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La Lista De Los Perfiles Psicológicos
“¿Yo en el balé?, hace años que no acudo a un evento artístico como este… muchos años”, me dije intentando recordar la última vez. Quizás me había volcado demasiado en mis pacientes, a los que atendía ya casi como si de una cita se tratase, y cuando se retrasaban sin haber avisado, hasta me ponía nervioso.
Hace tiempo que ni siquiera tenía vacaciones, ya que, en más de una ocasión, cuando regresé de un viaje de placer me encontré a algún paciente que había empeorado, simplemente porque no había recibido su sesión semanal conmigo.
Por eso, y por mi firme convicción de que la salud es lo primero, fui poco a poco abandonando mis viajes de ocio que tanto me gustaban. No tanto a tomar el sol tumbado en alguna playa de arenas blancas, pues era de piel clara y enseguida me quemaba bajo los rayos del sol; si no para realizar visitas culturales a nuevos lugares, adentrándome en sus museos.
Algo que a otros podría parecer aburrido, era para mí enriquecedor, ver cómo pensaban y actuaban en otras latitudes, con ritos y formas de expresarse tan característicos y singulares. Pero bueno, todo eso quedó atrás y de ello apenas quedará algún álbum de fotos y poco más.
–¡Taxi! ―grité nada más salir del edificio después de despedirme del portero, con el que había entablado una buena relación, aunque no me había querido meter en sus asuntos personales, a pesar de que en alguna ocasión me había tratado de abordar para consultarme al respecto.
A veces me costaba mantener la distancia con los demás, sobre todo cuando sabían de mi profesión y querían consultarme algún caso propio o de algún familiar.
La verdad es que no les culpo, pero sí que en ocasiones se volvía algo incómodo el tener que negarme a atenderles en mitad de un pasillo o por la calle, sin darse cuenta ellos de que existe todo un protocolo establecido, para que la persona tenga en consulta, su tiempo, su espacio y su tranquilidad.
A nadie se le ocurriría pedir a un cirujano que le abriese en mitad de la calle, pues es lo mismo que se me pide, que “opere su alma” en cualquier sitio.
–¡Taxi! ―volví a gritar, mientras levantaba la mano.
–¿A dónde quiere ir? ―preguntó el conductor cuando entré en su vehículo.
–Al balé, a ver esta obra ―dije mientras le enseñaba la entrada que había dejado fuera de la caja, la cual llevaba conmigo.
–¿Una buena noche? ―interrogó el taxista con una sonrisa burlona.
–¿El qué? ―indiqué extrañado por su gesto.
–Esta noche va a pescar, eso seguro ―respondió mientras me guiñaba un ojo.
–¿Se refiere a la caja? ―pregunté observando que no perdía ojo de aquel suvenir― bueno no es mía, y se lo tengo que dar a alguien, aunque no sé a quién.
–¡Claro!, ¡claro! ―dijo el taxista mientras rebuscaba en su camisa ―mire, esta es mi mujer, llevamos ya diez años casados y fue en un sitio como el suyo. Bueno, fue en una ópera, aunque a mí no me van esas cosas, a ella le gusta todo eso de arreglarse e ir a sitios elegantes.
»Estuve ahorrando casi tres meses para poder tener una velada inolvidable, al final salió perfecto. Lo único que la había dicho a ella es que se vistiese elegante y que pidiese la tarde libre en su trabajo. Y allí le hice la gran pregunta, y desde entonces seguimos juntos ―comentaba el taxista mientras miraba con cariño la foto ya casi desdibujada de su mujer.
–Bueno yo sí que voy a hacer preguntas, pero no va a ser esa ―traté de aclarar, aunque sin éxito.
–Ya hemos llegado ―dijo el taxista con una amplia sonrisa―. ¡Buena suerte!
–Sí, gracias ―acerté a responder sin querer darle más detalles de aquella extraña tarde en el que había acudido a consulta una mujer de improviso con esta caja que ahora portaba hacia una obra de balé que desconocía.
No es que fuese muy aficionado a este arte, pero en ocasiones, sobre todo cuando acudía a congresos, se organizaban actos culturales alrededor, dignos de contemplarse por el gran esfuerzo que ponían los organizadores de este.
Me encontraba frente a la puerta de un teatro, algo que me llamó la atención, pues no es el lugar habitual para poder presentar un balé. A la hora de acceder al local presenté la entrada y el portero me dijo:
–¡Buenas noches!, le esperábamos con cierto nerviosismo.
–¿A mí? ―pregunté asombrado por aquel saludo tan inusual.
–Por favor, espere que avisaré al resto.
Y dicho eso abrió una puerta interna y voceó:
–¡Ya está aquí!, preparados todos.
–¿A qué todos se refiere? ―volví a preguntar sin saber bien a qué venía aquel revuelo.
–¡Pase!, ¡pase! ―dijo una señorita abriendo una puerta lateral que obstaculizaba el paso al lado de la ventanilla de acceso.
–Gracias, pero no entiendo a qué viene tanta atención ―dije entre sorprendido y abrumado.
–¡Sígame! ―dijo aquella mujer mientras nos adentrábamos por un estrecho pasillo que desembocó en una pequeña sala.
–Por favor, venga aquí ―dijo otra persona desde una butaca.
–¿Por dónde bajo? ―pregunté mirando que me encontraba en medio de un pequeño escenario, mientras aquella mujer se retiraba.
–A su derecha al final hay tres escalones, no son muy grandes ―repuso la persona que se levantaba de la butaca.
Una vez encontré el sitio le dije a aquel que me había recibido con la palma de la mano abierta,
–¿Cuál es mi sitio?
–¡Cualquiera! ―afirmó con una gran sonrisa.
–¿Cómo dice? ―pregunté sorprendido de aquello.
–Sí, el que más le plazca ahora debo retirarme ―dijo mientras subía al escenario por donde yo había bajado, y desaparecía por el mismo sitio que lo había hecho la mujer que me había conducido hasta allí.
–¡Señores y señoras!, buenas noches, antes de nada, agradecerles su presencia, espero que esta obra sea de su interés. Y sin más dilación empezamos ―dijo el taquillero que ahora llevaba una chaquetilla verde y unas mallas del mismo color.
Miré a todos lados para ver si había más espectadores en aquella sala, y no conseguí ver a nadie. Aquello me sorprendió pues no comprendía qué es lo que pasaba allí. Estaba seguro de haber llegado al lugar adecuado, la dirección e incluso el taquillero, todo estaba en orden, a excepción de lo que había pasado de puertas adentro.
En el escenario se simultaneaban y presentaban sucesivamente aquellas tres personas bailando, realizando cambios constantes de vestuario y de entonaciones.
Al principio me costó un poco saber de qué iba la función, pero rápidamente comprendí que estaba ante una de las obras más representadas de la historia. Una obra calificada como de las más dramáticas a la vez que complejas, llena de amor, odio, venganza y deseo. Pero que es rápidamente conocida por una célebre frase “¡Ser o no ser!, esa es la cuestión”.
Hamlet, una de las obras trágicas más conocidas de William Shakespeare, pero adaptado a un pequeño pueblo creado en el escenario, en vez de reflejar la nobleza de Dinamarca de sus personajes originales.
La trama no distaba mucho de los dramas actuales, aunque los bailarines querían mantener esa vestimenta medieval e incluso usaban ese lenguaje rebuscado y poco directo de la obra original.
Además, como eran pocos los actores-bailarines, ellos mismos representaban varios personajes, siendo el distintivo entre uno y otro la indumentaria que usaban. Así, para que fuese evidente el cambio, los personajes femeninos lo hacían los dos chicos, además de personajes masculinos.
En apenas media hora habían terminado, y yo me quedé perplejo por aquello. No es que recordase la obra entera, pero sabía que tenía tres o cuatro actos, cada uno bastante extenso en el tiempo, pero esto, fue como un “Hamlet exprés”.
Cuando quedaron los tres bailarines de pie en el escenario con los brazos arriba tras haber realizado una reverencia doblando el cuerpo, bajando la cabeza casi hasta las rodillas, y deteniéndose a mirarme, no pude por menos que aplaudir.
–¿Qué le ha parecido? ― dijo el actor-bailarín que había hecho de taquillero.
–Bien ―dije intentando reponerme de la impresión.
–¿De veras le ha gustado? ―preguntó la actriz nerviosa.
–Bueno, en esencia está bien, aunque me ha faltado lo más importante ―dije sin querer desanimarlos.
–¿Lo más importante? ―preguntó el tercero.
–Sí, toda la introspección de los personajes, en especial del príncipe Hamlet. Me ha faltado algo de más auto diálogo.
–¡Lo sabía! ―dijo el primer actor.
–¡Tranquilo! ―dijo el tercero.
–¿Cómo cree que lo podríamos mejorar? ―preguntó ella.
–No sé, yo no es que sea un entendido ni nada de eso.
–Eso es lo que queremos, de ahí la invitación ―indicó la mujer.
–¡No entiendo! ―repuse confuso por aquella afirmación.
–Dejamos una invitación en el parque, para que aquel que quisiera pudiese asistir de forma anónima a nuestra “premier”, para de esa manera conocer de primera mano la impresión que causa nuestra obra en el espectador ―aclaró el primer actor.
–Bueno, quizás no soy todo lo imparcial que buscabais, soy psiquiatra y tiendo a analizar desde mi profesión todo aquello que veo y oigo, ¡es deformación profesional! ―aclaré con cierto tono de resignación.
–¡Entonces!, ¿le ha gustado? ―insistió la mujer que iba vestida con una malla y un tutú ambos negros.
–Sí, creo que es interesante el enfoque que habéis dado, pero se me ha hecho muy corto, y echo en falta algunas escenas importantes de la obra.
–De eso se trata ―afirmó con tono desafiante el tercer actor―. Si quiere ver una obra clásica se ha equivocado de sala, nosotros somos arriesgados, innovadores, y no queremos repetir lo mismo que el resto.
–A pesar de ello creo que un poco más de introspección sería bueno para que el público reflexionase sobre la naturaleza humana, tal y como pretendía Shakespeare ―señalé de nuevo.
–¿Reflexión?, no buscamos eso, queremos emocionar, impresionar, dejar sin respiración…. que cuando salga recuerde lo vivido como una experiencia única. ¡nada de reflexiones! ―insistió el tercer actor con un tono molesto.
–Bueno, sólo digo lo que pienso, creo que es un clásico, y hay que respetar algo de la obra original.
–Le agradecemos su tiempo ―afirmó la mujer mientras bajaba los tres escalones del escenario.
–Por cierto, ¿esto es vuestro? ―dije entregando la caja que me había conducido hacia esta experiencia tan imprevista.
–Sí, así es ―afirmó la mujer―. Aunque esperábamos que viniese acompañado.
–¿Acompañado? ―pregunté sorprendido.
–Sí, pero supongo que no tendría con quien venir ―afirmó el tercer bailarín bajando del escenario con tono algo sarcástico.
–La verdad es que, si hubiese sabido a lo que venía, podría haber invitado a alguien más, pero como no decía nada.
–¿Cómo nada? ―preguntó el primer actor, quien había hecho de taquillero―. Está el lugar, la hora y hasta que era una representación de balé.
–Sí, es cierto, pero no me imaginé en un sitio como este, en el periódico había visto que anunciaban una compañía de balé que actuaba hoy, y pensé que erais vosotros.
–¡Ojalá! ―dijo la mujer―. Nosotros no somos ni siquiera una compañía, únicamente unos amigos que tratamos de ofrecer un poco de arte al pueblo, pero eso sí, nos gusta que sea de calidad, y que aporte emoción al espectador.
–¿Ha escuchado bien?, ¡emoción!, no diálogo ―afirmó el tercer bailarín, mientras se sentaba a mi lado.
–Bueno, pues felicidades, y seguir así ―dije intentando acabar con aquella situación tan extraña, pues era mi primera vez que visitaba una de esas representaciones alternativas o como quiera que se llame.
Apenas acudía a sitios artísticos, pero cuando lo hacía buscaba siempre que fuesen obras de compañías internacionales.
–¡Un momento! ―dijo la joven sujetándome del brazo de la chaqueta―. ¿Y esto que es?
–¿El qué? ―pregunté asombrado por aquello.
–¿Este anillo y esta nota?, ¿qué quiere decir con esto? ―dijo extrañada mientras lo sacaba de la caja.
–Ni idea, venía con la caja ―afirmé yo sin saber el motivo de su extrañeza.
–Nosotros dejamos la caja en el parque para que aquella persona que quisiera pudiese vernos y así conocer su opinión, pero no pusimos esto ―afirmó el primer actor.
–Pues les aseguro que cuando recibí la caja estaba dentro ―insistí.
–¡Tenga! ―dijo la chica entregándome ambos objetos.
–¿Y qué quiere que haga yo con esto? ―pregunté contrariado al ver que no era de ellos.
–No sé, pero no es de aquí, muchas gracias por su visita, y por su opinión sobre nuestra representación ―afirmó la mujer mientras me señalaba el escenario con la mano.
–Acompáñeme a la salida ―dijo el tercer bailarín, mientras andaba delante de mí.
Le acompañé hasta la salida atravesando el pequeño pasillo y tras cruzar el umbral me di la vuelta y lo único que recibí de aquel hombre fue:
–¿Más diálogo?, ¿qué sabrá usted de balé?
Dicho lo cual cerró la puerta y quedé por unos segundos contemplándola antes de darme la vuelta y mirar a mí alrededor.
Casi toda la calle permanecía a oscuras, a excepción de algunos establecimientos de bebidas o de juego, esos que no cierran ni de día ni de noche.
Miré para ambos lados y no vi ni un coche. Consulté el reloj y vi con asombro que había transcurrido más de una hora desde que salí de mi despacho.
“¿Y a estas horas donde encuentro un taxi?”, me dije mientras comencé a andar calle arriba, a la espera de que pasase uno.
Como empezaba a refrescar me subí el cuello de mi chaqueta y metí las manos en los bolsillos cuando me di cuenta de que tenía aquel anillo. Lo saqué y vi con dificultad que tenía un grabado, algo de lo que no me había percatado antes, pero que con aquella escasa luz no conseguía ver con claridad.
Lo guardé de nuevo en el bolsillo y con la mano toqué la nota, y me di cuenta de que tenía un relieve en una de sus caras. Lo saqué, lo miré, pero no veía nada.
“Puede que a tras luz se vea mejor”, me dije mientras lo levantaba en dirección a una lámpara que a varios metros de altura hacía lo que podía por mantener la calle iluminada.
–Nada, así no se puede ―afirmé después de intentar verlo desde distintos ángulos.
Estaba en esto cuando se empezó a iluminar la calle y vi que venía un coche, rápidamente guardé aquel trozo de papel y me dirigí a pararlo.
–¡Taxi!, ¡taxi!… ―grité mientras realizaba aspavientos con las manos para que me viese.
–¿Taxi señor? ―me dijo el conductor parándose a mi altura.
–Sí, gracias ―afirmé aliviado mientras me introducía en la parte de atrás del vehículo.
–¿A dónde le llevo?
–Al Hotel Plaza.
–¡Ha tenido suerte de que volviese por aquí!, no es una zona muy recomendable.
–Sí, me estoy empezando a dar cuenta ―dije mientras pasaba y veía que se trataba de un vecindario algo descuidado.
–¿Viene por visita? ―preguntó el taxista.
–¿El qué? ―repuse mientras miraba el barrio que atravesábamos.
–¿Es su primera vez en la ciudad? ―insistió.
–Yo vivo aquí.
–¿Dónde?, ¿en el hotel? ―preguntó el taxista con tono de burla.
–Sí, así es ―afirmé categóricamente.
–Perdone, pero no entiendo ―dijo el hombre sorprendido.
–Llevo años viviendo ahí, de esta forma puedo centrarme en mi trabajo sin necesidad de distracciones en cosas innecesarias como las labores del hogar.
–¿Qué trabajo puede ser tan absorbente? ―preguntó curioso el taxista.
–Soy psiquiatra ―afirmé mientras me bajaba el cuello de la chaqueta.
–¿Psi…?, ¿qué?, ¿el loquero? ―preguntó mientras soltaba una carcajada.
–El que cuida de la salud mental de los ciudadanos de esta ciudad ―puntualicé sin alterarme por aquel comentario jocoso, que no era de los más ofensivos que había tenido que soportar.
–Bueno lo que sea, ¿y le da a para vivir en un hotel?, ganará usted mucho ―dijo mientras hacía un gesto con los dedos índice y pulgar, indicando dinero.
–No tanto, pero como no tengo más gastos me lo puedo permitir.
–¡Ah!, sí, claro ―afirmó el taxista mientras mostraba una sonrisa burlona.
–Si usted echase cuenta de lo que gasta en alquiler o hipoteca, más los gastos de luz, agua, seguros, y comida, probablemente optaría por una solución como la mía ―afirmé tratando de que viese las ventajas de aquello.
–Si le digo a mi parienta que nos vamos a vivir a un hotel, lo primero que me preguntaría es que si me ha tocado la lotería ―contestó jocosamente el hombre.
–¿Y lo segundo? ―pregunté siguiendo su broma.
–¿Que qué haría con mi suegra? ―respondió a carcajadas.
–¿Son familia numerosa? ―pregunté intrigado.
–¿Numerosa?, contando la parienta, su suegra, los tíos y primos. Cuando nos reunimos todos llegamos a ser diez, y uno más que viene en camino, ¿y usted no tiene mujer? ―preguntó jocoso.
–No, bueno, tuve, pero ahora no está.
–¡Ah!, lo siento ―afirmó cambiando el tono.
–Pues no lo sienta, se fue con otro mientras yo estaba en un congreso.
–¿Lo dice en serio?
Y los dos nos pusimos a reír de aquella situación tan absurda. Después de lo cual se hizo el silencio, casi tan molesto como el que sentí cuando volví a casa ese día y me encontré una nota de despedida de mi mujer que decía: “Espero que siempre consigas lo que quieras, yo así lo voy a intentar y por eso me voy”.
Una nota que llevaba conmigo siempre en la cartera, pero que no había llegado a enseñar a nadie, no sé si por vergüenza o por miedo a compartir mis sentimientos. Estaba claro que ella no era feliz a mi lado y que quería “explorar nuevas posibilidades”.
Tal y como me encontré la casa, y después de darme cuenta de la situación, cogí mi maleta que traía del congreso y me fui al Hotel Plaza, donde permanezco desde entonces.
No me hago idea de vivir en una casa sin ella. Tanto silencio, tanta soledad, en la casa que habíamos comprado con tanta ilusión. Íbamos a tener hijos, a verlos crecer, y aquella se convertiría en nuestra morada para los últimos años de nuestra vida, y apenas en dos años de matrimonio se acabó todo de esta forma. Ni una llamada de despedida, ni una explicación, únicamente una nota.
Es cierto que los últimos meses habían sido algo frenéticos por mi parte, centrados en un nuevo proyecto al ser cofundador de una asociación internacional de psiquiatras, donde queríamos ofrecer una nueva perspectiva a las personas ajenas a nuestra ciencia, editar una revista trimestral, buscar financiamiento para proyectos de investigación, atender a mi consulta… puede que hubiese descuidado aquello que más quería, pero no había visto ninguna señal.
Siempre que acudía a casa, ella estaba feliz y contenta, me contaba sobre su trabajo como profesora, me decía las dificultades que había tenido, y cómo había algún niño que le sacaba de quicio.
Incluso recuerdo que ya habíamos hablado de las próximas vacaciones realizando planes para pasar unas semanas en una de esas islas tropicales, llenas de cocoteros y arena blanca, donde el mar se confunde con el cielo, para poder estar los dos juntos compartiendo aquel pedacito de cielo en la Tierra. Y de repente, de un día para otro, una sola nota.
–¡Aquí es! ―dijo el taxista mientras paraba frente a la entrada principal del hotel.
–¡Gracias! ―contesté pagándole el trayecto y saliendo del vehículo.
–¡Buenas noches! ―comentó el botones del hotel.
–¡Buenas noches! ―dije mientras me volvía a subir el cuello de la chaqueta y entraba con algo de prisa porque había empezado a refrescar.
Tras subir las escaleras y cruzar la puerta giratoria me dirigí a la recepción.
–Buenas noches, habitación 311, ¿tienen algo de correo para mí? ―pregunté mientras esperaba que me diesen la llave de la habitación.
–No doctor, pero aquí tiene los periódicos de hoy, tal y como tiene solicitado.
–Muchas gracias, buenas noches ―dije mientras recogía los diarios internacionales que me gustaba ojear antes de acostarme.
–¿A qué planta? ―preguntó el ascensorista.
–A la tercera ―afirmé sabiendo que él conocía la respuesta, pues todas las noches me hacía la misma pregunta.
–¿Un buen día? ―volvió a preguntar.
–¡Bueno!, ha sido una tarde inusual.
–¿Lo dice por el tiempo?
–Sí, también por eso ―contesté con una sonrisa forzada.
–¡Ya hemos llegado!, que tenga una buena noche.
–Lo procuraré, muchas gracias ―dije saliendo del ascensor y dirigiéndome a mi habitación.
Al final del pasillo, tenía una pequeña suite, que disponía de un pequeño despacho y un dormitorio. No era muy grande, pero era lo mejor que había podido negociar con el director del hotel, ya que no era usual tener clientes alojados durante años en la misma habitación.
Nada más abrir la puerta de la suite me di cuenta de que algo no andaba bien. Un fuerte olor a puro inundaba la estancia, algo que por supuesto no era mío pues no fumaba, y tampoco recibía invitados en mi cuarto, por lo que no pude por menos que soltar un:
–¿Quién anda ahí?
Antes de pulsar el interruptor, pero no se encendían las lámparas, a pesar de pulsar repetidamente la llave de la luz.
–No se apure doctor, todo está bien ―dijo una voz desde mi sillón.
Había pasado tanto tiempo en aquella estancia que era capaz de reconocer cada recoveco, y sabía que desde donde me hablaba únicamente había un sillón bajo una lámpara que era el lugar donde me solía sentar a leer los periódicos antes de acostarme.
–¿Quién es usted? ―pregunté echando un paso hacia atrás y dirigiéndome hacia la salida para abrir la puerta y por lo menos iluminar el cuarto.
Estaba a punto de hacerlo, con la mano en el pomo, cuando de repente noté que alguien me la sujetaba impidiéndome bajar el tirador de la puerta.
–¡Tranquilícese!, se lo ruego, si quisiera hacerle daño no estaríamos hablando aquí.
De repente se hizo la luz tras de mí, el hombre que estaba hablando había encendido la lámpara y con ello había visto cómo otro enchaquetado y con guantes me sujetaba con dos manos la mía.
Solté y me giré para protestar por aquel abuso de mi intimidad, pues, aunque no fuese así, consideraba aquel espacio como mi casa.
–¡Tranquilo!, ya le he dicho que no queremos hacerle daño ―repuso el hombre sentado junto a la lámpara mientras encendía un puro.
–¡Aquí no se puede fumar! ―protesté.
–De verdad que me sorprende, un hombre como usted, con su talento, que haya terminado en un agujero como este ―indicó el hombre del puro mientras expulsaba una bocanada de humo.
–No me van los halagos, no sé lo que quieren, pero se equivocan de hombre ―insistí tratando de zafarme de esa situación tan incómoda.
–Seguro que a estas alturas ya se habrá hecho un esquema de mí.
–¿Un esquema? ―pregunté con tono de sorpresa.
–No se haga, doctor. Le conocemos bien, o prefiere que le recite todos los libros que tiene escritos con respecto a perfiles psicológicos ―comentó con tono desafiante.
Unas palabras que me devolvió a mis tiempos de facultad, cuando aún era un estudiante y me pasaba horas y horas en la biblioteca.
En una ocasión cursando la asignatura de Bases Psicológicas y Biológicas de la Personalidad descubrí con fascinación cómo se podía diseccionar a las personas hasta un punto indescriptible.
Las formas de ser, sentimientos y pensamientos quedaban al desnudo frente a un buen analista que era capaz de descubrir los secretos de cualquier persona como si fuesen de cristal transparente.
Algo que al principio empecé a leer por hobby, ya que no estaba dentro de las materias obligatorias, pero que al poco se hizo parte de mi especialidad, abordándolo desde distintas asignaturas, profundizando en lo que actualmente se conocen como Perfiles y que tan útiles son para los juicios a través del trabajo pericial, e incluso en el ámbito de los recursos humanos a la hora de seleccionar el mejor candidato.
–Benjamín Franklin, Carl Gustav Jung, Albert Einstein… incluso se ha atrevido con Stephen Hawking, ¿es usted un osado o un visionario? ―preguntó el hombre del puro.
Mientras me alejaba de la puerta dejé mi chaqueta sobre un perchero y buscando en una de las estanterías saqué un voluminoso libro sobre perfiles y le dije:
–Si quiere aprender puedo prestarle alguno de mis libros.
–No he venido para perder el tiempo ni para recibir clases suyas, únicamente quiero saber si está usted capacitado para ello.
–¿Para qué? ―pregunté tratando de descubrir un poco más de aquella situación.
–Lo siento, nos hemos equivocado ―afirmó el hombre mientras se levantaba.
–Se refiere usted, a que quiere ver si soy capaz de decirle que a pesar de su acento fingido y de sus modales supuestamente refinados, no es más que el hijo de un comerciante que le enseñó el mundo de la palabra y del engatusamiento, empleando cierto grado de teatralidad a la vez que maneja el miedo y el desconcierto, dejando entrever que es usted quien domina la situación, cuando en realidad no sabe cómo voy a reaccionar.