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Tormento
«Paquito será un funcionario inteligente, y después… sabe Dios qué. Ahora, lo que más me preocupa es la educación de Isabelita, que dentro de algunos años será una mujer. Es preciso ponerle maestro de piano… de francés. La música y los idiomas son indispensables en la buena sociedad».
Caballero debía de pensar en las musarañas, porque no respondió cosa alguna.
En tanto Rosalía tan pronto llamaba a Amparo para que le prestase algún servicio de tocador, como la mandaba a la cocina para que la comida no se retrasase. Por no tener dos cuerpos, atendía difícilmente a cosas tan diversas. La señora, después de arreglarse el pelo, se había restregado muy bien el cuello y los hombros con una toalla mojada, y luego empezó con esmero el aliño de su rostro, que en verdad no necesitaba de mucho arte para ser hermoso.
«Por Dios, hija, da una vuelta por allá… No, alcánzame antes ese lazo azul… Ve, corre pronto. Ya pueden poner la sopa. Comerás con nosotros; luego acuestas a los chicos y te vas».
Poco después Prudencia ponía la sopera humeante en la mesa del comedor, y los pequeños daban voces por toda la casa llamando a comer. Ellos fueron los primeros que tomaron asiento, metiendo mucha bulla; vino luego D. Francisco, vestido ya y muy limpio, mas con el chaquetón de casa en vez de levita; siguiole Paquito leyendo un librejo, y por último apareció Rosalía.
«¡Qué guapa estás, mamá!».
–Silencio… os voy a dar azotes.
–Qué blanquita estás, mamá… ¡y qué rebonita!
Y era verdad. Rosalía, compuesta y emperifollada, no parecía la misma que tan al desgaire veíamos diariamente consagrada al trajín doméstico, a veces cubierta de una inválida bata hecha jirones, a veces calzada con botas viejas de Bringas, casi siempre sin corsé, y el pelo como si la hubiera peinado el gato de la casa. Mas en noches de teatro se trasformaba con un poco de agua, no mucha, con el contenido de los botecillos de su tocador y con las galas y adornos que sabía poner artísticamente sobre su agraciada persona. Tenía en tales casos más blanco el cutis, los ojos con cierta languidez, y lucía su bonito cuello carnoso. Fuertemente oprimida dentro de un buen corsé, su cuerpo, ordinariamente flácido y de formas caídas, se trasfiguraba también, adquiriendo una tiesura de figurín que era su tormento por unas cuantas horas, pero tormento delicioso, si es permitido decirlo así. Presentose en el comedor con su peinador parecido a sobrepelliz, y no le faltaba más que el vestido de color de caramelo para igualar a una duquesa.
«¿Llegaremos tarde?»…—dijo, haciendo atropelladamente las cortas raciones de sus hijos y de Amparo.
–Creo que estaremos allí a la mitad del primer acto. Echan Dar tiempo al tiempo.
–De Pipaón de la Barca… digo, de Calderón. ¡Cómo tengo la cabeza! A prisa, a prisa, comer a prisa… ¿Y Agustín?
–Se fue… Estábamos hablando de poner maestro de piano a la niña, cuando de repente, sin mirarme, dice: «Yo le compraré el piano a tu hija y le pagaré el maestro», y sin darme las buenas noches salió como una saeta. Yo creo que Agustín no tiene la cabeza buena.
La comida era escasa, mal hecha, y el comer presuroso y sin amenidad. Antes de concluir, Rosalía se levantó de la mesa para darse la última mano, y tras ella corrió Amparo, que casi casi no había comido nada. Se miraba y se remiraba la dama en el espejo de su tocador, manejando con nerviosa presteza la borla de los polvos. Luego se puso el vestido, y concluida esta difícil operación, siempre quedaba un epílogo de alfileres y lazos que no tenía fin.
«Ahora—dijo a Amparo—, acuestas a los niños y te vas a tu casa. No se te haga tarde… ¡Ah! Mañana me traes dos manojos de trencilla encarnada y no te olvides del cold-cream de casa de Tresviña… Te traes también cuatro cuartos de raíz de lirio, y luego te pasas por la pollería y me compras media docena de huevos… Vaya, no más».
Los chicos seguían enredando en el comedor.
«¿Qué ruido es ese? Paco, diles que si voy allá… A ver; el abrigo, los guantes, el abanico. Bringas, ¿te has arreglado?».
–Ya estoy pronto—dijo el padre de familia, que se acababa de enfundar en un gabán color de café con leche… ¿Será cosa de llevar paraguas? Lo llevaremos por si acaso.
–Vamos, vamos… ¡qué tarde es!… ¿Se olvida algo?
Y desde la puerta volvía presurosa.
«¡Jesús!, ya me dejaba los gemelos… Vamos… Abur, abur…».
VII
Iban a pie, porque los gastos de coche habrían desequilibrado el rigurosísimo presupuesto de D. Francisco, que a su cachazudo método debía la ventaja de atender a tantas cosas con su sueldo de veinte mil reales. En el teatro pasaba Rosalía momentos muy felices, gozando, más que en la función, en ver quién entraba en los palcos y quién salía de ellos, si había mucha o poca concurrencia, si estaban las de A o las de B y qué vestidos y adornos llevaban, si la marquesa o la condesa habían cambiado de turno. En los entreactos leía Bringas la Correspondencia, luego subía a este o el otro palco para saludar a tal o cual señora, y Rosalía, desde su butaca, cambiaba sonrisas con sus amigas. Era ella dama de buenas vistas, sin que llegara a ser contada entre las celebridades de la hermosura; era simplemente la de Bringas, una persona conocidísima, entre vulgar y distinguida, a quien jamás la maledicencia había hecho ningún agravio. Madrid, sin ser pequeño, lo parece a veces (entonces lo parecía más) por la escasa renovación del personal en paseos y teatros. Siempre se ven las mismas caras, y cualquier persona que concurra con asiduidad a los sitios de pública diversión, concluye por conocer en tiempo breve a todo el mundo.
A Rosalía le gustaba, sobre todas las cosas, figurar, verse entre personas tituladas o notables por su posición política y riqueza aparente o real; ir a donde hubiera bulla, animación, trato falaz y cortesano, alardes de bienestar, aunque, como en el caso suyo, estos alardes fueran esforzados disimulos de la vergonzante miseria de nuestras clases burocráticas. Era hermosa, y le gustaba ser admirada. Era honrada, y le gustaba que esto también se supiera.
Merece ser notado el heroísmo de los Bringas para presentarse en la sociedad de los teatros con aquel viso de posición social y aquel aire de contento, como personas que no están en el mundo más que para divertirse. Todo el sueldo del oficial segundo de la Comisaría de los Santos Lugares no habría bastado a aquel derroche de butacas, si estas se hubieran comprado en el despacho. Sobre que D. Francisco era hombre de probidad intachable, la índole de su destino no le habría permitido manipularse un sobresueldo, como es fama que hacían los Peces otros funcionarios de la casta ictiológica. No, los Bringas iban al teatro, digámoslo clarito, de limosna. Aquellos esclavos de la áurea miseria no se permitían tales lujos sino cuando esta o la otra amiga de Rosalía les mandaba las butacas de turno, porque no podía ir aquella noche; cuando el Sr. de Pez o cualquier otro empleado pisciforme les cedía el palquito principal. Pero eran tantas y tan buenas las relaciones de la venturosa familia, que los obsequios se repetían muy a menudo. Luego la liberalidad del primo Caballero aumentó estos zarandeos teatrales.
El desnivel chocante que se observa hoy entre las apariencias fastuosas de muchas familias y su presupuesto oficial, emana quizás de un sistema económico menos inocente que la maña y el arte ahorrativo del angélico Thiers y que la habilidad de Rosalía para explotar sus relaciones. Hoy el parasitismo tiene otro carácter y causas más dañadas y vergonzosas. Existen todavía ejemplos como el de Bringas, pero son los menos. No se trate de probar que la mucha economía y un poco de adulación hacen tales prodigios, porque nadie lo creerá. Cuando algún extranjero, desconocedor de nuestras costumbres públicas y privadas, admira en los teatros a tantas personas que revelan en su cara desdeñosa una gran posición, a tantas damas lujosamente adornadas; cuando oye decir que a la mayor parte de estas familias no se les conoce más renta que un triste y deslucido sueldo, queda sentado un principio económico de nuestra exclusiva pertenencia, al cual seguramente se le ha de aplicar pronto una voz puramente española, como el vocablo pronunciamiento, que está dando la vuelta al mundo y anda ya por los antípodas.
Esto no va con los pobres y menguados Bringas, que por no bajar un ápice de la línea social en que estaban, sabían imponerse sacrificios domésticos muy dolorosos. En el verano del 65, recién abierto el ferrocarril del Norte, la familia no consideró decoroso dejar de ir a San Sebastián. Para esto D. Francisco suprimió el principio en las comidas durante tres meses, y el viaje se realizó en Agosto, por supuesto consiguiendo billetes gratuitos. Por no poder sostener dos criadas, el santo varón se embetunaba todas las mañanas sus propias botas, y aun es fama que se atrevió a componerlas alguna vez, demostrando así su prurito económico como su saber en toda clase de artes. Rosalía barría y arreglaba su cuarto. Cuando Amparo dio en ir a la casa, esta la peinaba, y antes la propia señora se arreglaba el cabello, pues Bringas declaró guerra a muerte a los gastos de peinadora. Las comidas eran por lo general de una escasez calagurritana, por cuyo motivo estaban los chicos tan pálidos y desmedrados. D. Francisco era hombre que si veía en la calle un tapón de corcho o un clavo en buen estado, se bajaba a cogerlo, si iba solo. Las hojas blancas de las cartas que recibía servíanle las más de las veces para escribir las suyas. Tenía un cajón que era la sucursal del Rastro, y no había cosa vieja y útil que allí no se encontrara. No estaba suscrito a ningún periódico, ni en su vida había comprado un libro, pues cuando Rosalía quería leer alguna novela, no faltaba quien se la prestase. Y la misma escuela económica era tan bien aplicada al tiempo, que a Bringas nunca le faltaba el necesario para cepillar su ropa y quitarle el lodo a los pantalones. Cuando Prudencia estaba muy afanada con la comida y el lavado de la ropa, el jefe de familia, acudiendo a la cocina en mangas de camisa, no se desdeñaba de aviar las luces de petróleo o de hacer la ensalada; y en días de limpieza, él mismo ponía las cenefas de papel picado en la cocina. Saca a relucir indiscretamente estas cosillas el narrador para que se vea que si aquella pareja sabía explotar a la sociedad, no dejaba de hacerse merecedora, por su arreglo sublime, de las gangas que disfrutaba.
VIII
Tres noches después, el primo repitió el obsequio de las butacas; pero Rosalía vaciló en aceptarlas, porque al pequeñuelo le había entrado una tos muy fuerte y parecía tener algo de fiebre. A todo el que a la casa llegaba, decía la señora: «¿Qué le parece a usted, tendrá destemplanza?». Y a su marido le preguntaba sin cesar: «¿Qué hacemos, vamos o no al teatro?». El amor a las pompas mundanas no excluía en la descendiente de los Pipaones el sentimiento materno, por lo cual, después de muchas dudas, resolvió no salir aquella noche. Pero después de las seis estaba el chiquitín tan despejado que ganó terreno la opinión contraria, y con ingeniosas razones Rosalía la hizo prevalecer al fin.
«Bien, iremos, aunque no tengo ganas de salir de casa—dijo, preparando sus atavíos—. Pero tú, Amparo, te quedas aquí esta noche. No me fío de Calamidad. Quedándote tú, voy tranquila. Se te arreglará tu cama en el sofá del comedor, donde dormirás muy ricamente como aquellas noches, ¿te acuerdas?… cuando Isabelita estuvo con anginas. Fíjate bien en lo que te digo. Le das el jarabe antes de que se duerma y si despierta, otra cucharadita».
No dejemos pasar, ya que se habla de medicinas, un detalle de bastante valor que puede añadirse a los innúmeros ejemplos de la sabiduría vividora de los Bringas. Aquella feliz familia traía gratis los medicamentos de la botica de Palacio, por gracia de la inagotable munificencia de la Reina. Sin más gasto que un bien cebado pavo por Navidad, les visitaba en sus indisposiciones uno de los médicos asalariados de la servidumbre de la casa Real.
Los chicos se durmieron después de mucha bulla y jarana, y a las nueve y media de la noche todo era silencio y paz en la casa. Cansada del trabajo de aquel día, sentose Amparo junto a la mesa del comedor, donde había quedado la lámpara encendida, y se entretuvo en hojear un voluminoso libro. Era la Biblia, edición de Gaspar y Roig, con láminas. Habíala regalado a nuestro D. Francisco un amigo que se fue a Cuba, y constituía, con el Diccionario de Madoz, toda la riqueza bibliográfica de la casa, fuera de los libros de Paquito el orador. Más atendía a las láminas que al texto la fatigada joven; pasaba hojas y más hojas con perezoso movimiento, y así trascurrió algún tiempo hasta que la campanilla de la puerta anunció una visita… Amparo pensaba quién pudiera ser, cuando se presentó Caballero dándole las buenas noches en tono muy afectuoso.
«¿Fueron al teatro?—preguntó con sorpresa sentida o estudiada, que esto no se puede saber bien—. Esta tarde les vi inclinados a no ir. Por eso he venido. ¿Y el nene?».
–Sigue bien; no tiene nada… Me he quedado aquí para que Rosalía pudiera salir tranquila.
–Más vale así. Pues señor…—murmuró Agustín, dejando capa y sombrero—. Este comedor está abrigadito. ¿Qué lee usted?
Amparo alargó sonriendo el libro.
–¡Ah!… buena cosa… Yo tengo una edición mejor… ¿A ver esa lámina? Un ángel entre dos columnas rodeado de luz… ¿Qué dice? Y he aquí un varón cuyo aspecto era como el de un bronce. Bien, eso está bien.
La fisonomía del salvaje era poco accesible generalmente a las interpretaciones del observador; pero el observador en aquel caso y momento se podía haber arriesgado a dar a la expresión de aquel rostro la versión siguiente: «Ya sabía yo que esos majaderos estaban en el teatro y que la encontraría a usted solita».
«Pues señor…».
Y no salía de esto, si bien tenía fuerte apetito de hablar, de decir algo. Solo ante ella, sin temor de indiscretos testigos, el hombre más tímido del mundo iba a ser locuaz y comunicativo. Pero las burbujas de elocuencia estallaban sin ruido en sus morados labios, y…
«¿A ver esa lámina?… Dice ¿Quién es este que viene de Edón?… Pues señor…».
La dificultad en estos casos es hallar un buen principio, dar con la clave y fórmula del exordio. ¡Ah!, ya la había encontrado. Los negros ojos de Caballero despidieron fugitivo rayo, semejante al que precede a la inspiración del artista y del orador. Ya tenía la primera sílaba en su boca, cuando Amparo, con franco y natural lenguaje que él no habría podido imitar en aquel caso, le mató la inspiración.
«Diga usted, D. Agustín, ¿cuántos años estuvo usted en América?».
–Treinta años—replicó el tal, descansando de sus esfuerzos de iniciativa parlante, porque es dulce para el hombre de pocas palabras contestar y seguir el fácil curso de la conversación que se le impone—. Fui a los quince, más pobre que la pobreza. Mi tío estaba establecido en el Estado de Tamaulipas, cerca de la frontera de Texas. Pasé primero diez años en una hacienda donde no había más que caballos y algunos indios. Después me fijé en Nueva León, hice varios viajes a la costa del Pacífico, atravesando la Sierra Madre. Cuando murió mi tío me establecí en Brownsville, junto al río del Norte, y fundé una casa introductora con mis primos los Bustamantes, que ahora se han quedado solos al frente del negocio. Yo he venido a Europa por falta de salud y por tristeza… ¡Oh!, es largo de contar, muy largo, y si usted tuviera paciencia…
–Pues sí que la tendré… Habrá usted pasado muchos trabajos y también grandes sustos, porque yo he oído que hay allá culebras venenosas y otros animaluchos, tigres, elefantes…
–Elefantes no.
–Leopardos, dragones o no sé qué, y sobre todo unas serpientes de muchas varas que se enroscan y aprietan, aprietan… Jesús, ¡qué horror!… ¿Y piensa usted volver allá?—prosiguió, sin dar tiempo a que Caballero diera explicaciones sobre la verdadera fauna de aquellos países.
–Eso no depende de mí—contestó el indiano mirando al hule que cubría la mesa.
–¿Pues de quién ha de depender, D. Agustín?—indicó Amparo quizás con demasiada familiaridad—. ¿No es usted libre?
Caballero la miró un momento, ¡pero de qué manera! Parecía que la abrasaba con sus ojos y la suspendía sacándola del asiento. Después repitió con visible embarazo el no depende de mí y tan quedo, tan inarticulado, que antes fue sentido que dicho.
«¿Es cierto que se va usted a meter monja?»—preguntó luego.
–Eso dice Rosalía,—replicó ella con gracia—. Tanto lo dirá, que al fin quizá salga cierto. ¡Ay!, D. Agustín, dichoso el que es dueño de sí mismo, como usted. ¡En qué condición tan triste estamos las pobres mujeres que no tenemos padres, ni medios de ganar la vida, ni familia que nos ampare, ni seguridad de cosa alguna como no sea de que al fin, al fin, habrá un hoyo para enterrarnos!… Eso del monjío, qué quiere usted que le diga, al principio no me gustaba; pero va entrando poquito a poco en mi cabeza, y acabaré por decidirme…
En el cerebro del tímido surgió bullicioso tumulto de ideas; palabras mil acudieron atropelladas a sus secos labios. Iba a decir admirables y vehementes cosas, sí, las diría… O las decía o estallaba como una bomba. Pero los nervios se le encabritaron; aquel maldito freno que su ser íntimo ponía fatalmente a su palabra le apretó de súbito con soberana fuerza, y de sus labios, como espuma que salpica de los del epiléptico, salpicaron estas dos palabras:
«Vaya, vaya».
Amparo, con su penetración natural, comprendió que Agustín tenía dentro algo más que aquel vaya vaya tan frío, tan incoloro y tan insulso, y se atrevió a estimularle así:
«¿Y usted, qué me aconseja?».
Antes de que el consabido freno pudiera funcionar, la espontaneidad, adelantándose a todo en el alma de Caballero, dictó esta respuesta:
«Yo digo que es un disparate que usted se haga monja. ¡Qué lástima! Es que no se lo consentiremos…».
Arrojado este atrevido concepto, Agustín sintió que el rubor ¡cosa extraña!, subía a su rostro caldeado y seco. Era como un árbol muerto que milagrosamente se llena de poderosa savia y echa luego en su más alta rama una flor momentánea. El corazón le latía con fuerza, y tras aquellas palabras vinieron estas:
«¡Hacerse monja! Eso es de países muertos. Mendigos, curas, empleados; ¡la pobreza instituida y reglamentada!… Pero no; usted está llamada a un destino mejor, usted tiene mucho mérito».
–¡D. Agustín!
–Sí, lo digo, lo vuelvo a decir… usted es pobre, pero de altas, de altísimas prendas.
–D. Agustín, que se remonta usted mucho,—murmuró ella hojeando el libro.
–¡Y tan guapa!…—exclamó Caballero con cierto éxtasis, como si tales palabras se hubieran dicho solas, sin intervención de la voluntad.
–¡Jesús!
–Sí, señora, sí.
–Gracias, gracias. Si usted se empeña, no es cosa de que riñamos. Es usted amable.
–No, no—dijo el cobarde envalentonándose—. Yo no soy amable, yo no soy fino, no, no soy galante. Yo soy un hombre tosco y rudo, que he pasado años y más años metido en mí mismo, al pie de enormes volcanes, junto a ríos como mares trabajando como se trabaja en América. Yo desconozco las mentiras sociales, porque no he tenido tiempo de aprenderlas. Así, cuando hablo, digo la verdad pura.
Amparo, sin dejar de aparentar un mediano interés por las láminas de la Biblia, pareció querer variar la conversación, diciendo:
«Por nada del mundo iría yo a esas tierras».
–¿De veras?… ¡Quién sabe! Mucho se pierde en la soledad; pero también mucho se gana. Las asperezas de esa vida primitiva entorpecen los modales del hombre; pero le labran por dentro.
–¡Ay!, no. No me hable usted de esa vida. A mí lo que me gusta es la tranquilidad, el orden, estarme quietecita en mi casa, ver poca gente, tener una familia a quien querer y quien me quiera a mí; gozar de un bienestar medianito y no pasar tantísimo susto por perseguir una fortuna que al fin se encuentra, sí, pero ya un poco tarde y cuando no se puede disfrutar de ella.
¡Qué buen sentido! Caballero estaba encantado. La conformidad de las ideas de Amparo con sus ideas debía darle ánimo para abrir de golpe y sin cuidado el arca misteriosa de sus secretos. El soberano momento llegaba.
«Pues señor»…—murmuró recogiendo sus ideas y auxiliándose de la memoria.
Porque, al venir a la casa, había preparado su declaración; tenía un magnífico plan con oportunas frases y razonamientos. Los mudos suelen ser elocuentísimos cuando se dicen las cosas a sí mismos.
IX
Lo que había pensado Caballero era esto:
«Llego, y como los primos se han ido al teatro, me la encuentro sola. Mejor coyuntura no se me presentará jamás. Es preciso tener valor y romper este maldito freno. Entro, la saludo, me siento frente a ella en el comedor, hablamos primero de cosas indiferentes. Ella estará cosiendo. Le diré que por qué trabaja tanto. Contestará, como si la oyera, que le gusta el trabajo y que se fastidia cuando no hace nada. Direle entonces que eso es muy meritorio y que… Adelante: de buenas a primeras le suelto esto: «Amparo, usted debe aspirar a una posición mejor, usted no está bien donde está, en esta servidumbre mal disimulada; usted tiene mérito, usted…» Y ella, como si la oyera, llena de modestia y gracia, se echará a reír y contestará: «Don Agustín, no diga usted esas cosas.» Volveré entonces a hablar del trabajo, que es para mí una necesidad, y diré que hallándome sin ocupación en Madrid y aburridísimo, me marché a Burdeos para establecer allí el negocio de banca. Al oír eso, es indudable, es infalible, como si lo viera, que se echará a reír otra vez y mirándome muy de frente dirá: «Pero D. Agustín, ¿cómo es que al mes de estar en Burdeos se volvió usted a Madrid a aburrirse más y a no hacer nada?.»
»Oída por mí esta pregunta, ya tengo el terreno preparado. La respuesta es tan fácil, que no tengo que hacer más que abrir la boca y dejar salir las palabras, sin que el miedo me sofoque ni la cortedad me embargue la voz. Hilo a hilo fluirán corriendo las frases de mis labios y le diré: «Ya que usted me habla de ese modo, le voy a contestar con franqueza, descubriendo todo lo que hay dentro de mí. Usted me comprenderá… El tedio de Madrid me siguió a Burdeos, y mi espíritu era allí tan incapaz de ordenar un negocio como aquí lo fue. Usted no lo entenderá, y voy a explicárselo. Pasé lo mejor de mi vida trabajando como se trabaja en América, en un mundo que se forma. La soledad fue mi compañera, y en la soledad se nutrían mis tristezas a medida que crecía el montón frío de mis caudales. Amigos pocos, familia ninguna. ¡Ay!, niña, usted no sabe lo que es vivir tantos años, lo mejor de la vida, privado del calor de los sentimientos más necesarios al hombre, habitando una casa vacía, viendo como extraños a todos los que nos rodean, sin sentir otro cariño que el que inspira el cajón del dinero, sin otra intimidad que la de las armas que nos sirven para defendernos de los ladrones, durmiendo con un rifle, despertando al gemir de las carretillas en que se llevan y traen los fardos… Para abreviar: yo me vine a Europa seguro de tener un capital con que pasar la vida, y por el viaje me decía: ¿Pero tú has vivido en todo este tiempo? ¿Has sido un hombre o una máquina de carne para acuñar dinero?.»
»Cuando yo esté diciendo esto, me oirá con toda su alma, fijos en mí sus bellos ojos. Yo me animaré más, y libre ya de todo miedo, continuaré así: «No debo ocultar nada de lo que encierra mi corazón, lleno del tristísimo desconsuelo de su virginidad. Yo no he vivido en Méjico, la capital, donde seguramente habría conocido mujeres que me hubieran interesado. Aquella ciudad de pesadilla, aquella Brownsville, que no es mejicana ni inglesa; donde se oyen mezcladas las dos lenguas formando una jerga horrible, y donde no se vive más que para los negocios; pueblo cosmopolita, promiscuidad de razas; aquella ciudad de fiebre y combate no podía ofrecerme lo que yo necesitaba. La corrupción de costumbres, propia de un pueblo donde el furor de los cambios lo llena todo, hace imposible la vida de familia. Las grandes fortunas que en aquel maldito suelo se improvisaron tuvieron por origen la cruel guerra de secesión, el abastecimiento de las tropas del Sur y el contrabando de efectos militares. Por las vicisitudes de la guerra, que hacían variar cada día el rumbo del negocio, los especuladores no podíamos tener residencia fija. Tan pronto estábamos en Matamoros como en Brownsville. A veces teníamos que embarcar nuestros víveres atropelladamente y remontar el río Grande del Norte hasta cerca de Laredo. ¡Y qué confusión de intereses, qué desorden moral y social! Americanos, franceses, indios, mejicanos, hombres y mujeres de todas castas revueltos y confundidos, odiándose por lo común, estimándose muy rara vez… Aquello era un infierno. Allí el amancebamiento y la poligamia y la poliviria estaban a la orden del día. Allí no había religión, ni ley moral, ni familia ni afectos puros; no había más que comercio, fraudes de género y de sentimientos… ¿Cómo encontrar en semejante vida lo que yo ansiaba tanto? Cuando me vi rico, dije: 'ahora ellos', y me embarqué para Europa. Por la travesía pensaba así: 'Ahora, en la vieja España, pobre y ordenada, encontraré lo que me falta, sabré redondear mi existencia, labrándome una vejez tranquila y feliz…'. Llegué a España. En Cádiz, no quedaba nadie de la un tiempo numerosa familia de Caballero. Quise ver a Bringas, hermano de mi madre. Vine a Madrid, y Madrid me gustó, créalo usted. Este pueblo donde es una ocupación el pasearse, me agradaba a mí, que me había resecado el alma y la vida en un trabajo semejante a las empresas de los héroes y caballeros, si se las desnuda de poesía y se las reviste de egoísmo. Las relaciones entre las personas son aquí dulces y fáciles. Se ven mujeres bonitas, graciosas y finas por todas partes. Donde tanto abunda el género (perdóneme usted este vocablo comercial), fácil es encontrar lo bueno. A los pocos días de estar aquí, vi una…»