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El Amanecer Del Pecado
El Amanecer Del Pecado

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El llanto de Daisy estaba atrayendo espectadores. Pero, sobre todo, gracias a ella se embolsaría otros treinta mil euros.

Jenny, Isabella y Sebastian se intercambiaron una mirada llena de satisfacción.

A los monitores llegaban las directrices de los guionistas que, poco a poco, eran cada vez más malvadas.

Adelante, aprovechad el momento. Haced decir a la pequeña qué jodida cosa le pasa a su hermano.

¡Venga, venga, venga! ¡Si llegamos al quince son cien mil euros!

Circe, muévete. No estás haciendo nada por elevar el nivel de audiencia. Maltrátala. ¡Pega fuerte con una pregunta de las tuyas!

Sandra habría querido protestar a alguien pero no sabía a quién acudir. Los dos cámaras que la grababan la siguieron tras las bambalinas hasta que ella se cruzó con uno de los guionistas, un muchacho calvo como un huevo de avestruz con dos enormes auriculares en las orejas y la carpeta con las notas en la mano.

–Señora Magnoli –dijo perentorio –usted no puede venir aquí, debe permanecer en el área que ha sido asignada a los padres y…

– ¡Quítate de mi vista, jodido cabrón! –gritó Sandra apuntando las manos sobre el pecho del muchacho, empujándolo lejos.

–Por favor, cálmese –imploró el guionista empalideciendo.

Un agente del servicio de seguridad, robusto y discreto, se acercó a Sandra. El guionista hizo una señal con la mano para dar a entender que todo estaba bajo control.

– ¿Cómo voy a calmarme? ¡Mi hija está llorando en esa mierda de escenario! –vociferó Sandra desesperada.

–Muchos chavales lloran durante las transmisiones. Es normal para ellos emocionarse –le respondió el joven guionista enfadándose con un cámara que habría querido grabar la escena. La protesta del padre de una menor enviada en directo habría podido desencadenar la polémica. Y muchas asociaciones de consumidores e institutos de vigilancia hubieran sido felices de hacer caer el programa, al considerar la presencia de gente como Circe y Monroe no apropiada para una franja protegida.

–Os lo advierto. Dejad fuera a mi hijo de esta historia –amenazó Sandra apuntando con el dedo al guionista.

El joven calvo sabía muy bien cómo la rabia de la mujer estaba más que justificada. No podía no darle la razón pero el dinero en danza era mucho.

Si la audiencia se incrementaba de nuevo él se embolsaría veinte mil euros. Su nombre, de hecho, aparecía en los títulos de crédito justo inmediatamente después del de Sebastian Monroe, y el joven guionista no tenía ninguna intención de renunciar a una compensación tan generosa. Avisó a dirección de apagar el dron que estaba grabando en bambalinas e hizo apagar las cámaras seis y siete, las que enfocaban a Sandra Magnoli. Hecho esto, ordenó al vigilante de seguridad que volviese a acompañar a la mujer al puesto reservado para los familiares de los concursantes.

Sandra aceptó con renuencia pero sin ninguna intención de bajar la guardia. Si alguien intentaba herir a sus hijos correría al escenario para sacar a rastras a Daisy, después de haber insultado a los jueces y denunciado en directo a los productores del programa.

¡¡¡Estamos en el catorce y medio!!!

La frase centelleó seguida por una triunfante fila de signos exclamativos.

Daisy habría deseado escapar del escenario. Pero quedó allí clavada, incapaz de reaccionar. Las preguntas de los jurados se hicieron más precisas, malvadas y ultrajantes.

Hubo una pausa publicitaria de treinta segundos. El nivel de audiencia tuvo una bajada de dos puntos.

Cuando el anuncio acabó los índices de audiencia volvieron a subir.

El rostro límpido de Daisy surcado por las lágrimas saltó a la cabecera de las tendencias del momento de Twitter.

Sebastian miró de reojo el indicador con una total euforia.

Estaban en el catorce con ocho, otros dos puntos y se ganaría el plus de cien mil euros. Con ese dinero podría comprar coca de primera calidad y un piercing de oro incrustado de diamantes que ya imaginaba balanceándose del rosado pezón de Christine, su amante menor de edad. Sebastian se había encaprichado de la muchachita cuando ella tenía quince años y nunca había dejado de sorprenderse por la naturalidad que ella demostraba en ciertos complicados juegos eróticos.

–Bien. Aquí estamos de nuevo en vuestra compañía. Estábamos hablando de Adriano –resumió Sebastian, antes de añadir –Perdóname si soy desconsiderado pero me preguntaba cómo un muchacho enfermo mental pueda componer una canción tan fantástica como I’m Rose.

No, no eres desconsiderado, sólo eres un bastardo, asquerosa mente de mierda pensó Daisy que respondió intentando mantener a freno la rabia:

–Mi hermano sufre de esquizofrenia paranoide. Se trata de una enfermedad muy grave. Y además, loco o no, amo a mi hermano. Lo amo más que otra cosa en el mundo. Él es sensible. Es delicado. Es un muchacho decente. Y si estoy aquí es sólo gracias a él.

Un suspiro conmocionado salió del público.

Catorce con nueve.

La audiencia todavía subía. La respuesta de Daisy, con esas pocas palabras dictadas por el corazón, había golpeado en lo íntimo a los espectadores.

Jenny Lio e Isabella Larini lanzaron una ojeada entusiasmada a Sebastian. En el monitor los guionistas escribían mensajes cada vez más implacables.

Estamos a punto de dar el golpe. ¡Ánimo, ánimo, ánimo! ¡Redondeemos, así de esta manera brindaremos con Moet &Chandon rodeados de putas y maricones de lujo!

Sebastian se pasó la palma de la mano por la frente empapada de sudor. Era el momento de utilizar la artillería pesada.

Daisy sintió su mirada malvada encima. Estaba aterrorizada por la próxima pregunta, que se reveló una auténtica obra de arte de la perfidia.

– ¿Amabas también a tu padre, Daisy?

La muchacha se quedó blanca. ¿Cómo podían hacerle esto? ¿Cómo podían atreverse a nombrar a su padre?

– ¿Y bien, Daisy?

Ella no dijo nada. Se esforzó por ahuyentar el recuerdo de su padre, pero sin conseguirlo. Nunca había logrado superar el trauma del suicidio a pesar de años y años de terapia.

Los jueces del espectáculo, presionándola sin una brizna de humanidad, lo sacaron todo a relucir, y Daisy revivió el horror que marcó su infancia. Vio de nuevo al padre colgando del árbol con los ojos desencajados mirando al vacío, la lengua colgante al lado del labio, el cuello estirado, las vértebras cervicales destrozadas. Nunca lo había visto en realidad pero siempre lo había imaginado de esta manera.

– ¿Y bien, Daisy?

Daisy escuchó a la madre lanzar un chillido y llamar bastardo a alguien. Escuchó también el grito de dolor de Adriano, aunque el hermano no estaba presente y en ese momento pensó que enloquecería.

– ¿Y bien? Cuéntanos algo sobre tu padre…

– ¡Basta! ¡Ya basta! –gritó como si hubiera sido golpeada por una crisis h de histeria.

– ¡Basta, basta, basta!

De repente, un ruido sordo hizo vibrar el entramado que sujetaba las luces del escenario. Los soportes de acero donde estaban fijados los faros estroboscópicos saltaron. Se oyó otro ruido sordo.

Los reflectores explotaron uno tras otro entre flases de luz blanquísima.

El escenario se estremeció, como si alguien, o algo, lo empujase desde abajo.

Uno de los soportes se inclinó de golpe arrancando los cables eléctricos. Chispas crepitantes se liberaron de los hilos descubiertos. Los tornillos cedieron. El pilar se cayó al suelo llevándose con él cables y reflectores. Daisy lanzó un grito cuando el soporte se abatió sobre la mesa del jurado.

Jenny Lio sintió un golpe atronador. Había sido rozada por el pilar. Un cable que se agitaba como una serpiente crepitante de energía la golpeó en el rostro. Cayó al suelo desvanecida. La descarga de veinte mil voltios le quemó la cara dejándole un tajo en el cuello, mientras que la oreja derecha se había ennegrecido convirtiéndose en un muñón negro y humeante.

Isabella Larini estaba tirada por el suelo. Gritaba de dolor por culpa del brazo derecho entrampado debajo de un travesaño del entramado. La posición poco natural de la articulación hacía intuir que se tratase de una horrible fractura.

Circe había quedado sentada, incólume. Cubierta de sangre que no era suya.

La visión de Sebastian la hizo gritar horrorizada.

El jefe del jurado estaba boca abajo encima de la mesa, la espalda rota por el entramado. La sangre caía sobre los monitores encendidos. Los ojos inmóviles y fijos abiertos como platos sobre el monitor, donde brillaba el record histórico de los niveles de audiencia.

Next Generation se vio interrumpido a las diez y treinta y cinco del jueves diecinueve de noviembre.

La muerte llevo los niveles de audiencia hasta el cuarenta por ciento.

7

Como todas las mañanas, Greta Salimbeni entró en el estudio vistiendo uno de sus trajes de chaqueta gris y severo.

La ayudante del doctor Salieri conseguía cambiar, de vez en cuando, la impresión que la gente se había hecho sobre ella. Greta podía aparecer fría, coqueta, huraña o sensual, todo sin sen consciente, como si las virtudes y los defectos estuviesen sólo en los ojos de los que la miraban.

Cuando había comenzado a trabajar en el estudio era una mujer joven casada pero desilusionada con el matrimonio. Uno de sus pensamientos recurrentes era el de poder convertirse pronto en la amante de su jefe. Salieri, sin embargo, estaba enamorado de la esposa. Y un buen matrimonio era el punto de equilibrio necesario para quien desarrollase, como él, la profesión de psiquiatra.

Quien sanaba la mente de los hombres debía, necesariamente, mantener la vida privada sin conflictos ni tensiones, en caso contrario habría descargado sus frustraciones con sus pacientes.

Greta estaba enamorada del doctor pero no quería ser el segundo plato. Por esto Salieri se quedó en una pura y sencilla fantasía erótica.

Greta abrió la puerta para acomodar al paciente.

Adriano Magnoli entró volviendo a pasar la mirada sobre las porcelanas que decoraban el estudio.

–Hola, Adriano –lo saludó Salieri enarcando las cejas, la expresión concentrada de quien estudia al paciente hasta el más pequeño detalle.

–Siento lo que ha sucedido –dijo afligido el muchacho.

–Sí. No ha sido un buen momento –asintió Salieri cruzando los brazos y echando los hombros hacia el respaldo de la butaca para aliviar el cuerpo desde hacia demasiadas horas inmóvil detrás del escritorio.

–Me lo contarás todo con calma. Siéntate, por favor.

Adriano se sentó apoyando los codos sobre la mesa con incrustaciones. Se frotó con nerviosismo las manos, la expresión llena de un sentimiento de culpa. El psiquiatra observó algunos hematomas rojos en el muchacho.

–Lo siento mucho. Ahora, sin embargo, estoy mejor.

–Te han quedado marcas –observó Salieri apuntado la pluma a las muñecas de Adriano.

–Si es por esto, las tengo también en los tobillos –precisó Adriano levantado una rodilla para alzar la pernera del pantalón y bajar un calcetín. La piel de abajo mostraba un hematoma violeta.

–Durante una crisis ocurre que agredes a las personas –escribió el doctor garabateando un apunte con una grafía nerviosa.

–No debería haberle mordido. Pero no estaba en mis cabales.

– ¿Cuánto tiempo te han tenido en la cama? –preguntó Salieri encendiendo el ordenador.

–Dos días. Las correas fijadas a la cama eran de cuero y yo me he movido mucho. Por eso me han quedado señales.

–Tres semanas en la sección de psiquiatría. Debió ser bastante duro, muchacho.

–Cuando el entramado cayó sobre el escenario creí que también Daisy había sido golpeada y es en ese momento cuando he perdido la cabeza.

– ¿Quieres hablar sobre esto? –preguntó Salieri deslizando el ratón sobre la alfombrilla, los ojos fijos en la pantalla siguiendo la flecha que apuntaba a una carpeta para abrirla.

–Me gustaría, pero no recuerdo casi nada de esa noche –aclaró Adriano. –Dicen, sin embargo, que bajé allí, al salón. Todos gritaban por lo que estaba ocurriendo en la televisión. Llegado ese momento me he vuelto agresivo pero esto es lo que ellos creen.

–Entonces, ¿por qué motivo te has lanzado contra los huéspedes que estaban viendo a tu hermana en la televisión?

–Porque veía llover trozos de carbón en la habitación. Sí, esto lo recuerdo bien. Me he tirado encima de ellos para protegerlos. Quería evitar que alguien fuese golpeado.

–Has empujado incluso a tu tía que se ha caído al suelo, ¿verdad?

–Sí. Por desgracia, sí. Se ha golpeado la cabeza pero juro que no quería hacerle daño.

–Sé que no le ha ocurrido nada aparte de un chichón, y sé también que te has defendido con uñas y dientes hasta el último momento para no hacer que te internasen. Decías que estabas muy nervioso por el accidente del escenario.

–No lo sé. Yo… yo sólo sé que no quería hacer daño a nadie.

–El mordisco al enfermero, ¿te acuerdas?

–No mucho. Repito, no estaba bien. Me querían llevar, yo, sin embargo, no quería y a partir de ahí ha sucedido todo el follón.

–He visto las cajas de los medicamentos, no los has tomado con regularidad, Adriano. He aquí porqué han vuelto las alucinaciones.

Adriano, incómodo, asintió con aire culpable.

–Háblame de Daisy, más bien. ¿Cómo está? –preguntó Salieri abriendo el archivo que estaba buscando. Comenzó a mirarlo con particular atención, entrecerrando los ojos y acercando la nariz al escritorio del ordenador.

–Daisy se atemorizó. Pero ella es fuerte y me defendió. A causa de esto sucedió lo que… lo que hemos visto en el escenario. Pero yo… bueno… dios, perdóneme doctor, estoy un poco nervioso…

–Tranquilo. Estamos entre amigos. Explícame lo que quieres decir con calma –exclamó distraídamente el psiquiatra mientras tecleaba con dos dedos en el teclado.

Adriano emitió un jadeo inquieto.

–Quiero decir que ese hombre, Sebastian Monroe, no debería haberlo provocado.

Mientras Adriano hablaba, Salieri clicó sobre el archivo donde estaba la historia clínica del muchacho. El hombre observó algo insólito. Se acarició el mentón. Lanzó una ojeada a Adriano. Observó otra vez la pantalla frunciendo el ceño.

–El accidente del escenario. Quizás ha sido esto –dijo Adriano reclinando la cabeza para cogerla entre las manos. –Esto que está aquí, dentro de mi cabeza. Quizás no sólo echa raíces aquí, quizás lo puede hacer por todas partes. Quizás está ya por todas partes.

Adriano hablaba ignorante de que ya no era el centro de atención del doctor Salieri. El psiquiatra se había puesto un auricular en una oreja y estaba completamente absorbido por el ordenador, los dedos tamborileando nerviosos sobre el escritorio.

–Doctor, ¿me está escuchando? –le preguntó Adriano con un lamento.

–Perdona. Me he distraído –respondió Salieri al muchacho quitándose el auricular, el tórax se levantó y se relajó con un suspiro de preocupación.

–Bien, me hablabas de este misterioso ser –dijo el psiquiatra con aparente tranquilidad.

Él, el parásito, la está buscando. Está buscando a Daisy desde siempre… y ahora la ha encontrado, ¿lo entiende, doctor? ¿Comprende lo que sucederá? No lo entiende porque estamos sólo al comienza. Sebastian Monroe no debía provocarla. Por esto ha tenido ese final.

Adriano terminó de hablar encogiendo los hombros, como para quitarse algo molesto de encima, y abandonó el discurso. Siguieron otros veintitrés minutos de diálogo en los que el muchacho consiguió hilvanar algún razonamiento a ratos coherente, a ratos confuso. Salieri tiró del puño de la camisa para observar el reloj, un Rolex de acero inoxidable que debía ser recargado. Apretó el pulgar y el índice sobre el cierre del dispositivo de resorte, lo giró con movimientos pequeños y rápidos hasta que las agujas se movieron, y dijo:

–Perfecto, Adriano. Por hoy hemos acabado. El ingreso ha sido una fea historia. Quería verte para saber si te encontrabas mejor. Di a tu madre que no me debe nada. Prométeme, sin embargo, que tomarás siempre las medicinas. Continúa con las pastillas de quinientos miligramos. Nos vemos la próxima semana. A la misma hora.

El psiquiatra estrechó la mano de Adriano sin levantarse.

–Saluda a la señora Magnoli.

Cuando Adriano salió del estudio, el doctor se puso a fumar. Apenas dos caladas. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y pulsó la tecla del teléfono interior para llamar a Greta.

–Busca al profesor Marco Buccelli. Interno 102 del hospital Umberto II. Dile que es urgente.

El médico encendió otro cigarrillo y dio otras caladas nerviosas hasta que el teléfono sonó.

–Hola, Marco. ¿Cómo estás?

– ¡Doctor Salieri! Me alegro. Todo perfecto. ¿Y tú?

–Todo OK, gracias. Escucha, te llamo en relación con Adriano Magnoli.

–Sí. Una fea crisis. Pero lo hemos puesto bien rápidamente. ¿Lo has visto?

–Lo he visto. No habéis arreglado una mierda. –dijo con el tono franco que se puede permitir sólo un viejo amigo.

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1

Nota del traductor: En dialecto, en el original. Manera familiar de llamar a Giovanni.

2

Nota del traductor: Apocalipsis, capitulo 20, versículos 7 y 8; Sagrada Biblia; Nacar y Colunga; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1975, 31ª edición

3

Nota del traductor: Potentes antipsicóticos.

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