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Veneficus El Embaucador
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Veneficus El Embaucador

Язык: es
Год издания: 2020
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Autor: Piko Cordis

Veneficus, el embaucador

IN VERBIS, IN HERBIS, IN LAPIDIBUS

Alessandro Cagliostro

Traductora: María Acosta Díaz

Copyright © 2020 - Piko Cordis

En Versalles las ambiciones sin mérito encuentran

modos incómodos de obtener ventajas

María Antonietta, reina de Francia

****************************

La vanidad herida amarga los ánimos, aumenta los agravios,

produce intolerancia, genera odio.

Pierre Ambroise François Choderlos de Laclos

Marquesa de Morvan, cuando hayáis leído esta carta habré cruzado la frontera francesa. Voy a ver a la baronesa Von Wiffen que habéis conocido en el baile de Bordeaux. La duquesa de Beaufortain ha usado todo su poder para hacerme huir de París, de Versalles y de todos. Aquellos a los que creía amigos son mis detractores más duros. Si Dios quiere espero que sigáis siendo mi amiga y confidente.

Mathis Armançon

Francia, verano de 1781

El castillo del marqués de Villedreuil era la referencia para todos los aristócratas que hacían de la frivolidad su modus vivendi. No ser invitados a aquella magnífica mansión donde incluso sus Majestades habían sido hospedadas, significaba ser un noble provinciano.

El salón donde tenía lugar la recepción era lujoso y luminoso. El techo, lleno de frescos llevaba la firma de una escuela pictórica italiana, reproducía temáticas bucólicas que daban al ambiente un estilo refinado. En las paredes, tapicería de damasco rojo. Desde el techo colgaban arañas con varios círculos superpuestos, donde los cristales de prisma reflejaban la luz de las velas colocadas alrededor.

La duquesa Flavienne llevaba puesto para la ocasión un vestido de color rosa intenso orillado de organza azul turquesa mientras que el conde Mathis Armançon llevaba un traje color tabaco. El joven, desde hacía tiempo, se relacionaba con la noble Flavienne de Beaufortain, poderosa y rica dama de mediana edad.

Aquella tarde una multitud de personas abarrotaban la mansión del señor Jean-Baptiste de Villedreuil, una construcción de origen medieval con modificaciones de varias épocas. El esplendor de los mármoles, molduras, piedras labradas y ornamentos miniados, consagraban el orgullo y la gloria de la poderosa familia que lo habitaba. El linaje Villedreuil se enorgullecía de su descendencia nobiliaria que incluía valientes generales involucrados en batallas y guerras al lado de los reyes de la dinastía Capeto. Un noble de esta dinastía era recordado por haber estado entre aquellos que salvaron al soberano Luis IX del rapto tramado y dirigido por el conde de Bretagna.

– Conde, ¿vislumbráis a la marquesa de Créquy? ―preguntó madame Flavienne a su acompañante acariciándole la mano.

–No, desde aquí no consigo verla, os dejo un momento para buscarla.

La duquesa, que se había agenciado una copa de Chablis, lo degustaba complacida, encantada por aquel suave néctar obtenido de uvas amarillentas de Borgogna.

El conde llegó hasta su benefactora avisándole de la llegada de la marquesa.

Las dos amigas, después de efectuar los saludos de rigor, se pusieron al día.

–Duquesa, estoy muy contenta de volveros a ver y de tener la oportunidad de hablar con vos. Soy la embajadora de mi amado primo el cardenal de Rohan que os hace oficial la invitación a su castillo de Saverne para conocer al Gran Maestro Cagliostro, su invitado de honor. Como ya hace tiempo habéis solicitado, seréis recibida dentro de un mes. Su Excelencia ha hecho de todo para organizaros una semana en compañía de las personas que vos deseáis y de Alessandro Cagliostro.

La dama tomó de manos de la marquesa la invitación tan esperada para luego dársela al conde Mathis.

Las dos damas continuaron conversando placenteramente para, a continuación, unirse a los otros huéspedes y proseguir la velada en su compañía.

El conde guardó cuidadosamente en el bolsillo de la casaca la invitación para Saverne del cardenal y en la primera ocasión que tuvo a solas con la duquesa, durante la velada, volvió a retomar la conversación:

–Al final habéis conseguido alcanzar el objetivo que desde hacía tanto tiempo os habíais prefijado, me complace. Ahora os esforzaréis para llevar a cabo los diversos proyectos que más os preocupan. Pero, decidme, ¿qué sabéis de Cagliostro?

–Poseo alguna información sobre él, es huésped en el castillo de Saverne de mi amigo el cardenal Rohan desde hace un año y se esfuerza para sanar a las personas. Con sus artes y sus experimentos satisface las expectativas de mi amigo.

La duquesa miró a su alrededor derrochando sonrisas de circunstancia a los invitados que le demostraban su benevolencia y con un movimiento de la cabeza les respondía satisfecha.

Respondió el conde con un gesto de desilusión:

–Las noticias con respecto a él, comprendidos los diversos chismes, son las que todos saben, me muero de ganas de conocerlo ―exclamó con una mirada cómplice en dirección a Mathis.

–¿Habláis así porque querríais aprovecharos de sus poderes por alguna razón?

–Es verdad, conde, no os equivocáis, es más, estoy meditando una estratagema para poder rehacerme de un intolerable incumplimiento.

El conde levantó una ceja intuyendo las astutas intenciones de la duquesa. Cambiando de tema señaló a una dama que llamaba su atención.

–¿Habéis notado el entusiasmo de madame de Lamballe? Sus ojos están brillantes de felicidad...

–Creo que sé porqué están tan radiantes. Está a punto de organizar una fiesta que, como de costumbre, hará de tapadera a los deseos de la reina.

–¿Esperáis una invitación también para nosotros dos? ―replicó inmediatamente el conde.

–¿Por qué dudáis todavía de mi indiscutible comportamiento, mi dedicación a la Corte, como mis relaciones de salón, no os han hecho entender lo que yo represento? Sabéis bien quién soy, no lo olvidéis. La protección de la soberana me interesa mucho.

La duquesa se acercó a los otros nobles para rendir homenaje a la princesa María Teresa Luisa de Savoia - Carignano, viuda de Luigi Alessandro di Borbone, príncipe de Lamballe, en ese momento amiga íntima de la reina María Antonietta.

Mientras tanto la sala había sido enriquecida con nuevas personalidades prominentes y los dos cómplices se mezclaron con los otros huéspedes, la duquesa se informó sobre los acontecimientos de moda durante la estación, el conde emprendió una conversación sobre la literatura inglesa con algunas damas.

La condesa Chalons, amiga de la duquesa, después de haber expresado su opinión sobre los nobles que intervenían en la fiesta, con su elocuencia, puso en conocimiento de la amiga un último chisme.

–Me han dicho, querida amiga, que el conde Cagliostro se quedará en la mansión del cardenal Rohan durante mucho tiempo y que os invitará a pasar unos días en su compañía en Saverne.

–¿Cuándo debería ocurrir eso que afirmáis?

–Perdonad, pero no he acabado, debéis saber también que la recepción de la princesa de Lamballe, por encargo de la reina, se desarrollará en los mismos días en que el emperador Giuseppe II estará en Francia.

–¿El hermano de nuestra reina estará en la corte?

–Sí, ha sido confirmado. Sin embargo, pienso que para vos será complicado escoger entre la reina y Rohan, no se le puede decir no a ninguno de los dos.

La observación de la condesa llamó la atención de su interlocutora que, en ese momento, fue asaltada por un increíble dilema y, para no ser tomada por sorpresa, respondió:

–Confiad en mí, querida amiga, no cometeré errores diplomáticos. La circunstancia me obligará a una elección pero, no lo dudéis, escogeré de la mejor manera.

Después de decir esto, la duquesa y la condesa se separaron. Pero, mientras tanto, la angustia se había introducido en la cabeza de la noble dama. Ella no podía estar en dos lugares al mismo tiempo, de todas formas creyó que sabría cómo actuar.

La velada transcurrió alegremente entre manjares soberbios y bebidas añejas. El conde Mathis se entretuvo con el dueño de la casa conversando de esgrima. Jean-Baptiste se enorgullecía de una prestigiosa colección de armaduras y, vanidoso como era, quería mostrárselas al joven. Las dos salas del tesoro incluían una miríada de panoplias y corazas dispuestas sobre un lado de la pared, una serie de yelmos con cimeras y otros de tipo barbuta1 . Los pertrechos completos, pertenecientes a personajes ilustres de la historia, se apoyaban sobre tapices provenientes de Savonnerie.

El marqués de Villedreuil, como sus antepasados, amaba la confrontación en el campo, las campañas militares, pero también las reuniones mundanas y los bailes, subyugado por aquella vanidad de la que no podía sustraerse.

A última hora de la tarde, después de las diversiones y los juegos de cartas, Mathis y la duquesa decidieron tomar el camino de vuelta a casa. Durante el trayecto en la carroza la mujer, más resuelta que nunca, pidió al joven que cumpliese una misión en su nombre.

–Conde, sabéis perfectamente cuánto me fío de vos, por desgracia debo poneros al corriente de que, durante los días de fiesta de la princesa de Lamballe, no estaremos juntos...

–Madame, ¿vais a dejarme sólo en vuestro castillo?

–No he dicho esto, vos no vais a estar solo en mi mansión. Es más, tendréis mucho que hacer, trabajaréis para mi demostrándome vuestra lealtad.

El joven insistió:

–¿Qué queréis decir exactamente?

–Esos días vos iréis al castillo de Saverne y, justo en ese lugar, conoceréis a muchas personas entre las que se encuentra el conde Cagliostro. Lo que quiero es un informe detallado de lo que ocurra y, sobre todo, desearía también poseer algunas de sus pociones para mis fines.

El conde se quedó en silencio escuchando con solicitud las instrucciones de la mujer, comprendiendo que la duquesa había decidido no aceptar la invitación de Rohan.

–Sí, haré como ordenáis, pero no os escondo la desilusión que me provoca el alejarme de vos.

–Mi queridísimo Mathis, después de todo sólo deberéis ser paciente durante unos días.

–¿Unos días? –exclamó desesperado el noble

–Sí, lo habéis entendido, pero no os angustiéis, veréis como la diversión no os va a faltar, sin embargo, cuidado, debéis recordar siempre que estaréis allí para desempeñar una misión que es muy importante para mí.

Catorce días más tarde

–Conde, os diré los nombres de los invitados que encontraréis con Su Excelencia cuando seáis su huésped. El príncipe de la Iglesia Louis René Edouard de Rohan, puesto que está emparentado con los Borbone y los Valois, aquí en Francia tiene un gran prestigio. El purpurado es un hombre exagerado, no se preocupa de las críticas, seguro de su poder. Es el ídolo de los salones de Francia, es amable y galante con las mujeres, pero vanidoso y narcisista como nadie y quiero aprovecharme de su debilidad.

La duquesa, sin apartar la mirada de Mathis, se acomodó en el asiento ajustándose el corpiño a la vez que movía el escote.

–Monsieur Seguret, es el hijo de un primo mío y tiene unos diez años más que vos.

Al oír pronunciar aquel nombre el conde se sobresaltó.

–¿No me digáis que también él estará presente?

–Sí, uno o dos días solamente. Conozco la antipatía que tenéis por Faust Seguret, pero no quiero comentarios por vuestra parte. ¿Lo entendéis? Os hará feliz conocer a la marquesa Sylvie de Morvan, dama de la corte y mujer ingeniosa.

–Un espíritu libre y una mujer particularmente hermosa –subrayó el conde interrumpiendo a la duquesa.

–Monsieur Armançon, respetad a una dama noble como la marquesa de Morvan –exclamó la duquesa fulminando al joven con una mirada. –Continuamos, el vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Es un hombre de una honestidad única, puntilloso, estará allí para cuestionar y criticar al conde Cagliostro. A pesar de su edad, es realmente adverso a ocultistas y magos, la alquimia y las ciencias alternativas le dan miedo, convirtiéndolo en agresivo.

La dama miró fijamente al joven con complicidad, preocupándose por aconsejarle:

–Os sugiero que lo convirtáis en vuestro amigo, de objetar lo menos posible a sus provocaciones y de permanecer neutral. Sed astuto y casi adulador, una fría pero meditada diplomacia es lo que distingue a los hombres sabios.

Cuando acabó de hablar, la duquesa miró fijamente a los ojos al joven.

–¿Qué sucede, conde? Os veo confuso. ¿Las personas que os he nombrado os dan miedo? Todos ellos son, de distinta manera, amigos míos, gracias a mí ya os han aceptado y tendréis la ocasión de haceros conocer y cabe esperar que lo hagáis de la mejor manera.

–Os puedo asegurar que no temo a ninguno de ellos, os temo a vos. Ambos sabemos que tendré problemas para permanecer indiferente a las provocaciones de ese balón inflado que es el barón Seguret y debido a esto os desilusionaré. Nos detestamos mutuamente y estoy seguro de que habrá algunos enfrentamientos entre él y yo.

Después de escuchar las inquietudes del conde, la mujer con un tono suave contradijo a Mathis:

–Vos conocéis perfectamente las sutilezas de la sinceridad y hacéis un buen uso de ella pero conmigo debés tener cuidado. Os estáis justificando por cosas que pensáis hacer, yo no os daré mi aprobación. También yo tengo personas que me desagradan, envidiosos preparados para quitarme de en medio con sus informaciones. En la Corte se vive a diario una competición a veces difícil, se sale adelante gracias a las alianzas y resisten hasta que se consigue la benevolencia de nuestros reyes. Os mando a Saverne por mi cuenta, os estoy confiando un trabajo importante. Necesito el apoyo de Rohan y de Cagliostro, vuestra enemistad con Faust, sinceramente, no me importa nada.

–Perdonad mi egoísmo.

Las excusas del joven conde eran sinceras y la dama suavizó el tono intentando tranquilizar a su protegido:

–Conde, tengo una gran confianza en vos y no es por casualidad que estáis a mi lado desde hace unos años, no me desilusionéis.

Los ojos de la duquesa decían, con su mirada, que sus deseos no podían ser malinterpretados. Mathis estaba obligado a seguir sus órdenes.

Capítulo 1

Durante el viaje hacia Alsacia, Mathis pensó en muchas cosas, sobre todo en la duquesa que le había cambiado la vida y que lo había introducido en Versalles.

El joven conde era consciente de su atractivo, de aquel poder de seducción que el destino le había concedido. El regalo era tangible. Sus ojos y su rostro perfectos le habían abierto muchas puertas.

El conde se dedicó a la lectura, ciertos cuentos lo llevaron más allá de los lugares conocidos. Fantaseaba con la mansión del famoso cardenal. El castillo de la familia Rohan estaba situado un poco antes de la frontera con la antigua Prusia.

El viaje proseguía con paradas y momentos de tranquilidad que permitían al noble quedarse dormido.

Cerca de la pequeña ciudad el conde fue avisado por su guardaespaldas Andràs, sentado al lado del conductor. Faltaba poco tiempo para entrar en la ciudad. El conde, curioso, comenzó a escrutar las construcciones que, poco a poco, se estaban materializando ante sus ojos, al principio casas aisladas, luego cada vez más numerosas hasta llegar a un centro urbano. La carroza llegó hasta las proximidades de una cuesta sobre la que se elevaba una estructura de notables dimensiones. La entrada conducía a un viejo edificio adyacente que, tiempo atrás, era el núcleo central del castillo de Saverne, destruido por un incendio hacía dos años.

En cuanto llegó al castillo alto el conde descendió de la carroza mirando a su alrededor. Mientras su equipaje era descargado y llevado a las habitaciones a él destinadas, Mathis quiso bordear la estructura yendo hacia la otra parte de la mansión para comprender mejor la magnitud de lo sucedido Después de llegar al gran descampado pudo imaginar la belleza de la que había sido una de las más prestigiosas residencias de Francia.

Mathis encontró, supervisando los trabajos, al abad Georgel, el vicario general de su Excelencia. El conde fue hacia él mientras lo saludaba con cordialidad buscando su atención. El brazo derecho de Rohan saludó a Mathis demostrando estar disponible.

–Abad, soy el conde Mathis Armançon.

–Os esperábamos, ¿habéis tenido un buen viaje?

–Creo que sí.

El joven, sintiendo curiosidad por los papeles que tenía en la mano el religioso, echó un vistazo a los diseños.

–Son los proyectos del nuevo castillo, todavía hay mucho trabajo que hacer, pero como podéis ver vos mismo se trabaja sin descanso.

Mathis echó una ojeada a la nueva estructura que se entreveía entre los andamios donde los obreros trabajaban a un gran ritmo. El castillo había sido medio destruido, ahora se estaba intentando reconstruir aquella ala que no se había salvado.

El conde se dirigió hacia una mesa que formaba parte del mobiliario que había pertenecido a la mansión, refinada, pero quemada por diversos sitios. Allí, unos cuantos folios habían sido bloqueados con unas piedras.

–Estos son los planos completos –comentó el abad señalando los folios.

–Ya veo pero estoy observando la mesa.

–Estaba en uno de los salones, el fuego la ha desfigurado.

–Pero todavía es útil –Mathis seguía sintiendo curiosidad –Ha debido ser horrible.

–Yo estaba y os puedo asegurar que todavía hoy no consigo olvidar lo que sucedió –Georgel suspiró –Venid, os quiero mostrar algo.

El abad condujo a Mathis hacia un cobertizo cubierto con algunas telas enceradas y con un ademán veloz descubrió los restos de aquella noche. Una pila de utensilios informes, vigas y otros materiales indefinidos. El hombre cogió un poco de tierra y comenzó con su historia:

–La fachada y la parte central estaban iluminadas por llamas altas, lenguas de fuego que salían de las ventanas. Grupos de chispas caían por todas partes mientras que, en el interior del edificio, se escuchaban los derrumbes y ruidos sordos. Estancia tras estancia, local tras local, el fuego había tomado el control. Las paredes caían livianas, las habitaciones, privadas del techo, eran agujeros. Muchos, aquel día, se habían lanzado en medio de aquel infierno para salvar lo que podía ser salvado. Hombres valientes, intoxicados por los vapores mientras sentían aumentar el calor, la piel del rostro encendida, las sienes que latían y la respiración fatigosa: el orgullo de Rohan estaba quemándose, la suntuosa mansión estaba siendo devorada. Tapices valiosos que se enroscaban sobre si mismos, marcos que se quemaban, obras de arte sustraídas para siempre a la atención del mundo.

–¡Dios Míos! –exclamó atemorizado Mathis.

–Sí, y es a Él que hemos devuelto las almas de las víctimas. Hoy queda sólo el castillo alto donde os alojaréis junto con otros huéspedes.

–¿Y el cardenal?

–Su Excelencia se ha retirado al ala posterior de esta zona del edificio salvada de las llamas, destinada a su servidumbre y a las cocinas. En este espacio han sido almacenados todos los objetos que se han librado del incendio.

Conmocionado, Mathis tocó el hombro del religioso despidiéndose apesadumbrado.

Mientras paseaba por el parque, entre los setos geométricos de hoja perenne, reencontró la paz. Entre las espesas hileras de boj enano con los bordes a ras de tierra, intercalados con arbolillos de alheña podados continuamente, encontró el pabellón chino y a lo lejos reconoció el invernadero. Al levantar la vista, desde esa distancia vislumbró la construcción del castillo alto con una torreta que se elevaba sobre toda el área y al lado una iglesia de dimensiones medianas.

Volviendo atrás, Mathis pasó de nuevo por delante del edificio. La mirada recayó sobre trozos de vigas y sobre los muros ennegrecidos mientras que una camarera lo recibió con amabilidad y una reverencia.

–Bienvenido, conde, por favor seguidme a vuestros aposentos.

El noble aceptó la invitación de buen grado y en silencio recorrió los largos pasillos, advirtiendo un especie de soledad que pesaba sobre aquellos muros.

–Señor conde, estas son vuestras estancias. La cena está prevista para las siete en el salón de los querubines que se encuentra en la planta baja.

Con aquellas palabras la muchacha se despidió de Mathis.

El joven le dio las gracias con poco entusiasmo, luego, observando la habitación admiró el mobiliario. Cansado del viaje se dejó caer sobre el lecho. Mientras los ojos contemplaban el horizonte pintado en el cuadro enfrente de la cama, el sueño le ganó la batalla a los pensamientos de la misión que le había encargado su duquesa.

Antes de las siete, el joven aristócrata, estaba ya en el salón de los querubines.

Dos señoras: madame de Morvan, la noble nombrada por la duquesa Flavienne y otra dama desconocida, estaban hablando amablemente.

–Mathis, bienvenido entre nosotros –el saludo de Sylvie de Morvan fue alegre y amigable.

La marquesa, de mediana edad, era fascinante y propicia a pensamientos amables, incluso con alguna que otra arruga bien mantenida podía rivalizar con mujeres más jóvenes. Su presencia servía de apoyo a Mathis.

El joven hizo una reverencia a ambas damas esperando ser presentado.

–Conde Armançon, os presento a la condesa Cagliostro.

–Os conozco de algunas historias y lo más interesante es que todas las habladurías os describen como muy hermoso, y lo sois.

–Señora, la mujer de un gran hombre es por fuerza una mujer excepcional –replicó Mathis engreído por la apreciación. –La descripción que hace de vos Giacomo Casanova es la pura verdad.

La mujer sonrió graciosamente cubriéndose una parte del rostro con el abanico.

Seraphina Cagliostro tenía 27 años: la cabellera dorada, los ojos azul claro y las largas cejas resaltaban sobre un rostro de rasgos amables. Las formas generosas la convertían en apetecible.

–¿Vuestro marido está ahora en el castillo? –preguntó el conde.

–Está pero no se deja ver… siempre así, cada vez que se llega a un lugar nuevo, su preocupación es la de encerrarse en el laboratorio a trabajar. Sinceramente, no sé si conseguiréis conocerlo, su vida mundana es muy reducida.

El cardenal, acompañado por otro huésped, entró riendo por varias tonterías. El joven aristócrata, con una gran sonrisa, se acercó al Príncipe de la Iglesia que le tendía la mano, exhibiendo su anillo cardenalicio. Mathis, en señal de devoción, se inclinó para besar el zafiro.

–Conde Armançon, por fin habéis llegado –exclamó monsieur de Rohan.

–Sí, Eminencia, pero con un poco de retraso.

–Perfecto, perfecto… quiero presentaros al vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Ya veo que os habéis familiarizado con las otras señoras, por lo tanto demos comienzo a la cena –pontificó Su Eminencia.

Rohan caminó hacia el salón invitando a sus amigos a sentarse a la mesa.

La servidumbre puso sobre la mesa una gran cantidad de botellas y bandejas rebosantes de caza y verduras, mientras que encima de un alambicado mueble rococó desplegaban crostate d’albicoche2 , dulces de pasta de almendra recubiertos de chocolate espeso y fruta exótica, una visión golosa para los invitados. A la cabeza de aquella mesa rectangular, el dueño de la casa estaba sentado en una butaca con un alto respaldo tallado y ribeteado de oro con el emblema de la familia esculpido. Desde su trono, Rohan observó a sus huéspedes. Los aristócratas sentados alrededor estaban ocupados en distintas conversaciones con su vecino de mesa, quien con argumentos fútiles y quien menos. Una discusión sobresalía entre las otras.

–Cagliostro ha arruinado la vida profesional de muchos médicos –tronó categórico el vizconde dirigiéndose al puesto de honor de la mesa.

–Vizconde du Grépon, por la buena amistad que nos une y por la estima que siento hacia Alessandro, intentaré hablar con moderación, orientándome hacia la utilidad y el beneficio social. Considero a Cagliostro un benefactor. –Después de esta afirmación el cardenal echó una mirada a cada uno de los comensales y una amable inclinación de cabeza hacia donde estaba la bella esposa del conde Cagliostro, para a continuación seguir con el elogio del marido –Cagliostro, decía, es un benefactor. Produce beneficios en provecho no sólo del individuo sino de toda la comunidad. Nuestro magnánimo amigo cura a todos indistintamente sin conocer ni el nombre, ni la proveniencia, ni la riqueza.

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