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Marianela
Benito Pérez Galdós
Marianela
-I-
Perdido
Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el Norte de España.)
Era un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad, y (dígase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una correa, y grueso bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear las zarzas cuando extendían sus ramas llenas de afiladas uñas para atraparle la ropa.
Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.
–No puedo equivocarme—murmuró—. Me dijeron que atravesara el río por la pasadera… así lo hice. Después que marchara adelante, siempre adelante. En efecto, allá, detrás de mí queda esa apreciable villa, a quien yo llamaría Villafangosa por el buen surtido de lodos que hay en sus calles y caminos.... De modo que por aquí, adelante, siempre adelante (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo no le pondría otra divisa) he de llegar a las famosas minas de Socartes.
Después de andar largo trecho, añadió:
–Me he perdido, no hay duda de que me he perdido.... Aquí tienes, Teodoro Golfín, el resultado de tu adelante, siempre adelante. Estos palurdos no conocen el valor de las palabras. O han querido burlarse de ti, o ellos mismos ignoran dónde están las minas de Socartes. Un gran establecimiento minero ha de anunciarse con edificios, chimeneas, ruido de arrastres, resoplido de hornos, relincho de caballos, trepidación de máquinas, y yo no veo, ni huelo, ni oigo nada.... Parece que estoy en un desierto… ¡qué soledad! Si yo creyera en brujas, pensaría que mi destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a ellas.... ¡Demonio!, ¿pero no hay gente en estos lugares?… Aún falta media hora para la salida de la luna. ¡Ah!, bribona, tú tienes la culpa de mi extravío.... Si al menos pudiera conocer el sitio donde me encuentro.... ¿Pero qué más da? (Al decir esto, hizo un gesto propio del hombre esforzado que desprecia los peligros). Golfín, tú que has dado la vuelta al mundo, ¿te acobardarás ahora?… ¡Ah!, los aldeanos tenían razón: adelante, siempre adelante. La ley universal de la locomoción no puede fallar en este momento.
Y puesta denodadamente en ejecución aquella osada ley, recorrió un kilómetro, siguiendo a capricho las veredas que le salían al paso y se cruzaban y se quebraban en ángulos mil, cual si quisiesen engañarle y confundirle más. Por grande que fuera su resolución e intrepidez, al fin tuvo que pararse. Las veredas, que al principio subían, luego empezaron a bajar, enlazándose; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero hallose en un talud, por el cual sólo habría podido descender echándose a rodar.
–¡Bonita situación!—exclamó sonriendo y buscando en su buen humor lenitivo a la enojosa contrariedad—. ¿En dónde estás, querido Golfín? Esto parece un abismo. ¿Ves algo allá abajo? Nada, absolutamente nada… pero el césped ha desaparecido, el terreno está removido. Todo es aquí pedruscos y tierra sin vegetación, teñida por el óxido de hierro.... Sin duda estoy en las minas… pero ni alma viviente, ni chimeneas humeantes, ni ruido, ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un perro que ladre.... ¿Qué haré?, hay por aquí una vereda que vuelve a subir. ¿Seguirela? ¿Desandaré lo andado?… ¡Retroceder! ¡Qué absurdo! O yo dejo de ser quien soy, o llegaré esta noche a las famosas minas de Socartes y abrazaré a mi querido hermano. Adelante, siempre adelante.
Dio un paso y hundiose en la frágil tierra movediza.
–¿Esas tenemos, señor planeta?… ¿Con que quiere usted tragarme?… Si ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las caras usted y yo.... Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter de un volcán apagado.... Hay que andar suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra; magnífico asiento para echar un cigarro, esperando a que salga la luna.
El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz… sí, indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban morendo, y que se apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera apreciar su vibración postrera.
–Vamos—dijo el viajero lleno de gozo—, humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta la música popular de este país.... Ahora calla.... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar.... Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella, qué melodía tan conmovedora! Creeríase que sale de las profundidades de la tierra y que el señor de Golfín, el hombre más serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la casa.... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja.... La graciosa cantora se va.... ¡Eh! Muchacha, aguarda, detén el paso.
La voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el oído del hombre extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gnómica, que entretenía su soledad subterránea cantando tristes amores, se había asustado de la brusca interrupción del hombre, huyendo a las más hondas entrañas de la tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas.
–Esta es una situación divina—murmuró Golfín, considerando que no podía hacer mejor cosa que dar lumbre a su cigarro—. No hay mal que cien años dure. Aguardemos fumando. Me he lucido con querer venir solo y a pie a las minas de Socartes. Mi equipaje habrá llegado primero, lo que prueba de un modo irrebatible las ventajas del adelante, siempre adelante.»
Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:
–Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas de Socartes?
No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y después una voz de hombre, que dijo:
–Choto, Choto, ven aquí.
–¡Eh!—gritó el viajero—. Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz!
–¡Choto, Choto!
Golfín vio que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal, después de gruñir junto a él, retrocedió llamado por su amo. En tal punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre, que inmóvil y sin expresión, cual muñeco de piedra, estaba en pie a distancia como de diez varas más abajo de él, en una vereda trasversal que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este sendero y la humana figura detenida en él llamaron vivamente la atención de Golfín, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclamó:
–¡Gracias a Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde estamos. No sospechaba yo que tan cerca de mí existiera esta senda.... Pero si es un camino.... ¡Hola!, amiguito, ¿puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes?
–Sí, señor, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco lejos del establecimiento.
La voz que esto decía era juvenil y agradable, y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena voluntad y cortesía. Mucho gustó al doctor oírla, y más aún observar la dulce claridad que, difundiéndose por los espacios antes oscuros, hacía revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada.
–Fiat lux—dijo descendiendo—. Me parece que acabo de salir del caos primitivo. Ya estamos en la realidad.... Bien, amiguito, doy a usted gracias por las noticias que me ha dado y las que aún ha de darme.... Salí de Villamojada al ponerse el sol. Dijéronme que adelante, siempre adelante....
–¿Va usted al establecimiento?—preguntó el misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que ya estaba cerca.
–Sí, señor; pero sin duda equivoqué el camino.
–Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de Rabagones, donde está el camino y el ferro-carril en construcción. Por allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aquí tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos en la última zona de explotación, y hemos de atravesar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las oficinas.
–Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación—dijo Golfín riendo.
–Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.
Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa.
–Usted…—murmuró.
–Soy ciego, sí, señor—añadió el joven—; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.
-II-
Guiado
—¿Ciego de nacimiento?—dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la compasión.
–Sí, señor, de nacimiento—repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
–Quién sabe…—manifestó Teodoro—¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?
El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.
–¿En dónde estamos, buen amigo?—dijo Golfín—. Esto es una pesadilla.
–Esta zona de la mina se llama la Terrible—repuso el ciego indiferente al estupor de su compañero de camino—. Ha estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo de nada de eso entiendo.
–Espectáculo asombroso, sí—dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo—, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.
–¡Choto, Choto, aquí!—dijo el ciego—. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.
En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.
El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.
–Es pasmoso—dijo—que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
–Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:
–Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?
–Diga usted, buen amigo—interrogó el doctor festivamente—. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?
–Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura.... Ahora vuelve la piedra.... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra.... También hay capas de pizarra: esto llaman esquistos.... ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.
–¿Quién, el sapo?
–Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
–En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:
–¿La oye usted?
–Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?…
En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:
–¡Nela!… ¡Nela!
Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.
El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
–No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería… en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le dijo:
–La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos juntos del prado grande… hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted.... Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las oficinas.
–Muchas gracias, amigo mío.
El túnel les había conducido a un segundo espacio más singular que el anterior. Era una profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de las que resultan de un cataclismo; pero no había sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del minero. Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad, doblándole en un ángulo obtuso. Hasta se podían ver sus descarnados costillajes, cuyas puntas coronaban en desigual fila una de las alturas. En la concavidad panzuda distinguíanse grandes piedras, como restos de carga maltratados por las olas; y era tal la fuerza pictórica del claro-oscuro de la luna, que Golfín creyó ver, entre mil despojos de cosas náuticas, cadáveres medio devorados por los peces, momias, esqueletos, todo muerto, dormido, semi-descompuesto y profundamente tranquilo, cual si por mucho tiempo morara en la inmensa sepultura del mar.
La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una peña o azotan el esqueleto de un buque náufrago.
–Por aquí hay agua—dijo a su compañero.
–Ese ruido que usted siente—replicó el ciego deteniéndose—y que parece… ¿cómo lo diré? ¿no es verdad que parece ruido de gárgaras, como el que hacemos cuando nos curamos la garganta?
–Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de agua? ¿Es algún arroyo que pasa?
–No, señor. Aquí, a la izquierda, hay una loma. Detrás de ella se abre una gran boca, una sima, un abismo cuyo fin no se sabe. Se llama la Trascava. Algunos creen que va a dar al mar por junto a Ficóbriga. Otros dicen que por el fondo de él corre un río que está siempre dando vueltas y más vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Yo me figuro que será como un molino. Algunos dicen que hay allá abajo un resoplido de aire que sale de las entrañas de la tierra, como cuando silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un chorro de agua, se ponen a reñir, se engrescan, se enfurecen y producen ese hervidero que oímos de fuera.
–¿Y nadie ha bajado a esa sima?
–No se puede bajar sino de una manera.
–¿Cómo?
–Arrojándose a ella. Los que han entrado no han vuelto a salir, y es lástima, porque nos hubieran dicho qué pasaba allá dentro. La boca de esa caverna hállase a bastante distancia de nosotros; pero hace dos años los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la peña, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal. Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro, donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día podrá usted verla perfectamente, pues basta trepar un poco por las piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo asiento. Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, señor, parece que nos hablan al oído. La Nela dice y jura que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he oído palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.
–Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras—dijo el doctor riendo.
–Así parece desde aquí… Pero no nos retardemos, que es tarde. Prepárese usted a pasar otra galería.
–¿Otra?
–Sí, señor. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto, adelante.
Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y siguiéronle el doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y lóbrego camino. Nunca el sentido del tacto había tenido más delicadeza y finura, prolongándose desde la epidermis humana hasta un pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones húmedos y medio podridos.
–¿Sabe usted a lo que me parece esto?—dijo el doctor, conociendo que los símiles agradaban a su guía—. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.
Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para el ciego; mas éste probole lo contrario, diciendo:
–Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías deben de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a todos los demás lugares que conozco.
–Esto es la idea de la meditación.
–Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por donde voy, y por él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.
–¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día!—exclamó el doctor con espontaneidad suma—. Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan magníficamente, no se acaba nunca?
–Ya, ya pronto estaremos fuera.... ¿Dice usted que la bóveda del cielo…? ¡Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente.
Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:
–Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis parecido más lindas que en este instante.
–Al pasar—dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra—he cogido este pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me lo parece.
Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
–Amigo querido—dijo Golfín con emoción y lástima—es verdaderamente triste que usted no pueda conocer que ese pedruzco no merece la atención del hombre, mientras esté suspendido sobre nuestras cabezas el infinito rebaño de maravillosas luces que llenan la bóveda del cielo.
El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
–¿Es verdad que existís, estrellas?
–Dios es inmensamente grande y misericordioso—observó Golfín, poniendo su mano sobre el hombro de su acompañante—. Quién sabe, quién sabe, amigo mío.... Se han visto, se ven todos los días casos muy raros.
Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor.
–No tengo esperanza—murmuró.
Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente.
–Aquí a la izquierda—dijo el ciego—está mi casa. Allá arriba… ¿sabe usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de Suso: lo demás ha sido expropiado en diversos años para beneficiar el terreno; todo aquí debajo es calamina. Nuestros padres vivían sobre miles de millones sin saberlo.
Esto decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña, una chicuela, de ligerísimos pies y menguada estatura.
–Nela, Nela—dijo el ciego—. ¿Me traes el abrigo?
–Aquí está—repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros.
–¿Ésta es la que cantaba?… ¿Sabes que tienes una preciosa voz?