
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El Aroma De Los Días
–¿Los niños y María están bien?
–Sí, están bien ―respondió Giulia ―Ya se han ido a la iglesia. Queríamos evitar que vieran…
–Es mejor así, es mejor así… Perdona, Giovanni, no te he presentado todavía a Fosco Frizmaier…
Un poco alejado Fosco observaba la escena de la que era espectador, a la espera de poder formar parte de ella. Bien abrigado en su gran gabán negro parecía todavía más alto y más delgado. El apretón de la mano delgada en el momento de la presentación le pareció a Giovanni vigoroso y sincero. Giulia advirtió su mirada indagadora cuando se inclinó hacia ella para saludarle.
En la iglesia los sobrinos habrían querido estar con Rudi y a Antonino se le había escapado una sonrisa y un brillo de alegría le había atravesado los ojos. Había sido suficiente la mirada elocuente de la tía para disuadirlo de hacer nada más.
Por la noche se reencontraron todos a la mesa. Extenuados por el dolor y las fatigas de una larga jornada los niños fueron enseguida a la cama. Los tres hombres permanecieron sentados hablando mientras Giulia y María ponían en orden la cocina.
Fosco había estado silencioso durante buena parte de la cena, casi arrepentido de haberse querido confundir en aquel sufrimiento tan privado pero Rudi y Giovanni habían conseguido incluirlo en su conversación y sólo entonces, también Giulia, había parado de estudiarlo. Durante toda la comida había sentido una pequeña incomodidad cada vez que intuía su mirada posarse en cada uno de ellos, una violación inconsciente de la intimidad familiar. Advertía, no sólo la curiosidad normal de un extraño sino también el deseo de penetrar a fondo en cada uno de ellos, casi como pidiendo confirmación de una convicción precedente.
María tenía un color terroso y el vestido negro resaltaba la palidez violácea del rostro. Se había quedado encerrada en sí misma, aislada de los otros, buscando con los ojos a la cuñada para que le diese instrucciones de cómo comportarse. Nada de lo que se dijo pudo atravesar su dolor.
–Nos vamos arriba, si no os importa .
Había sido Giulia la que había hablado por las dos. Fosco se levantó para despedirlas y todos les desearon una buena noche después de días y días de fatiga.
En cuanto los hombres se quedaron solos en la gran cocina, ahora ya silenciosa, el tono de la conversación cambió, como si hasta ese momento hubiesen querido evitar a las mujeres el peso de sus preocupaciones.
Después de unos minutos de silencio, casi en voz baja, Giovanni dijo:
–¿Qué se dice en Milano sobre este armisticio?
–Bueno… por ahora hay sólo entusiasmo por el fin de la guerra ―respondió Rudi.
–Sí, es verdad. En Villa Giusti ha terminado una larga pesadilla.
–Debemos prepararnos para grandes cambios ―dijo Fosco
–¿En qué sentido? ¿Qué cambios? ¿No hemos vivido ya bastantes? ―Giovanni se había dirigido al joven que, de repente, se había convertido en más atento y serio.
–No volveremos a ser ya los mismos. No hablo de nosotros que hemos vivido la guerra en las trincheras, sino de toda la sociedad.
–Y yo que había pensado que había ido a liberar Trento y Trieste… ―dijo con tranquilidad Rudi.
–Tú, como tantos otros muchachos ―respondió Giovanni, casi como queriendo consolarlo.
–Nadie, la haya querido o no, habría pensado nunca en una guerra de tan vastas proporciones. Nunca había ocurrido nada así en la historia. Millones de muertos… millones… pensadlo, millones de muertos y de inválidos ―Fosco parecía que estaba hablando consigo mismo,. ―Los Estados Unidos, que entran en una guerra europea con toda su potencia económica… mundos tan distintos que se tocan. Quién sabe cuáles serán las consecuencias…
–¿Y lo que ha sucedido en Rusia? ¿Os dais cuenta a que tipo de revolución hemos asistido? ―añadió Rudi.
–Es verdad, parece como si no hubieran transcurrido tres años sino un siglo…
–Esta alteración transformará la manera de ver el mundo, cambiará nuestra existencia… vosotros en el pueblo quizás no habéis sido del todo conscientes… para vosotros la vida ha permanecido la misma y la guerra ha traído sólo dolor, sin cambiar mucho las cosas. Pero en la ciudad ha sido distinto. Muchas mujeres han hecho el trabajo de los hombres y no se vuelve atrás. Será esto y otras muchas cosas lo que hará cambiar nuestros valores, nuestras costumbres…
Giovanni escuchaba en silencio. Por las preocupaciones de los dos jóvenes, por primera vez, parecía entender que estaban sólo al comienzo de un nuevo mundo, nuevo y lleno de incógnitas. Casi se sintió viejo. Más que viejo, se sintió anclado a un tiempo que ya no sería el mismo y que le podría fácilmente escapársele de las manos. Vio a sus hijos proyectados hacia un futuro desconocido y, como cualquier padre, tuvo miedo de no conseguir protegerlos bastante.
Rudi y Fosco se fueron unos días después. Ahora ya Rudi había decidido mudarse a Milano. Fosco le ayudaría a encontrar un trabajo en su mismo periódico.
Capítulo XII 1919
El piso de Fosco era pequeño, eternamente en desorden. Bastaba muy poco para que platos y vasos llenasen de repente la cocina, elevada por dos escalones con respecto al resto de la casa. El escritorio, repleto de papeles, enorme en comparación con el resto del mobiliario, había sido movido hasta debajo de la ventana del salón y su lugar ahora lo ocupaba una cama para el nuevo huésped. Fosco había insistido en cederle la única habitación, de todas formas, él dormía muy poco.
–Mira que con todo el follón que hay te arriesgas a que por la noche, en la oscuridad, te caiga encima. Mejor ponte en un lugar seguro.
Rudi había permanecido inflexible.
En efecto Fosco dormía muy poco. En las noches más cálidas permanecía durante horas asomado a la ventana fumando, espiando la vida de una Milano nocturna donde, de vez en cuando, un borracho silencioso se dejaba caer al suelo cerca de una farola para levantarse a duras penas farfullando frases incoherentes. Mujeres con vestidos vistosos y escotados pasaban riendo demasiado alegremente, cogidas a hombres de cualquier edad que se paraban para estrecharlas en abrazos lujuriosos y besarlas en el cuello. A Fosco le bastaba un gesto, una palabra dicha en el silencio piadoso de la noche, para encontrarse imaginando la vida de desconocidos peatones, seguir sus pensamientos y las costumbres en la sordidez de sus casas o en la cotidiana respetabilidad de una existencia burguesa.
Los susurros de la ciudad nocturna, llenos de humedad, entraban en la habitación y la impregnaban de una extraña melancolía que se mezclaba con el humo de los cigarrillos. Hasta que el malestar que lo asaltaba se convertía en intolerable. Entonces cerraba la ventana para mantenerlo fuera.
Sólo con las primeras luces del alba la ciudad comenzaba a cambiar. Las puertas de las casas se abrían y se cerraban suavemente. Hombres y mujeres salían perezosos para ir al trabajo, en una promiscuidad de obligaciones impensables antes de la guerra. Quienes se conocían hacían un gesto de saludo con la cabeza, los otros se rozaban sin mirarse, todavía con las sábanas pegadas y soñolientos. A menudo era a aquella hora que Fosco se iba a la cama para despertarse poco después, reposado como si hubiese dormido toda la noche. Otras veces el amanecer llegaba de repente, casi por sorpresa, y lo encontraba absorto escribiendo.
Rudi había aprendido a conocerlo y no quería que renunciase a sus costumbres. Por esto habían llevado otra mesa a la habitación para que se convirtiese en el nuevo escritorio de Fosco sobre el que pasar las largas noches de insomnio.
Fosco no tuvo que insistir demasiado en el periódico para que contratasen a su amigo. Necesitaban gente joven dispuesta a seguir los acontecimientos acelerados que conmocionaban a la ciudad. Rudi se había presentado como un muchacho apropiado para seguir la crónica ciudadana. El nuevo trabajo le hacía estar todo el día recorriendo la ciudad y por la noche, en casa, comentaban juntos los acontecimientos cotidianos, cada vez más preocupados por el clima de agitación que repercutía sobre la ciudad.
–Hoy he visto a un grupo de mujeres que protestaban delante de un horno. Gritaban que el pan no puede costar cuatro veces más que hace cuatro meses. El panadero ha tenido miedo y ha cerrado la tienda.
–Desde el fin de la guerra la vida se ha complicado. Con la paz no ha vuelto la normalidad que habíamos esperado. Demasiados descontentos, demasiadas promesas no mantenidas. Temo que este clima de exasperación nos traerá lo peor.
–Por todas partes encuentras grupos de gente que habla de salarios que disminuyen, del coste de la vida que ha aumentado de manera desproporcionada, de los nuevos impuestos y de que, quien ha vuelto del frente después de tanto tiempo, ya no tiene su puesto de trabajo.
–Debemos esperar muchos y nuevos cambios sociales, Rudi, muchos y nuevos.
–Ayer he pasado al lado de la sede de ese nuevo movimiento.
–¿Cuál?
–Los bandas6 italianas de combate.
–¿Has visto algo raro?
–No, pero he tenido la impresión de que el enfrentamiento entre grupos distintos no tardarán en manifestarse.
–Si no se encuentran rápidamente soluciones aceptables para todos, si este descontento continúa a ser infravalorado, tengo miedo de que nos traerá consecuencias difíciles de contener.
En Milano los trabajadores de la industria, de la agricultura, los comerciantes, cada vez más a menudo se unían para manifestar las dificultades que el Estado parecía ignorar. Casi a diario se asistía a peleas más o menos violentas entre grupos de facinerosos nazis y socialistas. Era una sucesión de manifestaciones y mítines que fácilmente degeneraban en violencia y la población, desde los más ricos hasta los más desesperados, vivía en un estado de grave descontento, tanto en la ciudad como en toda Italia.
Fosco y Rudi se habían levantado temprano. La luz de mediados de abril se filtraba apenas desde las ventanas. La jornada se anunciaba larga e intensa. Aquella mañana estaba prevista una huelga general promovido por el Partido Socialista después de los encontronazos con la policía de dos días antes. Un obrero había muerto y otros muchos habían sido heridos.
Fosco, al lado del fogón, preparaba un café fuerte, el primero de una larga serie.
–Estoy preocupado ―dijo Rudi. ―Basta un grupo de infiltrados en la manifestación para que todo degenere.
–Con lo que sucede diariamente en la ciudad debemos estar más que preocupados ―respondió Fosco apretando de manera desproporcionada la cafetera. Había conseguido, no se sabé como, un saco de café auténtico, valioso sustituto de aquel sucedáneo que ya circulaba desde hacía años.
La preparación matinal era cuidadosa, casi meticulosa. Permanecieron en silencio, absortos en sus propios pensamientos, escuchando el ruido del agua que comenzaba a bullir. Fosco dio vueltas a la cafetera de manera cuidadosa. Rudi sonrió por tanto trabajo. Un fantástico aroma de café invadió la pequeña cocina.
–¿Piensas que los nazis renunciarán a la contra manifestación?
–No creo ―respondió Fosco ―está la anulación del desfile pero me temo que no todos están de acuerdo. Verás como alguien se manifiesta de todas formas. Incluso contener a los más facinerosos entre los socialistas no será fácil.
Un nuevo silencio invadió la habitación. Con los ojos mirando fijamente a las tazas vacías los dos amigos se quedaron inmóviles reflexionando.
Fue Fosco el primero que interrumpió su monólogo interior.
–¿A dónde te manda hoy el periódico? ―preguntó.
–Estaré en el centro espiando el estado de ánimo de la multitud… ¿y tú?
–Yo voy a seguir el mitín en la Arena.
–¿Nos vemos en el periódico esta noche?
–Llegaremos tarde esta noche…
–Sí, se nos hará tarde ―respondió Rudi.
Capítulo XIII En el periódico
Los temores de Fosco y Rudi se revelaron fundados.
A pesar de los llamamientos de los oradores para disolver de manera pacífica la concentración, una facción extremista se dirigía hacia el centro de la ciudad.
Rudi se encontraba en la Piazza del Duomo cuando llegaron los primeros nazis. La mayoría eran jóvenes estudiantes y alumnos cadetes del ejército que estaban nerviosos por comprender lo que tenían que hacer. La policía los controlaba intentando evitar acciones violentas. El grupo se movió. Rudi lo siguió durante todo el trayecto. En Piazza Cavour se unieron otros manifestantes. Los más escandalosos gritaban Al Duomo, al Duomo y toda la multitud se agitaba ante la alternancia de noticias contradictorias.
Un compañero, atemorizado por el desarrollo de los acontecimientos, le había avisado que sobre el mismo lugar estaba convergiendo el desfile socialista.
–¡Ya llegan, ya llegan! ―le había gritado nervioso.
–¿Quiénes?
–Los otros, los otros…
–¿Dónde?
–Desde allí, desde allí, desde vía Mercanti…
Se estaba cumpliendo lo que Rudi temía. La misma policía, a pesar de los refuerzos, no conseguía dispersar a los manifestantes. La confrontación fue inevitable.
Cachiporras, piedras y tiros de armas de fuego dejaron sobre el terreno numerosos heridos y un muerto. Rudi intentaba mantenerse a una cierta distancia de los desordenes sin perder de vista los acontecimientos.
Al término de los enfrentamientos más duros, después de que los nazis tomasen la delantera, los ánimos no se aplacaron y la multitud vociferante se dirigió esta vez hacia la sede del periódico en el que Rudi y Fosco trabajaban.
Lo que sucedió afuera y dentro del periódico fue terrible. Para los mismos periodistas fue difícil contar la crónica de aquellos momentos de excitación.
Sólo al día siguiente los dos jóvenes se dieron cuenta perfectamente de la gravedad de la devastación que había tenido lugar: una auténtica destrucción sistemática, efectuada con golpes de maza y líquidos incendiarios que habían trastocado y destruido todo.
En casa Giovanni leyó la noticia en el periódico. Antes de comunicársela a la familia intentó ponerse en contacto con Rudi. Sólo de esta manera podría tranquilizar del todo a Giulia.
Fue el mismo Rudi quien contactó con él por medio del teléfono público. Después de haberle tranquilizado sobre su estado de salud, quedaron de acuerdo que en la próxima carta explicaría los sucesos de los que que había sido testigo directo.
La serie de noticias que a diario tenían que ver con episodios similares comenzaba a preocupar a Giovanni.
Incluso en el pueblo se habían formado pequeños grupos de diversa orientación que manifestaban de manera opuesta su descontento, pero los roces, a pesar de ser acalorados, no habían superado jamás el mero nivel verbal. Después de la muerte de Ada la vida familiar habían recuperado su orden y discurría sobre la vía de la cotidianidad hecha de trabajo y de pequeñas preocupaciones. Episodios de violencia como aquel de Milano no dejaban presagiar nada bueno. A las ansias de cada día se sobreponía la preocupación por un futuro incierto para todos.
Llegó la carta de Rudi. Contaba como la redacción podía continuar trabajando entre mil dificultades, de cómo estaba seriamente preocupado por la evolución de los acontecimientos en la ciudad en la que la formación de los Arditi7 de las bandas de combate, guiados por benito Mussolini, ganaba cada vez más adeptos.
Capítulo XIV 1925
Giulia se había levantado antes del amanecer y se movía por la cocina intentando hacer el menor ruido posible. Aún dormían todos. Era domingo y los chicos no debían ir a la escuela. Podían estar tranquilos en la cama todavía un par de horas.
La escuela.
Sonrió pensando como Antonino la soportaba. Dentro de pocos meses tendría el examen de selectividad y terminaría su tortura. Los años de la escuela superior habían sido para él un verdadero suplicio, los soportada en nombre de un deber impuesto al que no osaba rebelarse pero del que huía a la mínima ocasión. Lo veía bajar de su habitación ceñudo cada vez que se paraba sobre los libros el tiempo razonable para hacer los deberes y volver, en cambio, alegre y vigoroso de un día en el campo, donde había desenvuelto la pesada tarea de un hombre. Habría podido aliviarlo de aquella fatiga impuesto por la familia. Cada vez que, malhumorado, subía las escaleras con los libros y cuadernos para encerrarse en la habitación a estudiar, ella encontraba mil excusas para entrar y hablarle o llevarle un trozo de dulce.
Clara, en cambio, parecía fastidiada por sus raras incursiones. La escuela había sido siempre un pasatiempo para ella. Le bastaba poco para aprender y conseguía hacer rápidamente y de la mejor manera todos los deberes. Giulia subía con algún pretexto sólo para comprobar cómo ocupaba su tiempo.
Cada vez que entraba en su habitación la encontraba dedicada a leer los libros que tomaba prestados de la biblioteca escolar y a la pregunta de rigor:
–Clara, ¿quieres que te traiga algo?
Seguía siempre la misma respuesta:
–No, gracias, dentro de un rato bajo.
Sus relaciones no habían mejorado. Giulia la había visto crecer con el orgullo de la madre por una hija que se convertía cada día en más hermosa y con la aprensión de quien intuye el invisible obstáculo que no permitía que a ella, como a ningún otro, cruzar el umbral para llegar hasta el fondo de sus pensamientos. La relación con el padre era aquella privilegiada de la infancia pero también la mirada de Giovanni había cambiado. Con sus dieciséis años Clara había salido para siempre del mundo cómplice que los había unido desde niña, y también él, que la habría querido proteger, al mirarla se había visto asaltado por mil miedos y celos. Era Antonino, ahora, el que con su espontaneidad la hacía reír a menudo. Había mantenido con ella, como con todos, una relación alegre sin complicaciones. Fuerte por ser mayor que ella y de complexión más robusta, en cuanto estaba a su lado la hacía reír con pequeños puñetazos y ligeros empujones que la hacían vacilar para luego susurrar al oído:
–¿Me haces los deberes para mañana?
–No, hazlo solo.
Él, superándola en altura, desde detrás la estrechaba con fuerza por la cintura y medía su fuerza levantándola en el aire e implorándole:
–¡Te lo suplico, te lo suplico, te lo suplico…! ―hasta que, haciéndola reír, la obligaba a ceder.
Con los gemelos Clara era muy paciente. Agnese y Luciano mientras creían habían mantenido su vínculo exclusivo que les había convertido, desde que eran pequeños, en una entidad aparte, pero ahora, Agnese, ya adolescente, buscaba siempre la compañía de la hermana. Era feliz cuando ella podía dedicarle un poco de su tiempo.
–Buenos días, Giulia.
La voz de María, aunque suave, la sobresaltó.
–Buenos días. ¿Ya levantada? Podías reposar todavía un poco
–No tenía sueño… ¿Todavía duermen todos?
–Sí, hoy es domingo, no hay escuela.
–Ah, ya… hoy es domingo… entonces, hay que hacer la pasta…
–Sí, dentro de un rato la preparamos. No te preocupes, todavía hay tiempo.
María, después de la muerte de Ada, ya no era la misma. El físico delgado se había curvado ligeramente como si el peso de aquel dolor fuese demasiado grande para sus hombros. Había cambiado, sobre todo, la expresión de su rostro. Parecía que había perdido también las pequeñas certidumbres que la habían sostenido siempre y que ahora, para cada cosa, dependía totalmente de Giulia. Esperaba confiada las indicaciones de la cuñada, mirándola como un niño observa a su maestra antes de iniciar una tarea, para comenzar diligentemente a desarrollar el cometido que le han impartido, en silencio. Respondía a las preguntas que le hacían, sin jamás dar su parecer o intervenir de manera espontánea en la conversación. Sólo Antonino, con sus pequeñas bromas, y Agnese, que de vez en cuando la besaba en una mejilla llamándola tiíta, conseguían hacerla sonreír. Giulia, a pesar de que no fuese mucho más joven que ella, la consideraba ya como una hija necesitada de directrices continuas.
Ya casi había amanecido cuando al fondo del camino apareció una figura envuelta en un mantón oscuro. Caminaba con rapidez, casi corría, mientras mantenía con los brazos cruzados el pañolón alrededor de la cintura. Giulia se paró a mirarla con la aprensión de quien, no esperando a nadie sobre todo a aquella hora, teme una mala noticia. La figura se acercó y reconoció a Lucia.
Desde la muerte de Ada Lucia trabajaba con ellos todas las mañanas. Giulia y María necesitaban ayuda y Lucia había crecido, prácticamente, en su casa, trabajando ya en el campo ya ayudando con pequeñas tareas. Su figura menuda no conocía un momento de respiro, amable y servicial, eternamente agradecida a quien, de esta manera, la había aliviado de la continua angustia de la supervivencia cotidiana. Vivía con su hijo Andrea, orgullosa de haberlo podido sacar de la miseria y de las privaciones en las que ella había vivido. A costa de grandes sacrificios lo había llevado a la escuela hasta los catorce años cuando sus coetáneos, a menudo analfabetos, ya desde muy pequeños eran obligados a acompañar a los adultos a los campos, hiciese calor o frío. Crecía bien su muchacho, serio y voluntarioso, que en verano, durante las vacaciones, era el primero en ir al campo y, si la veía más fatigada de lo normal, se apresuraba a desarrollar su tarea para ir a ayudarla, sin hacer caso del implacable sol de agosto.
–Está llegando Lucia… tan pronto… ¿cómo es posible?
Giulia pensaba en voz alta mientras miraba afuera desde la ventana. También María miró afuera y, movida por aquella incontrolable agitación que la asaltaba ante cualquier acontecimiento inesperado, siguió a la cuñada que se había ido a abrir la puerta antes de que llegase Lucia.
–Buenos días, señora.
Muchas veces Giulia le había dicho que no la llamase con aquel apelativo hasta que había comprendido que era la misma Lucia la que se sentía a gusto manteniendo una relación de afectuosa distancia.
–¿Cómo tan temprano? ¿Ha sucedido algo?
El rostro delgado y severo de Lucia estaba tenso y atemorizado. La cogió por un brazo y la guió silenciosamente hacia la cocina. Después de que se hubiese sentado, bajo la mirada preocupada e inquisitiva de las dos mujeres dijo:
–Esta noche ha sucedido algo…
–¿El qué?
–Una cosa muy mala.
–Sí, pero qué cosa… ―la mente de Giulia en un momento había recorrido cada posible itinerario y se había parado ante un terrible pensamiento.
–No, no, señor, Andrea no… ―rezó casi paralizada.
–Han entrado en casa del doctor…
–¿Qué doctor… Marinucci?
–Sí, el doctor Marinucci.
–¿Quién ha entrado, Lucia? … habla.
–Ellos… los fascistas… han desfondado la puerta… han golpeado al doctor y antes de irse han incendiado su estudio.
Giovanni, alarmado por los insólitos ruidos, había bajado y desde las escaleras había escuchado todo.
–¿Cómo? ―dijo volviéndose hacia Lucia aunque hubiese entendido perfectamente.
Fue Giulia la que respondió.
–Han entrado en casa del doctor Marinucci…
–¿Cómo está el doctor? ―la interrumpió.
–Yo no lo he visto. Han subido a su casa Andrea con Cencio della Menna y Carlone, para ayudarlo. Han dicho que tenía un labio partido y se lamentaba.
–Voy con ellos ―dijo Giovanni y en un momento estuvo fuera de casa.
–Ten cuidado, por favor.
Las palabras, tantas veces repetidas, esta vez ni las escuchó.
Cuando volvió era casi la hora de comer.
Giulia oyó llegar la carreta antes incluso de verla. Había estado toda la mañana esperando aquel sonido, moviéndose mecánicamente en el interior de la casa, con los ojos continuamente vueltos hacia la ventana. Los muchachos habían intuido su nerviosismo pero sólo Antonino se había atrevido a pedir una explicación:
–¿Algo va mal, mamá?
Ella le contó lo que sabía.
–Voy al pueblo ―había sido la reacción del chaval.
–Tú no te mueves de aquí.
La respuesta tenía el tono perentorio de quien no acepta réplicas y Antonino comprendió que cualquier otra insistencia habría complicado la situación.
El trote veloz del caballo los hizo salir corriendo. Con Giovanni venía también Andrea y el aire atemorizado del muchacho iba parejo con aquel preocupado del hombre.
–¿Y bien… cómo está el doctor… qué ha ocurrido…?
–Marinucci está en la cama. Se ha asustado mucho y está dolorido. Lo han agredido hacia las dos de la madrugada. Ha dicho que había oído llamar a la puerta, se levantó pensando que alguien lo necesitase y se ha encontrado de frente con cuatro hombres que no conocía. Lo han empujado dentro de la casa y han comenzado a golpearle con patadas y a puñetazos gritando: Maldito subversivo, ahora aprenderás. ―Se quedó en el suelo aturdido y los ha escuchado ir hacia la habitación de abajo donde tiene su estudio. Han roto todo, luego le han pegado fuego y se han escapado. Ha tenido suerte de que los ruidos han despertado a Carlone que habita cerca. Ha corrido enseguida y ha conseguido apagar el fuego, luego ha llamado a Andrea y a Cencio para que le ayudasen a llevar a la cama al doctor.