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Marianela
–¡Oh!—exclamó el ciego con candoroso acento de encomio—canta admirablemente—. Ahora, Mariquilla, vas a acompañar a este caballero hasta las oficinas. Yo me quedo en casa. Ya siento la voz de mi padre que baja a buscarme. Me reñirá de seguro.... ¡Allá voy, allá voy!
–Retírese usted pronto, amigo—dijo Golfín estrechándole la mano—. El aire es fresco y puede hacerle daño. Muchas gracias por la compañía. Espero que seremos amigos, porque estaré aquí algún tiempo.... Yo soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.
–¡Ah!… ya.... D. Carlos es muy amigo de mi padre y mío: le espera a usted desde ayer.
–Llegué esta tarde a la estación de Villamojada… dijéronme que Socartes estaba cerca y que podía venirme a pie. Como me gusta ver el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve usted cómo me perdí… pero no hay mal que por bien no venga… le he conocido a usted y seremos amigos, quizás muy amigos.... Vaya, adiós; a casa pronto, que el fresco de Setiembre no es bueno. Esta señora Nela tendrá la bondad de acompañarme.
–De aquí a las oficinas no hay más que un cuarto de hora de camino… poca cosa.... Cuidado no tropiece usted en los rails; cuidado al bajar el plano inclinado. Suelen dejar los vagonetes sobre la vía… y con la humedad, la tierra está como jabón.... Adiós, caballero y amigo mío. Buenas noches.
Subió por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos peldaños estaban reforzados con vigas. Golfín siguió adelante, guiado por la Nela. Lo que hablaron ¿merecerá capítulo aparte? Por si acaso, se lo daremos.
-III-
Un diálogo que servirá de exposición
—Aguarda, hija, no vayas tan a prisa—dijo Golfín deteniéndose—déjame encender un cigarro.
Estaba tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela, diciendo con bondad:
–A ver, enséñame tu cara.
Mirábale la muchacha con asombro, y sus negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en el breve instante que duró la luz del fósforo. Era como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un organismo en que ha entrado o debido entrar el juicio. A pesar de esta desconformidad, era admirablemente proporcionada, y su pequeña cabeza remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo. Alguien decía que era una mujer mirada con vidrio de disminución; alguno que era una niña con ojos y expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable atraso.
–¿Qué edad tienes tú?—preguntole Golfín sacudiendo los dedos para arrojar el fósforo, que empezaba a quemarle.
–Dicen que tengo diez y seis años—replicó la Nela, examinando a su vez al doctor.
–¡Diez y seis años! Atrasadilla estás, hija. Tu cuerpo es de doce, a lo sumo.
–¡Madre de Dios! Si dicen que yo soy como un fenómeno—manifestó ella en tono de lástima de sí misma.
–¡Un fenómeno!—repitió Golfín poniendo su mano sobre los cabellos de la chica—. Podrá ser. Vamos, guíame.
La Nela comenzó a andar resueltamente sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado del viajero, como si apreciara en todo su valor la honra de tan noble compañía. Iba descalza: sus pies, ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una falda sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia, cierta independencia más propia del salvaje que del mendigo. Sus palabras, al contrario, sorprendieron a Golfín por lo recatadas y humildes, dando indicios de un carácter formal y reflexivo. Resonaba su voz con simpático acento de cortesía, que no podía ser hijo de la educación, y sus miradas eran fugaces y momentáneas, como no fueran dirigidas al suelo o al cielo.
–Dime—le preguntó Golfín—¿tú vives en las minas? ¿Eres hija de algún empleado de esta posesión?
–Dicen que no tengo madre ni padre.
–¡Pobrecita! Tú trabajarás en las minas....
–No, señor. Yo no sirvo para nada—replicó sin alzar del suelo los ojos.
–Pues a fe que tienes modestia.
Teodoro se inclinó para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas manchitas parduzcas. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz, negros y vividores los ojos; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza. Su cabello dorado-oscuro había perdido el hermoso color nativo por la incuria y su continua exposición al aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; pero aquella sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, estéticamente hablando, era desabrida, fea; pero quizás podía merecer elogios, aplicándole el verso de Polo de Medina: «es tan linda su boca que no pide». En efecto; ni hablando, ni mirando, ni sonriendo revelaba aquella miserable el hábito degradante de la mendicidad callejera.
Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre sus gruesos dedos.
–¡Pobrecita!—exclamó—. Dios no ha sido generoso contigo. ¿Con quién vives?
–Con el señor Centeno, capataz de ganado en las minas.
–Me parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿De quién eres hija?
–Dicen que mi madre vendía pimientos en el mercado de Villamojada. Era soltera. Me tuvo un día de Difuntos, y después se fue a criar a Madrid.
–¡Vaya con la buena señora!—murmuró Teodoro con malicia—. Quizás no tenga nadie noticia de quién fue tu papá.
–Sí, señor—replicó la Nela con cierto orgullo—. Mi padre fue el primero que encendió las luces en Villamojada.
–¡Cáspita!
–Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez faroles en las calles—dijo la muchacha, dando a su relato la gravedad de la historia—, mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Yo estaba ya criada por una hermana de mi madre, que era también soltera, según dicen. Mi padre había reñido con ella.... Dicen que vivían juntos… todos vivían juntos… y cuando iba a farolear me llevaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las mechas, la aceitera.... Un día dicen que subió a limpiar el farol que hay en el puente; puso el cesto sobre el antepecho, yo me salí fuera y caíme al río.
–¡Y te ahogaste!
–No, señor; porque caí sobre piedras. ¡Divina Madre de Dios! Dicen que antes de eso era yo muy bonita.
–Sí; indudablemente eras muy bonita—afirmó el forastero con el alma inundada de bondad—. Y todavía lo eres.... Pero dime otra cosa. ¿Hace mucho tiempo que vives en las minas?
–Dicen que hace tres años. Dicen que mi madre me recogió después de la caída. Mi padre cayó enfermo, y como mi madre no le quiso asistir, porque era malo, él fue al hospital donde dicen que se murió. Entonces vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un día la despidió el jefe porque había bebido mucho aguardiente....
–Y tu madre se fue.... Vamos, ya me interesa esa señora. Se fue....
–Se fue a un agujero muy grande que hay allá arriba—dijo Nela, deteniéndose ante el doctor y dando a su voz el tono más patético—y se metió dentro.
–¡Canario! ¡Vaya un fin lamentable! Supongo que no habrá vuelto a salir.
–No, señor—replicó la Nela con naturalidad—. Allí dentro está.
–Después de esa catástrofe, pobre criatura—dijo Golfín con cariño—, has quedado trabajando aquí. Es un trabajo muy penoso el de la minería. Tú estás teñida del color del mineral; estás raquítica y mal alimentada. Esta vida destruye las naturalezas más robustas.
–No, señor, yo no trabajo. Dicen que yo no sirvo ni puedo servir para nada.
–Quita allá, tonta, tú eres una alhaja.
–Que no señor—dijo Nela insistiendo con energía—. Si no puedo trabajar. En cuanto cargo un peso pequeño, me caigo al suelo. Si me pongo a hacer alguna cosa difícil en seguida me desmayo.
–Todo sea por Dios.... Vamos, que si cayeras tú en manos de personas que te supieran manejar, ya trabajarías bien.
–No, señor—repitió la Nela con tanto énfasis como si se elogiara—; si yo no sirvo más que de estorbo.
–¿De modo que eres una vagabunda?
–No, señor, porque acompaño a Pablo.
–¿Y quién es Pablo?
–Ese señorito ciego, a quien usted encontró en la Terrible. Yo soy su lazarillo desde hace año y medio. Le llevo a todas partes; nos vamos por esos campos paseando.
–Parece buen muchacho ese Pablo.
La Nela se detuvo otra vez mirando al doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, exclamó:
–¡Madre de Dios! Es lo mejor que hay en el mundo. ¡Pobre amito mío! Sin vista tiene él más talento que todos los que ven.
–Me gusta tu amo. ¿Es de este país?
–Sí, señor, es hijo único de D. Francisco Penáguilas, un caballero muy bueno y muy rico que vive en las casas de Aldeacorba.
–Dime ¿y a ti por qué te llaman la Nela? ¿Qué quiere decir eso?
La muchacha alzó los hombros. Después de una pausa, repuso:
–Mi madre se llamaba la señá María Canela; pero le decían Nela. Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo María.
–Mariquita.
–María Nela me llaman y también La Hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada más que la Nela.
–¿Y tu amo, te quiere mucho?
–Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las cosas....
–Todas las cosas que no puede ver.
El forastero parecía muy gustoso de aquel coloquio.
–Sí, señor; yo le digo todo. Él me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
–Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo bonito! Ahí es nada… ¿Te ocupas de eso?… Dime, ¿sabes leer?
–No, señor. Si yo no sirvo para nada.
Decía esto en el tono más convincente, y el gesto de que acompañaba su firme protesta parecía añadir: «Es usted un majadero en suponer que yo sirvo para algo.»
–¿No verías con gusto que tu amito recibía de Dios el don de la vista?
La muchacha no contestó nada. Después de una pausa, dijo:
–¡Divino Dios! Eso es imposible.
–Imposible no, aunque difícil.
–El ingeniero director de las minas ha dado esperanzas al padre de mi amo.
–¿D. Carlos Golfín?
–Sí, señor. D. Carlos tiene un hermano médico que cura los ojos, y, según dicen, da vista a los ciegos, arregla a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos.
–¡Qué hombre más hábil!
–Sí, señor; y como ahora el médico anunció a su hermano que iba a venir, su hermano le escribió diciéndole que trajera las herramientas para ver si le podía dar vista a Pablo.
–¿Y ha venido ya ese buen hombre?
–No, señor: como anda siempre allá por las Américas y las Inglaterras, parece que tardará en venir. Pero Pablo se ríe de esto y dice que no le dará ese hombre lo que la Virgen Santísima le negó desde el nacer.
–Quizás tenga razón.... Pero dime, ¿estamos ya cerca?… porque veo chimeneas que arrojan un humo más negro que el del infierno, y veo también una claridad que parece de fragua.
–Sí, señor, ya llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche. Aquí enfrente están las máquinas de lavado, que no trabajan sino de día; a mano derecha está el taller de composturas y allá abajo, a lo último de todo, las oficinas.
En efecto; el lugar aparecía a los ojos de Golfín como lo describía Marianela. Esparciéndose el humo por falta de aire, envolvía en una como gasa oscura y sucia todos los edificios, cuyas masas negras señalábanse confusa y fantásticamente sobre el cielo iluminado por la luna.
–Más hermoso es esto para verlo una vez que para vivir aquí—indicó Golfín apresurando el paso—. La nube de humo lo envuelve todo, y las luces forman un disco borroso, como el de la luna en noches de bochorno. ¿En dónde están las oficinas?
–Allá: ya pronto llegamos.
Después de pasar por delante de los hornos, cuyo calor obligole a apretar el paso, el doctor vio un edificio tan negro y ahumado como todos los demás. Verlo y sentir los gratos sonidos de un piano teclado con verdadero frenesí musical, fue todo uno.
–Música tenemos. Conozco las manos de mi cuñada.
–Es la señorita Sofía, que toca—afirmó María.
Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y el balcón principal estaba abierto. Veíase en él una pequeña ascua: era la lumbre de un cigarro. Antes que el doctor llegase, aquella ascua cayó, describiendo una perpendicular y dividiéndose en menudas y saltonas chispas; era que el fumador había arrojado la colilla.
–Allí está el fumador sempiterno—gritó el doctor con acento del más vivo cariño—. ¡Carlos, Carlos!
–¡Teodoro!—contestó una voz en el balcón.
Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. El doctor dio una moneda de plata a su guía y corrió hacia la puerta.
-IV-
La familia de piedra
Menudeando el paso y saltando sobre los obstáculos que hallaba en su camino, la Nela se dirigió a la casa que está detrás de los talleres de maquinaria y junto a las cuadras donde rumiaban pausada y gravemente las sesenta mulas del establecimiento. Era la morada del señor Centeno de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. Baja de techo, pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a los cuatro hijos de los esposos Centeno, al gato de los esposos Centeno, y, por añadidura, a la Nela, la casa, no obstante, figuraba en los planos de vitela de aquel gran establecimiento ostentando orgullosa, como otras muchas, este letrero: Vivienda de capataces.
En lo interior el edificio servía para probar prácticamente un aforismo que ya conocemos, por haberlo visto enunciado por la misma Marianela; es, a saber, que ella, Marianela, no servía más que de estorbo. En efecto; allí había sitio para todo: para los esposos Centeno, para las herramientas de sus hijos, para mil cachivaches de cuya utilidad no hay pruebas inconcusas, para el gato, para el plato en que comía el gato, para la guitarra de Tanasio, para los materiales que el mismo empleaba en componer garrotes (cestas), para media docena de colleras viejas de mulas, para la jaula del mirlo, para los dos peroles inútiles, para un altar en que la de Centeno ponía a la Divinidad ofrenda de flores de trapo y unas velas seculares, colonizadas por las moscas; para todo absolutamente, menos para la hija de la Canela. Frecuentemente se oía:
–¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!…
También se oía esto:
–Vete a tu rincón.... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.
La casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, a más de comedor y sala, alcoba de los Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas, que eran ya mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el primogénito, se agasajaba en el desván, y Celipín, que era el más pequeño de la familia y frisaba en los doce años, tenía su dormitorio en la cocina, la pieza más interna, más remota, más crepuscular, más ahumada y más inhabitable de las tres que componían la morada Centenil.
La Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro conforme lo exigía la instalación de mil objetos que no servían sino para robar a los seres vivos su último pedazo de suelo habitable. En cierta ocasión (no conocemos la fecha con exactitud), Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas como de ingenio, y se había dedicado a la construcción de cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, hasta media docena de aquellos ventrudos ejemplares de su industria. Entonces la de la Canela volvió tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde albergarse; pero la misma contrariedad sugiriole repentina y felicísima idea, que al instante puso en ejecución. Metiose bonitamente en una cesta, y así pasó la noche en fácil y tranquilo sueño. Indudablemente aquello era bueno y cómodo: cuando tenía frío, tapábase con otra cesta. Desde entonces, siempre que había garrotes grandes, no careció de estuche en que encerrarse. Por eso decían en la casa: «Duerme como una alhaja».
Durante la comida, y entre la algazara de una conversación animada sobre el trabajo de la mañana, oíase una voz que bruscamente decía: «Toma». La Nela recogía una escudilla de manos de cualquier Centeno grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer sosegadamente. También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del señor Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvención: «Mujer, que no has dado nada a la pobre Nela». A veces acontecía que la Señana (este nombre se había formado de señora Ana) moviera la cabeza para buscar con los ojos, por entre los cuerpos de sus hijos, algún objeto pequeño y lejano, y que al mismo tiempo dijera: «Pues qué, ¿estaba ahí? Yo pensé que también hoy se había quedado en Aldeacorba».
Por las noches, después de cenar, rezaban el rosario. Tambaleándose como sacerdotisas de Baco, y revolviendo sus apretados puños en el hueco de los ojos, la Mariuca y la Pepina se iban a sus lechos, que eran cómodos y confortantes, paramentados con abigarradas colchas. Poco después oíase un roncante dúo de contraltos aletargados que duraba sin interrupción hasta el amanecer.
Tanasio subía al alto aposento y Celipín se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos de las cestas donde desaparecía la Nela.
Acomodados así los hijos, los padres permanecían un rato en la pieza principal, y mientras Centeno, sentándose estiradamente junto a la mesilla y tomando un periódico, hacía mil muecas y visajes que indicaban el atrevido intento de leerlo, la Señana sacaba del arca una media repleta de dinero, y después de contado y de añadir o quitar algunas piezas, lo volvía a poner cuidadosamente en su sitio. Sacaba después diferentes líos de papel que contenían monedas de oro, y trasegaba algunas piezas de uno en otro apartadijo. Entonces solían oírse frases sueltas como éstas:
–He tomado treinta y dos reales para el refajo de la Mariuca.... A Tanasio le he puesto los seis reales que se le quitaron.... Sólo nos faltan once duros para los quinientos....
O como estas:
–«Señores diputados que dijeron sí…» «Ayer celebró una conferencia», etc.
Los dedos de Señana sumaban, y el de Sinforoso Centeno seguía tembloroso y vacilante los renglones, para poder guiar su espíritu por aquel laberinto de letras.
Aquellas frases iban poco a poco resolviéndose en palabras sueltas, después en monosílabos; oíase un bostezo, otro, y al fin todo quedaba en plácido silencio, después de extinguida la luz, a cuyo resplandor había enriquecido sus conocimientos el capataz de mulas.
Una noche, después que todo calló, dejose oír ruido de cestas en la cocina. Como allí había alguna claridad, porque jamás se cerraba la madera del ventanillo, Cilipín Centeno, que no dormía aún, vio que las dos cestas más altas, colocadas una contra otra, se separaban abriéndose como las conchas de un bivalvo. Por el hueco aparecieron la narizilla y los negros ojos de la Nela.
–Celipín, Celipinillo—dijo esta, sacando también su mano—. ¿Estás dormido?
–No, despierto estoy. Nela, pareces una almeja. ¿Qué quieres?
–Toma, toma esta peseta que me dio esta noche un caballero, hermano de D. Carlos.... ¿Cuánto has juntado ya?… Este sí que es regalo. Nunca te había dado más que cuartos.
–Dame acá; muchas gracias Nela—dijo el muchacho incorporándose para tomar la moneda—. Cuarto a cuarto, ya me has dado al pie de treinta y dos reales.... Aquí lo tengo en el seno, muy bien guardadito en el saco que me diste. ¡Eres una real moza!
–Yo no quiero para nada el dinero. Guárdalo bien, porque si la Señana te lo descubre, creerá que es para vicios y te pegará con el palo grande.
–No, no es para vicios, no es para vicios—dijo el chico con energía, oprimiéndose el seno con una mano, mientras sostenía su cabeza en la otra—es para hacerme hombre de provecho, Nela, para hacerme hombre de pesquis, como muchos que conozco. El domingo, si me dejan ir a Villamojada, he de comprar una cartilla para aprender a leer, ya que aquí no quieren enseñarme. ¡Córcholis! Aprenderé solo. ¡Ay!, Nela, dicen que D. Carlos era hijo de uno que barría las calles en Madrid. Él solo, solito él, con la ayuda de Dios, aprendió todo lo que sabe.
–Puede que pienses tú hacer lo mismo, bobo.
–¡Córcholis! Puesto que mis padres no quieren sacarme de estas condenadas minas, yo me buscaré otro camino; sí, ya verás quién es Celipín. Yo no sirvo para esto, Nela. Deja tú que tenga reunida una buena cantidad, y verás, verás, cómo me planto en la villa y allí o tomo el tren para irme a Madrid, o un vapor que me lleve a las islas de allá lejos, o me meto a servir con tal que me dejen estudiar.
–¡Madre de Dios divino! ¡Qué calladas tenías esas picardías!—dijo la Nela abriendo más las conchas de su estuche y echando fuera toda la cabeza.
–¿Pero tú me tienes por bobo?… ¡Ay! Nelilla, estoy rabiando. Yo no puedo vivir así, yo me muero en las minas. ¡Córcholis! Paso las noches llorando, y me muerdo las manos, y… no te asustes, Nela, ni me creas malo por lo que voy a decirte: a ti sola te lo digo.
–¿Qué?
–Que no quiero a mi madre ni a mi padre como los debiera querer.
–Ea, pues si haces eso, no te vuelvo a dar un real. Celipín, por amor de Dios, piensa bien lo que dices.
–No lo puedo remediar. Ya ves cómo nos tienen aquí. ¡Córcholis! No somos gente, sino animales. A veces se me pone en la cabeza que somos menos que las mulas, y yo me pregunto si me diferencio en algo de un borrico.... Coger una cesta llena de mineral y echarla en un vagón; empujar el vagón hasta los hornos; revolver con un palo el mineral que se está lavando. ¡Ay!… (al decir esto los sollozos cortaban la voz del infeliz muchacho). ¡Cór… córcholis!, el que pase muchos años en este trabajo, al fin se ha de volver malo, y sus sesos serán de calamina.... No, Celipín no sirve para esto.... Les digo a mis padres que me saquen de aquí y me pongan a estudiar, y responden que son pobres y que yo tengo mucha fantesía. Nada, nada, no somos más que bestias que ganamos un jornal.... ¿Pero tú no me dices nada?
La Nela no respondió… Quizás comparaba la triste condición de su compañero con la suya propia, hallando esta infinitamente más aflictiva.
–¿Qué quieres tú que yo te diga?—replicó al fin—. Como yo no puedo ser nunca nada, como yo no soy persona, nada te puedo decir.... Pero no pienses esas cosas malas, no pienses eso de tus padres.
–Tú lo dices por consolarme; pero bien ves que tengo razón… y me parece que estás llorando.
–Yo no.
–Sí; tú estás llorando.
–Cada uno tiene sus cositas que llorar—repuso María con voz sofocada—. Pero es muy tarde, Celipe, y es preciso dormir.
–Todavía no… ¡córcholis!
–Sí, hijito. Duérmete y no pienses en esas cosas malas. Buenas noches.
Cerráronse las conchas de almeja y todo quedó en silencio.
Se ha declamado mucho contra el positivismo de las ciudades, plaga que entre las galas y el esplendor de la cultura, corroe los cimientos morales de la sociedad; pero hay una plaga más terrible, y es el positivismo de las aldeas, que petrifica millones de seres, matando en ellos toda ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia mecánica, brutal y tenebrosa. Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia del aldeano. Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni religión, ni nociones claras del bien; todo esto se resuelve en su alma con supersticiones y cálculos groseros, formando un todo inexplicable. Bajo el hipócrita candor, se esconde una aritmética parda que supera en agudeza y perspicacia a cuanto idearon los matemáticos más expertos. Un aldeano que toma el gusto a los ochavos y sueña con trocarlos en plata para convertir después la plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; porque tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que espanta. Su alma se va condensando, hasta no ser más que un graduador de cantidades. La ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza, quitándole todos los medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de reducir a números todo el orden moral, la conciencia y el alma toda.