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El Amanecer Del Pecado
Lorena la esperaba en lo alto de las escaleras, un brazo sosteniendo el pesado diccionario de italiano, el otro agitándolo en el aire para decirle que se diese prisa. Daisy aceleró el paso para llegar hasta Lorena cuando vio a Guido. El autor del artículo era un chaval que, si bien no del todo introvertido, era, de todas formas, un adolescente melancólico y silencioso, con los rizos negros enmarañados, la sudadera descolorida, los anteojos redondos, pequeños y escurridizos que ponía en su lugar con un dedo para que no le cayesen de la nariz.
–Ho… hola Daisy –dijo inseguro, las palabras se frenaban por un mal presagio que le estaba diciendo que se estuviese callado. Tiró por la calle de en medio que le hizo balbucear en vez de callar.
– ¿Te ha gustado el artículo? –dijo metiendo las manos en el fondo de los bolsillos de los pantalones apuntando sus ojos hacia el rostro fresco y limpio de ella.
Daisy no respondió y siguió adelante reservándole esas atenciones que se les da, más que a una persona poco grata, a un objeto de mobiliario particularmente insignificante.
– ¡Vaya! ¿Qué mosca le ha picado?
–La foto, ¡capullo! –Le reprochó Lorena –Has puesto un selfie de Facebook. En las redes sociales podían verla sólo los amigos. En Croniche Cittadine la han visto todos.
–Pero, la foto es, cómo lo diría, intensa. Sí. Intensa es el término justo.
También Lorena estaba de acuerdo y probablemente Daisy pensaba de la misma manera. Lorena, sin embargo, conocía la extraña psicología de la amiga.
No estaba enfadada con Guido por la foto sino por algo más profundo y complicado.
Daisy Magnoli se había enamorado de él. Una atracción que no conseguía controlar y ni siquiera perdonarse. Guido, de hecho, no tenía ninguna de las cualidades que hubiera deseado en un muchacho. No lo encontraba ni atrayente ni tampoco demasiado simpático. Era poco sociable, cerrado y aburrido. Los otros muchachos, por el contrario, eran excéntricos, un poco salvajes y temerarios. Mientras que Guido era triste y gris como un cielo sin relámpagos. Daisy no habría podido relacionarse con uno de ese tipo.
A pesar de todo el muchacho de cabellos rizados estaba siempre en el centro de sus pensamientos. Por esto lo trataba mal. Quería obligarlo a que la odiase, quizás de esta manera se lo sacaría de la cabeza.
Los estudiantes entraron en la clase. Lorena apoyó el diccionario sobre el pupitre y se sentó al lado de Daisy.
–El hecho es que no soporto tenerlo siempre en la cabeza –murmuró a su amiga. – ¿Pero, lo has visto? Hoy va más encorvado. Pero ¿cuánto tiempo pasa delante del ordenador? –dijo buscando un pretexto que lo volviese insoportable.
Guido entró el último en la clase. Compartía el pupitre con Filippa Villa, una chavala enorme y arrogante, un dedo medio tatuado en la parte baja de la espalda que surgía de una camiseta demasiado corta. La lección había comenzado pero el profesor todavía no había llegado.
El profesor de italiano era el representante sindical del colegio.
Alguien lo había visto discutir en la secretaría, donde había gritado algo con respecto a algunas cuentas de gastos para las actividades extraescolares de los profesores. Cada asunto sindical que se debía resolver requería mucho tiempo y Manuel Pianesi, el estudiante que ocupaba el primer pupitre, lo aprovechó para encender el ordenador del escritorio.
Manuel descargó de Youtube el vídeo de I’m rose que enseguida apareció proyectado en la pizarra interactiva.
– ¡Manu, quita esa historia! –se lamentó Daisy.
– ¿Habéis visto? Casi medio millón de visualizaciones –observó Manuel, los mechones de rastas que bajaban por sus hombros derechos y robustos. Manuel era un tipo bullicioso y divertido, de esos que sentían la incontenible necesitar de hacerse ver.
– ¿Alguno ha leído, por casualidad, los últimos comentarios? –dijo riendo el chaval intentando llamar la atención sobre él.
– ¿Qué quieres decir? –se alarmó Daisy que, temiendo una broma, se levantó del pupitre, llegó hasta la mesa del profesor y arrancó el ratón de las manos de Manuel. Él se encogió de hombros, ella pinchó sobre la barra de los comentarios.
Daisy Magnoli parece una diva, pero puedo garantizaros que es tan tímida que si se lo pides te la enseña sólo en Instagram. Firmado Manuel Pianesi, adorado compañero del instituto.
–Estúpido. Esta me la pagas –se enfadó Daisy.
–Venga, es sólo una crítica constructiva. Y además no has visto lo que ha escrito Leo –dijo Manuel apuntando el pulgar a la espalda para señalar a Leonardo Fratesi, un chaval de tipo atlético, no muy alto, de cabellos rojos derechos como cerdas.
Leo se levantó de su puesto y se mofó de Daisy con una reverencia.
Daisy Magnoli siempre va de guay. Quiero decir que esperaremos a que sea vieja y fea para que sea ella la que se nos tire encima. Firmado Leo Fratesi, otro adorado compañero de instituto.
Daisy leyó una plétora de comentarios divertidos todos firmados por sus adorados compañeros de instituto.
Daisy Magnoli tiene las tetas tan pequeñas que, en lugar del sujetador, lleva tapones de cerveza.
Daisy Magnoli, cansada de atascar la moto segadora ha decidido dejar de depilarse.
Daisy Magnoli ha prometido llegar virgen al matrimonio. Por esto se ha casado a los doce años.
Daisy, mientras leía, se ruborizaba cada vez más, las cejas curvadas amenazaban tormenta.
Guido observó el vídeo sombrío y silencioso. La película era una pequeña obra de arte creada por el hermano. Adriano Magnoli tenía un talento creativo fuera de serie. Una vena que la enfermedad parecía, de todas maneras, haber acentuado. I’m Rose fue escrita en un sola noche. Por la mañana, el chaval ya había sintetizado todo y por la tarde estaba ya en el sótano con su hermana para filmarla mientras interpretaba la canción. Daisy bailó en una sala llena de estanterías de aluminio y cajas de embalaje cerradas con cinta adhesiva. Adriano hizo desaparecer todo gracias a los efectos digitales. En el vídeo Daisy aparecía envuelta por espirales de niebla que parecía que danzaban con ella.
Si para Daisy el éxito en la web fue la clave para participar en Next Generation, para su hermano I’m Rose se convirtió en el objeto de su manía. Adriano permanecía durante horas y horas sentado delante del ordenador observando la película de su hermana. Ahora, el Internet democrático, libre y fisgón la había echado como pasto a los leones. Era criticada, alabada e insultada por gente desconocida. Nunca lo habría confesado pero lo encontraba excitante, como si alguien la estuviese mirando desnuda desde el agujero de la cerradura.
–Y me pregunto ¿qué he hecho para merecerme una panda de capullos como compañeros de colegio? –dijo riendo.
– ¡Oh, muchachos, ya llega! –dijo Lorena alarmada observando al profesor caminar jadeante por el pasillo.
Daisy estaba a punto de apagar el ordenador cuando en el vídeo apareció un nuevo comentario.
Una frase breve y malvada dirigida a su hermano.
Adriano, deja de buscarme. O tendrás un feo final.
Archivo clasificado nº 2
La redacción ha recibido la documentación grabada
Entrevistando al testigo (omitido)
GRABACIÓN COMPLETA
– ¿Esa grabadora está encendida? ¿Es necesaria?
–No se preocupe por la grabadora. Haga como si no estuviese.
–Bueno, como ya he dicho, después de la muerte de mi Lucas no conseguía estar en paz. Lo añoraba. Lo añoro tanto. He pasado días enteros en su tumba. Me sentaba en una butaca de picnic, de esas plegables. Me sentaba allí y hablaba con él. Hablaba de todo. Del colegio, sobre todo. Le sermoneaba por las notas. Podía dar mucho más, pero no quería estudiar. Cuán importante era el colegio para mí pero no para él. Y luego hablaba de deportes, del campeonato que ya no podía ver. Le hablaba de su Milán y de las muchachas que no le interesaban nada, y de lo que hacía Pedra, nuestra perra labrador que es como de la familia. Cuando acababa de charlar con él cerraba el taburete y volvía a casa. Miraba sus fotos, veía sus películas de cuando era pequeño. Pero no me bastaba. Entonces yo… yo…
(La testigo comienza a llorar)
–Luca era su hijo.
(La testigo asiente sin responder. Tiene una crisis. Quiero suspender la charla un minuto. La testigo dice que continuemos.)
–Perdona. Ya estoy mejor.
–Sé que es doloroso. Le entiendo. Y dígame, ¿fue entonces cuando decidió consultar a la médium?
–Sí. Normalmente no creo en estas cosas pero le añoraba tanto. Tenía veinte años, ¿comprende? Sólo veinte años. Debía escuchar su voz, o mejor dicho, ilusionarme de escucharle, verle, tocarle. Sé que comportándome de esta manera ofendería a la Santa Madre Iglesia. Sé que he pecado.
(Bebe un vaso de agua)
–No se preocupe por esto. Vayamos al grano.
–Bueno… voy al edificio de enfrente. En el cuarto piso, la segunda de las tres puertas, esas que están en el pasillo. Entro en el piso. Me lleva a una habitación que parecía una pequeña capilla. El ambiente olía a incienso. Sobre un altar había tres candelabros encendidos y un ostensorio. Y la estatua del santo. Una estatua grande y pesada de esas que sólo se ven en las iglesias. Me dejó muy impresionada. Pensé: ¿dónde puede haberla conseguido?
– ¿Habla de la estatua del santo patrón?
–Sí. Igualita que aquella que en invierno llevan en procesión.
–La procesión del veinticuatro de noviembre. La conozco. Continúe.
–La médium, madame Geneve, así se hacía llamar, cerró las pesadas cortinas de terciopelo. La estancia se sumergió en la oscuridad. Ella estaba en la otra parte de la mesa. Comenzó a invocar el nombre de mi hijo. Yo, en ese momento, me sentí estúpida y mezquina. ¿Cómo podía poner mi dolor en las manos de aquella mujer? Sabía que había estado en la cárcel por estafa pero vivía en mi barrio, estaba muy cerca de mi casa, y la muerte de un hijo no te convierte en lúcida. Sí, estaba confusa…
(Pausa. Comienza a sollozar)
–Por favor, no debe justificarse. No estoy aquí para juzgarla.
–S… sí, es verdad. Me quería ir cuando, de repente, escuché unos golpes en la ventana. ¿Sabe ese ruido que hacen los cristales cuando son golpeados por trozos gruesos de granizo?
–Sí. Sólo que no era granizo, ¿verdad? Dígame: ¿No ha pensado que era un truco?
–No sé lo qué he pensado. Sucedió de repente. Y luego, nada. No era un truco. Lo sé porque cuando madame Geneve descorrió las cortinas lanzó un grito. Estaba atemorizada. Digo que, si hubiese sido un truco, ¿qué sentido habría tenido chillar de miedo?
(Asiento)
–El golpeteo se intensificó, se sentía el ruido también sobre el tejado. La médium estaba en la ventana para comprobar qué estaba pasando. Afuera se había levantado la niebla. Pero igualmente veíamos el mismo carbón golpear el edificio.
– ¿Carbón? ¿Carbón que caía del cielo?
–Justo. Trozos de carbón incandescentes. Batía sobre las tejas, sobre el muro. Tan grandes y duros como para abollar los canalones.
– ¿Usted cómo ha reaccionado? ¿Ha tenido miedo?
–Mire, por raro que parezca, yo estaba calmada. Con una calma insólita. Es más, me sentía casi feliz. Me había ilusionado con que era una señal que me mandaba mi hijo. Estaba convencida. Sin embargo, la médium estaba aterrorizada. Me encontré tranquilizándola porque Luca estaba allí. Estaba allí conmigo. Y esto gracias a ella. Pero ella decía que no tenía nada que ver con cuanto estaba sucediendo. Ella sólo debía leerme las cartas o algo parecido, dijo.
Como todos los canallas mezclaba lo sagrado con lo profano. A continuación la ventana se abrió de golpe. Los trozos de carbón cayeron en la habitación y golpearon a la médium. La pobre se cayó al suelo y perdió una zapatilla.
No sé porque me ha quedado impresa la zapatilla. Pero, en ese momento, todo era muy confuso. El resto, excepto la zapatilla que se quedó sobre la alfombra, lo recuerdo vagamente. Recuerdo la mesa golpeada por el carbón ardiente, la alfombra que comenzó a quemarse. Casi parecía como que aquella lluvia nos golpease para obligarnos a escapar de aquel lugar.
Una especie de advertencia que provenía del cielo. Intenté huir pero la puerta estaba cerrada y no se abría. Me golpeó algún tizón. Me había quemado llenándome de moretones. Los golpes me hacían daño. Bueno, yo no sé si lo que vi era real, sólo sé que ya no estaba tranquila ni feliz. En ese momento sentí una presencia oscura y maligna. Estaba aterrada. Me puse a gritar. Comprendí que no, no podía ser mi hijo. Lo último que recuerdo fue la estatua del santo patrón. Era de mármol, muy pesada, por lo menos eso me parecía. Antes de desmayarme vi que la estatua caía. Madame Geneve estaba de rodillas, mientras era golpeada en la espalda por gruesos trozos de carbón, pero empeñada en buscar la zapatilla. Comprendí que intentaba alejarse de aquella realidad maligna redirigiéndola sobre pensamientos sencillos, banales. ¿Qué sentido tendría, sino, obsesionarse con una estúpida zapatilla de lana? Fue justo en ese momento que la estatua le cayó encima golpeándola en la nuca. Los ojos de la pobrecita giraron para mirar fijamente al techo, el blanco de la esclerótica que brillaba a la luz del fuego. Una mancha de sangre le salía de la cabeza, desperdigándose por la alfombra. Luego la oscuridad. Me encontraron después de una hora en la parada del autobús. No sé cómo llegué allí. Esperaba haberme imaginado todo. Pensé que el estrés por la pérdida de mi hijo, las medicinas que tomaba para soportar un dolor que no se puede explicar, fuesen la causa de las alucinaciones. Me agarré inútilmente a esta esperanza. Por la noche llegaron al barrio los carabinieri. A madame Geneve la encontraron muerta. Todos pensaron en un homicidio. Pero yo sé cómo sucedieron las cosas. Ha sido algo malvado lo que la mató. La misma cosa que mató a mi hijo.
(La testigo comienza de nuevo a llorar)
– ¿Por qué no fue enseguida a los carabinieri?
– ¡Porque tenía miedo! No podía contar lo que había visto. Me habrían tomado por loca. Sobre todo, no quería ser acusada de homicidio.
–Usted sabe que cuando la médium fue encontrada en el suelo con el cráneo destrozado, en la pared se podía ver una frase trazada con un pedazo de carbón: Decus et Damnationis Belleza y Condenación. Según usted ¿qué quiere decir?
–Yo… yo no lo sé. Juro que no lo sé.
(Llora)
–Gracias por su testimonio. No tengo más preguntas que hacerle.
–Sólo una última cosa: el carbón… la casa estaba llena de carbón. ¿Alguien lo ha visto?
–No. No han encontrado nada
Fin de la grabación
3
El profesor Marzioli era un tipo rígido y anticuado, con las gafas en equilibrio sobre la punta de la nariz aquilina, la chaqueta lisa y con una pajarita que le daba una apariencia de intelectual.
Torcuato Tasso tuvo una educación católica. En la Rimas amorosas se puede reconocer la influencia de la poesía de Petrarca…
Como de costumbre Marzioli explicaba la lección con el entusiasmo de un sepulturero que tomaba las medidas a un difunto. Guido observó que Daisy no cogía apuntes. Tamborileaba nerviosamente con el bolígrafo sobre el pupitre, el aire de quien perseguía pensamientos lejanos.
En cuanto acabó la lección sobre Tasso se levantó un suspiro colectivo de alivio. El profesor había conseguido a convertir en sorprendentemente aburrida la inquieta vida del literato. Lorena se despidió de Daisy y se largó con rapidez. El padre la esperaba a la entrada en uniforme de trabajo, sentado en la furgoneta cargada de tubos para los calentadores de agua. Debía llevarla a ver el partido de los Leopardiani, el equipo del instituto. A Lorena no le gustaba el fútbol pero estaba enamorada locamente de Christian Skendery, un alumno de tercero de anchos hombros y con una mirada de fuego.
Daisy se despidió de su amiga y atravesó la calle afligida. Guido apresuró el paso para alcanzarla.
–Daisy, ¿podemos hablar? –preguntó nerviosamente, esperando que no lo mandase al diablo. Ella se paró. Miró al muchacho elevando las cejas, abandonando sus propios pensamientos para concentrarse en su rostro arrepentido.
–Siento lo de la foto –exclamó él con un desganado levantamiento de espaldas, como queriendo decir que ahora el daño ya estaba hecho y no se podía remediar.
–No es tan importante –dijo Daisy poniendo fin a la cosa al notar cómo el muchacho estaba tan nervioso. Ella, con el aire hosco de quien no lo había perdonado del todo, se fue hacia el camino dando por descontado que él la seguiría.
Guido se armó de valor, apresuró el paso y la alcanzó. Caminaron uno al lado del otro atravesando las hileras de plátanos que conducían a la salida. El otoño extendía las primeras hojas sobre el adoquinado. Dos muchachos se pasaban un canuto sentados debajo de un plátano con una corteza impresionante, la luz del sol metiéndose entre las ramas y saliendo fragmentada en muchos pequeños rayos brillantes.
–Aparte de los porros, es una escena muy romántica –pensó Daisy. Guido intentó trabar conversación. Ella respondía estando un poco a lo suyo, con monosílabos, porque estaba de nuevo pensando en el comentario escrito en Youtube.
Adriano, deja de buscarme. O tendrás un feo final.
Le pareció una broma horrible. Todos sus amigos sabían que estaba enfermo. ¿Qué sentido tenía ensañarse con una persona discapacitada?
–Daisy, ¿está todo bien? Tienes una cara extraña –se preocupó Guido.
–No, no es nada. Es que estaba perdida en mis pensamientos –respondió ella haciendo sobresalir el labio inferior para soplar hacia el flequillo. Sandra la esperaba sentada en el coche mientras un guardia municipal estaba observando con poca paciencia los cuatro intermitentes encendidos.
Guido observó a Daisy dar la vuelta a la esquina. A pesar de no verla levantó la mano para despedirse, la mirada atraída por sus curvas que se movían seductoras debajo del gabán gris. Ella caminaba con la seguridad de tener sus ojos encima.
–Joder. Guido Gobbi… Joder –pensó, pero no se podía engañar a sí misma, o negar que sus sentimientos pudiesen cambiar sólo porque intentaba por todos los medios evitarlo. Se dio cuenta de que había llegado el momento de enfrentarse a la realidad. Se volvió hacia Guido con expresión descuidada – ¡Ah, me olvidaba! –dijo. En realidad no se había olvidado de nada.
Ese momento lo había imaginado una infinidad de veces.
–Bueno. Debo fingir que no es algo importante. Debe dar la impresión de que no es tan importante para mí. Una tontería… Ármate de valor y no tiembles…
Daisy se lo dijo de repente.
Guido se quedó pálido por la sorpresa. Creyó que no había entendido bien.
–Per… perdona, ¿lo puedes repetir? –preguntó él.
Ella lo repitió resoplando.
–Pero si no te apetece, no puedo obligarte.
–Claro que me apetece. El sábado es perfecto –dijo él, las orejas encendidas de un rojo subido.
Guido no conseguía encauzar la enormidad de esto.
Daisy lo había invitado a salir con ella.
–Entonces nos vemos el sábado –respondió la chavala con un ligero ceño fruncido, como si estuviese enfadada con el destino, culpable de haberla dirigido hacia el camino que había intentado evitar por todos los medios.
La vio subir al Cherokee de la madre. Ella no se giró ni para despedirse. Guido comenzó a andar por la calle sin saber realmente dónde estaba yendo.
–Saldré con ella –repitió para sus adentros. La gris apariencia de su vida la había llevado el viento de repente y ahora todo lo que le rodeaba resplandecía de colores. Un arco iris de emociones que podía aferrar sin sentir que se le escurría entre los dedos. Se sentía feliz y tan en sintonía con el mundo que habría querido abrazar a todos los que se le cruzaban camino de casa: una madre que empujaba un cochecito de bebé, un niño encantado por un vendedor de globos, un anciano sentado en un banco, un señor con chaqueta y corbata que buscaba un taxi, un mendigo tirado en la acera reposando entre las dobleces de un cartón…
Sí, habría querido abrazar a todo el mundo.
Daisy y él se verían el fin de semana.
Comenzó a contar las horas que lo separaban de ella, las agujas del reloj de repente eran insoportablemente enormes, pesadas y lentas.
La baja presión sobrecargaba el cielo con nubes grises y amenazadoras. El comprimido de Leponex estaba en el cajón de las medicinas, puesto allí para recordar a la madre de Daisy hasta que punto su vida todavía era trágica y complicada.
Adriano, el rostro demacrado y cansado, los cabellos negros pegados en la frente, la mirada que vaga sin decidirse dónde posarse, ya no iba al colegio desde los doce años. La enfermedad era cruel, los profesores de apoyo inexistentes, desaparecidos por los recortes lineales del gobierno.
Adriano era seguido por un profesor que venía constantemente a verlo una vez a la semana. Cuarenta y cinco mil euros gastados en cuatro años. Los médicos habían dicho que el suicidio del padre había despertado una enfermedad ya presente en sus genes.
Los primeros síntomas se manifestaron a los doce años, una edad sorprendentemente precoz para aquel tipo de enfermedad. Sandra comenzó a sospechar que algo no iba bien cuando Adriano, de complexión redonda y rosada, comenzó de repente a perder peso. Se lavaba poco, rechazaba estudiar, dormía sobre la alfombra y cuando iba al baño lo ensuciaba por todas partes.
Un día comenzó a bajar todas persianas de todas las ventanas de la casa.
Decía que estaba siendo espiado por alguien. Indicios de un mal oscuro que habían empezado a preocupar seriamente a su madre. El psicólogo dedujo que Adriano no había conseguido procesar el trauma del suicidio. La tragedia ocupaba todos sus pensamientos sin dejar espacio a otras cosas. Por lo que respecta al hecho de sentirse espiado, podía ser interpretado como la prueba de una manía persecutoria.
Luego comenzaron las alucinaciones: Adriano veía a los habitantes de Castelmuso morir uno a uno. Recitaba nombre y apellidos, anotando incluso la fecha de su muerte.
Un día cogió un bidón de gasolina del garaje y lo llevó hasta la entrada del duomo. Fue detenido con firmeza por el capellán.
Adriano insistía en que había visto un rostro negro más allá de la rejilla de hierro del confesionario. Pensaba que era un demonio, por este motivo querría haber purificado el duomo con el fuego. Esa misma tarde Sandra lo había acompañado al centro de higiene y salud mental Umberto II, donde el chaval fue puesto bajo observación durante diecisiete días. Ese fue el primero de cuatro ingresos.
Habían trascurrido tres años desde que le habían diagnosticado una grave forma de esquizofrenia paranoide. Desde entonces, Sandra Magnoli había ido todas las semanas al estudio del profesor Roberto Salieri, el psiquiatra que supervisaba a Adriano.
Sandra aparcó en las líneas blancas reservadas de un modesto restaurante, a unos pocos pasos del estudio.
Adriano bajó del coche con la lentitud de un anciano. El principio activo de la clozapina evitaba las alucinaciones pero los efectos secundarios le causaban somnolencia, obesidad, espasmos musculares, problemas para hablar y caminar. Los medicamentos eran un mal necesario. Sin ellos un perro se podía convertir en un monstruo cubierto de escamas. Con los medicamentos, un perro era un perro.
Sandra cogió del brazo al hijo. Dieron la vuelta a la esquina saludando al camarero del restaurante que se estaba apresurando a amontonar las sillas y a quitar las mesas de la acera porque el cielo amenazaba lluvia.
El estudio estaba en el segundo piso de una austera mansión, con el portalón de acceso coronado por un gran arco de medio punto. Las ventanas daban a la avenida que cortaba el centro histórico a dos pasos de la antigua torre del acueducto que, incluso hoy en día, abastecía de agua al pueblo.
Sandra y Adriano se metieron en el ascensor, una elegante jaula de hierro forjado con las puertas de madera, el interior rojo púrpura y el espejo estilo liberty. Adriano, que sufría de claustrofobia, jadeó hasta que el ascensor se abrió en el pasillo del segundo piso.
Sobre la puerta de enfrente estaba grabado con letras claras el nombre del psiquiatra Roberto Salieri. Greta, la ayudante del doctor, los hizo sentar en la sala de espera, una habitación con el techo alto y con frescos, amueblada con dos amplios sofás de terciopelo damascado con los cojines lisos y raídos, como si durante años hubiesen cedido al peso de los neuróticos pacientes.