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Los argonautas
En los largos intermedios que dejaba el servicio, bebía el champán de su copa, sin percatarse de su insistencia. Isidro cuidaba de la botella amorosamente, haciéndola girar en el cubo de hielo para su enfriamiento. Llenaba luego apresuradamente las copas, como si su vacío le infundiese horror, y apenas sentía disminuir el peso de la botella, reclamaba con vigilante previsión el envío de otra. Dirigía equitativamente este gasto extraordinario: las buenas cuentas mantienen las amistades. Una botella la pagaría el doctor Rubau, que apenas había tomado algunas gotas mezcladas con agua mineral; otra, su gran amigo Munster; otra, Ojeda… y él se reservaba modestamente para el banquete siguiente. Sus ojos, cada da vez más animados y saltones, acompañaron la mirada distraída de su amigo hasta la próxima mesa, ocupada por una mujer sola.
–¡Mire usted a nuestra vecina la yanqui! Una real moza: tal vez la más elegante de todas. No parece la misma que vemos arriba puesta siempre de gran sombrero y gabán largo… ¡Qué escote! ¡Y qué hermosa torre de pelo, entre rubio y ceniciento!… Le advierto camarada, que ella también le ha mirado muchas veces, así como la que no quiere mirar, con el rabillo del ojo… Usted le interesa, amigo Ojeda, me consta. Esta tarde, después del té, he hablado con ella, si es que nuestra conversación puede llamarse hablar. Sabe un poquito de francés y otro poquito de español. Yo no conozco una palabra de inglés; pero al fin nos hemos entendido por adivinación. Y mansamente, como quien no quiere saber nada, me ha preguntado por mi amigo; y yo, ¡figúrese!… le he dicho que era usted un gran poeta, un notable personaje; he hablado de su familia, de su gran fortuna, de que va a América por el solo gusto de pasear, y de las muchas señoras que se deja en Madrid muertas de pena…
Fernando hizo un movimiento de protesta.
–No se enfade, Ojeda; no se queje. Estas cosas no hacen daño y dan prestigio. Déjeme a mí, que conozco la vida… ¿Que no le interesa a usted esa señora? No importa; siempre es bueno adquirir importancia a los ojos de una mujer… Está bien; no se irrite. Beba un poco.
Y llenó la copa de Ojeda, después de una rápida discusión en la que no parecieron fijarse sus compañeros de mesa. Un zumbido de conversaciones cada vez más fuerte diluía los sonidos de la música llegados del antecomedor. El vaho de los platos, las respiraciones humanas, la radiación de las luces, iban densificando el ambiente. Maltrana, para desvanecer la contrariedad de su amigo, siguió hablando:
–Ese matrimonio que come dos mesas más allá, es también norteamericano: los esposos Lowe. Él ha vivido en el Japón, en China, en Australia, en El Cabo; aquí en el buque vive en el gimnasio, y cuando sale de él, se pasea con unas chaquetas a rayas de colores, de lo más extrañas: unas chaquetas de clown, que son, a lo que parece, los uniformes de famosos clubs esportivos. Ella canta romanzas italianas, y sólo espera que la inviten para hacernos oír su voz. Mistress Power (porque le advierto que ése es el nombre de nuestra vecina) sólo se trata en el buque con esta pareja de compatriotas. Se mantiene en un aislamiento sonriente; algunos saludos con las señoras más respetables, y nada más… Y sin embargo, sabe mejor que yo los nombres y la categoría social de casi todos los pasajeros. ¡Mujer más hábil!… Tal vez por esto mantiene a distancia a los otros americanos.
Y designaba con los ojos a los ocupantes de la mesa inmediata.
–Gente buena, pero escandalosa—continuó—; cow-boys en traje de domingo, que van a estudiar la ganadería de las Pampas; comisionistas de Nueva York, que sacan a puñados los billetes de Banco de los bolsillos del pantalón y necesitan cantar a cada momento para que se fijen en ellos… Ya se han bebido seis botellas y roto dos. Ahora, con el entusiasmo del champán, se llevan a los labios las banderitas que tienen ante los platos y ponen los ojos en blanco gritando: «Americain! Americain!…» En la mesa siguiente está Martorell, aquel muchacho con lentes y bigote rubio: un catalán, del que creo haberle hablado. También es poeta: lleva ganadas no sé cuántas rosas naturales y englantinas de oro en Juegos Florales; pero siempre en catalán, porque este ruiseñor es mudo cuando se sale del jardín de su tierra. En Castilla (cómo él llama a todos los países que hablan español), el poeta se dedica a la banca. Una fiera, amigo mío, para asuntos de dinero. Le aconsejo que no se meta a luchar con este camarada poético en un certamen de tanto por ciento, porque de seguro que le roba hasta la lira. En Madrid nos hablaba mucho de Buenos Aires, donde ha estado dos veces. Parece que hay grandes reformas que hacer en eso de los Bancos, ideas nuevas que implantar para que el dinero se multiplique; y allá va Martorell, como un Mesías del descuento… También se lo presentaré: es buen muchacho. ¡Quién sabe a lo que puede llegar!…
Luego, Maltrana hizo un gesto exagerado de horror, una mueca que fue como la caricatura del miedo.
–Y junto al catalán… el hombre misterioso; ese vecino mío de camarote, del que le he hablado algunas veces. Es el que va con traje de luto, todo afeitado. No habla con sus vecinos y come con una gravedad sacerdotal, lo mismo que si estuviese celebrando un rito. ¿Quién cree usted que puede ser?… Huye de la gente, y cuando yo le hablo en francés, que parece ser su idioma, me contesta con mucha cortesía, con demasiada cortesía, y de repente se aleja muy estirado, como si existiese entre nosotros una diferencia social que no permite la familiaridad… ¡Y vaya usted a adivinar, con esa cara afeitada que lo mismo puede ser de magistrado que de cómico, sacerdote o mayordomo de casa grande!… Yo lo encuentro lúgubre como un doctor de los cuentos de Hoffmann. Además, me preocupa el camarote misterioso, ese camarote entre el suyo y el mío, siempre cerrado, y cuya llave guarda él cuidadosamente. Una vez al día abre la puerta, entra, inspecciona unos minutos, vuelve a salir, y hasta el día siguiente… Ni una palabra, ni un grito, ni el más leve ruido; y eso que yo muchas noches aplico la oreja a la madera del tabique, o miro en el corredor por el ojo de la cerradura. ¡Nada!… ¿Quién cree usted que podrá ser?
Calló Isidro, frunciendo el ceño bajo la preocupación de este misterio.
–Tal vez un diplomático que va en misión secreta, y por eso huye de la gente; algún financiero que viaja para comprar de golpe todas las vías férreas de América y teme que le pillen el secreto; un empleado infiel que se lleva la caja y tiene el camarote abarrotado de sacos de oro. ¡Lástima no saberlo con certeza!… Aquí hay misterio, un misterio gordo, a lo Sherlock Holmes; y lo más extraño es que cuando le pregunto al mayordomo del buque, él, tan amigacho mío, se hace el tonto, como si no me comprendiese… Verá usted, Ojeda, cómo algo ocurre con este hombre antes de que termine el viaje. En cualquier puerto lo reciben con músicas, discursos y banderas, o sube la policía y le asegura las manos con esposas… Parece orgulloso, y al mismo tiempo revela una timidez incompatible con el mucho dinero. ¿Quien será?…
Maltrana llenó su copa y bebió, como si con esto quisiese acelerar sus averiguaciones sobre el «hombre misterioso». Después, el champán y la buena comida parecieron ejercer sobre él una influencia benévola.
–Confieso a usted, Ojeda, que nunca me he sentido mejor, y por mi voluntad podía prolongarse este viaje hasta el fin del mundo. ¡Ojalá fuese el Goethe vagando por el Océano, como el «Holandés errante», siempre que no se agotasen sus repuestos de víveres y bebida!… ¿Qué falta aquí?… Mujerío elegante y hermoso que puede verse de cerca y le dirige a uno la palabra como a un amigo antiguo; buena mesa, fiestas, bailes y ausencia total de moneda. Todo se paga con bonos, o se arreglan cuentas en el despacho del mayordomo al final del viaje. ¡Y este tiempo de primavera! ¡Y este buque que es una isla!… Nunca me he visto en otra: ni en Madrid, cuando me convidaban a comer los políticos de segunda clase para que escribiese bien de ellos; ni en París, cuando hacía traducciones españolas para las casas editoriales y engañaba el hambre en los bodegones del Barrio Latino… ¡Y pensar que doña Margarita mi patrona, con un cariño que data de ocho años, rezará por el pobre don Isidro que va navegando por los mares! ¡Y pensar que a estas horas, en nuestro café de la Puerta del Sol, se preguntarán aquellos chicos melenudos que lo saben todo y no han visto el mundo por un agujero: «¿Qué será del sinvergüenza de Maltrana?». Y el más gracioso contestará seguramente: «Debe estar en la panza de un tiburón…». ¡Pobrecitos!
Servían los camareros el helado, cuando sonó el fuerte repiqueteo de un cuchillo contra una copa. Quedó inmóvil la servidumbre, circularon siseos imponiendo silencio, y todas las cabezas se volvieron hacia un mismo punto del comedor.
–El amigo Neptuno va a hablar—dijo Isidro.
Este Neptuno era el comandante del buque; enorme como un gigante cuando estaba sentado, e igual a los demás si se ponía en pie, irguiendo el hercúleo tronco sobre unas piernas cortas. La barba dorada y canosa invadía, arrolladura, una parte de su rostro rubicundo, esparciéndose luego sobre el pecho; y en medio de esta cascada fluvial abríase una sonrisa de bondad casi infantil. Cuando pasaba por las cubiertas le rodeaban los niños, colgándose de su levita, danzando ante sus rodillas, pidiendo que los levantase lo mismo que una pluma entre sus brazos membrudos. Al encontrarse con Isidro extremaba su sonrisa, como si adivinase en él un ingenio gracioso, a pesar de que no podían entenderse bien, pues en sus pláticas no iban más allá de unas cuantas palabras de italiano mezcladas con otras tantas de español.
Vistiendo un smoking azul con galones de oro, brillándole la calvicie sudorosa y acariciándose las barbas, iba desenredando lentamente su madeja oratoria. Una gran parte del auditorio no le comprendía, pero todos conservaban la mirada puesta en él, con la fijeza de la incomprensión, aumentándose con esto los titubeos verbales del marino.
–No parece que se explica mal Neptuno—dijo Maltrana en voz baja—. Ahora está hablando de su emperador. Ha dicho kaiser dos veces; eso lo entiendo… ¡Raza notable! Creo que a los capitanes alemanes les dan lecciones de oratoria en Hamburgo y además les enseñan a bailar. Sin tales requisitos, la Compañía no entrega un buque a uno de estos padres de familia… Lo mismo son los músicos de a bordo. Por la mañana preparan los baños y limpian las escupideras; antes del almuerzo tocan instrumentos de metal; por la noche instrumentos de cuerda; y todo lo hacen gratis, pues no cuentan con otra remuneración que las propinas de los pasajeros. ¡Cualquiera se mete en concurrencia con estas gentes!… Pero ¿por que se entusiasman tanto los alemanes, Fernando? ¿Qué dice ahora el amigo Neptuno?
–Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt.
–¿Y qué es eso?
–«Alemania sobre todo, sobre todo lo del mundo.»
El capitán elevó su copa, dando por terminado el discurso y los que le comprendían pusiéronse de pie, hombres y mujeres, instantáneamente, alzando también sus copas. «¡Hoch!», gritó Neptuno; y todos contestaron lo mismo, con una regularidad mecánica, como el grito de un regimiento que responde a la voz de su coronel. «¡Hoch!», volvió a decir; pero esta vez, amaestrados por el ejemplo, contestaron los pasajeros en masa con un alborozo discordante; y el tercer «¡Hoch!» fue un cacareo general, repitiendo muchos con delectación la palabra, por lo mismo que ignoraban su significado.
Un rugido de trompetería guerrera saludó desde el antecomedor el final del brindis, y los criados reanudaron apresuradamente el servicio.
–Aquí ya no dan más—dijo Maltrana después de los postres—. Subamos al jardín de invierno a tomar el café.
Ocuparon los dos amigos una mesita inmediata a una de las puertas. Desde allí veían la ascensión por la amplia escalera de todos los que abandonaban el comedor. Pasaron ante ellos los hijos mayores del doctor Zurita con otros jóvenes argentinos que regresaban de París. Todos saludaron a Maltrana con amigable familiaridad. Sonreían al verle, recordando tal vez los cuentos con que amenizaba sus tertulias en el fumadero a altas horas de la noche, cuando finalizaban por cansancio las partidas de poker.
–Hermosa juventud—dijo a Ojeda su compañero—. Fíjese en los tipos: altos, musculosos, esbeltos y con una gran agilidad en los miembros. Deben ser famosos bailarines de tango. ¡Excelentes muchachos, todos amigos míos!… Vea sus dientes sanos de lobo joven; su pelo, tan abundante, que necesitan aplastarlo con pomada hasta formar dos almohadillas lustrosas. No queda en sus cabezas dónde plantar un cabello más. Son hermosos ejemplares del cultivo intensivo de la pilosidad… Y las manos finas, aunque estén deformadas por los ejercicios de fuerza; y los pies pequeños, reducidos, altos de empeine, cuidados con meticulosidad; de día siempre encerrados en charol con cañas de colores, de noche con forro de seda calada y escarpines que martirizarían a muchas señoras. Son pies que parecen tener una vida aparte, pies sabios que pueden seguir sin error las más difíciles combinaciones del baile… Y ellas igualmente ¡qué finura de extremidades!… En esta Arca de Noé, amigo Fernando, se reconoce el origen étnico de cada uno sólo con mirar al suelo… Mire esos otros que suben.
Y sonrieron los dos viendo ascender por los peldaños algunos pies de masculina dimensión, a pesar de que asomaban bajo una corola de faldas recogidas. Tras ellos subían enormes zapatos de hombre, embetunados y de fuerte morro, que dejaban en la alfombra una huella de pesadez. Muchos comerciantes que se habían endosado el frac en honor del soberano, guardaban sobre su abdomen la gruesa cadena de oro, cargada, como un relicario, de medallones, dijes, lápices y fetiches, y en los pies los fuertes botines de uso diario.
Ojeda acogió con incrédula sonrisa las consideraciones de su amigo acerca de la superioridad de una raza sobre otra por la finura de las extremidades.
–Los «latinos», como usted dice, Maltrana, somos bellamente ligeros, más «alados» que estas gentes del Norte. Se ve la influencia aristocrática de los conquistadores andaluces en los pies breves y graciosos de las sudamericanas. El indio también tiene el pie pequeño… Pero ¡quién sabe si el mundo no está destinado a ser una presa de los pies grandes! Fíjese con qué autoridad insolente y ruidosa van avanzando esos navíos de cuero y cartón. Allí donde se detienen se incrustan, y la pesada voluntad que los habita tiene que hacer un esfuerzo para cambiarlos de lugar. Marchan sin gracia y con lentitud, pero lo que ellos cubren es suyo y no lo abandonan. Nuestros pies son más graciosos, tienen algo del salto del pájaro, pero dejan poca huella.
Sonó una risa femenil, ruidosa, petulante, en la que se adivinaba un deseo de hacer volver las cabezas. Ascendió por la escalera un vestido de color de sangre, y detrás de su cola, majestuosamente suelta, varios fracs parecían correr para alcanzarlo y dominarlo.
–Nélida, nuestra amiga Nélida, con su escolta de admiradores—dijo Maltrana—. Todas las naciones de a bordo están representadas en este séquito amoroso. Sólo faltamos nosotros; pero tengo la certeza de que si usted no va a ella, ella le buscará.
Admiraba su boca de «tigresa en celo», según él decía; boca de húmedo carmesí, en la que brillaba luminoso el nácar de una dentadura voraz. Al abrirse con el desperezo de la risa, sus dientes, un tanto agudos, parecían surgir de este estuche rojo, como salen las uñas de la zarpa de un felino.
Ocupó una mesa ella sola, e inmediatamente la rodearon sus acompañantes. Hablaba en alemán, inglés, francés y español con todos ellos, llevándose a los labios un cigarrillo sin encender. Uno de los adoradores se inclinó ofreciéndole la llama de un fósforo.
–Ése es el que llaman «el barón»—dijo Maltrana—: un belga que nos abruma con su hermosura de Antinoo, petulante e insufrible lo mismo que esas muchachas que alcanzan en un concurso el premio de belleza… Por el momento, es el preferido.
–¡Nélida!… ¡Nélida!—gritó una voz de mujer.
Era la mamá, que, desde una mesa cercana, pretendía corregir con este llamamiento la audacia de su hija. Podía tolerarse que fumasen las artistas, pero no una señorita que viaja con sus padres. Bastaba ver la actitud de las damas que estaban en el jardín de invierno: fingían no reparar en ella, pero se adivinaba en sus ojos una impresión de escándalo… Todo esto pareció decirlo la madre con su mirada y su breve llamamiento. Pero Nélida se limitó a contestar fríamente: «¡Mamá!», y encogiéndose de hombros siguió fumando. La madre se replegó vencida, cruzó los brazos sobre el vientre y quedó en la inmovilidad de una esfinge cobriza al lado de su esposo, que hablaba con un vecino.
–Ese padre es admirable—dijo Isidro—, tan admirable como la niña. Vea su aire de patriarca, sus barbas y sus melenas canas, la mansedumbre con que habla y la deferencia con que escucha. Por dos veces se declaró en quiebra hace años; pero en América se olvidan pronto estas cosas, y según parece, vuelve ahora para reanudar sus antiguos trabajos.
Había perdido en Europa gran parte de su fortuna, pues lo que obtiene éxito a un lado del Océano no lo obtiene en el otro, y regresaba, después de catorce años de ausencia, con el propósito de explotar varios negocios estupendos, según él, que aún le quedaban por allá.
–Creo que es una mina—continuó—en el Norte de la república, cerca de Bolivia, no sé si de petróleo, de diamantes o de libras esterlinas recién acuñadas. Ha olido que soy pobre, y no se digna exponerme sus planes; pero ya verá cómo se le aproxima así que se percate de que usted desea trabajar en América y lleva dinero para eso. Le va a proponer algún negocio, como se lo está proponiendo en este momento a Pérez, el que se sienta a su lado; Pérez el anglómano, que se indignaba esta mañana en Tenerife; el «amigo de la civilización»… Y si el señor Kasper se digna interesar a usted en sus asuntos, inútil es decirle que su fortuna está hecha. ¡Padre extraordinario!…
Y Maltrana contempló al bondadoso patriarca con una admiración irónica.
–De vez en cuando se da cuenta de que existe su hija, y la acaricia bondadosamente. La madre, con el buen sentido que ha podido salvar de la oleada de grasa que invade su cuerpo, llama la atención de su marido sobre la conducta de Nélida. Los escrúpulos y preocupaciones de una educación recibida en una república del Pacífico la hacen protestar de los escándalos de esta muchacha, que nada tiene suyo, que física y moralmente pertenece al padre, y que mira con cierta superioridad, cual si fuese una nodriza o una criada vieja, a la mulatona que la llevó en el vientre… Y el padre se conmueve y abraza a Nélida. «¡Pobrecita! Las personas atrasadas no saben cómo debe educarse una joven moderna. Es la ignorancia, el fanatismo de la gente que habla español…» Y Nélida, que a su vez se acuerda de que tiene un padre, le acaricia las melenas con manoseos de gata amorosa y suspira agradecida: «Papá… papá…». La familia más interesante de todo el buque. Y aún falta el otro, el «guardia de corps».
Y señalaba un jovencito moreno, subido de color, sentado entre los adoradores de Nélida.
–Es el hermano pequeño, el único que se asemeja a la madre. Acompaña a Nélida por todo el buque, y ella lo acepta como una prolongación de la familia, porque esta vigilancia honorable le permite ir sola entre los hombres. El muchacho es medio imbécil, le dan ataques epilépticos, habla con incoherencia. Cuando ella tiene interés en quedarse sola lo envía al camarote para que busque cualquier cosa, y el chico se resiste recordando que debe obedecer a mamá. Pero intervienen los adoradores de la hermana, amigos que le dan champán y buenos cigarros, y acaba por ausentarse, hasta que se tropieza con la madre, que le riñe por haber olvidado sus deberes…
Ojeda, sintiendo un interés repentino por este relato, miraba a Nélida.
–Los dos hermanos—continuó Maltrana—se odian con un odio de raza, y por la noche disputan y se pegan. Ella enseña a sus amigos las marcas de los golpes; él oculta los arañazos bajo una capa de polvos, pero afirma con un rencor balbuciente que se lo contará todo a su hermano el mayor, el único equilibrado de la familia, un centauro de la Pampa, un estanciero, al que respeta el padre, adora la madre y tiene un miedo horrible la hermosa Nélida. Cuando habla de él se pone pálida. Se ve que este mozo del campo no cree en «la educación de una joven a la moderna», y arregla a palos los problemas de honor. La niña tiembla al pensar en la futura entrevista y en lo que pueda decir el hermanito, que la amenaza con sus revelaciones; por ella no llegaríamos nunca a Buenos Aires… Pero sus terrores pasan pronto: los olvida apenas se ve rodeada de hombres. Cuando se acaricia los labios con su lengua de gata, es capaz de saltar por encima del vengador de la Pampa que tanto miedo le infunde.
Otra vez los ojos negros de la madre, ojos abultados y dulces, que recordaban la mirada lacrimosa de los llamados andinos, se fijaron en la hija con una severidad titubeante. «¡Nélida!», volvió a gritar. Pero Nélida no se dignó responder, y bebiendo el resto de su taza púsose de pie, encendiendo otro cigarrillo. El grupo de fieles se levantó tras ella. Iban a pasear por la cubierta hasta la hora del baile. Salieron en tropel, y el hermano quiso reunirse con su madre, pero ésta se indignó:
–Anda vos con Nélida, grandísimo zonzo. ¿A qué venís acá?… No la perdás de vista.
Con éste, que era de su color y su sangre, mostrábase autoritaria la buena señora, obligándolo a correr detrás de Nélida.
El doctor Zurita, arrellanado en un sillón, seguía con los ojos entornados las espirales de humo de su gran cigarro. Las damas de su familia hablaban con otras argentinas de las mesas inmediatas.
–Le hago falta a mi buen doctor—dijo Maltrana—. Se está aburriendo con la charla de las señoras… Yo también siento la falta del magnífico cigarro que seguramente me guarda… ¿Usted sale a la cubierta, Ojeda?… Voy en busca del tributo.
Al aproximarse al doctor, éste pareció despertar, al mismo tiempo que rebuscaba en los bolsillos de su smoking.
–Che, Maltrana; venga para acá, galleguito simpático… Tome uno de hoja.
Y le entregó un cigarro enorme, al mismo tiempo que añadía en voz baja:
–Siéntese, amigo, y conversemos… Diga qué le pareció esta fiesta de los gringos. ¡Qué pavada! ¿no?…
Ojeda salió a la cubierta. La luz de los reverberos incrustados en el techo de las dos calles iluminaba de alto a abajo a los paseantes, sin que sus cuerpos proyectasen sombra en el suelo. Caminaban apresuradamente, con una movilidad de bestias enjauladas, lo mismo que se camina en los colegios, los conventos y los presidios, buscando suplir con la rapidez de la locomoción lo limitado del espacio. Las mujeres desfilaban masculinamente, a grandes zancadas, temiendo la exuberancia adiposa de una digestión inmóvil. Desafiábanse los grupos a quién daría los pasos más largos, y circulaban con una rapidez de fuga entre las ventanas de los salones y los grupos acodados en las barandas.
Más allá del nimbo de luz láctea en que iba envuelto el buque, extendían el mar y la noche el misterio de su obscuro azul punteado de fosforescencias de agua y fulgores siderales. Algunos miraban las estrellas, discutiendo sus nombres. Gentes del otro hemisferio ojeaban impacientes el horizonte, creyendo ver asomar a ras del agua la famosa Cruz del Sur… No se distinguía aún; pero dentro de cuatro o cinco días la verían elevarse majestuosa en el firmamento. Y muchos parecían entusiasmados con esta esperanza, como si al contemplar la constelación admirada desde su niñez se creyesen ya en sus casas.
La noche era calurosa. Muchas gorras habían quedado abandonadas en las perchas del antecomedor. Las cabezas erguíanse descubiertas sobre el albo triángulo de las pecheras, brillando al pasar junto a los reverberos con reflejos de laca negra. Ni el más leve soplo de brisa desordenaba la armonía de los peinados femeninos. Al cruzarse los grupos en su apresurada marcha, se saludaban, como si no se hubiesen visto en mucho tiempo. Cambiaban sonrisas y guiños, lo mismo que en el paseo de una ciudad. Todas las mesas del fumadero estaban ocupadas. Algunos grupos tenían ante ellos un pequeño mantel verde y paquetes de naipes. Ojeda, en una de sus vueltas, vio al señor Munster a la puerta del café. Al fin iba a realizar sus deseos; ya tenía medio formada su partida de bridge. Había conquistado en el salón a la madre de Nélida, y creía poder contar igualmente con Mrs. Power. A pesar de esto, volvió a repetir, con una tenacidad de maniático: