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Tormento
»Al llegar a este punto tan delicado, debo reunir todas las fuerzas de mi espíritu para no decir una tontería. Adelante… «Vi una mujer que me pareció reunir todas las cualidades que durante mi anterior vida solitaria atribuía yo a la soñada, a aquella grande, hermosa, escogida, única, que brillaba dentro de mi alma por su ausencia y vivía dentro de mí con parte de mi vida. Cuando lo que se ha pensado durante mucho tiempo aparece fuera de uno, en carne mortal, llega la hora de creer en la Providencia y de hallar justificada la vida. Tuve grandísima alegría al ver a la tal mujer, y desde el primer momento me gustó tanto, tanto… Diré las cosas claras, con toda la llaneza de mi carácter. Pues oiga usted, la vi un sábado y me hubiera casado con ella el domingo. Parecíame haberla visto y conocido y tratado desde muchos años antes, casi desde que ella era tamañita así y apenas alcanzaba a poner las manos sobre esta mesa. Figurábame que poseía todos sus secretos y que ninguna particularidad de su vida me era ignorada. No sé por qué, su semblante y sus ojos eran su alma, su historia, y tenían una diafanidad admirable y como milagrosa. Cosa rara, ¿verdad? Todo lo que de ella necesitaba saber lo sabía sólo con mirarla. Sospechas de engaño, de doblez, de mentira… ¡oh!, nada de esto cabía en mí viéndola. El amor y la confianza eran un mismo sentimiento, como en otros casos lo son el amor y el recelo. No necesitaba yo de rebuscados antecedentes para saber que era virtuosa, prudente, modesta, sencilla, discreta, como no necesitaba de ojos ajenos para saber que era hermosa. Y créalo usted, por ser ella de cuna humilde me gustaba más; por ser pobre muchísimo más. Aborrezco esas niñas llenas de pretensiones y de vanidad que contrasta con el mediano pasar de sus padres; aborrezco las redichas, las compuestas, las noveleras, las que llevan en su frivolidad la ruina de sus futuros maridos… Bien, adelante… Quise decirle lo que sentía, y no tuve ocasión ni lugar adecuados a mi objeto. Mi timidez me impedía buscar aquella ocasión y apartar los testigos… Yo soy poco hablador; me falta el D., mejor dicho, la iniciativa de la palabra. Mi corazón se espanta del ruido, y se sobrecoge azorado cuando la voz se esfuerza en sacarlo a la vergüenza pública. Pensé escribir una larga carta, pero esto me parecía ridículo. No, no; era preciso hacer un esfuerzo y encararme con ella y plantear la cuestión en estos términos tan enérgicos como breves: Yo me quiero casar con usted. Dígame usted pronto sí o no. Esta resolución la tomó en Burdeos, y sin pérdida de tiempo me vine escapado. Allá estaba más triste que aquí, y cada día que pasaba sin realizar aquel sueño érame la vida más insoportable. No se apartaba nunca la imagen querida de mi imaginación. La veía tan clara, tan clara cual si la tuviera delante, con sus ojos hermosísimos, mañana y tarde de mi vida, su cabello castaño, su expresión dulce y triste, y aquella graciosa conformidad con su estado pobre, que tanto la enaltece en el concepto mío… Por el tren pensaba yo: «Llego, se lo digo, acepta, me caso y nos vamos a Burdeos a vivir, a vivir y a vivir'. Pero llegué, la vi… ¡demonio de freno!, y no le dije nada.»
»Al llegar a esto, Amparo habrá comprendido perfectamente. Me oirá toda turbada sin saber qué decir. Casi, casi no necesitaré añadir una sola palabra, ni pronunciar las frases sacramentales y cursis «yo la amo a usted» que no se usan más que en las novelas. Concluiré con estas sustanciosas palabras: «Si le soy poco agradable, dígamelo con franqueza. Un pormenor añado que no creo esté de más. Soy rico, y si usted se quiere casar conmigo, nos estableceremos donde a usted le agrade. ¿En Burdeos? Pues en Burdeos. ¿En la Meca? Sea. ¿Quiere usted vivir en Madrid? Me es igual. Le dejo a usted la elección de patria, pues hoy por hoy me considero desterrado… ¿He dicho algo? ¡Ay!, los mudos que rompen a hablar son terribles. Lo que falta le toca a usted.»
Esta era la estudiada declaración de Caballero; este era el discurso que en la memoria traía, mutatis mutandis, como orador que va al Congreso, pronto a consumir turno parlamentario. Pero cuando llegó el momento de empezar, fuele tan difícil a nuestro buen indiano dar con el principio, que se le embarullaron en el cerebro todas las partes y conceptos de su bien dispuesta oración, y no supo por dónde romper. Todo, ideas y palabras, se evaporó, se fue, dejándole tan sólo una congoja profunda y el sentimiento tristísimo de su propio silencio. El tiempo, no se sabe cuánto, se deslizó entre aquellas dos figuras mudas, y mientras Caballero miraba a la lámpara cual si de su luz quisiera extraer el remedio de tan gran confusión, Amparo dejaba caer perezosamente sus ojos sobre los renglones del libro y leía frases como esta de los Salmos: Estoy hundido en cieno profundo donde no hay pie; he venido a abismos de agua, y la corriente me ha anegado.
Cerró bruscamente el libro, y como prosiguiendo un coloquio interrumpido dijo así:
«¿Y piensa usted volver a Burdeos?».
¡Dios de los mudos, qué feliz ocasión! La respuesta era tan natural, tan fácil, tan humana, que si Agustín no hablaba merecía perder para toda su vida el uso de la palabra. Por su cerebro pasó un relámpago. Era una breve, ingeniosa y trasparente contestación. Al sentirla en su mente, se conmovió su ser todo, punzado por sobrehumano estímulo. Como habla el teléfono articulando palabras trasmitidas por órgano lejano, dejó oír el bueno de Caballero esta gallarda respuesta:
«Sí… pienso retirarme a Burdeos cuando pierda toda esperanza… cuando usted se haga monja».
Amparo lo oyó espantada; púsose muy pálida, después encendida. No sabía qué decir… Y él tan tranquilo, como el que ha consumado con brusco esfuerzo una obra titánica. Lanzado ya, sin duda iba a decir cosas más concretas. Y ella ¿qué respondería?… Pero de improviso oyeron un metálico y desapacible son…
¡Tilín!… la campanilla de la puerta. Bringas y consorte volvían del teatro.
X
No causó sorpresa a Rosalía hallar a su primo en la casa tan a deshora. Había ido a ver cómo seguía el pequeñuelo. ¿Qué cosa más natural? Agustín quería tanto a los niños, que cuando estaban enfermitos se acongojaba como si fueran hijos suyos, y se aturdía y quería llamar a todos los médicos de Madrid. ¡Qué padrazo sería si se casara!… demasiado aprensivo y meticuloso quizás, pues no había que tomar tan a pecho las ronqueras, las fiebrecillas y otras desazones sin importancia propias de la edad tierna.
El sábado de aquella semana, hallándose Amparo y Rosalía en el cuarto de la costura, la dama habló así con su protegida:
«¿Sabes lo que nos ha dicho hoy Agustín? Que no tengamos cuidado, que él te dotará… que él te dotará. ¿Oyes? Ahora decídete».
Amparito no dijo nada, y su silencio turbó tanto el espíritu de la augusta señora, que esta no pudo menos de enojarse un poco.
«Parece que lo tomas con poco calor. Pues mira, para ti haces. Yo he conocido mujeres tontas o irresolutas; pero como tú ninguna. Como no quieras que te salga por ahí un marqués… A fe que están buenos los tiempos».
Amparito, deseando llevar el sosiego al alma de su protectora, dijo que lo pensaría.
«Sí, pensándolo puedes estar toda la vida. Entre tanto sabe Dios lo que podrá pasar… Madrid está lleno de acechanzas. Déjate ir, déjate ir y verás…».
Llegada la hora de marcharse recogió Amparo su costura, se puso su velo y se despidió:
«Toma—le dijo Rosalía saliendo de la despensa y entregándole con ademán espléndido dos mantecadas de Astorga que, por las muchas hormigas que tenían, parecía que iban a andar solas—. Están muy buenas… ¡Ah!, espera. Llevas estas botas viejas de Paquito al zapatero de tu portal para que les ponga palas. Líalas en el pañuelo grande. El lunes no te olvides de pasar por la tienda de sombreros. Luego vas a la peluquería y me traes el crepé y el pelo, que Bringas me hace los añadidos, y también hará uno para ti».
Un ratito se detuvo aún, dando vueltas por la casa con disimulo. Esperaba a que Bringas le diera la corta cantidad que acostumbraba poner en sus manos todos los sábados; pero con gran sorpresa y aflicción vio que D. Francisco no le daba aquella noche más que un afectuoso «adiós, hija», pronunciado en la puerta de su despacho. Como ella expresara de un modo muy discreto la sospecha de que su digno patrono padecía un olvido, Bringas se vio en el duro caso, con gran dolor de su corazón, de formular categóricamente la negativa, diciendo como se dice a los pedigüeños de las calles:
«Por hoy, hija, no hay nada. Otra vez será».
D. Francisco se ajustaba las gafas con la mano derecha y con la izquierda sostenía la cortina de la puerta de su despacho. Por el corto hueco que resultaba, vio Amparo, al salir, al Sr. de Caballero, sentado en un sillón y más atento a la descrita escena que al periódico que en su mano tenía.
Aquel día estaba Agustín convidado a comer en la casa, y ocioso es decir que sus agradecidos primos se desvivían en casos tales por obsequiarle y atenderle. Angustiosos sacrificios, consumados sin gloria en el foro interno del hogar, conducían a aquel resultado; y en ellos podría encontrarse la explicación de la imposibilidad en que estuvo Bringas aquel sábado de ser tan caritativo como lo fuera otros. Sí; la adición de un plato de pescado o de un ave flaca a la comida de diario, perturbaba horrorosamente el presupuesto de la familia y obligaba a D. Francisco a hacer transferencias de un capítulo a otro, hasta que la cuestión aritmética se resolvía castigando el capítulo último, que era el de beneficencia.
Mientras la dichosa familia sentábase alegre a la mesa bien provista, entre la risueña algazara de los niños, Amparito subía lentamente, abrumada de tristeza (que me digan que esto no es sentimental) la escalera de su casa. Abrió la puerta su hermana, en traje y facha que declaraban hallarse ocupada en vestirse para salir a la calle, esto es: en enaguas, con los hombros descubiertos, bien fajada en un corsé viejo, con el peine en una mano y la luz en la otra.
La salita en que entraron, pequeña y nada elegante, contenía parte de los muebles del difunto Sánchez Emperador; un sofá que por diversas bocas padecía vómitos de lana, dos sillones reumáticos y un espejo con el azogue viciado y señales variolosas en toda su superficie. El tocador ocupaba lugar preferente de la sala, por no haber en la casa un sitio mejor, y sobre el mármol de él puso Refugio el anciano quinqué para continuar su obra. Se estaba haciendo rizos y sortijillas, y a cada rato mojaba el peine en bandolina, como pluma en el tintero, para escribir sobre su frente aquellos caracteres de pelo que no carecían de gracia.
Frontero al tocador estaba el retrato, en fotografía de gran tamaño, del papá de las susodichas niñas, con su gorra galonada y el semblante más bonachón que se podía ver. Le hacían la corte otros retratos de graduados de la Facultad en medallones combinados dentro de una orla, que debía de estar compuesta con medicinales hierbas y atributos de farmacia. Sobre la cómoda pesaba descomunal angelote de yeso en actitud de sustentar alguna cosa con la mano derecha, si bien ya no se le daba más trabajo que tener la pantalla del quinqué cuando no estaba en su verdadero lugar.
Amparo se sentó en uno de aquellos sillones de 1840, cuyo terciopelo era del que había sobrado cuando se hicieron los divanes del decanato; y respirando fuerte, a causa del cansancio de subir tantos escalones, no cesaba de mirar a su hermana. Esta, alzando los brazos, seguía consagrada con alma y vida a la obra de su pelo, que era lo mejor de su persona, una masa de dulce sombra que daba valor a su rostro tan blanco como diminuto. La falta de un diente en la encia superior era la nota desafinada de aquel rostro; pero aun este desentono dábale cierta gracia picante, parecida, en otro orden de sensaciones, al estímulo de la pimienta en el paladar. Con burlesca vivacidad miraban sus ojos picaruelos, y su nariz ligeramente chafada tenía la fealdad más bonita y risueña que puede imaginarse. Cuando se reía, todos los diablillos del Infierno de la malicia serpenteaban en su rostro con un tembloreo como el de los infusorios en el líquido. De sus sienes bajaban unas patillas negras que se perdían disfuminadas sobre la piel blanca, y el labio superior ostentaba una dedada de bozo más fuerte de lo que en buena ley estética corresponde a la mujer. Pero lo más llamativo en esta joven era su seno harto abultado, sin guardar proporciones con su talle y estatura. La ligereza de su traje en aquella ocasión acusaba otras desproporciones de imponente interés para la escultura, semejantes a las que dieron nombre a la Venus Calipiga.
Con tales encantos Refugio no podía sostener comparación con su hermana, cuya hermosura grave, a la vez clásica y romántica, llena de melancolía y de dulzura, habría podido inspirar las odas más remontadas, idilios tiernísimos, patéticos dramas, mientras que la otra era un agraciado tema de Anacreónticas o de invenciones picarescas. Decía Doña Nicanora, la esposa del vecino D. José Ido, hablando de Amparito, que si a esta la cogiesen por su cuenta las buenas modistas, si la ataviaran de pies a cabeza y la presentasen en un salón, no habría duquesas ni princesas que se le pusieran delante.
«¡Y qué cuerpo tan perfecto!—añadía la señora de Ido, poniendo, según su costumbre, los ojos en blanco—. He tenido ocasión de verla cuando íbamos juntas a los baños de los Jerónimos… Me río yo de las estatuas que están en el Museo».
Refugio fue la primera que habló diciendo:
«¿Cuánto traes hoy?».
–Nada—replicó Amparo sin despecho.
–Anda, anda a casa de los parientes… Sírveles. Yo te lo digo y no me haces caso. A ti te gusta ser criada, a mí no. Ahí tienes el pago.
Volviose hacia su hermana, y articulando mal las palabras porque tenía dos alfileres sujetos entre los dientes, siguió la filípica:
«Humíllate más, sírveles, arrástrate a los pies de la fantasmona, límpiale la baba a los niños. ¿Qué esperas? Tonta, tontaina, si en aquella casa no hay más que miseria, una miseria mal charolada… Parecen gente, ¿y qué son? Unos pobretones como nosotros. Quítales aquel barniz, quítales las relaciones, ¿y qué les queda? Hambre, cursilería. Van de gorra a los teatros, recogen los pedazos de tela que tiran en Palacio, piden limosna con buenas formas… No, lo que es yo no les adulo. En mí no machaca la señora Doña Rosalía, con sus humos de marquesa. Por eso le dije aquel día cuatro verdades y no he vuelto allá ni pienso volver… Ella no me puede ver, ni el bobito de su marido tampoco, que parece un pisa hormigas… Ya sé que dice herejías de mí… me lo ha contado la criada… ¡Ay!… vamos, me he enfadado tanto hablando de esa gente, que… casi, casi, me trago un alfiler».
Amparo no contestó nada.
«¿Qué traes ahí?—prosiguió Refugio, explorando el lío que Amparo conservaba aún en la mano derecha—. Lo menos un potosí… ¿A ver? Medio panecillo, dos mantecadas de Astorga, tres pedazos de cinta… ¿Te parece que tiremos todo esto al tejado?».
Amparo hizo un movimiento como para defender su lío.
«Ya ves lo que sacas del arrimo de esos pobretes… Mírate y mírame. Tú parece que acabas de salir de un hospital; yo voy sin lujo, pero apañadita; tú llevas las botas rotas, y… Mira las que estreno hoy».
Alzó un pie para que su hermana examinara las bonitas botas con que estaba calzada.
«¿Con qué dinero las has comprado?»—dijo Amparo cogiendo la bota y ladeándola como si no estuviera dentro de ella un pie.
Refugio tardó mucho en contestar.
«Que me haces daño… Vaya»—dijo al fin, volviéndose al tocador.
–¿Cuánto te han costado? ¿De dónde has sacado el dinero?
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