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Esta era apenas mi segunda visita a la Habana, la anterior había sido como diez años antes, así que poco práctico como estaba para deambular sin dirección, decidí pasar la noche en los bancos de la Lista de Espera de la Terminal de Ómnibus. Me encontré allí un hervidero de gente tirada en el piso sobre cartones y ni un huequito siquiera en un banco donde reposar mi huesos. Me entraron unas ganas tremendas de regresar a casa, a mi camita tibia, hacía más de un mes que no sabía nada de mi madre, abuela, hermano y primo. Las defensas comenzaron a ceder ante la tentadora idea del regreso y la obtención del perdón familiar y ya casi estaba decidido a apuntarme en la Lista de Espera para volver a Santa Clara cuando tres jóvenes amulatados se me acercaron.


En seguida me puse alerta, pues tenía conocimiento de los maleantes y embaucadores habaneros que merodeaban por las terminales y timaban a los pasajeros que veían con cara de guajiros, pero no, era mi salvación lo que el Destino ponía en mis manos. Por lo que pude entender con mi famélico inglés, supe que eran egipcios y que andaban extraviados, habían llegado el día anterior para el Festival y ansiosos por conocer la ciudad y su gente salieron a dar una vuelta, se empataron con unas muchachas habaneras que los engatusaron y robaron los dólares que traían. De pronto me alumbré y les pregunté por los pasaportes, por suerte los conservaban consigo, para no llamar mucho la atención de posibles curiosos bajamos al piso inferior donde era menor la multitud y les hice creer que yo era un estudiante nicaragüense también delegado al Festival y prometí ayudarlos. Un rápido cálculo de mis finanzas me demostró que bien valía la pena gastarme diez pesos y alquilarles un taxi que los llevara hasta su albergue. Insistieron para que los acompañara pues temían el regaño del jefe de su delegación, pero con el pretexto de que estaba allí esperando por unos compañeros míos que pronto arribarían me los quité de encima. Después de media hora tratando de capturar un Chevy, logré que uno los llevara. En la despedida, con fuertes abrazos incluidos, me las arreglé para extraer los papeles del bolsillo de uno de ellos.


Así es la vida, en apenas unos minutos me había convertido en Ahmed el Meligui, natural del Cairo y con alojamiento en el Pedagógico Varona. Indudablemente que por aquel lugar no podría ni asomarme, pero tener en mis manos una credencial para mostrar a las autoridades y entrar en los lugares de los eventos era un gran logro, algo con lo que no había ni siquiera soñado. Me quedaban veinticinco pesos.


Amaneciendo llegué a la escuela Lenin, al parecer allí habían trabajado toda la noche recibiendo delegados, porque numerosas personas caminaban aún a esa hora por los pasillos y áreas exteriores. Me colgué del cuello la credencial y haciendo uso de un acento extraño empecé a mascullar un español que para cualquiera era legítimamente extranjero, así supe donde se encontraba el comedor, mi primera e inmediata meta, ya que nada me apetecía más, ni más agradecerían mis húmedos huesos que un café con leche bien caliente y un pan con mantequilla. En el comedor, amplio y encristalado había para escoger: yogur, malta, helado, leche fría, frutas, ensaladas, dulces, pero café con leche ni para un remedio. Tuve que conformarme con un par de bocaditos de jamón y queso y una taza bien llena de té caliente. Pregunté después, para quitarme el susto, qué delegaciones se hospedaban en la escuela, pues me hubiera visto en un aprieto si alguien se dirigía a mí en árabe, idioma en el que sólo sabía decir Salam Alekum, por suerte allí primaban delegados latinoamericanos y de la Europa socialista.


Al cabo de una hora el jolgorio y el aire festivo aumentaron cuando se fueron sumando a los deambulantes otros cientos de jóvenes recién llegados y otros cientos recién levantados. Me puse en una fila en el vestíbulo y me entregaron dos pullovers, uno con la Flor del Festival y otro con un CUBA SI grandísimo en el pecho; en otra cola me dieron una gorra roja y un puñado de sellitos metálicos con saludos y consignas. Hice otra cola, esta vez más larga y pude abordar un ómnibus que nos llevó hasta la Playa de Santa María.


Después de la tormenta del día anterior el sol lucía radiante y la atmósfera limpiecita, como acabada de estrenar, sin embargo mi mente, que debía estar también clara y como recién estrenada, era un hervidero, una madeja de sentimientos, deseos, aspiraciones y miedos que le roncaba. Por un lado tenía la tranquilidad de poseer un documento que me amparaba y que suponía iba a ser el Ábrete Sésamo de los próximos días, por el otro me corroía el temor de ser sorprendido in fraganti en mis mentiras, lo mismo por la policía o autoridades de los albergues, que por los propios delegados, ya que si ante algunos me había presentado como árabe, para otros era nica, para otros más colombiano y todavía me faltaba personificarme como Silvio.


La barbita que me había afeitado en Camagüey ya estaba casi como antes, sólo que sin guitarra me sería mucho más difícil lograr mis propósitos. Por lo pronto y en vista de que era la tendencia generalizada entre los delegados, que serían muy revolucionarios, antimperialistas y todo eso, pero que ahora estaban entregados de lleno al vacilón y al ligue de sus respectivas parejas, decidí seguirles la corriente, no desentonar y comencé a barrer con ojos de perro sato las arenas circundantes. Bikinis y más bikinis, chores, pescadores y risas lindas y pelos largos o cortos, rubios, castaños y nalguitas y nalgonas, peloticas y pelotonas ¡Crema era lo que había allí, pura crema!


Siguiendo la vieja técnica empleada en el Parque Céspedes, y como por obligación yo era el delegado más solitario y desamparado, decidí hacerme el sueco, el interesantón, pero nada. Media hora de técnica aplicada y nada. Se habían formado grupos de a quince, veinte y más, se hablaba en español, ruso, inglés, portugués, francés y no sé en cuantas otras lenguas, me parecía estar metido en una verdadera olla de grillos o en la torre de Babel. En proporción abundaban las muchachas sobre los varones y eso me tranquilizó, pero era ya cerca del mediodía y continuaba en mi idiota estatuez. La espalda ya me ardía y decidí darme un chapuzón, miré en derredor a ver a quién dejar al cuidado de mi ropa y me decidí por una joven que al parecer también disfrutaba o penaba por la soledad. Era mulata, delgada, pero no de una delgadez extrema como años después diría Pablito Milanés, era una flaca con figura y rostro hermoso y estaba tendida a unos veinte metros de mí. Sin saber en qué idioma chapurrear para llamar su atención, me decidí por mi español macarrónico.


_Amica, per favor, yo quisiería…


Hice la pausa normal del que está buscando la palabra adecuada cuando ella saltó.


_Dime, papito, ¿en qué puedo servirte, mi cielo?


¡Pa´ su escopeta!, aquella chiquita era más cubana que yo. Debo haber palidecido de inmediato, porque sentí que una bola fría bajaba y me daba salticos en el estómago.

_Dime, papi, ven siéntate aquí conmigo, no seas malito. ¡Ven!


Ni atrás ni alante salía de mi boca palabra alguna. De pronto me entraron unas ganas tremendas de reír y no las pude evitar. Ella por contentarme también reía, pero cuando vio que al parecer lo mío no tendría fin comenzó a mirarme con detenimiento.


_Ven acá, chico, ¿tú no eres…?


No la dejé terminar, salí de allí haciendo piruetas, muecas y monerías a pesar de que llamaba la atención de muchos.


Aún hoy me queda la duda de si ella era una agente civil de la policía o una de las antecesoras de las actuales jineteras, lo cierto es que yo no tenía ni tiempo ni agallas para averiguarlo en aquel momento. Supongo que me creería un loco. Por mi parte, del susto, salí corriendo y por poco llego a Guanabo. Había recibido otra lección que me llamaba a cuidarme más, lo mismo de otros pícaros como yo, que de agentes policiales encubiertos.


Subí a uno de los ómnibus y me quedé dormido hasta que montaron todos, me eché el pullover sobre la cara y así me mantuve hasta llegar a la Lenin. Por los altavoces Argelita Fragoso cantaba repetidamente la canción tema del Festival y yo un poco desanimado decidí guardar mis fuerzas para el acto de inauguración del próximo día y me acosté temprano. Acostarse temprano en un albergue repleto de gente con ánimo de fiesta es una estupidez, de eso me percaté apenas subió la mayoría de mis compañeros y empezaron a cantar, a hacer chistes y reír.


Un nica verdadero se me acercó a pedirme fósforos y estuvimos conversando de la guerra. Era de Masaya y había venido casi directo de la guerrilla para acá, tenía unas ganas locas de divertirse, mañana tendremos pláticas de Revolución, me decía, pero ahora huevón vamos a ponernos las pilas. Esa noche probé por vez primera el Flor de Caña, aguardiente, y con una buena dosis de él en vena salí a acompañarlo. Afuera ya se veían parejas romanceando, ¿ves mano?, vamos nosotros también a buscarnos unas chulitas.


Alrededor de los restos, todavía humeantes de una fogata que debió ser enorme, nos sentamos a despachar la botella El nica, Eusebio, era todo ojos y todo oídos, parecía un radar, un verdadero guerrillero o un cazador profesional.


_ ¿Ves? Esas que están ahí son rumanas y aquellas búlgaras.


Me sorprendí enormemente con su conocimiento, él se percató de ello y me explicó.


_Aquí donde me ves, soy a lo mejor medio guerrillero, pero compa entero y entero también Licenciado en Economía Política. Yo estudié en la Sóviet, me mandó el Frente Sandinista antes de que empezara la ofensiva grande.

_Compadre vamos para allá entonces, si usted es un traductor caído del cielo, vamos a ligarlas_ le dije envalentonado por el alcohol.

_Suave, compa, suave. Tú me dijiste que eras colombiano, les diremos a ellas que somos mexicanos, para no tener que estar en la vaina esa de hablar de la guerra y otras mierdas ahora. Pero fíjate, vamos a tantear primero a las rumanas que son mejores hembras y más calenticas que las búlgaras.

_ ¿Y tú hablas rumano también?

_No, compa les hablaré en ruso. En esos países casi todos hablan el ruso bastante bien, se lo enseñan en las escuelas. Mira, aquella pelicolorada, sí, la del short azul, si cuadramos algo es la mía ¿Vale?

_Dale, que pa´ luego es tarde.


De Rumania lo único significativo que conocía era la participación de Nadia Comaneci en las Olimpíadas de Montreal dos años atrás, así que mencionándola y también un poco de Ceauchescu jarachó me defendía. Por suerte las chicas sacaron a colación el tema de la música, y hablando de Boney M y los Bee Gees Eusebio se dio gusto parlando paruski.


Me tocó una trigueñita flaca, muy bonita, pero que hubiera pasado sin muchos problemas por cubana, o por española. Fue la primera carne extranjera que probé y no estuvo nada mal. Gracias al Flor de Caña me porté como era debido y fornicamos de lo lindo en unos arbustos de los alrededores de la escuela. Marina se llamaba, o se llama.


Para mi desgracia, o mi suerte, en los primeros ajetreos mi viejo pitusa se descosió por el fondillo. Del desconsuelo me sacó mi compañera que prometió ayudarme y para cumplir su promesa me regaló un Wrangel azul nuevecito que me quedó que ni pintado. Me sentía el hombre más feliz del mundo, y tenía razones para estar rebosante de alegría, en apenas una hora me había merendado una niña que era un caramelo y de contra me había obsequiado un pitusa, con la falta que me hacía. Como agradecimiento le espanté un beso largo, el más largo que he dado en mi vida, por lo menos veinte minutos estuvimos trenzando nuestras lenguas. La madrugada se nos gastó tan rápido o el amanecer la fue empujando con el mismo ritmo con que nosotros movíamos las cinturas, que por poco nos coge el sol en aquellos menesteres.


Eusebio ni atrás ni alante me dejó tirarme aunque fuera media horita en la litera. Ni modo, compa me decía después el cuerpo te coge matunguera y no vas a poder dar ni un paso. Vamos a coger los buses que ya están pitando.


Y así, como dos zombies, recorrimos calles, museos y plazas de la Habana. Yo me hacía el extranjero, aunque a ciencia cierta era un extranjero nacional en aquella ciudad y me sorprendía de cosas y casas. De la Habana Vieja el nica me comentó bajito que lucía peor que Managua después del terremoto.


Nuestros guías, incansables y entusiastas militantes de la UJC, nos permitieron dispersarnos con la promesa de rencontrarnos en un par de horas en el Parque Central, para de allí volver a la Lenin a almorzar y al rato partir de nuevo hacia el Estadio Latinoamericano para la gala inaugural.


La ciudad era para mí tan desconocida como para Eusebio, así que preguntando por aquí y por allá llegamos hasta la Avenida del Puerto. Yo me quejé de las aguas tan sucias de la bahía y el nica me espetó sorprendido.


_ ¿Tú nunca has viajada en barco? Todos los puertos de todos los países son iguales.


Me di cuenta que tenía que interiorizar más mi papel de extranjero o me vería en apuros en cualquier momento. La compañía del socio me resultaba agradable y hasta me hacía sentir más seguro, pero tenía que zafarme de él para asumir el rol de árabe, de lo contrario mis propias credenciales me iban a delatar. Deambulando entre kioscos y tarimas donde tocaban grupos musicales, logré, mientras Eusebio tiraba un pasillo con una mulata colosal, mejor dicho culosal, alejarme de él con el pretexto de comprar cigarros y me perdí de todo aquello. Monté en una guagua de la ruta 27 que decía en el cartelito que iba para el Cerro y como sabía que el estadio Latinoamericano estaba por allá decidí rondar por sus alrededores hasta la hora de la inauguración.


El acto fue maravilloso, lleno de colorido, música y alegría. Yo por supuesto no desfilé con ninguna delegación, me metí entre el público a vacilar todo aquello, las coreografías, la pizarra humana, los fuegos artificiales, la actuación de Los Van Van e Irakere.


Al otro día, como no tenía interés alguno de participar en las comisiones de trabajo, ni en las plenarias me uní a un grupo que iba para el Parque Lenin. Éramos representantes de varios países y entre ellos iba mi rumanita. Para ella fue muy natural verme con mi nuevo pitusa, pero yo estaba loco porque me lo celebrara, tenía tanta alegría y orgullo que como se dice no me cabía en el culo ni un alpiste.


Tomamos un par de caballos y nos perdimos por unos trillos perfumados en un bosquecito de eucaliptos y ocujes hasta que llegamos a la orilla de una represa que me pareció gigantesca. Con muchas señas y algunas palabras farfulladas por ella en español y otras que yo masticaba en inglés logramos establecer un código de comunicación bastante efectivo. Enseguida entendió que quería bañarme con ella y asintió. Me acordé de Bety y del Plomo y me reí de aquella noche en la presa. Mi chica me observaba en silencio, preguntó cómo se llamaban las curiosas elevaciones que se distinguían a lo lejos y le contesté que Tetas de Managua y mientras ella las observaba en la lejanía yo quería morder las suyas tan cercanas. Por pudor nos metimos en el agua con calzoncillo y blúmer, pero en cuanto nos manoseamos un poco y la sangre comenzó a hervir los arrojamos a la orilla con desesperación. La cargué a horcajadas y de pronto sentí perderme en un infinito azul de tibias emociones.


Absortos en el gozo nos retrasamos y por supuesto perdimos las guaguas. Vimos un grupo de extranjeros a lo lejos e intentamos unirnos a ellos, pero cuando descubrí que entre ellos se encontraban algunos árabes, tomé a Marina de la mano y salimos corriendo de allí, después de dar mil vueltas y de caminar como unos caballos logramos montar en una ruta 31 y fuimos hasta la Víbora desde donde continuamos viaje a la Lenin en otra ruta. Mi desconocimiento de la zona nos llevó a un recorrido ridículo, pues el Parque y la escuela Lenin son casi vecinos.


Eusebio me echó una cojonera del carajo al llegar.

_ ¡Mira que vos sos arrecho! Me abandonaste compa, me abandonaste.


Le conté lo sucedido y el resto de los días Marina, él, su chica rumana llamada Renata y yo formamos un cuarteto inseparable. Hicimos muchas promesas de escribirnos y todo eso que se planea cuando se establece una relación en esas circunstancias y que uno sabe a ciencia cierta que no se van a cumplir. Aun así, a pesar de nuestro estrecho roce, dos o tres noches me las agencié para escaparme un rato y establecer relaciones con mexicanos, canadienses, chicanos, argentinos, italianos y el Copón Bendito. Con artimañas, trucos y mucha labia e imaginación logré reunir un pulovito por aquí, un jean usado por allá, una cotona por acá y algunos que otros dólares, francos, liras, soles, bolívares y pesetas.Marina me dejó de recuerdo un radiecito portátil que era una maravilla.


Lo triste, realmente triste, fue la partida. Con el cuento de que debía quedarme una semana más en Cuba por situaciones con los pasajes, los pude despedir a todos y ganas no me faltaron de llorar, lo juro.


También por poco lloro una semana después cuando fui al puerto a despedir a Bety. Fue de las últimas en abordar el “Ucrania”, una motonave viejuca, pero impresionante todavía por sus dimensiones y su albor. Me estuvo diciendo adiós y tirando besos hasta que el buque se perdió tras las murallas del Morro.


Quedé abatido y desamparado. Ya habían cerrado los albergues, todos los delegados habían partido de regreso a sus países y me vi en la calle y sin llavín. Ir a pasar unos días en casa del tío Alfredo en Bauta no me causaba mucha gracia, volver a mi pueblo a cargar las baterías para retornar con nuevos bríos y recursos a la Habana tampoco me atraía. Hasta pensé en regresar a los brazos de mi mulata santiaguera y pedirle perdón, mas mi destino ya estaba marcado y también deseché aquella opción.


Las primeras noches dormí en los bancos de las terminales de ómnibus y trenes. Sentirme acompañado por las decenas de personas que habitualmente hacen noche allí me daba más confianza. Por el día deambulaba por el Vedado o la Habana Vieja, conociendo los barrios y tratando de establecer alguna relación que me resultara de utilidad. A pesar de que el pelo, por no cuidarlo había vuelto a tornarse rizoso, veía con agrado como muchos me observaban largamente debido a mi semejanza con el trovador.


Una tarde, la del 19 de agosto de 1978, nunca la podré olvidar. Mientras descansaba en un banco del Parque de la Fraternidad la tortura hirviente de mis pies y trataba de aclarar la enredadera de mis pensamientos me quedé mirando a un viejito, que con dos pesadas jabas caminaba casi frente a mí. Su cansancio era evidente, cada diez o doce pasos tenía que bajar la carga para tomar un respiro, aparentaba unos ochenta años. Me colgué la mochila a la espalda y le ofrecí ayuda, me miró con ojos gastados a través de unos espejuelos culo de botella con un semblante realmente lastimoso.


_ ¿Va muy lejos, abuelo, quiere que lo ayude?

_ ¿Ehhh?


Ahora sí, me dije, aparte de ciego, sordo también, a este lo que le queda es si acaso una afeitada. Le grité más alto y me dio su consentimiento con una voz apagadita.


Vivía a unas cuatro cuadras de allí, en Obrapía, casi al fondo de la Zaragozana. Su domicilio era apenas un cuarto con barbacoa, un bañito minúsculo y una cocinitica. El reguero y la suciedad que encontré eran de tres pares de timbales. Me contó farfullando que se llamaba Simón, tenía setentaiocho años, estaba solo desde que se le murió la vieja hacía tres años, le habían extirpado un riñón y un pulmón, no tenía hijos y estaba pasando más trabajo que un cochino a soga.


Por mi parte le dije que era huérfano desde pequeño, que había tenido una mujercita, pero que murió en el parto de nuestro primer hijo, que estaba destruido emocionalmente y que por eso había abandonado mi pueblo, huyendo de los fantasmas del pasado, que ahora andaba errante y sin punto fijo donde vivir. A pesar de todas sus desgracias el viejito no había perdido su sentido del humor y cuando hubo descansado un poco me agasajó con un café recién colado que me supo a gloria y mientras se le iluminaba el rostro con una pícara sonrisa me dijo.


_ Tú y yo somos como una tuerca y un tornillo, cada uno por su lado no servimos para nada ¿Por qué no te quedas a vivir aquí un tiempo? Así me ayudas y te ayudo.


Vi los cielos abiertos con su proposición, pero para darme aires de honesto y desinteresado comencé por rechazarle la oferta. Tanto me dio el viejo hasta que por fin le dije.


_Vamos a probar. Yo no soy muy buen cocinero y como amo de casa nunca me he probado, así que usted que tiene más experiencia, sus gustos y resabios me va diciendo lo que le gusta y lo que no, hasta ver si la cosa funciona.


Fue increíble la cantidad de trastos y cacharros que saqué con la primera limpieza que hice en aquel cuartucho: botellas vacías por docenas, trapos, revistas, zapatos sin parejas, un tibor lleno de huecos, ollas de hierro y aluminio tiznadas, requemadas, latas oxidadas y mil cosas más. Después conseguí una tanqueta de lechada y le metí dos manos de pintura a las paredes, destupí los caños, remendé la puerta, aseguré escalones, desinfecté el piso, cambié bombillos por lámparas de luz fría. Al cabo de una semana los pocos vecinos que lo visitaban miraban sorprendidos cómo había cambiado aquello desde que vino a vivir con Simón su sobrino.


Fui a visitar a mi madre y abuela a las que encontré bien de salud pero preocupadas por mi larga ausencia, las tranquilicé como pude y regresé con los documentos necesarios para instalarme en la Habana. Tan buena era mi suerte que a la vecina nuestra por el lado derecho, la del final del pasillo le dio un patatús y guardó el carro. El mismo Simón se encargó de hacer la solicitud del cuarto, ahora vacío, por colindancia y al cabo de un mes se lo autorizaron. Abrí una puerta de comunicación en la pared que los separaba y nos vimos en posesión de un local bastante bien conservado. Los funcionarios de Vivienda se llevaron todo lo servible que encontraron allí para entregarlo a otros casos sociales, por lo que entonces nos sobraba espacio o nos faltaban muebles que es lo mismo.


Simón con mis cuidados se restableció bastante y hasta engordó un par de libritas, le mandé a hacer nuevos espejuelos y personalmente le curaba las fístulas en su espalda. Cuando le estaba tomando cariño se murió. Amaneció un día tiesecito y frio, infarto del miocardio.


Apenas tuve los papeles de la vivienda a mi nombre pensé mudarme de allí, pero la envidiable posición del lugar me hizo desistir de la idea y empecé entonces a buscar trabajo. Encontrar una pincha suave, que tenga buen salario y donde se puedan resolver cositas extras no es fácil, de eso me di cuenta cuando me metí casi tres meses buscándola y no apareció. Ya los fonditos que había traído de la casa y los pocos pesos que dejó Simón debajo de una colchoneta se habían esfumado o más bien fumado. A diario hacía un par de pesos vendiendo hielo a otros vecinos que no tenían refrigerador, pero aquello no satisfacía mis aspiraciones.


Un vecino me propuso vender ron, otro carne de res, otra cemento de una micro brigada, pero tenía terror de que me sorprendieran in fraganti en aquellas ilegalidades y fuera a parar a la cárcel, de esa siempre me cuidé. Por fin recalé de operador de una máquina conformadora de plástico con un merolico que fabricaba argollas, aretes, hebillas de pelo, pozuelos, peines y mil baratijas más. Aparte de recibir diariamente veinte pesos de salario podía llevarme alguito, que luego vendía por mi cuenta, por lo tanto en general escapaba con unos treintaicinco o cuarenta pesos cada día. Una verdadera fortuna para la época.


Ahorrando al máximo al cabo de tres meses tenía ya casi cuatro mil cabillas, que dos meses después ascendían a doce mil. Tuve la suerte además de que me sorprendiera en la Habana el alboroto de las salidas masivas para los Estados Unidos por el Mariel. Un hermano de mi patrón era cantinero de una de las villas turísticas de Guanabo, creo que de Playa Hermosa y lo oí diciendo que necesitaban un ayudante de cocinero contratado para darle servicio a los tripulantes de las miles de embarcaciones recaladas en el puerto. Enseguida me ofrecí, qué título ni un carajo, le dije, a ti lo que te hace falta es un cocinero y ese soy yo. Su hermano logró convencerlo de que yo era responsable y trabajador y me aceptó.


Dos días después estaba balanceando mi mareo inicial en un barco langostero, uno no, dos barcos unidos por fuertes cabos trenzados, que fondearon en el centro del puerto y que fungían como área de venta. Con la mentalidad de hoy allí hubiera hecho un pan, pero en aquel entonces si te cogían con un dólar en el bolsillo, aunque fuera con uno solito te buscabas una salación. De todas maneras siempre pude escapar como se dice, baste decir que a diario, después del cuadre entregábamos más de cinco mil fulas, aparte de dos mil o tres mil pesos cubanos, sí, porque los que hacían su segundo o tercer viaje yo no sé cómo se las arreglaban para andar con dinero nacional.

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