunicación tras de sí. La instrumentación había seguido funcionando, y el ordenador no indicaba movimientos ni conversaciones en el apartamento mientras él conducía esos cien metros que separaban los dos aparcamientos. Se volvió a colocar los cascos y se puso a escuchar de nuevo, esta vez observando continuamente la pantalla con las imágenes de las cámaras. La que estaba a las nueve28 encuadraba el edificio que albergaba el apartamento en el que McKintock estaba durmiendo. A la derecha de aquel marco Boyd podía ver también el morro del coche del rector, mientras la cámara a las doce mostraba el resto del coche y una amplia porción del aparcamiento.
Sobre las seis y cuarto, un sedán de color gris metalizado con los cristales tintados entró en el aparcamiento y se situó en uno de los sitios libres más al fondo, lejos de la entrada.
El teléfono de Boyd parpadeó de nuevo. Levantó el auricular y escuchó.
—Unidad dos —dijo una voz anónima—. ¿Novedades?
—Ninguna —respondió Boyd.
A las seis y media empezaron a llegar sonidos de actividad a los cascos de Boyd. Cynthia se levantó llena de energía y fue inmediatamente al baño. Varios sonidos contextuales indicaron a Boyd el lavado minucioso que realizó la mujer. Cuando estuvo lista fue a despertar a McKintock. Él seguía durmiendo como un tronco, como si hubiese pasado una noche agitada y necesitase recuperarse. Cynthia lo empujó con un pie, haciéndolo girar sobre sí mismo, y empezó a incordiarlo.
—¡Despierta, perezoso! ¿Qué has estado haciendo esta noche? ¿Has tenido que satisfacer un harem entero de fogosas concubinas? ¡Ja, ja, ja! —Empezó a reír cuando McKintock se irguió sobresaltado mirando a derecha e izquierda para despejar su cerebro.
»¿Qué haces en calzoncillos y camiseta? ¿Dónde está tu pijama? ¡Ja, ja, ja! —Se burló de él.
—Uf, ¡en tu armario! —exclamó él saltando de la cama y cogiéndola por los hombros. Ella le dejó hacer, y él le dio un beso fuerte en la frente.
—¿Qué tal estás? —le preguntó, mirándola, perdidamente enamorado—. ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?
—Sí, estoy muy bien, y tengo un hambre feroz. Por eso... —dijo, resistiendo a su tentativo para llevarla hasta la cama—, por eso ahora ¡vamos a comer! —Se soltó y escapó hasta la cocina, riendo.
McKintock la vio irse corriendo, ligera como una mariposa, con aquel cuerpo lleno e irreprimible que le impresionaba cada vez que la veía. Tenía un deseo enorme de hacer el amor con ella, pero comprendía que Cynthia llevaba sin comer desde el mediodía del día anterior, así que no sería posible.
Fue al baño y se preparó, vistiéndose deprisa, pero con atención, y después fue a la cocina.
En ese rato Cynthia había preparado huevos, beicon y pan tostado, y, entre los dos devoraron todo en pocos minutos.
—Como habrás notado, me comí todo el queso y las verduras que tenías en la nevera. Tenía muchísima hambre.
Cynthia asentía aprobando, mientras masticaba los últimos bocados.
—Antes de volver a Manchester iré a comprar todo lo que necesitas.
—No hace falta. Lo haré al volver del trabajo, esta tarde.
—Pero no, no quiero que pierdas tiempo. Me he comido yo tu comida, por eso me parece justo que yo la reponga —insistió.
—Bueno, de acuerdo, si es tan importante para ti —aceptó finalmente Cynthia mientras levantaba el vaso de zumo de pera y lo llevaba a sus labios.
McKintock la miró beber, abrumado por el deseo, como todas las demás veces. Cuando bebía zumo de fruta, Cynthia levantaba la barbilla y tragaba rítmicamente, con movimientos de la garganta tan sensuales que a él le invadía un arrebato salvaje por poseerla, penetrarla con todo su ser y colmarla de sí. Ella lo sabía perfectamente, y jugaba a provocarlo cándida y pérfida como todas las mujeres sexys y conscientes de su atractivo sexual. Cuando el vaso estaba prácticamente vacío Cynthia lo inclinó más hacia arriba e hizo caer las últimas gotas directamente sobre la lengua, sabiendo muy bien que en aquel momento McKintock alcanzaría el máximo grado de excitación. De hecho, él estaba rojo como un pimiento y aferraba con fuerza el borde de la mesa, con los nudillos blancos por la contracción muscular.
Después de la última gota Cynthia dejó el vaso encima de la mesa con decisión. El golpe fuerte sacudió a McKintock y le hizo abrir mucho los ojos, y jadear.
—Ahora... ahora... —balbuceó.
—¡Ahora es el momento de ir a trabajar! —exclamó ella señalando el reloj colgado de la pared.
Lentamente, mecánicamente, McKintock se dio la vuelta y miró el reloj, como un autómata, y, de golpe, se dio cuenta de lo tarde que era. ¡Las siete y media! Como tenía que ir al supermercado, ¡llegaría a Manchester a media mañana! ¡La universidad empezaría el día sin él! ¡No era posible! ¿Qué podía hacer?
Cynthia lo miraba divertida, sabiendo muy bien que la universidad era todo para él, a parte de ella misma, naturalmente. Riendo, lo sacó del impasse.
—Lachlan, ve a Manchester, tranquilo —le dijo, con expresión comprensiva—. Compraré yo misma lo que me hace falta. A propósito, ¿a qué se debió esta visita improvisada ayer?
—Oh, bien, gracias. Gracias, siento haber creado desorden. Ah, sí... ayer estaba tan contento por unos buenísimos resultados de una investigación que quise celebrarlo viniendo aquí. Pero llegué en el momento equivocado. Lo siento.
—La próxima vez que estés tan contento, ¡llámame! Estaré lista para celebrarlo contigo —y le hizo un guiño lleno de coquetería.
Él enrojeció de nuevo y se levantó de la mesa, luchando consigo mismo para separarse de ella.
Boyd oyó, por los cascos, cómo McKintock cogía sus cosas, la puerta que se abría y un sonoro beso de despedida.
—Guau —pensó— esta vez me he librado. Cynthia Farnham era una verdadera furia sexual, y cada vez que McKintock iba a verla le tocaba escuchar orgasmos estratosféricos, con gritos y gruñidos primordiales. Ella lo usaba como un mero instrumento sexual para su propia satisfacción suprema, y cuando él no aguantaba tanto como ella pretendía le abofeteaba e incluso lo insultaba. Era un juego cuyo fin era el placer recíproco, muy carnal, y a McKintock le convenía así. Boyd intuía que aquel hombre debía haber tenido antes una relación fría y tranquila, y estar ahora con una mujer de ese calibre, esa fuerza, debía ser para él la apoteosis del placer. Cierto, también en otras vigilancias Boyd había podido escuchar actividad sexual de varios tipos, pero esta lo perturbaba especialmente y le impedía mantener la distancia.
«Si yo tuviera una mujer así...», imaginó también esta vez, con un suspiro, como todas las otras veces. Cuando recuperó el control llamó al coche gris con el teléfono encriptado.
—Está saliendo —anunció simplemente.
—Recibido —respondió sucintamente su interlocutor.
Boyd volvió al puesto del conductor y cogió un periódico. Lo apoyó en el volante y fingió estar leyendo, mientras con el rabillo del ojo controlaba el edificio. Un minuto más tarde vio a McKintock salir del portal y dirigirse a grandes pasos hacia el aparcamiento, hacia él. Se veía que tenía prisa. Cuando McKintock estuvo a unos diez metros de su propio coche, Boyd encendió el motor y, despreocupadamente, se acercó a la salida del aparcamiento, como si se estuviera yendo. McKintock no se dio ni cuenta de la furgoneta que pasaba junto a él, dominado por las prisas de marcharse. Unos segundos después el coche gris empezó a moverse a su vez, acercándose lentamente al coche del rector. Cuando este estuvo a un par de metros de distancia de su coche y comenzó a extender el brazo hacia la puerta, la furgoneta dio un volantazo a la derecha, tapando la visión del aparcamiento desde el edificio, y, al mismo tiempo, el coche gris aceleró de golpe y fue a pararse justo delante del coche de McKintock. Dos hombres salieron de él saltando como dos muelles, y se situaron a ambos lados del rector. Uno le mostró un distintivo por unos instantes, mientras el otro lo cogía por un brazo.
—¡Policía! Rector McKintock, ¡venga con nosotros!
Él se quedó de piedra, sin palabras. Los dos lo arrastraron sin ceremonias hacia el coche gris; uno de ellos abrió la puerta posterior derecha y, empujándole la cabeza para que se agachara, lo hizo entrar, sentándose a su lado inmediatamente después. Bajó unas cortinas de las ventanas para ocultar el interior del coche y luego hizo un gesto al tercer hombre, que estaba al volante. Este hizo avanzar el coche unos metros, hacia la furgoneta, y esperó.
En ese momento McKintock recuperó la palabra.
—Pero... pero... ¿qué pasa? ¿Por qué me hacéis esto? ¿Qué he hecho?
—Tranquilo, rector McKintock, solo tenemos que hacerle unas preguntas. Será rápido, ya verá.
—Pero... pero ¡tengo que ir a Manchester! ¡Y tengo que ir inmediatamente!
—Justamente, allí es a donde vamos. Tranquilícese.
—Pero... y mi coche... ¿cómo haré? No puedo dejarlo aquí.
—El coche también va a Manchester. Tranquilo. Relájese.
—Pero... ¿y las llaves? Las tengo yo... ¿cómo podréis...? —Desorientado, miró al hombre sentado a su lado. Este devolvió la mirada con una expresión significativa—. Ah... entiendo... no las necesitáis...
Fuera, el último hombre ya había entrado en el coche de McKintock y había encendido el motor; estaba listo para salir.
Durante la acción Boyd había salido del furgón y había fingido controlar un neumático, para justificar delante de posibles observadores la extraña maniobra que había realizado. En cuanto vio al coche gris que venía hacia él comprendió que la operación estaba acabada y volvió a entrar veloz como un rayo en su vehículo, conduciéndolo a continuación a una velocidad moderada, como si no hubiera pasado nada. El coche gris salió del aparcamiento y lo adelantó, ágil y silencioso, seguido por el coche de McKintock a pocos metros de distancia.
El aparcamiento permaneció indiferente, esperando a los propietarios de los otros vehículos. Estos llegarían poco a poco.
La acción entera no había durado más de diez segundos.
En un cuarto de hora el pequeño convoy ya estaba en la autopista hacia Manchester, avanzando a una velocidad sostenida, y manteniéndose constantemente en el carril para adelantar. El conductor del primer coche, el que llevaba a McKintock, procedía con seguridad y concentración. Estaba acostumbrado a desenvolverse en las situaciones más complicadas, y el tráfico de primera hora de la mañana no era nada comparado con las persecuciones que realizaba de vez en cuando. No decía nada, pero controlaba sistemáticamente que el coche de McKintock los siguiese a poca distancia. Su compañero de conducción, en el coche del rector, era un experto como él, especialista en atacar repentinamente cualquier tipo de vehículo del cual hubiera que tomar el control instantáneamente, sometiendo eventualmente al conductor hostil y saliendo rápidamente hacia la destinación justa, incluso evitando al mismo tiempo del fuego enemigo.
El hombre sentado detrás junto a McKintock levantó las cortinas, y el paisaje campestre empezó a desfilar veloz a su lado.
McKintock, mientras tanto, había podido relajarse, y había empezado a reflexionar. ¿Qué podía querer la policía de él? ¿Había hecho, quizá, algo grave? ¿Qué acto suyo podía justificar una captura de ese tipo? Porque se sentía capturado, sí, lo habían cogido como si fuera un delincuente a la salida de un bar oscuro. ¿Cómo osaban? Él era el rector de la Universidad de Manchester. Tenía que haber un error. Recuperó su valor y pasó al contraataque.
—Escuche, señor —se dirigió al hombre sentado a su lado.
—¿Sí? —respondió este, mirándolo con aire de suficiencia.
—Enséñeme su distintivo otra vez, si no le importa.
—Cuando lleguemos —fue la respuesta, seguida de una mirada penetrante y significativa, acompañada de una mano que, de manera despreocupada, metía bajo la chaqueta, cerca de la axila izquierda.