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7 Compañeras Mortales
7 Compañeras Mortales

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―Eh. Relájate ―dijo soltando todo el aire―. Deja de preocuparte. Ahora estamos aquí. Tú y yo. Disfrutemos de la compañía del otro. Tomemos algo de picar y veamos alguna serie. Me apetece algún drama policial, una temporada o dos.

Horace resopló.

―Tu respuesta ha ido en una dirección diferente de la que pensé.

Desidia se comió una papa frita. Era una muy pequeña. No era de extrañar que estuviera tan delgada.

―¿No te gusta emborracharte?

―¡Bueno, sí me gusta! Pero… ―su voz se apagó. Sí, ¿de qué se preocupaba? Hoy había sido un día de mierda y raro. Necesitaba relajarse y vaciar su mente mediante la honorable tradición de darse atracones de programas malos de televisión, sin preocuparse por el mañana―. Sí. Hagámoslo.

Desidia sonrió, pero el gesto no llegó a sus mejillas. Dioses, ¿era demasiado perezosa para sonreír correctamente? Qué mujer tan rara.

Horace se encogió de hombros y se echó hacia atrás junto a Desidia, puso una serie de criminales y cosas así y picoteó papas fritas, dejando las preocupaciones a un lado.

Capítulo 10: Horace

―Sabes, tienes una habilidad impresionante para dormirte durante todo el episodio y aun así enterarte de lo que está pasando ―le dijo Horace cuando llegaron a la mitad de la segunda temporada.

Desidia le sonrió.

―Vaya, ¡gracias! Lo intento.

Pasaron la noche, dormitaron en el sofá, se despertaron, vieron el final de la temporada, lo criticaron por terminar en un momento culmen, luego pusieron la segunda temporada, y ahora estaban en el episodio cinco. Era la mañana siguiente y apenas habían movido un músculo, acaso un par de viajes al baño.

Desidia dormía y despertaba a ratos. No era de extrañar que siguiera usando su pijama azul claro.

Horace tenía que admitir que era divertido estar con ella. Discutieron sobre la serie, hablaron sobre los interminables clichés, predijeron el misterio y lo que pasaría después, quién se liaría con quién. Era muy relajante su compañía, y el remordimiento por no hacer nada parecía secundario cuando estaba cerca de ella.

Sabía que esto era lo que solía hacer con Evie, pero no era para tanto, saltarse una noche. Se lo compensaría.

Era mediodía.

―Vamos, será divertido ―dijo él.

Desidia suspiró.

―Suena a mucho trabajo.

―¿Ir al supermercado? En realidad no, la gente lo hace todas las semanas. Algunas semanas dos veces.

Desidia parecía sorprendida, como si alguien le hubiera pedido que cavara el hoyo de una tumba. Dos veces.

―Vale, hazlo por mí esta vez. Si no te gusta, no volveré a mencionarlo.

Ella suspiró audiblemente.

―Bien. ¿Está muy lejos?

―A la vuelta de la esquina, dos calles más abajo.

Ella asintió, reuniendo fuerzas.

―Así que es lejos.

Horace no pudo evitar reírse. Tiraba los comestibles en el carro en el que Desidia se había subido. Era tan flaca que cabía en el asiento del bebé, y se divertía mucho cuando él la empujaba por la tienda. Mientras no tuviera que mudarse, se apuntaba a todas.

―¡Hala! Coge de esos, están precocinados ―dijo, señalando algunas comidas. Podía haberlos agarrado ella misma, pero no, por supuesto, él tuvo que hacerlo por ella.

―Dijimos que íbamos a hacer compra saludable. No caigamos en la comida rápida desde el primer día de estar desempleado. ―Miró el envoltorio para leer las instrucciones.

Ella gimoteó por un segundo pero se olvidó de todo en cuanto llegaron a los cereales.

―Horace, tengo algo que confesar.

―¿Qué?

―Me comí todos tus cereales.

―Lo sé. Yo estaba allí. Te los comes de uno en uno. Es desesperante verlo.

―¿Puedes conseguir más? ¿Por favor? ―Rogó, agarrándose las manos ante el pecho.

Horace se rió a la fuerza. Sin romper el contacto visual, y sin mover un músculo que no fueran los del hombro y el brazo, agarró una caja de copos de maíz y la arrojó al carrito de la compra.

―¡Bien! ―dijo ella, dando una palmada.

―Si todas las chicas fueran tan fáciles de complacer como tú ―dijo Horace, moviendo la cabeza.

El resto de la salida de compras fue bastante normal. Consiguió algunos ingredientes para sándwich y compró para dos. Desidia no comía mucho pero planeaba ofrecérselo. No quería que ella evitara comer para no gastar su comida.

En la pequeña charcutería dentro del supermercado, una mujer enorme acaparó su vista. Llevaba un top naranja brillante y una falda ondulada negra. Y una mochila con dibujitos. Se volvió hacia él, lo miró directamente a los ojos, luego miró su carrito, se mofó de su contenido, y acto seguido vació toda su bolsa dentro del carrito de Horace.

―¡Qué!-¿Quién? ―dijo, estupefacto.

―¿Qué es esto, comida para hormigas? Esto debería darnos para hoy. Volveremos mañana ―dijo la gorda y pidió un par de salchichas. Era muy guapa, una de esas mujeres grandes que podían hacerse un selfi impresionante, siempre y cuando no mostraran el resto del cuerpo. Sus rasgos eran amables y seductores, y su sonrisa preciosa. Llevaba el pelo negro y cortado a mechones.

―Eh, hermana, olvidaste presentarte otra vez ―dijo Desidia, con el tono de quien está siempre recordando lo mismo.

―Cierto. Lo siento. Soy Gula Gastrimargia. Llámame Gula. ―Era agradable y amistosa. Sus varias partes blandas se meneaban cuando ella se movía.

―Soy Horace. ¿Eres su hermana? ―Miró varias veces a una y a otra, pero realmente no se parecían en nada.

―En cierto modo, sí ―se rió Desidia.

―Vamos, Horace, volvamos a casa a comer. Toda esta comida me está dando hambre ―dijo Gula tirando de él, mientras él se agarraba al carrito de la compra como en un tren desquiciado.

Desidia chilló de alegría, con los brazos en alto. Luego se cansó y se quedó ahí, esperando a que la llevaran.

Capítulo 11: Horace

La cena fue… interesante.

Gula se bajó todo el pollo cocido que había traído del supermercado, luego atacó las papas fritas, luego la ensalada, y lo regó todo con un par de refrescos. Después se inclinó hacia los copos de maíz, que Desidia protegió acercándolos a su pecho.

La mesa de la cocina no se había usado desde que sus padres se fueron. Normalmente comía en el sofá mientras veía alguna serie o delante de su ordenador. El hecho de tener gente en casa hacía necesario el uso de la mesa, y Horace se alegró de hacerlo así porque el desorden parecía mucho más fácil de limpiar después.

Y tenía que admitir que le gustaba cenar con compañía. El hecho de que fueran dos mujeres también ayudaba.

Gula se dio con el puño en el pecho un par de veces, y luego eructó suavemente. Con expresión satisfecha, se recostó en la silla.

—¿Llena? ―preguntó Horace.

―Por ahora. Gracias, Horace. Aquí está mi token. ―Hizo un suave gesto en el aire ante ella, como si soplara un puñado de hojas.

Horace revisó su aplicación. Ciertamente, había una señal. Recogió el token, donde podía leerse la palabra Gula en griego, ΛΑΙΜΑΡΓΙΑ.

No pudo evitar mirar las estadísticas. Era adictivo, como todos los juegos, incluso uno tan extraño como este. ¿Qué haría con todas las tokens?

Necesitaba hacer a las chicas algunas preguntas puntuales.

Tokens de Pensamientos Malignos:

Gula 1

Lascivia 0

Avaricia 0

Soberbia 1

Envidia 0

Ira 1

Desidia 2

―Gula, ¿cuánto tiempo te quedarás? ―preguntó.

Ella se encogió de hombros y le sonrió, limpiándose la boca con una servilleta. Aún tenía su gran pecho lleno de migas.

―Todo el tiempo que nos lleve el éxito. O el fracaso.

―Qué críptico ―asintió, sonriendo. Hizo un cálculo mental de lo que tenía en el banco. La mayoría de lo que habían comprado ya había desaparecido. O estaba repartido por la mesa y el suelo. Gula era una comensal desmesurada. Desidia, por otro lado, podía estar dos horas mordisqueando una miga. Ambas eran exasperantes.

Si esto seguía así, se quedaría sin dinero en una semana.

Necesitaba salir a buscar trabajo al día siguiente. Pasar el rato con Desidia era agradable, pero no podía posponerlo más.

Se levantó y lavó los platos. Desidia todavía masticaba un copo de maíz, que podría ser el mismo que tenía en la mano un rato antes.

―Te ayudaré ―dijo Gula y le hizo a un lado con el culo―. En realidad, déjame a mí.

―De acuerdo ―accedió Horace―. Estoy cansado, no descansé mucho ayer. Y dormí en el sofá, lo que es terrible para mi espalda. ―Entonces se dio cuenta de que tenía invitadas―. Oh, organizarnos para dormir, claro.

―Eh, yo dormiré en el sofá. Es mi sitio ―dijo Desidia lentamente, levantando una mano.

Él abrió la boca para contestar, pero en realidad no tenía fuerzas para discutir.

―Bien. ¿Tú, Gula? El cuarto de invitados está al final del pasillo. Puedes dormir allí. Prácticamente se ha convertido en un estudio, pero la cama es cómoda. ¿Hay algo que puedas necesitar?

Ella volteó su linda cara y asintió hacia su mochila.

―Está todo ahí dentro.

―Excelente. Bueno, señoritas, siéntanse como en casa. No es que no lo hayáis hecho ya, pero ahora formalmente ―se rió―. Buenas noches, traeré sábanas limpias y algunas almohadas extra y me voy a dormir.

Capítulo 12: Horace

Horace abrió los ojos y se quedó mirando al techo. Intentaba recordar si la locura de los últimos días era un sueño o era real. Y si era un sueño, ¿era uno ordinario o una pesadilla?

Oyó risas que provenían de la sala de estar.

Real, entonces.

Se levantó, se echó agua en la cara y se puso presentable, luego se hizo un granizado. Por la pinta de la cocina, parecía que Gula ya se había hecho uno, dos o tres sándwiches. Al menos, limpiaba todo después.

Bebiendo su glorioso café frío, entró en la sala de estar.

Desidia, como era de esperar, estaba acurrucada en el mismo lugar del sofá. Gula estaba sentada en el sillón. Veían una comedia en la televisión.

Horace no necesitaba ver ninguna comedia. Su vida se había convertido en una. Solo le faltaban las risas enlatadas.

―Buenos días, señoritas.

―Buenos días ―dijeron las dos a diferentes velocidades.

―Ya son las once. Voy a pasarme por algunos de mis viejos trabajos a ver si hay alguna vacante. ¿Estaréis bien aquí solas?

Gula parecía indecisa.

―Si pudieras conseguir algo de chocolate en el camino de vuelta, entonces estaría bien.

―Chocolate, claro. ¿Algo más? ¿Tú, Desidia? ¿Necesitas algo?

―No ―dijo en voz baja―. Pero me gustaría que te quedaras conmigo y vieras el resto de la temporada.

Horace se rió.

―¡Ja! Puedes verla entera, no me importa, en realidad es bastante predecible. No creo que me esté perdiendo mucho. Pero me apunto esta noche.

―¡Ah! ―dijo Desidia con la emoción de una persona muerta.

Capítulo 13: Horace

Pasó la mayor parte del día visitando sus antiguos trabajos. Horace había pasado por un montón de curritos, empezando como camarero en una pequeña taberna de su barrio. Al antiguo jefe le gustaba mucho, pero tenía todo el personal que necesitaba y admitió que los clientes ya no gastaban como antes. Luego fue al McDonald's del barrio, pero el gerente había cambiado y le ofreció impasible un formulario de solicitud de empleo. Horace lo llenó, pero sabía que no lo iban a contratar, ya que tenía más de treinta años y ellos preferían gente joven e ingenua que agachara la cabeza ante la empresa. Luego fue al periódico local, que por supuesto había cerrado.

Horace sintió un poco de tristeza por ello. Había sido su primer trabajo real cuando era adolescente, incluso le pagaban. Sabiendo de informática y con ciertas habilidades gráficas, trabajó en la pequeña empresa preparando la maquetación de los artículos y los anuncios y los clasificados de interés local.

Pero el papel había muerto. ¿Mantenía su suscripción? No, ahora que lo pensaba, sus padres tenían una, que seguramente olvidarían renovar, comprensiblemente, cuando dejaron el país para siempre.

Preguntó a los vecinos qué había pasado con el pequeño periódico. El dueño había muerto, un ataque al corazón. Sus nietos no se molestaron en resolver el papeleo y las deudas, y simplemente lo cerraron.

Todo un legado, desaparecido.

Horace tenía buenos recuerdos del lugar. Disfrutó del verano que pasó allí, donde le trataban como un adulto. Él sabía de informática y ellos no, por lo que su opinión se respetaba y sus consejos se aplicaban al instante. El jefe era un anciano amable incluso por aquel entonces, y los empleados eran gruñones pero no podían decir nada malo sobre él. La única reportera era una pelirroja coqueta que vacilaba a Horace cada vez que venía a entregar una historia o a corregir algún artículo, y él se masturbaba furiosamente cada noche pensando en ella.

Pero, echando la vista atrás, lo que más le gustaba del periódico era esa sensación de hacer algo real. Trabajaban en la computadora, imprimían el material y cambiaban el tamaño de las fotos durante todo el mes, luego lo enviaban a la imprenta y regresaba en olorosos montones de periódicos.

Cosas físicas. Se podía tocar, se podía oler, y por lo general terminaba en la basura después de su ciclo de vida. Si el periódico tenía suerte, terminaría siendo reciclado como papel maché o en el suelo de algún cuarto repintado.

Le gustaba mucho esa sensación de crear cosas.

En los otros trabajos nunca había llegado del todo a ese término. Siempre sirviendo menús u hojas de cálculo o alguna entrada de datos sin sentido.

Al darse la vuelta, Horace se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos.

Era la hora del almuerzo y estaba sudando, después de caminar bajo el sol toda la mañana. Se limpió el sudor de la frente y pensó en un helado.

Eso era. Olvidaba la heladería. Estaba en el lado más alejado de Kifisia, que era un barrio bastante grande, pero necesitaba ir a ver. Horace empezó a caminar hacia allí. Sabía que cualquiera de su generación buscaría con el teléfono y llamaría directamente para preguntar si había trabajo disponible, pero su padre le había enseñado lo contrario.

«Horace ―diría su padre― aparecer es la mitad del trabajo. Eso se aplica a todo, a tu trabajo, a tu pareja, a tus amigos, a tu familia. Recuérdalo».

Sonrió al recuerdo. Echaba de menos a sus padres, pero ellos se estaban divirtiendo persiguiendo canguros o algo. Se merecían un poco de diversión.

Así que apareció en la heladería. Se llamaba Zillions, porque tenía un millón de gustos para elegir. Estaba un poco diferente de lo que él recordaba, habían cambiado un poco el interior, las sillas, alguna decoración, pero por lo demás era lo mismo. Un gran espacio único dentro del local, el mostrador con todos los sabores de helado en el lateral. El área de personal y el almacén en la parte trasera, además de los aseos de los clientes con una entrada diferente al lado. Luego la verdadera atracción, el hermoso exterior con cómodas sillas y mesas. Era una pequeña terraza en forma de cuña, rodeada de árboles y cubierta por enormes sombrillas en la parte superior. Horace las odiaba particularmente, necesitaban un gran esfuerzo para abrir y cerrar. El lugar era fresco y acogedor, en suaves tonos tierra con toques de diseño moderno. En realidad le gustaba trabajar allí, era un lugar donde la gente iba a refrescarse, a tomar un helado y ser feliz.

No molaba tanto como crear cosas, pero bueno, era lo mejor después de eso.

Y sabía que necesitarían gente, al menos para algunos turnos extra.

Cuando entró, oyó gritos.

Ah, cierto. Ese era el único recuerdo que había reprimido.

Niños gritando.

Capítulo 14: Horace

―¡Horace, amigo! ―dijo Nico, y salió del mostrador para abrazarlo. El hombre siempre fue amable y a Horace realmente le gustaba. Era un jefe justo con todos, y solo los empleados de mierda hablaban mal de él.

―Oye, Nico, te ves bien. Probando todos los sabores, ya veo ―bromeó, señalando su barriga en expansión.

―Bueno, ¿y qué? A las damas les encanta.

Nico puso un brazo alrededor del cuello de Horace.

―Ven, siéntate. Pareces sediento. Déjame pensar, tu favorito es… ―Levantó un dedo―. No, no me lo digas. ¡Helado de tarta de queso!

Horace sonrió.

―¡Te acordaste!

―Por supuesto, soy Nico ―dijo orgullosamente, y se levantó de nuevo para ponerse detrás del mostrador. Hizo a un lado a la chica que trabajaba allí y puso una gran cantidad en una copa. Un poco de sirope más tarde, se lo sirvió a Horace, junto con un vaso de agua fría.

Horace no dudó en atacarlo, sin importarle que se le congelara el cerebro.

¡Hum! Qué bueno.

La expresión de Nico cambió.

―¿Puedo asumir que estás aquí por trabajo?

―Acertaste, Nico.

El hombre suspiró.

―Ay, Horace, Horace… ¿Qué voy a hacer contigo? ¿Qué hay de ese asunto de las muñecas del que siempre hablabas? ¿No has empezado con eso todavía?

Horace necesitó un segundo para caer en lo que el hombre estaba diciendo. Ah, sí, había compartido su sueño de hacer estatuillas personalizadas y todo eso. Decidió no rayarle a su ojalá futuro jefe por haberlas llamado muñecas.

―Ah, eso. Aquello nunca despegó.

―¿Por qué? ―preguntó Nico, con expresión sincera de pesar.

―No lo sé. Nunca tuve el dinero para empezarlo, seguí de trabajo en trabajo. ―Horace se encogió de hombros―. Nunca fue el momento adecuado.

Nico se humedeció los labios y se inclinó hacia adelante.

―Horace. ¿Ves este lugar?

Miró a su alrededor, siguiendo el gesto del hombre.

―Todo esto solo fue un sueño una vez. Es solo un sueño que tuve. Un millón de sabores de helado. Buena idea, ¿no?

Horace asintió.

―Eso era todo, una idea en aquel entonces. ―Nico se golpeó los nudillos contra la mesa―. Di el salto. Ahora es real. ¡Y nos va muy bien!

―¡Ya lo veo! Siempre supe que con el verano el negocio prosperaría, pero esto es increíble, Nico.

El hombre suspiró.

―Entonces, ¿entiendes lo que me entristece verte volver con el sueño todavía en el hombro?

―Sí…

―Tengo trabajo para ti. Diablos, siempre tendré trabajo para ti. ―Fue al área de empleados y regresó con un formulario de solicitud de empleo. Lo puso sobre la mesa sin sentarse y dijo―: La misma paga, 4 euros la hora. Puedes empezar mañana. Piénsalo, rellena el formulario por las apariencias y déjaselo a Martha.

Luego se fue a atender el negocio.

Horace recogió la solicitud de trabajo y la revisó. Comió un poco más del delicioso helado y frunció el ceño ante las letras, rellenando los espacios con un bolígrafo.

Entonces alguien se sentó en la silla justo enfrente de él, y Horace exclamó, salpicando helado sobre la mesa:

―¿Qué…?

La mujer ante él tenía clase. Era asiática, llevaba un montón de joyas de oro, y se movía como si fuera la dueña de todo el barrio. No era tan raro ver gente opulenta en Kifisia, era una zona rica. Pero sí lo era que se sentaran al lado de extraños.

Ella abrió sus delgados labios, haciendo un sonido sordo. Parecía un gesto para exigir atención.

―No es de extrañar que la gente venga aquí con este calor ―dijo, y sacó un abanico para refrescarse. Estaba decorado con dragones orientales. Ella suspiró como una baronesa, y luego dijo:

―Soy Avaricia Philargyria. Puedes dirigirte a mí como Ava.

―Hola, Ava. Soy Horace. ¿Por qué tengo la sensación de que eres hermana de las otras?

―Cierto. Pero eso es irrelevante ahora mismo. ¿Qué crees que estás haciendo con eso? ―Apuntó con el dedo a la solicitud de trabajo.

―Conseguir trabajo.

Chistó con elegancia y puso los ojos en blanco. El gesto era mucho más expresivo con sus rasgos asiáticos.

―¿Con las condiciones de siempre? ―dijo ella, tiñendo de amargura cada palabra.

―¿Qué otra cosa puedo hacer?

―Para empezar, pedir mejor salario. Tú vales más. Ya trabajaste aquí antes, ¿no?

―Sí. Hace tres años.

―Así que conoces el trabajo, no necesitas ninguna formación. Un trabajador instantáneo, ¿verdad?

―Bueno, sí. ―Horace miró a los empleados―. Por lo que veo, nada ha cambiado.

―¿Y tú qué tienes, treinta años?

―Sí.

―Así que podrías ser fácilmente un gerente.

―Supongo. Pero no he estado en contacto en años.

―Podrías convertir eso en un beneficio para el empleador. Aquí estás tú, conoces los pormenores de todo el negocio, pero has estado ausente como para no tener ninguna conexión personal con los empleados actuales. Si esto fuera una franquicia, sería como si te enviaran de la gerencia para supervisar el negocio, ¿no?

Horace se frotó la barbilla.

―No lo había pensado de esa manera.

―Por supuesto que no. Tú vales más, Horace. El trabajo sigue siendo lamentable, pero incluso en este ambiente deberías tomar lo que es legítimamente tuyo.

Agarró el aire con su puño delgado. Era delgada y fibrosa, se podía dar una lección de anatomía a partir su cuerpo. Su puño era pequeño y fuerte.

Horace murmuró algo en asentimiento.

La mujer asiática se inclinó hacia delante, con toda la expresión de codicia del universo contenida en su puño.

―Deberías llevártelo todo.

Capítulo 15: Horace

―¿Nico?

―¿Sí?

Horace se apoyó en las cajas del almacén.

―Quiero ser el gerente.

Nico sonrió y movió unas cajas, ordenándolas.

―No hay puesto de gerente.

―Exactamente. Hazlo y dámelo.

El hombre estiró la espalda y le miró fijamente durante un momento, reflexionando sobre ello. Entonces agitó la cabeza y Horace pudo ver el rechazo que se avecinaba. Así que le interrumpió:

―¿Cómo están los niños?

―Oh, ya mayores. Estamos muy bien, gracias por preguntar.

―¿No disfrutarían de unas vacaciones de verano con su padre, por una vez? ―Horace sabía dónde apretar.

―Bueno, supongo. Desde que construí Zillions no me he podido escapar, ¡es la temporada más ocupada! No tiene sentido para mí ―gruñó Nico.

―Naturalmente. ―Horace tomó la tableta de las manos del hombre y se hizo cargo sin problemas, catalogando el inventario como lo había hecho tantas veces. Suspiró, haciendo una comprobación cruzada de las cajas―. Hay tanto trabajo… ¿y en quién confiarías para manejar el local mientras no estás?

Nico tenía la boca abierta, se quedó ahí titubeando sílabas.

Horace siguió trabajando, revisando toda la pila. Luego, sin pensarlo dos veces, empezó la siguiente. Eran siropes, toneladas de sabores para elegir. Se volvió hacia su jefe por un segundo y le dijo:

―¿Podrías poner esta pila en el refrigerador ya que ahí, por favor? No queremos que se derritan las chispas de chocolate.

Nico gruñó, pero sonó agradecido.

―Claro. ―Llevó la pila de cajas al refrigerador y regresó hacia Horace. Le dio una palmada en el hombro y apretó la mano. El hombre era vigoroso, incluso antes de toda una vida de cargar cajas.

―Parece ―dijo― que tendré que darle las buenas noticias a mi esposa e hijos. Nos vamos de vacaciones, ya que tengo un gerente de confianza que cuida de la tienda por mí.

Ava le sonrió. Era imposible ignorarla, llamaba la atención con su postura sola. No es que le diera más importancia. Parecía algo mayor pero bastante sexy, de esa manera en que se mantienen bien las mujeres ricas, con una combinación de pilates, bótox y sesiones de spa muy caras.

El hecho de que ella lo mirara hambrienta a través de sus lujosas gafas de sol también ayudaba.

―Excelente. Sabía que lo tenías dentro. ―Se levantó con gracia y abrió el puño. Sopló suavemente sobre la palma de su mano.

Horace revisó la aplicación antes de que llegara la notificación. El token estaba allí, flotando y girando en todo su esplendor de realidad aumentada. Decía Codicia en griego, ΦΙΛΑΡΓΥΡΙΑ.

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