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Glitter Season
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“ Posterguemos el viaje”, le había propuesto Emma, cuando habló con él durante una breve pausa.

“ No hay necesidad… ¡Es más, haz como si yo estuviera allí! De todas formas, ¿qué es lo que cambia? Estoy seguro de que sabrás disfrutar mejor de las vacaciones sin tu consorte que tan poco soportas”, le había respondido Aiden con la voz confusa.

“ Estás borracho”, comprendió Emma severa, pero Aiden ni siquiera respondió, debido a una llamada.

Cuando volvió del viaje de bodas sola, a Portland, Emma intentó hablar con Aiden muchas veces, pero sin éxito.

Definitivamente se dio cuenta del tipo de vida conyugal que habría tenido cuando consiguió llegar a la cuestión “casa”.

“ Yo tengo un apartamento maravilloso en la Quinta Avenida. Es muy grande y está cerca de tu oficina. Pensé que podrías mudarte conmigo”, intentó Emma tratando de no dejarse intimidar por esa máscara de hielo que él siempre tenía con ella.

“ Yo también tengo una casa, aunque un poco apartada… tanto que a menudo me quedo a dormir en la oficina.”

“ Entonces, ¿dónde preferirías estar?”

“ Si entendí bien, te gusta estar en tu apartamento.”

“ Sí”, le respondió Emma con una amplia sonrisa, finalmente contenta de poder enfrentar serenamente el tema. “Claro, pero sólo si a ti te gusta… yo me permití hacerte una copia de mis llaves”, continuó Emma, dándole un manojo de llaves que él no quiso tomar.

“ Podrías pasar por mi casa después del trabajo, así te muestro el apartamento. Podría preparar la cena…”

“ No tengo tiempo”, la detuvo de inmediato él.

“ Pero tendremos que decidir dónde vivir”, dijo ella insegura.

“ Si tanto te gusta vivir en la Quinta Avenida, no veo por qué tendrías que mudarte a otro lugar.”

“ Está bien… ¿Y tú?”

“ Yo no estoy nunca en casa. Estoy siempre de viaje y a veces me quedo aquí por la noche.”

“ Pero…”

“ No veo por qué tendría que molestarte.”

“ Aiden, yo… te lo ruego… tenemos que hablar...”

“ Disculpa, Emma, pero dentro de diez minutos tengo una reunión con el Consejo y todavía hay muchas cosas que discutir con tu abuelo, ya que quiere el control del 51% de las acciones de la Marconi Inmobiliarias”, la detuvo el hombre nervioso y apurado yendo a abrirle la puerta para acompañarla.

“ ¿Y el apartamento?”, dijo Emma confundida.

“ ¿Por qué tenemos que cambiar nuestros hábitos y arruinarnos la vida con la presencia del otro, cuando nos alcanza con ese certificado de matrimonio que tenemos?”

Emma hubiera querido gritar que estaban casados, que ella todavía estaba enamorada de él, que quería aprender a conocerlo y a amarlo como debería hacer una esposa con el marido, pero él la llevó delicadamente fuera de la oficina.

“ Buen día, Emma.”

“ ¿Puede un matrimonio hacer tanto daño?”, se preguntó cuándo volvió a casa, poniéndose a llorar.

“ ¿Cuántas lágrimas tendré que derramar antes de poder poner fin a esta tortura?”.

Y así comenzó su vida de casada: conviviendo son su propia soledad y algunas llamadas de la secretaria de Aiden que le avisaba de algún evento o fiesta a la que habrían tenido que asistir juntos, fingiendo ser la pareja más feliz del mundo.

Por amor a su abuelo, Emma se volvió una gran actriz al lado de ese extraño que todos llamaban su marido.

6

“ ¿Otro café?”, preguntó Emma amablemente con su tono pacato y casi afectuoso que había aprendido a usar cuando se dirigía a su marido en público.

“ No, gracias”, dijo Aiden avergonzado, casi sorprendido por sentir que su propia esposa le dirigía la palabra mientras lo miraba con la habitual expresión compuesta y cortés, pero que esa mañana no conseguía no sentirse molesto por su cercanía.

“ Lamento haber venido hasta tu casa a las siete de la mañana y sin siquiera avisarte. No volverá a suceder”, le repitió antes de hundir el rostro en el periódico para quitar la mirada del escote demasiado generoso por la bata de noche de seda de su esposa.

“ Ya te dije que no tienes que preocuparte. Ésta también es tu casa”, respondió Emma, intentado disimular la diversión que sintió cuanto vio a Aiden en su casa a la mañana temprano, con la camisa manchada de helado de fresas gracias a una niña un poco descuidada, y sin maletas por un problema en el aeropuerto cuando regresó de Chicago.

“ No sabía dónde ir, porque en la oficina ya está tu abuelo esperándome y mi secretaria está enferma. Además, con el tráfico que hay a esta hora, me habría llevado más de una hora volver a mi casa.”

“ Verás que dentro de un rato Carmen volverá con una camiseta adecuada para la reunión de ésta mañana, para que puedas volver a la oficina sin dar la impresión de haber sido víctima de un helado de fresa”, le aseguró Emma, refiriéndose a su ama de llaves.

“ Gracias y de todas formas me iré apenas vuelva Carmen, así podrás volver a dormir.”

“ Hoy yo también tengo que salir temprano. Tengo una cita”, le informó Emma, apartando la mirada y permaneciendo vaga, a pesar de que quería contarle todo sobre Abigail y su mudanza a una casa propia. Esa decisión fue el resultado de los problemas que tuvo con su madre, con quien no había hablado durante dos meses, y de su deseo de intentar arreglárselas por su cuenta, ya que ahora podía permitirse pagar un alquiler gracias su ascenso como editora por la serie de cuentos de Rachel en la Carter House.

Sin embargo, ese nombramiento era parte de la vida que se había labrado en esa soledad y era lo único feliz que tenía. No tenía intención de permitir que Aiden se entrometiera en eso también, a riesgo de arruinarlo todo.

“ Recuerda que esta noche tenemos una cena de beneficencia a la que asistir”, se irritó de repente Aiden, aunque mantuvo un tono de voz neutro para enmascarar su molestia frente a la vaguedad de esa información.

“ Estaré allí. ¿Otro café?”, preguntó nuevamente Emma.

“ No, gracias”, respondió parco Aiden, que continuaba a mirar fijamente los artículos de economía del periódico, pero por más que se esforzara no conseguía leer siquiera una línea por la agitación que le provocaba la cercanía de Emma. Tenía el cabello suelto y algo despeinado que le caía vaporoso por los hombros y la espalda como olas de fuego, su rostro desprovisto del maquillaje que normalmente cubría las pecas que siempre había adorado y soñado besar una a una, sus ojos algo adormecidos, pero siempre temerosos e incapaces de mantener la mirada fija sobre él, como si ella le temiera o él le disgustara. Siempre tenía esa expresión de complacencia y cortesía reverencial hacia él. Incluso esa voz tranquila y gentil sólo intensificaba su sensación de frustración.

Hubiera querido hacerle perder el control, escucharla gritar, gemir con sus besos, susurrar lánguidamente su nombre… pero por el contrario se encontraba frente a esa maravillosa estatua de Afrodita, con ese comportamiento que siempre le recordaba que Emma era suya, pero que no podía tocarla ni tenerla.

“” El nuestro es un matrimonio por conveniencia y Emma se ha casado conmigo sólo porque ama a su abuelo, no a mí””, se repetía siempre cuando sentía crecer el deseo y las ganas de cumplir con su rol de esposo.

Habían pasado dos años desde que se casaron y todavía creía que estaba unido con la única mujer que había amado en su vida, pero todavía no había conseguido hacer caer ese muro que había entre ellos desde el primer encuentro después de doce años de distanciamiento. Un muro que se llamaba Cesare Marconi y que tenía el control total de los sentimientos de la nieta, tanto como para obligarla también a ella a desaprobarlo y a despreciarlo, en su opinión.

Había querido encontrar a esa muchachita de doce años que había dejado, pero no hizo falta mucho para alejarla. Primero con su negativa a reunirse con él en su decimotercer cumpleaños, a pesar de la promesa que le había hecho el año anterior, y luego con ese encuentro tres años antes en la oficina de Cesare.

Lo había sorprendido lo hermosa que se había vuelto pero, por otro lado, había perdido toda la audacia que tenía de niña, prefiriendo retroceder y esconderse detrás de su abuelo que controlaba todo, llegando incluso a casarse con un hombre cuya vista ni siquiera podía soportar.

Los únicos momentos de aparente intimidad eran los relacionados con las cenas de su abuelo o los eventos públicos, en los que tomaba su brazo y caminaban juntos, con el rostro relajado y sonriente, precisamente como la gente espera de la que siempre había sido definida como la pareja perfecta. ¡Pero no había nada perfecto en su unión!

Todo era falso y tenía como objetivo satisfacer los deseos de Cesare, que quería que todos creyeran en su amor.

Aiden a menudo había tenido que contener su impaciencia, especialmente frente a esa encantadora esposa llena de gracia en todo lo que hacía y decía, pero siempre se había reprimido.

Eran sólo negocios, se repetía, pensando en la fusión entre la Marconi Construcciones & Inmobiliarias.

Pero la realidad era otra: no conseguía separarse de Emma.

“ Aquí está su camisa, señor Marconi”, dijo Carmen, la empleada doméstica.

Aiden miró la hora. Era tardísimo y por primera vez en su vida corría el riesgo de llegar tarde a una reunión.

De inmediato, agradeció a la mujer y se cambió rápidamente la ropa, quedándose con el torso desnudo.

Estaba tan ocupado vistiéndose que no se dio cuenta de la mirada sorprendida de su esposa que lo veía por primera vez sin camisa.

“ Yo también voy a cambiarme o llegaré tarde”, murmuró a disgusto Emma, corriendo a la habitación para escapar de los pensamientos excitantes que le nublaban la mente.

Tenía el corazón que le latía fuertísimo y el deseo de tocarlo y acariciarlo, como siempre había soñado, se había hecho tan fuerte como para asustarla y hacerle perder la cabeza.

Cuando volvió a la sala, Aiden ya se había ido.

“ Al menos podría haber saludado.”

“ Si me lo permite, creo que se ofendió por su fuga a su habitación”, le dijo Carmen.

“ ¿Fuga? No estaba escapando.”

“ No sabría decirle, pero esa era la impresión”, le respondió la doméstica con una encogida de hombros. Ella era la única que sabía la verdad sobre su matrimonio y después de años de servicio se permitía decir lo que pensaba sin tantos preámbulos.

7

Abigail tuvo que respirar profundo antes de poder tomar el iPhone sin hacerlo caer por el temblor. No le había alcanzado con la doble ración de gotas de Rescue Remedy para detener la agitación y la ansiedad que la estaban aplastando.

“ Hola”, exclamó de manera muy nerviosa, mientras seguía corriendo por NW Lovejoy Street.

“ Hola, soy Eloise Lillians, la hija de Rosemary Dowson Lillians”, se presentó una voz femenina tensa y fría.

“ ¡Buen día! Mire, ¡estoy llegando!”, se apuró a decir la muchacha apenas se dio cuenta que estaba hablando por teléfono con su futura –si todo iba como lo esperaba- dueña de casa. “Tuve un pequeño imprevisto, pero salí de Lovejoy Street. Estoy a pocos metros...”

“ No se preocupe, señora Campert.”

“ Camberg”, la corrigió rápidamente. Odiaba a las personas que estropeaban los nombres y apellidos de los demás. “Señorita Abigail Camberg”, dijo con calma y precisión.

“ Ah, disculpe. Mi madre es anciana y un poco sorda. Debe haber entendido mal el apellido”, se justificó la mujer avergonzada.

“ No se preocupe”, murmuró Abigail tímidamente, incluso si hubiera querido responderle que la querida señora Rosemary no era sólo un poco sorda, sino totalmente carente de audición y además se aturdía, ya que además de llamarla a menudo Campert, una vez le había incluso dicho que ya había hablado con su marido. Lástima que Otelo no hablaba y, excepto por sus dos queridas amigas, nadie sabía de su mudanza.

“ De todas formas, la he llamado para informarle que lamentablemente mi madre fue internada hoy por un problema cardíaco y por ello vendré yo a llevarle el contrato.”

“ Oh, lo lamento. Espero que no sea nada grave.”

“ No, por suerte, pero sabe cómo es… con la edad cualquier achaque se vuelve una preocupación y por eso los médicos prefirieron dejarla en observación por veinticuatro horas. Sin embargo, mi madre me pidió que cierre hoy el trato que tiene con usted por el apartamento en el segundo piso de Lovejoy Street. Yo me demorareéalgunos minutos debido al tráfico, pero le he pedido a mi tía, su futura vecina, que mientras tanto le dé las llaves de la casa para que no tenga que esperarme fuera.”

“ Se lo agradezco”, suspiró Abigail tensa y emocionada, llegando al condominio de baldosas rojas, que pronto sería parte de su vida.

Había pasado delante de ese edificio cada vez que iba a la tipografía por Rachel, pero nunca hubiera pensado que un día, justamente allí, en el segundo piso, esos ventanales ahora desnudos habrían escondido su primer apartamento. Sesenta metros cuadrados de casa sólo para ella y su pequeña familia.

Con el corazón que galopaba veloz como un caballo en la pradera infinita, corrió dentro del edificio, saltando feliz esos escaloncitos de piedra beige, a los que pronto habría tenido que habituarse ya que no tenía ascensor, hasta llegar al corredor del segundo piso, en el que había cuatro puertas color verde botella.

El color de las paredes rosa salmón contrastaba un poco con el de las puertas, pero no le importaba. ¡Ya adoraba ese edificio!

Estaba muy feliz porque, por primera vez en su vida, habría descubierto qué era ser absolutamente independiente, la libertad que tanto adoraba Rachel en sus discursos para hacerle olvidar la sombra angustiante de la soledad que temía como la misma muerte.

“” No estás sola, Abigail. Recuerda, sino te sientes bien sólo tienes que llamarme y vengo de inmediato. Incluso Emma dijo que está dispuesta a recibirte, sino llevas contigo a Otelo ya que es alérgica al pelo de gato””, la había dicho Rachel algunos días antes.

Si había aceptado dar ese paso tan importante, había sido sólo gracias a sus palabras de aliento, además de la terrible pelea con su madre dos meses antes.

Eufórica, recorrió volando todo el corredor hasta el número 204, la segunda puerta a la derecha.

Había casi llegado cuando vio a un muchacho apoyado en la puerta de ese que Abigail consideraba ahora su apartamento, mientras terminaba de fumar el tercer cigarrillo y tiraba la colilla en el piso, al lado de la alfombrilla, cerca de los restos de los otros cigarrillos.

“ ¿Pero cómo se atreve?”, se indignó de repente, pero antes de poder decirle nada quiso asegurarse que no fuera el nieto de la señora Rosemary u otro pariente con quien habría tenido que cerrar el trato.

“” Sólo falta que, por este maleducado, ¡me aumenten el alquiler, que apenas puedo pagar!””, pensó, acercándose al joven con cautela y con una sonrisa forzada en el rostro.

Cuando llegó a dos metros de ese individuo despreciable que estaba llenando todo el corredor con un olor acre espantoso de sus cigarrillos, éste finalmente se dio cuenta de su presencia y en una fracción de segundo se enderezó, apartándose de la puerta, luego con un golpe del talón empujó todas las colillas detrás de él.

Abigail se quedó en estado de shock, mirando hacia las cenizas que habían invadido y ensuciado todo el piso, hasta que el muchacho fue hacia ella, extendiéndole la mano.

“ Mucho gusto, soy Ethan. Hablamos recién por teléfono”, dijo con una sonrisa cautivante y encantadora con la que, estaba segura, estaba intentando hacerle olvidar toda la suciedad que había delante de sus ojos.

Lo volvió a mirar.

Era guapo, tenía que admitirlo. Tenía un rostro bellísimo que de inmediato llamó su atención. Incluso los ojos color almendra y verde, escondidos detrás del cabello rubio ceniza oscuro, eran interesantes, pero a pesar de la mirada seductora y el guiño en sus ojos, no se le había escapado ese pliegue en los ojos.

“” Ojos que conocieron el sufrimiento””, reflexionó, viendo también las ojeras que le oscurecían el rostro. “”Alguien ha pasado algunas noches insomne, últimamente.””

La barba descuidada y el olor a cigarrillo y humo que tenía le daban un look muy particular, a pesar de que debería tener unos veintiséis o veintisiete años.

Incluso su boca le dio curiosidad con esa sonrisa peligrosa y fascinante… y esa comisura izquierda más elevada que la derecha, le hizo intuir que esas sonrisas eran más usadas para provocar y burlarse, que para alegrarse.

Ni muy alto, ni muy bajo, con un físico cuidado, era decididamente atractivo.

“ Tiene que haber un error”, respondió Abigail, viendo la desconfianza en sus ojos por su larga y silenciosa mirada sobre su aspecto. Emma se lo decía a menudo, no mirar demasiado a la gente, porque eso no les gustaba a las personas y ninguno era un personaje de sus historietas o cuentos.

“ No entiendo.”

“ Yo no lo conozco”, le dijo amablemente, pero decidida a hacerse respetar. “Y esa puerta sobre la que estaba apoyado, es la puerta de mi apartamento”, explicó contenta.

La risa baja y gutural que salió de esa boca tentadora, la irritó.

“ Te equivocas”, la interrumpió el muchacho, sacando otro cigarrillo.

El pasaje del formal al informal la puso nerviosa, porque sabía que la estaba subestimando y le estaba faltando el respeto… algo muy frecuente, lamentablemente ya que, aunque tenía veinticuatro años, en realidad casi nadie le daba más de diecisiete.

“ ¡Tú te equivocas!”, se molestó. “Y ahora ve a fumar a otra parte, ¡sucio!”, dijo indicando toda la suciedad que había invadido el ingreso.

“ ¡Ni siquiera lo pienso! Yo me quedo aquí. Tengo una cita. Tú, además, ¿no deberías estar en la escuela a esta hora?”

Abigail resopló indignada. ¿Pero con quién creía que hablaba?

“ Tengo veinticuatro años. Hace mucho tiempo que terminé la escuela”, murmuró molesta, dejándolo helado.

“ Oh, disculpa. Creía que tenías dieciséis años... pareces tan pequeña.”

““ ¡Exagerado! ¡Sólo porque mido un metro cincuenta, no significa que sea una adolescente!””

“ Ves, por lo que parece, ¡quien se equivoca eres tú! Y ahora, saca esos zapatos sucios de mi ingreso y ve a esperar a tu cita a otra parte.”

“ Esta casa es mía así que ahora vete, pequeña”, respondió el muchacho, volviendo a apoyarse en la puerta y echándole en la cara el humo del nuevo cigarrillo, que Abigail describió de inmediato como “cancerígeno”.

“ ¡¿Irme?!”, se enfureció todavía más. “¡Tú debes irte! ¡Esta casa pronto será mía, por lo que no te permito tener ese comportamiento conmigo y matarme de cáncer de pulmón o de contaminar las paredes de este edificio!”

“ ¡Oh, demonios! Tenía que tocarme una de esas locas ambientalistas y fanáticas de la salud”, murmuró entre dientes el muchacho, inundándola de humo y haciéndola toser.

“” Tendré que tomar al menos un litro de té desintoxicante esta noche, para deshacerme de todo este desperdicio””, reflexionó Abigail, ya angustiada al pensar en sus pulmones ennegrecidos y enfermos.

“ Yo no estoy loca. Yo amo y respeto al prójimo y al planeta. Claro que no se puede decir lo mismo de ti”, dijo ofendida, arrepintiéndose de haber pensado por un instante que ese tipo fuera guapo. En realidad, era un monstruo de vicios y mala educación. “Y ahora te pediría amablemente que te vayas. Pronto llegará la propietaria de la casa para firmar el contrato de alquiler y preferiría que no estuvieras. No quisiera que me relacionara contigo, como para que arruines mi reputación”, continuó.

“ ¡¿Qué cosa?!”, gritó el muchacho furibundo, yendo hacia ella como un animal feroz.

“ Dije que te fueras”, repitió decidida a no dejarme intimidar.

“ ¡Olvídalo! Esta es mi casa. Ya me puse de acuerdo con la vieja”, se preocupó él, enojado.

¿Un competidor? Pero ¿cómo era posible?

“ ¿La señora Rosemary?”, preguntó dudosa.

“ Sí, ella. Vine a ver el apartamento hace cinco días. Le dije de inmediato que me lo quedaba, ya que trabajo en el pub aquí enfrente y ella aceptó de inmediato mi propuesta.”

Abigail había visto la casa hacía cuatro días, pero decidió no decirlo, ya que temía perder el negocio por haber llegado después. Además, adoraba esa casa y estaba en una ubicación estratégica, además de ser muy espaciosa como para tener lugar incluso para Otelo y los demás.

“ ¡Este apartamento es mío!”, se preocupó enojada y angustiada por la idea de tener que pasar otro mes buscando casa.

“ Eres una boba, si crees que te dejaré esta casa”, la atacó él a su vez.

Los dos contrincantes estaban por comenzar una sanguinaria batalla de insultos, cuando de repente se abrió la puerta delantera.

Una frágil y delicada señora sobre los ochenta años salió y, ayudada por su bastón, vino hacia ellos.

“ ¿Los señores Camperg?”, preguntó con un tono de duda.

“ ¡Camberg! ¡Abigail Camberg!”, la corrigió Abigail, levantando la voz todavía furiosa por esa discusión.

“ Sí, soy yo. Ethan Campert”, respondió al mismo tiempo el tipo a su lado, levantando la voz.

Ni siquiera su leve sonrisa de triunfo se le escapó mientras avanzaba hacia la dama.

“ Buenos días. Soy Teresa, la hermana de Rosemary Dowson. Lamentablemente mi hermana tuvo que internarse, pero me ha dejado las llaves del apartamento, diciéndome que se las entregue hoy. Más tarde llegará también mi sobrina con el contrato”, les informó, dándoles un manojo de llaves a cada uno, con las manos temblorosas y volviendo hacia la puerta.

“ Señora, ¿el apartamento para quién es?”, le preguntó nervioso Ethan.

“ Para ustedes.”

“ Nadie me había hablado de un compañero de departamento”, intervino la muchacha, pero la mujer no dio señales de haberla escuchado.

“” ¡Sorda como la hermana!””, pensó irritada.

“ Espere, la casa no puede ser para ambos. Esta muchacha está loca”, se entrometió el joven, haciéndola poner más nerviosa, pero la viejita les sonrió comprensiva.

“ Escúchenme. Tomen las llaves y entren en la casa. No está bien que esposa y marido discutan sus problemas personales en el corredor”, los regañó.

“ Nosotros no estamos casados”, aclaró Abigail inmediatamente, mientras intentaba detener las ganas de golpear la cabeza contra la pared para despertarse de esa pesadilla.

“ Tiene razón. Ni siquiera nos conocemos”, respondió el muchacho.

“ Tendrían que haberlo pensado antes de casarse”, dijo la viejita antes de encerrarse en su casa.

“ ¿Pero entendió lo que le dijimos?”, preguntó Abigail desmoralizada, dirigiéndose a Ethan.

“ Creo que es sorda”, murmuró él, mirando la puerta de la señora.

Ese día Abigail se prometió agregar también la sordera a su lista de “Enfermedades a no contraer por ningún motivo.”

Después de un momento de desorientación y dudas, Ethan abrió la puerta de la casa.

El interior era precisamente como se lo recordaba la muchacha: un pequeño saloncito sólo con un diván de tres cuerpos y un pequeño soporte de TV de color blanco como la mesita frente al diván, al que habría agregado un par de estantes para poner sus DVD y cursos de Pilates. Además, Emma había prometido ayudarla con la decoración.

La cocina daba a la sala de estar con la mesa del comedor colocada para que se pudiera ver la televisión mientras comía... Lo que nunca sucedería en esa casa, mientras ella viviera allí.

La cocina blanca, simple y ligeramente deteriorada por los años era funcional pero discreta.

Una cosa que había adorado desde el comienzo era la gran terraza que unía la cocina con la habitación principal. Daba casi toda la vuelta al apartamento y, aunque era un poco angosta, ya había tenido algunas ideas para organizar todas las macetas con hierbas aromáticas y medicinales que quería tener para preparar tés biológicos y jugos frescos y especiados.

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