bannerbanner
La Larga Sombra De Un Sueño
La Larga Sombra De Un Sueño

Полная версия

Настройки чтения
Размер шрифта
Высота строк
Поля
На страницу:
2 из 4

Pero la voz del mayordomo, ligeramente nerviosa, por el hecho de tener que llamar la atención de aquella muchacha que parecía que tenía la cabeza siempre entre las nubes, la devolvió bruscamente a la realidad, recordándole los documentos que debía hacer firmar al Príncipe. Inspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire y se obligó a pensar sólo en el trabajo sin más distracciones.

No había acabado de tener este pensamiento cuando un hombre de unos cuarenta años, chaqueta azul y corbata bien anudada sobre la camisa blanca, después de haber acariciado la gran cabeza de un gigantesco San Bernardo (que luego Greta descubrió que se llamaba Gino), estaba saliendo a su encuentro, mientras que el mayordomo, después de haberla estudiado todavía durante unos segundos, volvió a entrar en la villa.

«Bienvenida señorita Capua, su belleza hace que empalidezca mi humilde morada».

Tenía una voz persuasiva, cada una de sus palabras parecía que eran pronunciadas entonando las notas de una música suave. El Príncipe Giovanni Fieschi Ravareschieri del Drago era realmente un espíritu noble: Greta enseguida quedó deslumbrada, antes incluso de cuando le levantase la mano derecha esbozando un galante besamanos.

Se había ruborizado.

«Estoy muy contenta de conocerle, Príncipe, y le doy también recuerdos del notario De Fusco. Tengo conmigo los documentos de venta que leeremos juntos y si todo es de su agrado los firmará, le dejaré una copia y otra me la llevaré para registrarla en el Registro de la Propiedad».

Greta había dicho toda la frase casi sin respirar, mirando a los ojos que tenía enfrente. Sentía por él una ligera envidia, por ser el que poseía la isla: hubiera sido su sueño más grande poder tener un refugio todo suyo, ¡imaginemos si hubiese sido una isla…!

«Hoy hace un día precioso y no querría llevarla a los tétricos muros de mi morada. Me gustaría ir a la orilla del lago donde ninguno de mis criados nos podrá molestar».

Greta asintió como embrujada por la voz de aquel hombre encantador.

Sobrepasaron la fronda de los sauces llorones, los perfumados laureles, olmos recios y severos, álamos blancos y del follaje que hacía música con su temblor, hasta llegar a la corona de los alisos que parecían seguir la costa, casi hundiendo sus raíces en el agua. Algunos de aquellos árboles se encorvaban sobre el espejo de agua hasta casi mojar las ramas y el follaje. El silencio sólo era roto por el raro y desigual croar de las ranas entre las cañas.

A la sombra de aquel paraíso había una mesa redonda de piedra y cuatro pequeños taburetes.

Se sentaron

* * *

El Príncipe tapó la pluma estilográfica después de haber terminado de firmas los papeles que Greta pasaba casi sin mirarlos, los conocía muy bien.

«Bien, lo que debíamos lo hemos hecho, ¿no cree que nos merecemos un bonito paseo por la isla?»

A Greta nada le gustaría más, y confesó al Príncipe que siempre se había sentido fascinada por la isla desde el primer instante en que había llegado a Capodimonte.

Las puertas de aquel espléndido templo de naturaleza y arte se abrían ante Greta que, incrédula, flotaba en sus sueños que estaban a punto de cumplirse.

* * *

Ernesto, mientras esperaba, se había acostado sobre el muelle, tenía una ramita de hierba entre los labios que le dejaba en la boca un sabor acre.

Pensaba en Greta. Extraña muchacha.

Tan cerrada a primera vista pero tan locuaz al contacto con el agua. Ávida de información y de curiosidad, como una niña, pero de una belleza magnífica y mal escondida por su ostentosa simplicidad.

¡Qué ojos tan oscuros tenía, negros como la noche, profundos como el lago!

3

Cuando Greta y el Príncipe, de regreso desde la pequeña mesa donde se habían puesto de acuerdo en los últimos detalles de los documentos notariales, se encontraron de nuevo delante de la villa sombreada y perfumada por los tilos, los pinos, las mimosas, era ya la hora de comer. El Príncipe insistió para que Greta se quedase al almuerzo con él, para luego dar la vuelta a la isla que le había prometido a primera hora de la tarde.

La muchacha estaba indecisa: por una parte deseaba ardientemente visitar la isla, pensando que una oportunidad parecida no se le presentaría en toda su vida y, por la otra, creía que no daría de ella misma una buena impresión aceptando una invitación a comer de un perfecto desconocido. Pero, de todas formas, el quedar bien con la gente no había sido nunca su fuerte.

Aceptó.

Mientras esperaba al Príncipe, que se había ido a resolver unos asuntos a su casa, había vislumbrado, sobre el techo de la villa, pequeñas ramas de aquella planta que se llamaba Corona de Cristo: parecían reptar desde la puerta de lo que debió de ser el refectorio hasta la cima de la villa, para gozar del panorama que, desde aquella altura, debía de ser magnífico.

En aquella pequeña isla había todo tipo de flores y, por desgracia, Greta observó que las rosas todavía no habían florecido. Probablemente en el mes de mayo se abrirían por todas partes, con sus corolas variopintas y perfumadas, reunidas en bosquecillos, alineadas en setos, escalando muros, troncos de árboles o las estructuras de las pérgolas. Quizás quien las había plantado en gran número pensaría, seguramente, que el viento pudiese llevar su perfume hasta las orillas de Capodimonte o de Marta.

Continuando con su investigación alrededor de la villa Greta llegó a las ruinas del claustro del siglo XVI: los cinco arcos de cada uno de los lados de la figura rectangular estaban cubiertos también por un bonito manto de glicinas, jazmín y madreselva. Bastante cerca, al lado de los pinos y cedros, surgía majestuoso quizás el árbol más famoso de la isla: un inmenso plátano, alto, rugoso, viejo y lleno de nudos. A pesar de que estaba sujeto por muletas tendía a asomar sus ramas sobre la orilla como si quisiese protegerla con una sombra fresca: cuatro siglos de historia tenía aquel viejo tronco, cuatro siglos de diálogos mudos e indescifrables había convertido al lago en su único e inmortal amigo.

Mientras observaba el lago Greta se acordó de Ernesto que la estaba esperando con su pequeña barca motora blanca amarrada al muelle de la isla, para llevarla de nuevo a tierra: debería advertirle enseguida del cambio de programa, excusarse con él y, a lo mejor, pedir al Príncipe que lo invitase también a comer. Había sido realmente descortés al olvidarse completamente de aquel muchacho tan amable y tan dispuesto a explicarle todo sobre el Lago, sobre las islas.

Se sentía decepcionada también por el hecho de que él no podría participar en la excursión a primera hora de la tarde para ver todas las hermosas cosas que escondía la isla, entre el verde de sus plantas. Sentía que tenía una deuda con aquel muchacho que la había llevado hasta allí, permitiéndole que entrase en el interior de un sueño.

El Príncipe estaba de nuevo saliendo de su casa y Greta le salió al encuentro y con el rostro enrojecido por el calor del aire del mediodía, le preguntó:

«Príncipe, querría volver a bajar hasta el muelle para avisar a mi barquero que me quedaré también por la tarde. También querría invitarle, si a usted le parece bien, a comer con nosotros, ha sido tan amable conmigo».

Mientras pronunciaba estas palabras Greta se estaba preguntando por qué motivo se interesaba tanto en aquel joven pescador…

«Por supuesto. Mandaré enseguida a Gastón para que avise a ese pescador y, desde luego que no le faltará un puesto en la mesa de la servidumbre. Ahora, si quiere seguirme, he hecho preparar una mesa para nosotros a la sombra del gran plátano».

El Príncipe era un tipo que no admitía que se le contradijese en lo que decía, así que Greta no mostró su disgusto por el hecho de que Ernesto no pudiese sentarse a la mesa con ellos sino que fuese relegado entre la servidumbre de la isla.

Pocos minutos más tarde Ernesto remontaba la pequeña cuesta que desde la dársena llevaba hasta la villa: en cuanto llegó al espacio donde, a poca distancia, estaban sentados Greta y el Príncipe, ya en su mesa, pareció querer ir hacia los dos, pero el mayordomo, rápidamente, le explicó que no había sido invitado a la mesa del Príncipe, sino que debería comer con la servidumbre de la isla.

«Perfecto, entonces vuelvo a mi barca si su majestad al Príncipe Giovanni Fieschi Ravaschieri del Drago no le es grata mi presencia en su mesa. Pero entonces me pregunto: ¿cuál ha sido el motivo de su llamada? ¿Quizás quería que limpiase sus sobras? No gracias. Gracias, de verdad, pero prefiero, con diferencia, estar en mi barca y esperar a la sombra de sus árboles que no rechazan dar su frescor a un honesto trabajador».

Ernesto había hablado con un tono de voz bastante alto con el propósito de que sus palabras llegasen incluso hasta la mesa donde estaban sentado Greta y el propietario de la isla. Por consiguiente, se volvió a ir por la misma calle que poco antes había subido, lanzando una mirada a la muchacha y cruzándose con sus ojos que, a pesar de estar lejos, lo miraban con intensidad.

Y mientras pasaba del sol de la plazuela a la sombra del sendero herboso que lo devolvía al muelle, sintió un escalofrío recorrerle sus miembros. Se había sentido feliz al ver a Greta mirar con disgusto al Príncipe: estaba convencido en que si hubiera sido por ella en aquella mesa estarían sentados los tres.

* * *

Eran las dos de la tarde, alguna que otra cigarra dejaba oír su monótona cantinela mientras que Greta y el Príncipe ya habían salido para hacer la excursión de la isla. El Príncipe comenzó contando que el Cardenal Farnese, más tarde Papa Pío III, después de haber hecho edificar sobre la isla Bisentina la Iglesia de S. Giacomo e Cristoforo, concedió a los fieles que visitaban los oratorios de la isla las mismas indulgencias que eran compradas por aquellos que visitaban las iglesias dentro y fuera de Roma. Esta indulgencia particular, la práctica de la caza que en ese tiempo estaba muy difundida en la isla y la fascinación de la naturaleza sin contaminar, convirtieron esta pequeña tierra en bastante famosa bajo el dominio de la familia Farnese, tanto que estos nobles señores la escogieron para acoger, entre su paz y su encanto, los sepulcros de la familia. Mientras hablaban sobre esto llegaron al escollo que forma la punta más aguda hacia poniente de la Bisentina: esta garra de tierra estaba coronada por un templo dedicado a S. Caterina, llamado la Rocchina. El Príncipe contó que muchos hombres atravesaron a golpe de pico la roca inferior para crear un ancho y cómodo pasaje, muy sugestivo, para quien rodea toda la isla con la barca. Las paredes de la derecha de la roca caían a pico en el lago mientras que en la cima había una melena de árboles que, en la parte izquierda del acantilado descendía hacia el lago con la vehemencia de un alud.

«Se dice que la Rocchina fue llamada de esta forma porque surgía sobre los restos de un pequeño fuerte o porque se encontraba justo enfrente de la Rocca de Capodimonte, o incluso a causa de la planta parecida a la de la misma Rocca. Este pequeño templo es un minúsculo y valioso conjunto de gracia y pureza de líneas, único en su simplicidad».

Realmente, el Príncipe adoraba aquel pequeño oratorio, que también Greta encontró encantador. Volvieron a bajar el promontorio de la Rocchina, después de lo cual Greta siguió al Príncipe subiendo, esta vez, por el difícil sendero del Monte Tabor, donde hallaron el oratorio del Monte Calvario, llamado también el Crucifijo, con el bosque enfrente y el acantilado a sus espaldas, desnudo, oscuro, moteado de líquenes, de musgo del color del óxido, cuyo enrojecimiento parecía, a sabiendas, hacer contraste con el verde esmeralda del agua cubierta por su sombra, proyectada por el sol de la tarde. La Chiesetta del Crocifisso no era otra cosa que una simple celda con techo a dos aguas que se prolongaban hacia delante, en la parte anterior, hasta formar una especie de atrio sujeto en la entrada por un gran arco.

«Mire, señorita Capua, debajo del crucifijo, la roca cae derecho, es más un poco hacia adentro, de hecho se pueden ver todavía los rastros de los cinceles con los cuales se marcaron fosos y surcos para extraer la piedra que sirvió para la edificación de la Rocchina que hemos visto hace poco y de la iglesia mayor, la que está al lado de la villa. Basta ir un poco más adelante, hacia la punta más septentrional de la isla para encontrar trozos enormes de roca que se han separado espontáneamente del declive del acantilado, que fueron arrastrados sobre el dorso inclinado de la isla parándose en un cierto lugar, casi como si hubiera ocurrido un milagro».

Greta miraba hacia el agua desde la cima de aquel acantilado y el miedo de que la roca sobre la que apoyaba los pies se deslizase hacia el agua, unido a la satisfacción al conocer todas aquellas cosas, la embriagaba hasta tal punto que casi había olvidado el episodio de la comida con Ernesto furioso que apostrofaba al Príncipe por haberlo hecho invitar por el mayordomo para que se sentase en la mesa de la servidumbre. El camino prosiguió hasta que encontraron la capilla dedicada a S. Gregorio Papa. Un poco más adelante llegaron al oratorio del Monte Tabor, llamado también de la Transfiguración.

«Este pequeño templo», explicó el Príncipe a Greta «llevaba este nombre en recuerdo del Monte Tabor de Galilea donde ocurrió la Transfiguración de Jesucristo, que es justo el tema del fresco que decora la celda de su interior. El oratorio del Monte Tabor ha sido edificado en el punto más elevado de la isla y está conectado con otros dos templos, que todavía tenemos que ver, con un recorrido que, por una parte desciende y por la otra sube. He leído en algún sitio que, si se visita este tempo el once de julio y el seis de agosto, es posible obtener la remisión de la tercera parte de los pecados. ¡Una pena que hoy no sea ninguna de las dos fechas indicadas! ¿Verdad?»

El Príncipe estaba contento de que Greta valorase todas las explicaciones que él le daba con sumo placer, de vez en cuando demasiado eruditas y aburridas, pero ella parecía no darse cuenta presa por el frenesí de aprender, conocer, ver en la realidad lo que había leído en los libros polvorientos de personas ya muertas y sepultadas.

Después de una breve parada retomaron el camino y apareció ante ellos el quinto oratorio, la capilla de Monte Olivetto, también llamada de la Oración del Huerto o Cristo orante en el huerto.

«¿Ve estos muros destartalados, sobre aquella llanura artificial que permanecen encajados en la roca por tres lados? Aquel es el oratorio dedicado a S. Francesco. Probablemente lo edificaron encima de la cueva rupestre de Grottascura justo para ser un recordatorio del lugar en el que, sobre el Monte Verna, S. Francesco recibió los estigmas. Hace mucho tiempo aquí, en Grottascura, había realmente una gruta, luego desmoronada, en la que se refugiaban los pescadores para protegerse de los insidiosos vientos del sur. Creo que es realmente sugestivo, ¿no le parece?»

Al este de la isla estaba el promontorio de la Zíngara, también llamado del Leone por la cercanía con un espolón de roca en el lago, donde había sido esculpida la cara de un león, que mira al oeste. Aquí, entre poderosos grupos de robles y hayas, encontraron el último oratorio, el dedicado a S. Concordia.

La excursión había terminado.

El Príncipe observaba a Greta que, con sus ojos oscuros robaba imágenes, encantada con cada grano de tierra que pisaba. El camino para volver a la villa todavía era largo y el Príncipe decidió bromear un poco con la imaginación de Greta, contándole una historia bastante singular.

«Un tal Mery, mejor identificado como famoso escritor francés de la primera mitad del siglo XIX, imaginó con su fantasía una historia ambientada, quién sabe el porqué, justo en la isla Bisentina. Ahora se la voy a contar».

Su interlocutor hizo una pausa, sonriendo, antes de continuar. Greta se sentía observada, como si el Príncipe quisiese conocer la reacción que sus palabras tenían sobre ella.

«Había una vez un Conde de Bolsena muy ambicioso que, a menudo, reunía en la isla Bisentina a los adeptos de una secta y haciendo uso de magia y de sortilegios indagaba sobre el secreto de la inmortalidad. En la isla, sin embargo, vivía un cierto señor, llamado el Viterbese, que afirmaba que dentro de unos años sería capaz de desvelar el secreto que el Conde de Bolsena escondía más que otra cosa en el mundo. Se dice que un día el Viterbese cogió a dos niños, un varón de cinco años y una niñita de tres, y los encerró, separados, en dos magníficos jardines de la Bisentina. Estos infantes crecieron sin ver a ninguna persona en el mundo excepto a un hombre y a una mujer que, respectivamente, siempre en un perfecto mutismo, los cuidaban y les servían en todas sus necesidades. Un día, los dos jóvenes se vieron: no sabían hablar pero consiguieron de todas formas entenderse. Se enamoraron e hicieron lo que en la misma situación hicieron Adán y Eva. El Viterbese descubrió el pecado, los mató y después se mató a su vez pero no antes de haber confiado a los adeptos de la secta que cualquiera que bebiese de su sangre, mezclada con el vino, ganaría el don de la inmortalidad. El Conde de Bolsena, ansioso por convertirse en inmortal, bebió de esto y murió intoxicado».

* * *

El cielo comenzaba a cambiar de color y el azul terso de la tarde poco a poco se iba convirtiendo en rosado. Ernesto miraba la silueta de Capodimonte lejos de él reconociendo perfectamente su contorno.

Esperaba.

Esperaba a Greta y ella, como en un sueño, descendió el sendero herboso con el sol que iba enrojeciendo a su espalda, con su bolsa negra de piel cogida en su mano derecha, y el mayordomo que iba a su lado, siempre inflexible, preciso e imperturbable. Ernesto pensó cuán sórdida era la vida de aquel hombre.

«Bien, señorita Capua, que tenga un buen retorno a tierra firme. Hasta luego.»

«Adiós, Gastone», murmuró Greta volviéndose para ver la isla a la caída del sol.

Ernesto, entonces, bajó a la barca y en silencio ayudó a Greta a ponerse en su puesto en la lancha motora. Sentía los ojos de la muchacha escrutarlo en busca de sabe qué cosa. Los sentía rebuscando entre sus rizos rubios como largos y esbeltos dedos, entre los pliegues de su camisa quemada por el sol: la sentía olfatear entre sus pensamientos como si conociese la fragancia de uno de ellos y lo estuviese buscando con desesperación.

Puso en marcha el motor y la tensión cayó visiblemente: sólo entonces consiguió levantar los ojos hacia Greta. No sabría describir la expresión del rostro de la muchacha ni jamás podría volver a encontrar en un rostro una expresión similar. Parecía feliz pero, al mismo tiempo, el dolor surcaba sus ojos con lágrimas invisibles y dolorosas: recuerdos escondidos. Lo observaba pero parecía que mirase más allá de él, a través de su dimensión humana, para encontrarse en una completamente desconocida para él.

De repente Ernesto se acordó de la rosa que había cogido, quizás la última de la isla de la floración de aquella primavera. Era de un rojo oscuro que en ciertas partes tendía al negro.

Se la mostró a Greta.

«Es para ti, Greta. La última rosa escarlata de este año… su color es oscuro como tus ojos y su perfume es embriagador como tu risa».

Ernesto se paró. Hubiera querido conseguir pronunciar una miríada de palabras.

El silencio llenaba el aire cuando Greta, alargando su mano, cogió la flor y la llevó hasta la nariz levantando los ojos hacia Ernesto.

«La guardaré conmigo, como uno de los recuerdos más bellos de esta mágica jornada, en la cual he redescubierto tantas cosas de mí que creía perdidas».

Greta sentía el corazón inflamado.

Estaban ya navegando: la isla poco a poco se iba empequeñeciendo tomando de nuevo las dimensiones a las que Greta estaba acostumbrada pero sabía que, a partir de ese día, ya no la vería con los mismos ojos.

Nunca más.

4

Giacomo estaba en la puerta de la casa cuando Greta volvió de la visita a la Bisentina.

Al anciano pescador le bastó una mirada para comprender que para aquella muchacha esa experiencia había significado algo más que una reunión de trabajo: caminaba olfateando de vez en cuando una rosa que llevaba en la mano, su marcha se había ralentizado, casi como si estuviese gastando todas sus energías en sus pensamientos.

Y, de hecho, estaba pensando: pensaba en Ernesto y en las palabras con las que le había despedido:

«Si quieres, una de estas tardes te puedo llevar a la isla Martana. Es verdad que no podremos tener la lancha motora, que lo necesita mi padre, pero estoy convencido de que no te arrepentirás».

Ella no había dado una respuesta a aquella invitación ni él hubiera pretendido que se la diese.

Era un muchacho inteligente. Greta sentía en su interior sensaciones extrañas, escondidas desde hacía años, encerradas en el ángulo más oscuro de su alma, pero de todo aquello que sentía lo más extraño era que no experimentaba aversión hacia Ernesto, como era habitual que sintiese por todos los otros muchachos que habían demostrado una cierta simpatía por ella, después de Alberto.

Mirando hacia Giacomo Greta hizo un movimiento con la mano a modo de saludo, como diciéndole que aquella noche no tenía ganas de hablar. Traspasó la puerta de su casa, a paso lento. Entre la noche oscura y el alba las horas pasaban lentas marcadas sólo por el continuo preguntarse de Greta. Giraba y volvía a girar nerviosa en la cama perseguida por miles de preguntas “¿era justo permitir a un perfecto desconocido acercarse tanto? ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Sería peligroso dejarse llevar?”

Realmente, sin embargo, sólo advertía el deseo latente, vivo, de volver a ver a aquel pescador.

Ya estaba muy alto el sol en el cielo cuando Greta se levantó de su cama. Las oscuras barcas de los pescadores ya surcaban el lago plateado, quizás Ernesto estaba con ellos.

El autobús con el cual Greta iba todos los días al trabajo esa mañana estaba iluminado por la luz resplandeciente del sol, a ratos, mientras recorría veloz las calles desiertas y todavía soñolientas de la noche anterior. Greta estaba volviendo lentamente a la realidad pero quedaba, de todas formas, un peso en el corazón. Mirando hacia la isla había descubierto, dentro de ella, el deseo de volver a su Sicilia, un deseo incómodo, que casi le daba miedo pero que no conseguía reprimir. Había pasado demasiado tiempo desde que se había ido, y muchas veces había fingido no tener ya ninguna conexión con aquella isla y con su gente. ¿Cómo podía pensar que, después de seis años, su abuela, la única superviviente de su familia, podría aceptarla?

Por otra parte, durante aquel período ninguna de las dos se había preocupado de buscar a la otra, a no ser un par de veces, y para colmo con una frialdad que era más adecuada a dos personas desconocidas que a una abuela y una nieta.

Probablemente aquel deseo pasaría, como había ocurrido otras veces; pero Greta necesitaba sentir todavía aquel escalofrío que le producía pisar la tierra de una isla, lo sentía como una necesidad irresistible.

Visitaría la isla Martana con Ernesto.

Ya lo había decidido.

* * *

El notario De Fusco quedó entusiasmado con el trabajo que Greta había hecho, y aunque consiguió disimular la satisfacción que sentía, por haber terminado aquel negocio de manera tan brillante, tuvo unas palabras de elogio para Greta.

«Usted, señorita Greta, es realmente una digna colaboradora. Sabe hacer su trabajo y sobre todo sabe tratar admirablemente a las personas. Me siento muy contento por tenerla a mi lado. Ahora nos podemos permitir incluso un brindis por el éxito de nuestro trabajo y, mientras tanto, si quiere, querría que me contase cosas de la isla Bisentina. He oído decir que es encantadora».

Así que se fueron al café más prestigioso de la pequeña ciudad, donde se encontraba toda la gente bien de Viterbo, y se sentaron en una mesa con un largo mantel amarillo. A los ojos de la muchacha el notario parecía distinto, casi alegre. Greta contó con mucho placer al hombre que estaba enfrente de ella, con minuciosidad los más pequeños detalles, su breve permanencia en aquella isla que podía parecer tan salvaje desde tierra firme pero que, en realidad, tenía encerradas, casi escondidas de los ojos indiscretos por la espesa vegetación, un atractivo y una belleza extraordinaria. Le contó lo del convento transformado en villa, de la iglesia con las tumbas de los Farnese, de la nobleza franca del Príncipe, de su amabilidad. Le contó la excursión para ver los siete pequeños oratorios, diseminados entre la aspereza de aquella pequeña mancha de tierra, de las pavorosas paredes a pico sobre el agua y de las plantas seculares. Greta hablaba con énfasis de sus impresiones sobre la isla al notario que la escuchaba con vivo interés. Y mientras hablaba pensaba que aquel hombre habría debido ir a la isla, porque no es posible narrar perfectamente ciertas cosas. Greta había aprendido del Príncipe Giovanni que la isla se había convertido en propiedad de su familia en 1912 cuando la mujer del Duque Enzo Fieschi Ravaschieri di Roccapidemonte, la Princesa Beatrice Spada Potenziani, la había comprado. El Duque Enzo, que había inspirado al personaje de Andrea Sperelli de El Placer 4escrito por D’Annuzio, en cuanto compró la isla hizo grabar dos frases sobre los monumentos que ya existían, en recuerdo del gran poeta. La primera sobre el umbral del ex convento, transformado luego en villa dice Forse avverrà che quivi un giorno io rechi il mio spirito fuor della tempesta a mutar l’ale5; mientras que la segunda encontrada sobre la muralla que rodeaba la zona de clausura O desiata verde solitudine lungi al rumor degli uomini 6.

На страницу:
2 из 4