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Veneficus El Embaucador
Al enésimo resoplido del vizconde por las palabras del Gran Limosnero3 , el tono del prelado se hizo más incisivo como queriendo atacar al escéptico aristócrata.
–Ya se trate de un hombre noble o de humilde origen, los prodigios y las virtudes los prodiga sobre todos. La obra milagrosa y los distintos fenómenos han sido siempre puestos al servicio de la humanidad, jamás por propio interés.
Rohan defendió con insistencia a su nuevo amigo, intentando acallar al vizconde. Ignaze-Sèverin du Grépon se volvió, entonces, a la consorte de Cagliostro.
–Condesa Seraphina, soy del parecer de que vuestro marido no puede permitirse curar a los enfermos gratuitamente, un gran amigo mío médico está furioso por su comportamiento.
Al ser sacada a colación la condesa rebatió tanta arrogancia:
–¿Cómo podéis afirmar que curar a los indigentes sin solicitar honorarios sea una acción vergonzosa? Además querría haceros notar mi desprecio con respecto a esos doctores que no se preocupan tanto por los enfermos sino más bien de las ganancias. Alessandro se ha formado espiritualmente allá donde han nacido las fes milenarias del mundo, a la sombra de las majestuosas Pirámides, bajo la mirada enigmática de la Esfinge. Además, ha profundizado en el estudio de las religiones y ciencias como la astrología, la nigromancia y muchos otros saberes.
El cardenal, en el momento en que iba a morder un muslo de faisán, volvió a sus obligaciones, yendo en socorro de la dama.
–Vizconde, ayudar a los pobres es el deber de todo buen cristiano y creo que vuestras palabras son dignas de reprensión. Os invito a que hagáis una atenta reflexión sobre las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo por lo que respecta al bien hecho al prójimo.
Convencido admirador de Cagliostro, el cardenal de Rohan continuó a exaltar de él las alabanzas:
–Os informo de que Cagliostro, en este período, está colaborando incluso con un remedio para la pelagra. Ha sido consultado por los más expertos con respecto a este descubrimiento del médico español Gaspar Casal. Mi amigo Alessandro está contribuyendo a la investigación y ha remitido a los expertos algunos de sus descubrimientos. En el laboratorio ha producido un compuesto derivado de elementos naturales simples. Frapolli, un médico italiano, ha alabado sus méritos. El emperador Giuseppe II de Ausburgo está interesándose en el estudio de esta enfermedad y tiene la intención de abrir un hospital en Italia, la ayuda de Cagliostro será fundamental. Esto, señores, os debería hacer reflexionar sobre sus intenciones y su altruismo.
Mathis había estado atento durante la discusión pero, al escrutar a los invitados, observó el rostro de la marquesa de Morvan que lo miraba con curiosidad.
Acabada la cena, el prelado pidió hablar a solas con Mathis:
–Jovencito, estáis aquí porque así lo quiere una amiga mía, la duquesa de Beaufortain, y hablaréis con Cagliostro en su laboratorio. Este privilegio exclusivo no se le concede ni siquiera a los adeptos de su masonería, consideraos afortunado.
–¿Cuándo deberá ocurrir todo esto?
–A su debido tiempo, no os preocupéis.
La conversación confidencial entre los dos hombres fue interrumpida por la irrupción de la marquesa de Morvan.
–¡Eminencia, os lo ruego, confesadme inmediatamente! He tenido pensamientos libertinos sobre un joven.
El cardenal, que conocía a su amiga, no dio importancia a sus palabras, pero esto no impidió que la mujer continuase hablando.
–Realmente sois tremendo, Mathis.
–¿Por qué me decís esto, señora?
–Vos no hacéis nada, son mis pensamientos los que os llevan a mis brazos.
–Si es sólo un abrazo no es un crimen. Para cumplir con mi deber de confesor, os dejo delinquir –el prelado se alejó riendo.
–Venid, conde –los dos se pusieron a caminar y la marquesa continuó hablando divertida –Mathis vos tenéis tantas cualidades: belleza, audacia, fuerza y virilidad, pero la mejor es la inteligencia.
–Os doy las gracias, madame. ¿A qué se deben todas estas lisonjas?
La marquesa de Morvan tenía intención de responder una vez que estuviesen en la biblioteca, en cuanto entraron el estupor del joven no se lo consintió.
–¡Que maravilla! ¡Un santuario de la cultura! ¿Estará al segundo puesto sólo por encima de la biblioteca de Alejandría en Egipto?–mientras se acercaba a los estantes comenzó a acariciarlos con las manos –Madame, mirad estos volúmenes encuadernados en piel roja y verde y también estos otros de delicadísima piel de cabra. Increíble la rebuscada elegancia de estas incisiones heráldicas en oro...
–Más que elegancia a mi me parece un gesto de megalómano. ¡Ha impreso incluso el emblema de familia en cada uno de sus libros!
–Marquesa, si os gustan las comedias antiguas aquí he encontrado una obra de Aristófanes, Las Tesmoforiantes.
–Amigo mío, si os debo ser sincera, encuentro las comedias griegas divertidas en los diálogos pero tediosas por sus continuas alternancias cantadas.
Habiendo comprendido el escaso interés de la marquesa de Morvan por el teatro helénico, Mathis volvió a poner el libro en su sitio.
–Conde, me estoy aburriendo –exclamó con un suspiro la noble dama –Os lo suplico, hablemos de otra cosa –dijo cerrando con llave la puerta de la biblioteca.
Mathis secundó a la mujer con una mirada cómplice.
–Durante la cena, cuando el vizconde du Grépon estaba contradiciendo al dueño de la casa sobre Cagliostro, vos no habéis dicho ni una palabra. ¿Estáis a favor o en contra?
–Soy sincero, marquesa, he oído hablar mucho de él pero no me he hecho una idea concreta. Estoy aquí para conocerlo.
–Conde, sed menos diplomático. Conozco los planes de Flavienne. Estáis aquí con el fin de codearos con Cagliostro y con la complicidad de Rohan visitar su laboratorio.
–¡Qué va! ¿Cómo se os ha ocurrido semejante cosa?
–Mathis, os lo ruego, no insultéis vuestra inteligencia y tampoco a la mía. La mentira no os pega.
El joven conde se puso tenso y en sus ojos apareció un destello de cólera. La marquesa levantó los hombros en un gesto de excusa.
–Sí, es verdad –Mathis fue categórico al responder provocando a la marquesa –¿no os gusta?
–Claro que sí.
–¿Pero...? –preguntó Mathis instigándola.
–Querría vuestra colaboración para una empresa mía. A los servicios que vais a hacer a Flavienne podríais añadir mis necesidades.
–¿Qué serían...?
La marquesa, con aire malicioso, se sentó en el sofá, invitando al conde a ponerse a su lado.
–Mathis, mis peticiones son muy sencillas. Cuando estéis en el laboratorio de Cagliostro deberéis recoger alguna prueba de que es un charlatán.
–¿Qué tipo de pruebas?
–Escritos, notas, venenos y todo cuanto pueda ser usado contra él.
–Marquesa, ¿pero con qué fin hacéis esto?
–Cagliostro tiene muchos amigos poderosos, no es por casualidad que se encuentra aquí en la mansión de Rohan, pero tiene también muchos enemigos. Yo y el vizconde de Grépon formamos parte de un grupo que lucha contra este embaucador sin escrúpulos.
–Durante la cena, igual que yo, no habéis dicho una palabra contra Cagliostro.
–En toda guerra que se respete, hay siempre el frente y la retaguardia. El primero ataca y la segunda organiza los refuerzos y los abastecimientos. Se actúa con astucia.
–¿Yo qué gano con todo esto?
–Mi amistad.
–Entonces, consiento sin dudarlo.
–Perfecto, estamos de acuerdo, haréis todo lo posible también por mí, secundando los deseos de nuestra amiga la duquesa, pero esto ella no deberá saberlo.
–¡Marquesa! Os pido sólo que me hagáis entender lo que me es difícil comprender en toda esta historia –añadió Mathis con una voz en la que se advertía una nota de sufrimiento –Vos y la duquesa de Beaufortain parecéis ser amigas pero, en esta ocasión, actuáis a sus espaldas, usáis sus medios para alcanzar vuestros objetivos, este es un comportamiento típico de un hipócrita –acabó de decir el conde sonrojándose un poco.
–Yo y Flavienne nos conocemos desde hace tiempo; no siempre pensamos lo mismo o nos gustan las mismas personas, y cuando esto ocurre no nos entrometemos. Nos toleramos. Para sobrevivir en este mundo son necesarias las alianzas y la nuestra funciona a pesar de todo. Y, de todas formas, ¿quién os dice que no conozca ya mis intenciones?
Mathis sonrió con tranquilidad, tenía otras preguntas para la marquesa:
–Habéis hablado de un grupo contra Cagliostro; ¿cómo es posible que el cardenal no esté al corriente? Y sin embargo, vos y el vizconde sois sus huéspedes, y el anciano Ignace-Sèverin no ha sido suave con el Gran Maestro.
–No subestiméis al cardenal, también él sabe jugar bien a este juego –la afirmación de la marquesa de Morvan encendió la curiosidad en el joven que levantó una ceja mirándola fijamente a los ojos. –Du Grépon es el ojo de lince, el oído atento del rey. Rohan lo sabe y ha aceptado de buen grado la presencia de este noble que conoce desde hace mucho tiempo; si el rey hubiese mandado a uno de sus generales de confianza o al vizconde de Narbonne, para Su Eminencia hubiera sido peor. El cardenal ha escogido el mal menor.
La marquesa, visiblemente satisfecha, se dejó ir.
–Antes habéis hablado con sinceridad, así que, decidme conde, ¿qué os han dicho sobre mi persona?
–Marquesa, es innegable que vuestras detractoras os describen como una comehombres. Las calumnias contra vos se refieren al campo de la conquista, de la seducción, del embaucamiento. Los difamadores os pintan como una irresistible Circe y una inagotable seductora. Marquesa, no debería ser yo quien os debe recordar que en Versalles la reputación de una persona es ridiculizada o degradada según los casos.
El conde leyó en el rostro de su interlocutora una mezcla de complacencia y una velada tristeza.
–Sin embargo, al mismo tiempo, está el juicio benévolo de mi amada duquesa que, al describiros, ha usado sólo palabras de elogio, de estima y de respeto. Por lo tanto, creo que es sumamente difícil juzgaros sin haber tenido el placer de conoceros.
–Me alegro. Ser mujer es un arte, ser una amante es sublime. Pensad en la gloria de la seducción, en las numerosas batallas de los placeres carnales y en la alegría al ver la propia victoria en los rostros de nuestros adversarios. Ser la rival de otras mujeres y prevalecer sobre ellas y vencer, es una satisfacción única en el mundo. Si en mí no fuese innata esta voluntad, hoy no estaría aquí, delante de vos, alabando los elogios de este delito para mí tan querido. El hecho delictivo, para mí, es siempre único, fatal y en ese instante que acompaña al orgasmo de los sentidos de la víctima escogida, que estará para siempre en mi poder. En mi caso, el hombre con el que me he casado es el que íntimamente conozco menos. Sabed, conde, he visto siempre la lujuria como una comilona y yo adoro comer.
–Estoy de acuerdo con vos, las pasiones deben ser secundadas, perseguidas y conducidas a buen fin.
–Entonces, ¿me autorizáis a que os seduzca?
Con aquella salida alegre, la dama acogió el pensamiento expresado por Mathis como una invitación para proceder a su conquista.
Los dos explotaron en una risotada común y cómplice.
La marquesa era un mujer ingeniosa, débil ante la belleza, maleable a las pasiones. Ardía en los mismo deseos pecaminosos que Mathis y esto los hacía sentirse próximos.
El conde comprendió el interés por parte de la dama. Sus miradas se volvieron coquetas.
–Sois una maldita intrigante, vuestra edad no corresponde con vuestra seducción.
El placer recíproco los arrastró a un beso apasionado. La marquesa se concedió aquella evasión con deleite, gozando de los labios sensuales del joven que, como un maestro, dieron placer a la noble dama.
–La fechoría se ha consumado, ahora, de verdad, tengo que ir a confesarme con el cardenal.
Ante esta broma, los dos rompieron a reír y la marquesa, bromeando, volvió a hablar al conde.
–Silencio, no demos pábulo a más habladurías a nuestra cuenta. Contención.
Los dos volvieron a su habitual conducta
–Trahit sua quemque voluntas –dijo Mathis.
–La sensualidad acompaña siempre al vicio –añadió la marquesa.
Cuando llegaron los otros huéspedes que, mientras tanto, se habían juntado en otra sala, interrumpieron la conversación.
–¡Bienvenidos! –exclamó el vizconde du Grépon –¿Os habéis perdido en los meandros del castillo?
–En realidad, en la biblioteca. Antes de iros deberéis pasar algunas horas en ese salón, veréis sorpresas maravillosas.
Después del breve cambio de palabras, el vizconde se despidió para retirarse a sus aposentos.
También la condesa de Cagliostro decidió retirarse y el vizconde se ofreció a acompañarla a sus habitaciones. La marquesa de Morvan pestañeó hacia Mathis, invitándolo a hacer lo mismo. Después de dejar a la dama en su alojamiento, el joven se dirigió, sin detenerse, hacia su habitación para liberarse de su indumentaria y para comenzar con la escritura de la carta a su duquesa, como había prometido hacer al acabar cada día.
Mi amada duquesa:
Os mando fielmente mis impresiones sobre Saverne y sus huéspedes. Pongo en vuestro conocimiento mi preocupación por lo que respecta al conde Cagliostro. Su consorte, la condesa Seraphina, me ha informado de que mi encuentro con el alquimista, tan deseado por vos, podría resultar arduo por culpa de sus muchas obligaciones.
He reflexionado sobre esto, pensando que la condesa no estuviese al corriente del encuentro programado con el marido, ya que si fuese así, el cardenal me lo habría dicho, y pienso también que deben permanecer secretas vuestras peticiones al Siciliano.
La jornada ha transcurrido en armonía, he sido presentado a todos los nobles convenidos. La marquesa de Morvan, vuestra querida y estimada amiga, es una mujer de intensa profundidad que me ha acogido de manera calurosa y ha animado mi introducción en el castillo de Rohan.
El vizconde du Grépon, por su manera directa de hablar, podría resultar poco simpático pero, personalmente, creo que es un hombre interesante e independiente de pensamiento.
El cardenal de Rohan se está mostrando muy amable conmigo.
Con la esperanza de haberos hecho un servicio agradable, prometo escribiros de asuntos que han acabado bien y de apetitosas charlas, a las cuales tendré atento el oído y que os harán feliz cuando los leáis.
Vuestro Mathis.
Capítulo 2
Habiéndose despertado pronto Mathis se dio cuenta de que era el único huésped despierto en todo el castillo. Decidió no tomar el desayuno solo e investigar los alrededores de la residencia. Observó los altísimos abetos plantados a los lados y las fontanelas dispuestas simétricamente en los jardines.
El joven conde fue hasta los límites del parque y, transcurrida una buena hora paseando, decidió volver a entrar en la mansión. Se dirigió hacia la estancia a la derecha de la entrada, de donde provenían las voces familiares de los otros nobles. En la mesa el anciano vizconde y la marquesa de Morvan estaban desayunando.
El primero estaba ocupado tomándose un té mientras que la dama tenía en la mano un plato de dulces, ésta, al ver entrar a Mathis, le dijo:
―Buenos días, conde. Sed amable conmigo, echadme un poco de té, agradecería incluso el mismo que está saboreando el vizconde.
El conde fue hacia una consola y sirvió a Sylvie.
―Buenos días, vizconde, ¿a vos en que os puedo servir? ―dijo risueño Mathis volviéndose al anciano noble que no lo había saludado.
―En nada ―respondió du Grépon.
El conde Mathis, hambriento, volvió a la consola rebosante de manjares y se sirvió. Después de prepararse un plato se sentó al lado de la marquesa y la mujer comenzó a hablar:
―¿Habéis dormido bien, conde?
―Magníficamente, marquesa.
―¿Habéis dormido solo? ¿Ninguna condesa os ha visitado?
―¡No! ¿Qué queréis decir, señora? ―el joven estaba desconcertado.
―A la condesa de Cagliostro no le habéis sido indiferente ayer, y se sabe que es una buena potranca.
Ante aquel descaro de la marquesa, el vizconde, que estaba saboreando su té, tragó por el sitio equivocado, casi ahogándose.
―Ignace, ¿va todo bien? ―exclamó la noble preocupada.
El vizconde tosió e hizo una señal afirmativa con la cabeza intentando recuperarse.
―Marquesa, ¿conocéis bien a la condesa? ―preguntó Mathis todavía confundido por la broma de la mujer noble.
―No, pero sus modales son de dominio público, como también las del maleducado de su consorte que ni siquiera se ha dignado a dejarse ver, ni trasmitir sus saludos.
―Por lo que he entendido, el conde Cagliostro es una persona muy atareada, tanto que no tiene tiempo para la vida social. Él mismo es consciente de su don y de lo que tiene que hacer, actúa por el bien común.
Placenteramente sorprendida por las palabras de Mathis, la dama replicó:
―Os veo muy apasionado defendiendo al siciliano, ¿estáis seguro de que vale la pena?
―Sabed, amada marquesa, ante los prodigios que él ha producido yo no puedo hacer otra cosa que creerle. De otro modo, ¿cómo podría juzgar a un hombre así sin caer en una irreverente arbitrariedad?
El vizconde du Grépon tomó al vuelo la ocasión para echar leña al fuego:
―Yo, señores, sostengo que además de ser un bufón, es de esos que se pavonean.
―Efectivamente, es un hombre muy extraño, pero hay testigos de sus empresas cumplidas con éxito ―continuó con su defensa Mathis.
―Jovencito, dada vuestra edad, no estáis todavía acostumbrado a ciertos sujetos que engañan a las personas de buena fe acuden a él ―replicó con pasión el noble Ignaze-Séverin ―En Londres ha estado implicado en el escándalo de los números de la lotería al persuadir a una burguesa acomodada para que le diese sus joyas. Ni siquiera hace dos años, Catalina de Rusia, a pesar de no conocerlo, le anticipó el dinero que sabía que le sacaría con sus artimañas. Vive como un rajá pero ningún banquero le ha hecho pagar nunca una letra de cambio o dado una bolsa de dinero.
―Vos, vizconde, según me parece, sois su mayor detractor, no sólo por el hecho de que conocéis anécdotas espinosas sobre su vida ―puntualizó Mathis.
―Es necesario saber de todo de los propios enemigos para poder desafiarlos ―concluyó el vizconde.
La marquesa se unió a su amigo:
―También yo tengo información sobre el siciliano.
Aquella afirmación capturó la atención del joven conde:
―En Varsovia, parece ser que ha sido bien acogido por el príncipe Poniski.
Interrumpiéndola, el vizconde dijo:
―Madame, esto fue porque el heredero al trono es un apasionado de la alquimia. Cagliostro en ese país ha encontrado un inocentón de rango, ideal para sus fines. Por no hablar también de otros poderosos de Europa, gente que ha creído en sus charlatanerías de vendedor de sueños.
―Amigos, os lo ruego, todos los hombres comenten errores, intentemos permanecer indiferentes a las noticias con respecto a este científico y juzguémoslo sólo después de haberlo conocido ―concluyó Mathis, harto de los prejuicios.
―¡Conde! Me asombráis, sois prudente y posibilista, estoy complacida ―la noble dama se puso seria y dispuesta a polemizar ―pero, ¿estáis seguro de que no sea un jactancioso y presuntuoso hombrecillo que se beneficia de una inesperada buena suerte?
―Podría ser, pero quiero conocerlo.
―Conde, vuelvo a repetir que vuestra ingenuidad es debida a vuestra edad. Haced caso de la experiencia, yo y la marquesa somos personas de mundo y sabemos reconocer a los malhechores y aquí, con Rohan, tenemos a uno de la peor especie.
―Por vos, vizconde, albergo una gran estima y estaré dispuesto a honraros en el momento en que consigáis desenmascarar a Cagliostro pero, por el momento, permanezco en zona neutral.
―El vil huye de la confrontación, si sólo pudiese debatir con él, estoy convencido que callaría a ese embaucador ―continuó hablando el vizconde seguro de sus intenciones.
―Estoy convencida que lo conseguiréis y yo os daré mi apoyo ―afirmó con decisión la marquesa de Morvan sonriendo al amigo vizconde.
La ausencia de Cagliostro alimentaba las discusiones acerca de él, financiando aquella máquina de maledicencia que ahora ya se había puesto en marcha contra él. El vizconde, el peor de sus detractores, no hacía otra cosa que echar descrédito y desprecio sobre el alquimista y también la marquesa hacía sus críticas, aunque estas resultaban más sosegadas, a pesar de ser igualmente calumniosas. Ambos nobles se habían unido en una guerra sin cuartel contra el conde Cagliostro, defendido solamente por su amigo Rohan, máximo admirador y su obediente discípulo.
El Príncipe de la Iglesia Rohan, después de haber concedido audiencia toda la mañana y disertado en la mesa con sus apreciados huéspedes, organizó un pequeño concierto para ellos por la tarde. La jornada soleada consintió que se desarrollase el acontecimiento en el gran quiosco del parque. Los aristócratas se prepararon para escuchar al clavicémbalo a una famosa concertista vienesa.
La agradable temperatura era adecuada para que las damas mostrasen sus escotes, luciendo cada una sus propios encantos.
La condesa Seraphina se unió a los otros convidados bastante tarde. Su exigencia de aparentar le imponía una larga preparación. Su traje había sido traído desde Italia, confeccionado con un tejido veneciano con referencias a la Serenísima y a su grandiosidad. Por otra parte, Casanova era su estimado admirador. Valiosas eran sus joyas, un feliz homenaje a su famoso marido que se enorgullecía de haberlas creado él mismo.
El vizconde saludó a la recién llegada y tomó la palabra:
―Queridísima condesa, ¿dónde habéis encerrado a vuestro consorte? Me convertiré en vuestro cuidadoso guardián.
―¡Ja, ja! ― comenzó a reír la señora condesa ―ya gracioso a estas horas.
La charla y el buen humor fueron el preludio de aquel placentero acontecimiento concertístico que tendría lugar dentro de breves instantes.
―Mathis, ¿no os deja un poco perplejo esta ausencia del conde Cagliostro? ―preguntó la marquesa un poco enojada.
―Está trabajando ―respondió el joven conde en tono irónico.
También el cardenal se unió a la comitiva sin dar importancia a las palabras de su viejo amigo.
A las cuatro de la tarde tuvo lugar el concierto. Los nobles tomaron sus puestos de frente a los artistas a punto de comenzar con las arias. En el momento de afinar los instrumentos al contrabajo le saltó una cuerda. Para Mathis fue la ocasión para ser el alma de la fiesta por encima de la torpeza del músico que, con maneras apresuradas y torpes, intentó poner remedio al incidente. Resuelto el problema, la esperada de la artista vienesa dio el primer acorde. Los músicos empezaron con el movimiento alegre, restableciendo la atención en un público efusivo y alegre.
Con las elegantes notas de las distintas sonatas que tocaron, el tiempo transcurrió alegremente y los espectadores, raptados por la música, no se dieron cuenta de la llegada de otro huésped, el conde de Cagliostro.
De estatura media y de complexión robusta, el rostro redondo y los rasgos simétricos y armónicos, una nariz recta y bien formada, una frente amplia y alta y los expresivos ojos negros. Sin molestar se sentó al fondo de la platea permaneciendo en silencio hasta la conclusión del concierto.
Después de los aplausos finales, la atención se dirigió hacia él.
―Amigos ―dijo Rohan ―tengo el placer de presentaros a aquel que gracias a sus experimentos es ahora ya famoso en toda Europa: el conde Alessandro Cagliostro.
El cardenal se esforzó en presentar lo mejor posible a su amigo pero el hombre fue acogido con frialdad.
Ningún aplauso, ningún tipo de reconocimiento surtieron las palabras del cardenal y esto enfrió el entusiasmo del dueño de la casa y del famoso huésped.
Mathis, para rebajar la tensión, se levantó homenajeando a Cagliostro con una reverencia, conquistando el reconocimiento de Rohan.