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El Criterio De Leibniz
Timorina había levantado las cejas maravillada, preguntándose cómo se podía dejar un hombre tan simpático, y tuvo que constatar, que a pesar de haberlo conocido apenas, se sentía en perfecta sintonía con él. Una sensación de calor crecía en su interior, y las manos casi le temblaban. Nunca había sentido nada parecido, antes, así que decidió deshacerse de su voto de castidad. Con una media sonrisa lo miró a los ojos.
—¿Vives lejos? —preguntó, tratándole directamente de tú.
—No sabía cómo pedírtelo —le respondió él—. Me siento tan a gusto contigo...
—¡Sssh! —lo interrumpió Timorina, colocando su dedo índice sobre los labios, haciéndole un gesto para que callara. Se levantó y se dirigió hacia la recepción. Él fue rapidísimo a para adelantarla y pagar la cuenta.
Una hora más tarde, sobre las ocho y media de la tarde su ropa estaba desperdigada por el suelo alrededor de la cama de Cliff, y Timorina estaba perdiendo su virginidad.
Recordando aquella tarde determinante pocos meses atrás, Timorina se electrizó, pero consiguió impedir que su hermano se diera cuenta. Sustancialmente le había dicho la verdad, sobre el museo, la pintura, las discusiones técnicas; la única diferencia consistía en la persona. Por el momento, se repitió a sí misma, se lo guardaría para ella. Más tarde, quizá, si las cosas se consolidaran, se lo contaría.
Se levantó y comenzó a quitar la mesa. Drew la ayudó y después se dirigió a su sillón. Estaba a punto de sentarse, pero cambió de idea.
—Oye, ¿te molesta si voy a tomarme una cerveza?
—Ya ves tú. No vuelvas muy tarde. Y no bebas demasiado —le advirtió.
—Tranquila —respondió afablemente.
Drew fue a su habitación y, con rapidez, se puso un traje deportivo. Bajó y se despidió de su hermana.
—Hasta luego. Adiós.
—Adiós.
La puerta se había cerrado apenas detrás de Drew y Timorina ya estaba sentada en el sillón. Con una sonrisa de oreja a oreja cogió el teléfono y compuso un número.
Llamaba a Cliff.
Drew se dirigió con buen paso a su cervecería preferida. Estaba en un callejón cerca de la Universidad y, a veces iba allí para respirar ese olor de madera antigua, bancos rígidos y grifos de cerveza enormes. Le gustaba ese mundo a la antigua usanza, con las luces tenues y los colores cálidos de los tiempos pasados. Lo frecuentaban mayoritariamente hombres maduros, como él, pero había visto también parejas de novios jóvenes que sabían apreciar una buena cerveza saboreada de la manera correcta en el lugar correcto.
El aire era fresco, incluso frío a aquella hora, y Drew lo respiró a pleno pulmón, revitalizándose a cada paso. Amaba su Manchester, formaba parte de aquella ciudad, y sentía que la ciudad formaba parte de él.
¿Y qué le hacía encontrar su Manchester ahora?
Pues bien: Schultz, que venía hacia él mirando a todos los lados un poco desorientado y caminando con paso titubeante. Cuando pasaba cerca de una farola su figura de guerrero teutónico emergía de la oscuridad como un tímido habitante de las tinieblas, para, después, desaparecer unos metros más lejos.
Drew sonrió divertido, porque encontraba la escena ridícula. Agitó la mano y lo llamó.
—¡Dieter! ¡Amigo mío!
Schultz miró en su dirección y agudizó la mirada.
—¡Oh! ¡Drew! —lo llamó, reconociéndolo solo después de unos instantes—. Amigo mío, ¡estoy feliz de encontrarme contigo! Estoy buscando un lugar agradable para cenar y no consigo orientarme. ¿Qué me aconsejas?
—Ningún consejo, ¡te invito! Estaba yendo a mi cervecería preferida, y allí ofrecen también una excelente cocina británica típica. Estoy seguro de que podrás satisfacer tu apetito de la mejor manera, y regar tu cena con una cerveza buenísima. ¡Por aquí! —Y lo cogió por el brazo haciéndole invertir el sentido de la marcha.
—Oh, bien, gracias, Lester —aceptó Schultz, siguiéndolo motivado—. Después del laboratorio he vuelto a mi alojamiento y te confieso que me desplomé sobre la cama con la ropa puesta. Me he dormido profundamente y me he despertado hace poco tiempo, con un hambre horrible. Me alegro de haberme cruzado contigo.
—Yo también me alegro. Una cerveza en compañía es lo mejor para hombres cansados tras un día como el nuestro —y le guiñó un ojo.
—A propósito de hombres cansados, ¡mira por quién viene por allí! —Schultz señaló con el dedo delante de sí, a unos cincuenta metros de distancia.
Drew siguió las indicaciones de su amigo. Estaban pasando por el parque Sackville, y una figura oscura estaba sentada, erecta, sobre el banco de Turing, al lado de la estatua del genio.
—¿No te parece que es...? —preguntó Schultz.
—Sí —confirmó Drew, aguzando la vista—. Sí, es él.
—Kamaranda —concluyó Schultz, asintiendo.
Caminaron en silencio hasta que llegaron delante del individuo, y allí mismo se pararon.
Kamaranda estaba inmerso en su meditación, como cabía esperarse. Pasó algún segundo y después, dándose cuenta de su presencia, se activó. Levantó la mirada y los reconoció. Una sonrisa e pintó en su cara del color del café, y se levantó sin decir ni una palabra. Se dirigió con ellos a la cervecería.
La taberna Ole Sinner estaba incrustada en un bloque de lo más corriente que bordeaba una calle pequeña y poco iluminada. Un farol amarillo evidenciaba la entrada del local, y una mesa de madera con una inscripción grande, groseramente grabada, estaba apoyada al lado de la puerta. La inscripción estaba pintada de color rojo oscuro, y algo desgastada por el paso del tiempo, como desgastaba estaba también la mesa que cada día desplazaban para barrer la acera y que luego volvían a colocar en su sitio. El aspecto exterior era típico del siglo XVIII. Una gran aldaba de bronce estaba fijada a la madera maciza de la puerta y daba la impresión de que había que usarla para que abrieran la puerta. Para nada. En cuando los tres hombres se acercaron a la entrada, un posadero con delantal y bigote al estilo de la época de la revolución industrial abrió la puerta. Les saludó amablemente y los llevó directamente a una mesa libre. Schultz y Kamaranda estaban perplejos, pero Drew les explicó el truco.
—Hay una célula fotoeléctrica sobre la puerta. Cuando alguien se acerca a menos de tres metros de la entrada, la fotocélula hace sonar un timbre en el interior y el posadero viene a abrir. Siempre está moviéndose y casi siempre llega a tiempo para abrir, y, si no, te lo encuentras en el umbral dándote la bienvenida. Da gusto ser recibido con hospitalidad.
Sus compañeros asintieron vigorosamente mientras se sentaban. En un mundo en el que el individualismo estaba volviéndose la filosofía de vida predominante, en el que el desinterés por los otros era la práctica cotidiana y el respeto hacia los demás ya no se enseñaba ni a los niños, encontrar un lugar en el cual se entusiasmaban con tu llegada y donde se esforzarían para agradarte te alegraba el corazón
Drew sonrió jovialmente, mirando a sus compañeros consultar el menú, satisfechos. Por su parte, él consultó la lista de cervezas, a pesar de que ya sabía lo que iba a pedir.
—¿Qué nos aconsejas, Drew? —preguntó Schultz, instalándose mejor en la pesada silla de madera maciza. Debía tener mucha hambre.
Kamaranda leía toda la lista rápidamente, esforzando los ojos en la luz difusa del local.
—Eso, ¿qué nos aconsejas? Tú aquí eres como el dueño de la casa —dijo el hindú, asociándose al alemán.
—Yo ya he comido, así que me tomaré una cerveza. Para vosotros, diría un buen bistec Balmoral, que es un bistec hecho en la sartén con champiñones, güisqui, nata y diversas especias. Está buenísimo y es muy nutritivo.
Los dos buscaron el plató en el menú y leyeron la descripción detallada.
—Muy rico, sin duda —aprobó Kamaranda. Schultz asintió convencido y cerró el menú, apoyándolo a un lado.
—Yo me tomaré una old ale —dijo Drew—. Es oscura, con mucha malta y tiene unos 6 grados. Creo que sería perfecta también para vuestro plato.
Schultz era un buen bebedor de cerveza, en tanto que alemán, y aceptó inmediatamente. Kamaranda se agregó, justo cuando llegaba el tabernero para tomar el pedido. Tenía una pequeña libreta de papel amarillo cuadriculado y una tiza desgastada por el uso. Drew pidió en nombre de todos y el tabernero se fue.
El local estaba medio lleno, cerca de siete u ocho mesas, casi todas ocupadas por gente de su edad. Pero había también una mesa con dos chicas que tenían ante ellas una jarra enorme de cerveza oscura y un plato ahora ya casi vacío. Tenían pinta de ser estudiantes universitarias, pero extranjeras. Con el pelo negro y las facciones latinas, Drew habría dicho que eran italianas o españolas. Reflexionó un poco, y después se acordó. ¡Pues claro! Las había visto caminar juntas por las avenidas de la universidad estos últimos meses, y una vez se había cruzado con ellas mientras hablaban con un compañero suyo, profesor de inglés. Concluyó que estaban allí para aprender inglés.
«Bien —se dijo Drew—, es bonito que haya jóvenes que sepan disfrutar de los placeres de la tradición inglesa». Y que esas chicas extranjeras estuvieran justo allí por esa razón le hacía muy feliz. Sentía que eso creaba un puente entre ellos, los profesores de siempre, y los miembros de nuevas generaciones que un día tomarían en sus manos el bastón de mando de la cultura y continuarían el trabajo esencial que era el bien más valioso de la humanidad: la difusión del conocimiento y el avance de la ciencia.
Estaba inmerso en esos pensamientos mientras Kamaranda y Schultz conversaban a dos. Pasado un rato el tabernero volvió con una bandeja grande y pesada para llevar todo lo que habían pedido.
La apoyó a medias en un lado de la mesa y distribuyó los platos y las cervezas. Solo de ver los platos se les hacía la boca agua, y las cervezas monumentales eran irresistibles. Cada uno de ellos aferró su jarra y la levantó en el aire para brindar.
—¡Al nuevo universo! —proclamó Drew en voz alta.
—¡Al Sistema! —declaró Kamaranda.
—¡A nosotros! —añadió Schultz, entusiasmado.
Los vecinos de mesa levantaron sus jarras y se unieron al brindis.
Bebieron ávidamente ese néctar de los dioses, fuerte, seco y sabroso, y después los dos extranjeros atacaron sus platos apetitosos.
Aquel era un momento de fiesta.
Aquella era su noche.
Se lo habían merecido.
Capítulo XVII
Cuando salió Drew, McKintock se quedó solo en su despacho. La puesta al día que acababa de recibir sobre el proyecto, con esas noticias tan positivas sobre el potencial de la máquina le había afectado enormemente. No conseguía concentrarse en las prácticas que estaba preparando; seguía pensando en los usos del nuevo dispositivo revolucionario. Curar las enfermedades actuando directamente en el interior del cuerpo, desplazar objetos a distancias inimaginables..., ¡transportar gente! Le parecía ser una lombriz que acabara de sacar la cabeza de la tierra por primera vez, y se estuviera dando cuenta de lo ilimitado y atractivo que era el mundo exterior. Una sensación de inmensidad se había apoderado de él, dejándolo sin aliento en el umbral del infinito.
Se esforzó para definir los últimos detalles de la práctica que iba a entregar a la señorita Watts por la mañana, para la redacción final. Su sentido del deber era inalienable, incluso en ese momento de exaltación, y era esto lo que hacía de él el hombre que él era.
Escribió la última nota y apoyó la pluma sobre el escritorio, y después tuvo una idea fulminante.
Se levantó de golpe, con las manos apoyadas al lado del documento, y se dijo: «¿Por qué no?».
Para celebrar el gran evento iría a ver a Cynthia, a pesar de que no era el día programado. Cierto, no podría decir la verdadera razón de aquella visita inesperada, pero seguramente ella se alegraría de verlo y pasarían una buena velada juntos.
Cerró deprisa el despacho, fue a su coche, y se sumergió en el tráfico nocturno, con dirección a Liverpool. Afortunadamente encontró varios semáforos verdes y en poco tiempo se encontró en la oscuridad, conduciendo hacia el oeste, cruzando solo algunos coches en la autopista tranquila. Condujo más rápidamente de lo normal, aunque siempre respetando los límites de velocidad, como hacía siempre, y rápidamente, sin darse cuenta, salió de la noche y entró en la pequeña ciudad costera.
El elegante barrio residencial donde vivía Cynthia estaba rodeado por el verde de un parque creado con ese fin con árboles de crecimiento rápido, macizos de flores de colores y césped cortado cada día al estilo inglés. Era una zona nueva, en la que los apartamentos refinados se armonizaban bien con el paisaje. McKintock dejó el coche en el amplio aparcamiento del edificio que contenía el apartamento de Cynthia y, a grandes pasos, llegó al panel de los timbres. Sonriendo, presionó el botón «Farnham», y esperó.
Pasó un buen minuto y no tuvo respuesta.
Perplejo, llamó de nuevo.
Después de medio minuto, una voz enfermiza salió por el altavoz.
— Mmm, ¿sí? ¿Qué pasa? ¿Quién es?
Era Cynthia, pero como no la había oído nunca antes.
McKintock se turbó.
—Soy Lachlan. Perdona mi visita imprevista, Cynthia, pero... ¿no estás bien?
—No..., no. Sube, Lachlan —y le abrió la verja.
McKintock entró veloz y cerró la verja detrás de él, recorrió con rapidez el camino que llevaba al edificio y entró en el portal. Con expresión preocupada llamó al ascensor; por suerte estaba ya en el piso bajo y la puerta se abrió inmediatamente. Aplastó el botó número cuatro y esperó impaciente hasta llegar arriba.
Cuando la puerta corredera se abrió, salió y giró a la derecha, encontrándose frente a la puerta blindada del apartamento de Cynthia.
Estaba entornada. La empujó con cuidado y, sorprendido, vio que el apartamento estaba completamente a oscuras. Buscó el interruptor a tientas, pero una voz le detuvo.
—Cierra la puerta y no enciendas la luz, por favor. —Era ella, con el mismo timbre de sufrimiento de antes.
McKintock cerró cuidadosamente la puerta y se encontró en la oscuridad más absoluta.
—Cynthia, pero ¿qué...?
—Me duele la cabeza, Lachlan. Un dolor de cabeza tremendo, y no soporto la luz.
—Oh... ah... eh... ¿qué puedo hacer? Me gustaría estar a tu lado... —balbuceó titubeante.
—Conoces el apartamento. Intenta llegar aquí, pero ¡no enciendas la luz! —concluyó con un lamento.
—Oh... eh... de acuerdo. Lo intentaré.
Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad y McKintock avanzó lentamente, paso a paso y tocando el muro, hacia el salón. La voz de Cynthia provenía de allí. Eran seis o siete metros, pero en la oscuridad total parecían un kilómetro. A mitad de distancia McKintock se sintió un poco más seguro y aceleró, pero enseguida la mano que tocaba el muro chocó con un adorno. Este cayó pesadamente al suelo con un ruido estruendoso.
—¡Aaah! —chilló Cynthia, sobrepasada por el dolor.
—¡Maldi...! —soltó McKintock, parándose en seco.
—¡Tampoco soporto el ruido! ¡Lleva cuidado! —gritó, presa del sufrimiento.
McKintock estaba empapado en sudor. No encontró otra solución que ponerse a cuatro patas y avanzar así, de rodillas, hacia la voz.
Tanteando, se dio cuenta de que el objeto que había caído era una pesada estatua de ébano que representaba un guerrero africano armado con una lanza. Esperaba que no se hubiera roto; le disgustaría causar pérdidas a Cynthia.
—Ya estoy casi. —Avanzó un poco más y llegó a su destino—. Aquí estoy. Querida, ¿qué tal estás? —le preguntó acurrucándose cerca del sillón sobre el que Cynthia estaba tumbada.
—Mmm, estoy mal —respondió ella, con una voz quejumbrosa—. Me siento mal, tan mal...
Él buscó su mano y se la cogió con delicadeza.
—Lo siento. Si lo hubiera sabido... si hubiera imaginado... lo siento —se sentía mal como no se había sentido quizá nunca en toda su vida. Al menos, no por una situación similar—. Pero ¿desde cuándo estás así? Nunca te he visto en este estado.
—Habla en voz baja, por favor —le suplicó Cynthia con una voz débil.
—Oh, perdona —susurró McKintock—. Perdóname, querida. Entonces, ¿qué te pasa?
—Me pasa que me duele la cabeza, ¿no lo ves? —respondió ella, irritada. Se sentía mal, era evidente, y sus reacciones no eran normales.
McKintock prefirió quedarse en silencio durante un rato para que ella se calmase.
Estuvo así unos cinco minutos, y después, en voz baja, intentó comunicarse.
—¿Puedes decirme algo?
—En cuanto he vuelto del trabajo me ha venido este dolor de cabeza —le respondió con dificultad, susurrando—. No sé ni qué hora es...
—Son las ocho —la informó McKintock, después de mirar su reloj con cuadrante fosforescente.
—Entonces hace dos horas que estoy así.
—¿Has comido?
—No. Cuando estoy así no puedo comer. Tendría náuseas y vomitaría todo. También me duele mucho el estómago. Tengo migrañas. Ese es mi problema. Como el de muchas mujeres.
A McKintock se le encogía el corazón. Había llegado allí en el peor momento posible, la había molestado y la había hecho sufrir todavía más con todo el jaleo que había montado, y ahora no tenía ni idea de qué hacer para ayudarla.
—¿Qué puedo hacer por ti, para que te encuentres mejor? —osó—. ¿Has tomado algo? No sé, una pastilla, un analgésico... algo que te ayude en estos casos.
Cynthia tragó y después tosió fuertemente, sujetándose el estómago con una mano.
—Sí, he tomado la única medicina que normalmente me hace algún efecto, pero la he vomitado enseguida, así que es como si no hubiera tomado nada. —Tosió otra vez, como si tuviera náuseas de nuevo—. Y no puedo tomar ninguna otra cosa. ¡No menciones más la posibilidad de que trague algo! —concluyó, lamentándose y algo nerviosa.
—No, no, está bien —consintió McKintock, consternado. Acurrucado allí, con uno de sus mejores trajes arrugado y por el suelo como un trapo, se dio cuenta de que tenía hambre. Había pensado cenar con ella, pero esto era imposible en vista de la situación. ¿Qué podía hacer? Intentó negociar un compromiso.
—Escucha, si te cojo del brazo y te llevo despacio a la cama, ¿te ayudaría? Cierro la puerta de tu habitación y así estás a oscuras y sin ruidos que te molesten, estás tranquila y seguramente más cómoda que en el sillón. ¿Qué te parece? —concluyó persuasivo, en voz baja.
—Mmm, bien —aceptó Cynthia con un susurro—. Pero ¿por qué no quieres estar conmigo? —le preguntó.
—Eh..., no es que no quiera estar contigo. De hecho, he venido para verte. Lo que pasa es que llego directamente de la universidad y no he comido, y quería ir a la cocina y...
—¡Aaah! ¡No hables de comer! ¡Te lo había dicho! —y tosió otra vez como si estuviera a punto de vomitar.
—Perdona, perdona, pero... ¿cómo te lo podía explicar, si no contándote la situación y... —Se calló de golpe, contrito, y esperó a que le pasase el ataque de tos. Un poco después se calmó, y entonces McKintock, sin decir nada más, la cogió por el brazo y, en la oscuridad a la que ahora ya se había adaptado, la llevó a su habitación. La ayudó delicadamente a tumbarse en la cama y la tapó con una manta que cogió del armario. Ella musitó un «mmm...» y se apoyó una mano en la frente. McKintock le acarició la mano y salió, cerrando la puerta sin hacer ruido.
La luz del pasillo le deslumbró en cuanto la encendió. Sus pupilas se habían dilatado al máximo durante todo ese tiempo en la oscuridad, y ahora una cantidad exagerada de luz había alcanzado sus retinas antes de que las pupilas recibieran la orden de reducirse y pudieran obedecerla. Parpadeó un par de veces y rápidamente volvió a ver con toda normalidad. Lo primero que hizo fue ir a recoger la estatua que se había caído. Comprobó su estado y se quedó aliviado al ver que estaba perfectamente íntegra. La apoyó delicadamente en el estante que la albergaba y finalmente pudo ir a la cocina. Cerró la puerta para aislar todavía más los ruidos eventuales que pudieran llegar a la habitación, y después con movimientos lentos y silenciosos abrió varios cajones y puso la mesa.
Tenía muchísima hambre.
Abrió la nevera y buscó una cerveza. Afortunadamente había un par de botellas, una de su marca preferida y otra que gustaba a Cynthia. Cogió su preferida y se sirvió rápidamente un generoso vaso del que bebió abundantemente. Se sintió refrescado al instante. Entonces se quitó la chaqueta y la apoyó en el respaldo de la silla. Volvió a abrir la nevera para buscar algo que comer. No había mucho. Cynthia comía poco para mantenerse en forma, y lo que comía era normalmente comida sana, con poca grasa y más bien vegetariano.
Al parecer compraba el tipo de comida que le gustaba a él solo cuando habían programado una visita. Con un cierto desconsuelo cogió una bandeja de quesos variados, otra con verduras a la plancha y una botellita con salsa tártara. Cogió una bolsa de colines sin grasa de la despensa y se sentó a comer.
Se sirvió generosamente. Con el hambre que tenía, la pobreza del surtido pasaba a un segundo plano. Regando todo con la cerveza, en todo caso, al final se sintió satisfecho. En realidad, él tampoco comía en abundancia, pero no renegaba de platos seguramente más calóricos de los que formaban parte de la dieta de Cynthia.
«Mañana tendré que hacerle la compra», se dijo. No quería que ella se encontrara sin nada que comer la noche siguiente. Sabía que comía fuera a mediodía, pero necesitaría algo para cenar. Al día siguiente, antes de volver a Manchester, pasaría por un supermercado cercano y le compraría quesos, verdura e incluso algún capricho que sabía que le gustaba pero que intentaba evitar por las calorías que contenía.
Se quedó un momento más en la mesa. Después fue a la ventana y se quedó mirando fuera con los brazos cruzados. Desde allí podía ver Park Road, por la cual aún transcurría algo de tráfico. Al fondo estaba la bahía, negra e invisible, punteada por las luces de algunas naves de línea y los cargos amarrados. Era una ciudad bonita, Liverpool, con su verde, su línea urbanística y su puerto. Situada en el estuario del río Mersey, que desembocaba en el mar de Irlanda, había sido fundada en el siglo XIII. Durante mucho tiempo había sido protagonista del tráfico marítimo a nivel mundial, y ahora el turismo constituía una parte importante de su economía. A McKintock le gustaba pasear por los muelles junto a Cynthia cuando podía pasar tiempo con ella. El perfume del mar le daba energía, y el continuo ir y venir de las embarcaciones le daba la sensación de que aquél era el mecanismo interno que hacía girar el mundo. En un cierto sentido era así, ya que el movimiento de personas y de mercancías era el fundamento del comercio global y del trabajo. Ahora las cosas cambiarían, gracias a la invención de Drew. Quién sabe cómo sería el mundo, de allí a unos años. Esperaba que fuera mejor. Había que jugar las cartas justas, moverse con cuidado. Pediría que le devolvieran los numerosos favores que había hecho durante años a diversas personalidades clave del sistema británico. Seguramente rompería la confianza, pero valdría la pena. Sí, todo iba a salir bien, lo sentía. Permaneció reflexionando unos instantes más con los ojos fijos en la bahía, después apartó su mirada y volvió a la mesa. Quitó la mesa en pocos minutos y lavó lo que había usado, sin hacer ruido, y después se acercó para ver cómo estaba Cynthia. Salió de la cocina dejando la luz encendida, entornó la puerta y apagó la luz del pasillo. En el ambiente iluminado débilmente por el filo de luz No provenía ningún sonido del interior; apoyó la mano en la manija, la descendió con suavidad y entró. Cynthia dormía profundamente, boca arriba tal como la había dejado él, y con los brazos relajados a cada lado del cuerpo. Inspiraba y expiraba por la boca medio abierta, de manera regular, tranquilizante. Evidentemente, el dolor de cabeza se le había pasado lo suficiente como para permitirle dormir. Por no arriesgarse a despertarla salió de la habitación y fue a desnudarse al baño, donde se lavó rápidamente y se preparó para ir a dormir. Pero su pijama estaba en el armario de la habitación, y, si lo abría, podría hacer ruido. Así que renunció; el apartamento estaba a una temperatura agradable. Dejó la ropa sobre un sillón en el salón, apagó la luz de la cocina y, en ropa interior, volvió a entrar en la habitación. Entró muy lentamente en la cama de matrimonio, a Cynthia le gustaba dormir cómodamente, y se tumbó junto a ella, al lado de la puerta. Cynthia estaba sobre las sábanas, pero cubierta por la manta que él le había puesto antes, y prefirió dejarla como estaba para no correr el riesgo de despertarla.