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El manco de Lepanto
Vínosela otra vez a las mientes a la bella viuda, que aquel en quien había creído ver a la dichosa persona que la enamoraba, no había sido un hombre, sino un duende, que había tomado aquella apariencia para burlarla y atormentarla, y que, a causa de llevar ella la milagrosa medalla del Santo Oficio, el duende había huido; pero oyó a punto uno como resuello recio de persona que duerme, que allá de lo hondo del oscuro cuarto salía, cosa que doña Guiomar sintió más que si en efecto su enamorado se hubiese tornado en humo y desaparecido; porque quien de tal y tan sosegada y profunda manera se había dormido, cuando ella le había dicho que la esperase, no debía ser muy extremado en amar; que ella sabía muy bien, y a causa de él mismo, que el amor desvela, y tanto más cuanto se está más cerca del objeto amado, y en términos de duda y esperanza.
Llamó al dormido, ya con más fuerza y aun con enojo, la hermosa indiana, y a poco se oyó un bostezo, luego pasos, y al fin apareció el incógnito, con los ojos cargados aún de sueño y con todas las muestras de que en lo mejor de él se le había interrumpido; y como doña Guiomar cuando le sintió que se acercaba se hubiese ido a un canapé o escaño que allí había, y se hubiese sentado, él tomó una silla baja que encontró al paso, y fue a sentarse junto a doña Guiomar, tocando su falda, y de tal manera que no parecía sino que hacía un siglo eran amantes, y con un desenfado tal, que aunque sin dar en la descortesía, parecía mostrar la confianza que él tenía en ser amado, si es que ya no lo era, y con toda el alma; mirábala él con codicia, aunque sin irreverencia, y ella le contemplaba asombrada por lo que en él veía, que harto claro se mostraba en sus ojos; y ni el uno ni el otro decían una palabra, y ella se turbaba más y más, y más y más se la encendía el enojado tal vez, y tal vez amoroso semblante, y él lo conocía y tal lo mostraba, que más y más ruborosa se mostraba ella, y más y más confusa.
Díjole ella, en fin, que era muy extraña cosa que un hombre que, como él, de tal manera se había entrado en su casa amparándose de la justicia, y que decía que por ella se había puesto en tal trabajo, y que la había dado música, y tan amorosos y encendidos versos la había cantado, viniese a dormirse como si ningún cuidado le inquietase y como hubiera podido dormirse en su casa: a lo que él respondió mirándola amorosísimamente, que tantas noches había pasado en vela atormentado por sus amores, y tan desesperado y triste, que no había que admirarse de que, cuando al fin lucía para su amor el sol de la esperanza, descansado hubiese en alguna manera de su trabajo.
– ¿Y quién os ha dicho, – exclamó ella, – que yo os amo, ni en amaros piense, ni para vos me haya criado, ni al cabo la dureza mía para el amor, por vos se haya deshecho?
– Dícenmelo, – respondió él, – vuestros divinos ojos, que en vano de mí se apartan para no verme, porque con más afición y más encendidos rayos de amor, ¿qué digo? de gloria, a mirarme tornan; dícemelo vuestro hermoso seno, que los amantes latidos de vuestro corazón mueven; dícemelo vuestra voz enamorada, que en vano pretende remedar al enojo; dícemelo, en fin, mi deseo, señora mía, porque si vos no me amaráis, tormento insoportable sería para mí la desesperada memoria de vuestra adorada imagen, muerte mi vida, infierno mi esperanza.
– Paso, paso, señor mío, – exclamó la enamorada indiana, queriendo en vano que no saliese a su boca en una sonrisa de contento su alma, y a sus ojos en un volcán; – que si seguís así, creeré que mentís, que no puede llegarse a un tal rendimiento de amor tan de súbito y por una mujer apenas vista, y por la primera vez de amores requerida; y luego, que yo tengo para mi, aunque puede ser que me engañe, porque yo de amores no entiendo, ni he querido entender nunca, que el amor para ser sublimado ha menester de todo punto ser correspondido.
– Mucho pudiera yo decir sobre esto, – repuso él; – pero aquéjame haceros una pregunta sobre lo que acabáis de decir, de que no entendéis de amores, ni entender de ellos habéis querido nunca.
– ¿Pues no decíais vos en vuestro soneto, – repuso ella, – que vuestra alma había sido hasta ahora hielo para el amor? ¿por qué, pues, os maravilla que hielo haya sido hasta ahora, y que aún lo sea para el fuego amoroso, el corazón mío?
– Casada fuisteis, señora, – dijo con tristeza el galán, – y para amargura mía, que las venturas concedidas a otro, aunque pasadas y lícitas, y aun santificadas por el matrimonio, dardos son de celos y ponzoña de despecho, para el que bien ama y ser quisiera el único en el amor de la que adora.
– En hondos discursos os metéis, y no sé qué os diga, ni qué deje de deciros, – contestó doña Guiomar, bajando los ojos y poniéndose muy más colorada que otras veces; – y tanto más, cuanto que no sé a quién hablo.
– De buenos y honrados padres vengo, señora, – respondió él; – hidalgo soy; Alcalá es mi patria; cursé en las aulas de su famosa universidad; tirome la afición a las armas, y muy más el amor a las letras; soldado soy, y a poeta aspiro por mi desgracia, porque la poesía es sueño que devora el alma y la finge lo que no existe, y en los espacios imaginarios la pierde: Miguel de Cervantes Saavedra me llamo, y vuestro esclavo soy.
– ¿Miguel de Cervantes Saavedra sois vos? – exclamó con encarecimiento doña Guiomar; – pues por ahí andan en unos papeles impresos los versos que se recitan en casa de Arquijo por todos los buenos ingenios de Sevilla, y entre ellos hay los, y no de los peores, que según el papel, han sido compuestos por vos.
– Si yo hubiera podido creer, – dijo Cervantes, – que los pobres versos míos habían de llegar a tan hermosas manos, puede ser bien que el deseo de contentaros hubiera sido inspiración que los hiciese dignos de Pindaro; ¿pero qué poesía queréis que haya sin amor, y cuando sólo se escribe para ejercitar el ingenio?
– ¿Y sin amor vivíais cuando esos versos compusisteis? pues o no me amáis como decís, o me amáis desde muy poco tiempo, que ha ocho días se vendía el papel nuevo, y versos vuestros había en él.
– Desde que perdí el corazón en el cielo de vuestras perfecciones, señora, – dijo Cervantes, – de tal manera he ansiado, tanto he dudado, tan grande la desdicha de mi amor he creído, que no he tenido alma ni vida más que para ansiar y temer, y buscaros y entreveros, apareciendo con el alba, tornándoos a vuestra casa a punto que el sol salía, menos que vos hermoso; y todo era en mí sobresalto y congoja, y afán y miedo; que ante vos no quería mostrarme, por no ver el desdén en vuestros ojos, hasta que no pudiendo más, y desesperado y loco, a daros música vine, y a deciros ese triste soneto, que en su poco valer bien muestra que las musas están enojadas conmigo, al verse por vos, a causa del grande amor que os tengo, por mí desdeñadas y olvidadas; bien que si vos, como me lo hace creer el deseo, me amáis, ¿qué vale el laurel de Apolo comparado con la gloria de teneros mía?
Responder quiso doña Guiomar, pero desfalleció la voz en su garganta; sus ojos se posaron, exhalando un dulce fuego, en el venturoso amante; suspiró luego tan hondamente como si el suspiro hubiera salido de lo recóndito de sus entrañas, y dijo:
– Pues que Miguel de Cervantes sois, y antes de conoceros yo había conocido en vuestros versos vuestra alma, y estimádola había por ellos, quiero contaros mi historia, y por ella veréis claramente cómo, habiendo sido casada y con buen marido, amor no conocí, ni conozco, como no sea amor esto que me tiene hablando con vos y a deshora en mi aposento; que para ampararos en el aprieto en que os veis, no era menester que yo os hiciese compañía; y amor debe ser este, porque habéis de saber que no sabía yo que hubiese cosa que vencer pudiese la fuerza de mi recato, y a él falto hablando con vos a solas, y a tal hora; y si esto no es amor, no sé lo que ello sea; amor es, ¿quién lo duda, cuando ocultarlo no puedo, y si os lo niego más os lo afirmo, y vencida y enamorada os lo confieso? Pero si creéis que ese amor mío ha de ser parte para que yo me olvide de mi honra, a la menor señal que en mi desdoro hagáis, morirá mi amor para que ocupe su lugar el menosprecio.
A lo cual contestó él con este cuarteta, que se salió sola y sin licencia suya de su enamorado pensamiento:
Amores que son del almahacen callar los sentidos;que en verse correspondidosalcanzan su mejor palma.– Así os quiero, señor mío, – contestó ella, – y por que veáis cuánto en vos confío y cuánta es la estimación en que os tengo, para que sepáis bien quién soy, os voy a contar mi historia; eso si no es que os aqueje el sueño, que si tal fuese, mi doncella Florela, que es discreta, os llevarla a un aposento donde pudierais reposar seguro.
– ¡Ah! no me castiguéis, – dijo él, – por aquel impertinente sueño mío en que me encontrasteis; y empezad, mi dulce señora, que con vida y alma os escucho.
Quedose ella por algún tiempo pensativa y como dudando, y luego empezó de esta manera.
V
En que doña Guiomar comienza a contar su historia a Miguel de Cervantes
– No puede llamarse con verdad desdichada la criatura que no lo fue desde su nacimiento, y aun en el seno yo de mi madre, para mí empezó la desdicha. Nací en esta hermosa ciudad de Sevilla, y en su calle que llaman del Hombre de Piedra, y con tan dura fortuna, que el instante del primer aliento mío, fue el del postrero de mi padre. Matáronle cuando nací yo, y a las puertas de nuestra casa, siendo su muerte la más rara tragedia que se vio en los pasados tiempos, ni se verá en los venideros.
Era mi padre viejo, pero alentado y tan entero, que su vejez parecía primavera bajo nieve, o invierno que bajo su hielo tenía galas de primavera. Natural de Méjico era mi padre, y rico, y a Sevilla vino con unas galeras de rey, de las que era general.
Acudió el gentío a la Torre del Oro a ver la flota, y entre las damas que estaban en los estrados que para ellas se habían puesto junto a la orilla, asistía mi madre, que era una hermosa doncella de veinte años, y tan desamorada y esquiva, que no parecía sino que el amor no alentaba para ella, según que era de desabrida con todos los que se rendían a los encantos de su hermosura. Si la hubiera contentado el claustro, hubiérase entendido que el santo amor de Dios no dejaba en su corazón lugar para el amor al hombre; pero tampoco era esto, porque una tía monja que tenía en las del Espíritu-Santo quiso llevársela consigo, a lo que ella no se acomodó, diciendo que Dios no la había hecha para que la sofocasen tocas ni monjiles, ni para enojarse entre cuatro paredes.
Pluguiera a Dios que mi madre hubiera tenido vocación de monja, que así yo no naciera, ni pasaran por mi familia desdichas que parecen una maldición que alcanza a la desventurada vida mía.
Limpiose doña Guiomar con un pañizuelo los líquidos diamantes que por la amargura de sus tristes memorias de sus hermosos ojos se desprendían, por lo cual Miguel de Cervantes la dijo:
– Enjugarnos yo, hermosa señora mía, esas lágrimas que por vuestras alabastrinas mejillas corren, con mis labios, si tan bienaventurado fuera que ya me llamara vuestro esposo; y tal procuraría que fuese para vos mi amor, que no lágrimas de amargura, sino de contento del alma enamorada vertieseis, si es que mi amor podía enamoraros, cosa en la que no espero, porque si la esperara, ya en la sola esperanza encontraría la ventura milagrosa de este amor que por vos me abrasa las entrañas, y es mi vida en mi muerte y mi contento en mi tristeza.
– No hay para qué repetirme que me amáis, – dijo doña Guiomar, – sino es que creéis que soy desmemoriada; que ya me lo habéis dicho, y yo, escuchándooslo y continuando en oíros, os he dicho claramente que os amo; que si no os amara, la primera palabra de vuestro amor hubiera sido la última; y eso de enjugarme las lágrimas con vuestros labios callarlo debisteis, que hay tales cosas que cuando no se pueden hacer no deben decirse; y pase esto por alto, que a galantería sin intención quiero achacarlo, y no a otra cosa; y sin más de esto, y esperando que a mi lado seáis tal y tan hidalgo como me lo parecéis, con la relación de mi historia continúo, que ya que me amáis, según decís, quiero que sepáis quién es la desventurada mujer que ha alcanzado no sé si la desdicha o la fortuna de enamoraros. Decía yo, que a la llegada de las galeras de que era general mi padre, y entre las damas y caballeros que a su llegada habían acudido y ocupaban los estrados en la orilla, dispuestos, estaba mi madre, sin más compañía que la de dos tías, viudas y ya ancianas, que eran los únicos parientes que la quedaban, y tan hermosa, que unos versos que un enamorado suyo, poeta tan desdeñado como los otros que no eran favorecidos de las musas, la compuso, decían:
Porque copien un instantelos encantos que atesoras,sus puras linfas sonorasimpulsa Bétis amante;y las ondas, al pasar,murmuran en su tristeza,recordando la bellezaque ya no pueden copiar.– No me parecen mal esos versos, – dijo Miguel de Cervantes; – madrigal son, o más bien, madrigal doble; poeta era quien los compuso, y no de los peores, y por míos los tomara, antes con satisfacción que empacho de ellos; pero decidme, señora: ¿cómo es que vos habéis premiado esos versos guardándolos en vuestra memoria? ¿quién os los recitó, o quién os dio el papel en que estaban escritos?
– Hallose ese papel entre los de mi madre cuando murió, y a mí con su herencia llegaron esos desdichados versos, que yo no puedo recitar sin que se me llenen de lágrimas los ojos; que si el que esos versos compuso no hubiera nacido o no viviera, ni muriera mi padre, ni mi madre fuera desventurada, ni yo tendría un cruel enemigo de mi reposo.
– Lo que acabáis de decir, señora, aguija el ya grande interés con que vuestra historia escucho, – dijo Miguel de Cervantes; – pues ¿cómo, señora, si vuestra madre era tan ingrata y desconocida para el amor, versos tenía, para ella compuestos por un amador desdeñado, ni cómo este, sin ventura, pudo ser una desventura para vuestra madre entonces, y ser hoy para vos un crudo enemigo? Decidme su nombre, que si él hizo desdichada a vuestra madre, no lo seréis vos por él, o faltaráme por la primera vez la fortuna en un empeño.
– Decíroslo quiero, – respondió doña Guiomar, – porque bastante habéis hecho con darme música para que él viva atento hasta averiguar quién el de la música haya sido, y buscarle riña; conque así, ved si una dama que tan a su despecho tiene un enamorado o empeñado que tan celoso la guarda, aunque tan sin razón ni derecho para ello, os conviene por lo que pueda costaros.
– No digo yo, – respondió Miguel de Cervantes, – por el temor de un viejo, que tal debe serlo quien, teniendo vos veintidós años, pretendió a vuestra madre antes que vos nacierais, sino por el de todos los trasgos, jigantes, enanos y vestiglos de los libros de caballería, y aun por el de los doce de la Tabla Redonda que vinieran a reñiros con toda la cohorte de magos y de encantadores que en los tales libros se nombran, dejara yo de venir a daros música y a hablar con vos, si era que vos me concedíais esta merced venturosa.
– Hombre de años es ya, pero no viejo, – respondió doña Guiomar, – que aún no pasa de los cuarenta y cinco, y es uno de los capitanes más temidos y más respetados de los ejércitos de su majestad; lo que, y sus otras buenas cualidades, no es parte para que yo deje de aborrecerle y desee venganza contra él, y de tal manera, que si al fin ese amor que vos decís tenerme, y al que yo os digo correspondo cuanto corresponder puedo, llegase a sus buenos términos, yo no me desposaría con vos, si antes no me habíais vengado y libertado de ese hombre; que para que vos podáis estimarle en lo que vale, sabed se llama don Baltasar de Peralta, que ya por su buen ingenio, como por su valor, su nobleza y su hacienda, es en Sevilla de todos conocido y estimado.
– Conózcole, y más de lo que podáis figuraros, señora, – dijo Miguel de Cervantes un tanto sorprendido; – sé quién es, y lo que puede y lo que vale, y cuánta es su nobleza y cuánto su ingenio; y estimádole hubiera en mucho más, si no llevara peluca; que el quedarse, cuando la mucha edad no lo disculpa, con la cabeza rasa y sin un pelo, como bala de bombarda, paréceme a mí que es a efecto de malas cabilaciones y picardías; de lo que resulta, que yo no me fío de un calvo, ni con buena voluntad le miro; y a mayor abundamiento, llenádome habéis las medidas con decirme que de él ansiáis venganza, que como un cruel enemigo os persigue, y que no seríais mi esposa si antes de sus persecuciones no os libertaba.
– Decís bien, – exclamó doña Guiomar, – en lo de vuestra enemiga contra los calvos, que yo tengo para mí, que, como decís vos, la gran parte de las veces lo que la calvicie causa es el fuego de los malos y perversos pensamientos que en la cabeza arden, y queman la raíz de los cabellos y los mata.
– No decía yo eso, – respondió Cervantes; – que San Pedro es calvo, y aun se me antoja haber visto en alguna parte que lo fue desde mozo; pero a mí, no sé por qué, los calvos me enojan, como me enojan otras muchas cosas que no enojan a nadie, y cuando una cosa me enoja, sobre ella me voy sin reparar en inconvenientes, y salga por donde saliere. Y, vive Dios, señora, que contento estoy, porque, al fin, de lo que habéis dicho aparece que yo puedo contentaros en algo, y ponerme en ocasión de que sepáis que para vos tengo yo toda la sangre que late en este corazón que os adora.
Miró tiernísimamente doña Guiomar a su enamorado, que al decir sus últimas palabras osó besarla las manos, por lo cual no se ofendió ella, aunque las recogió, y dijo:
– Tornando a lo que me dijisteis sobre si mi madre podía tener versos de un amador desdeñado, os diré, que si mi madre no era fácil para el amor, éralo, ¿y qué mujer no lo es? para la vanidad; y que aunque volvió a don Baltasar los versos que os he recitado y otros muchos, no fue sin guardarlos trasladados; lo que era causa de que don Baltasar, que veía, que si bien se le devolvían sus versos, eran leídos, como lo demostraba el ir abiertos los papeles en que se contenían, alentase esperanzas, y siguiese a mi madre a cuantas partes iba, y la diera música, y la rondase eternamente la calle, que de ella no se apartaba sino para comer de prisa y dormir breves horas.
Aconteció que cuando las galeras de rey llegaron, y desembarcó de la capitana mi padre, y subió al estrado en que mi madre con otras damas y caballeros estaba, no lejos de mi madre estaba don Baltasar, que era poco menos que su sombra; de modo que pudo ver mejor que lo que hubiera querido, que cuando mi padre vio a mi madre se inmutó todo, y que mi madre dejó ver el carmín de su sangre en sus mejillas, y sus ojos, antes para todos tan impíos, no pudieron ocultar el fuego del amor que de improviso, a traición, y sin que ella pudiera prevenirse, la había abrasado el alma.
Preguntó mi padre a algunos caballeros conocidos suyos que allí estaban, quién mi madre fuese, y destos principios vinieron a resultar muy pronto los fines de un casamiento y de una unión dichosa; pero turbada a poco por la orden que recibió mi padre, aun antes de los quince días de sus bodas, para partir con las galeras a Nápoles. Bien quería acompañarle mi madre; pero mi padre no quiso confiar a las instables ondas el tesoro de su ventura. Quedose, pues, mi madre casada y enamorada, y si no con el dolor de viuda, con las angustias de ausente; que las mujeres que bien aman, aunque yo de amores no entienda, tengo para mí que han de recelar y temer por todas partes una mudanza o un peligro que les roben su esposo, y a verle no vuelvan.
Pasaba el tiempo, y mi padre no volvía.
Teníale el rey empleado en sus galeras, y aunque menudeaban las cartas cuanto era posible, del afán de una carta esperada pasaba mi madre al del recibo de otra, y tanto más, que estaba en cinta de mí, y el tiempo pasaba, y temía mi madre que mi vida fuese para ella la muerte, y muriese sin volver a ver a su esposo.
¡Ay, señor mío, – dijo en llegando a este lugar doña Guiomar, y soltando con estas palabras un profundísimo suspiro, – que vamos acercándonos al triste suceso de la más nueva desventura que ingenio humano haya podido inventar para suspender el ánimo de sus lectores, con los no pensados y peregrinos casos de una novela! ¡Oh traiciones no adivinadas, oh desdichas no temidas, oh no merecidas tragedias!
Habéis de saber, señor mío, que mi madre, como esposa amante y mujer honrada, desde el punto en que mi padre partió hizo de su casa clausura, y de ella no salió ni para misa, que en un oratorio se la decían, ni recibió a amigos, ni aun en sus miradores dejose ver por acaso.
Ya en esta clausura, muriéronse la una tras la otra sus dos ancianas tías, y quedose mi madre sola con sus criados, que pluguiera a Dios no los hubiera tenido, o por lo menos a una traidora Lisarda, que fue la causa con sus liviandades, de lo que nunca recuerdo sin que de la congoja de mi corazón den muestra las lágrimas que salen por mis ojos.
Suspenso estaba nuestro Miguel oyendo a su acongojada amante, que en sus hermosos ojos dejaba ver el llanto que a ellos asomaba, como ansioso de correr por aquellas mejillas émulas de la rosa y vencedoras de la azucena; y en tanto la estrechaba las manos entre las suyas, sin que ella pareciese sentirlo, embebecida en la historia de su madre, que era el principio de sus desdichas.
Reposaba la mirada de doña Guiomar en la de Miguel de Cervantes, y la mirada de éste en la de ella, y no parecía sino que en aquellas dos miradas sus almas se mezclaban y se confundían para no ser más que una sola alma.
Dejó al fin ella salir de su pecho, o más bien de su pecho se escapó, otro profundísimo suspiro, y continuó su relación de esta manera:
– Hasta tal punto se parecía Lisarda en las proporciones de la figura y en los movimientos a mi madre, que viéndola por detrás, sólo por la diferencia del traje podía distinguirse a la criada de la señora.
Era además Lisarda muy hermosa y muy joven, y a estas prendas de la persona, realzadas por la lozanía de su edad temprana, juntaba una grande honestidad y la buena y cristiana crianza que la habían dado sus padres, humildes, pero honrados; amábala por estas sus buenas prendas mi madre, y por ser ella tan de su gusto, complacíala se le pareciese en la estatura y en la corpulencia, y en aquella su gallarda manera de andar y de accionar; cosas todas estas últimas que mi madre hubiera aborrecido, si hubiera adivinado las cosas que sobrevinieron, y que ya vos, señor Miguel de Cervantes, debéis haber vislumbrado con vuestro claro ingenio.
Y fue que don Baltasar de Peralta, no porque mi madre se hubiese casado había matado, o por lo menos sujetado a los preceptos de la virtud, de la religión y de la honra, que en sí son unos mismos, aquel su amor tirano y voluntarioso que a mi madre había tenido y tenía, sino que muy contrariamente, dejó a la rabia y a los celos, sin intentar siquiera combatir con ellos, que este amor aumentasen; no dejaba la ida por la venida a la calle del Hombre de Piedra, y pasaba en ella, oculto por una esquina, o embebido en el hueco de una puerta, luengas horas, particularmente de noche, ansiando ver a aquella que era la agonía de su vida, la desesperación de su alma y el sujeto de todos sus pensamientos.
Aumentaba el fuego de su amor y la rabia de su desdicha, con no ver asomarse jamás mi madre a sus miradores, con el de no salir nunca de casa ni aun a misa, y con no dar más muestras de estar viva que si hubiera estado encerrada en una tumba.
Respetando estuvo muchos días don Baltasar el decoro de mi madre, no atreviéndose a escribirla, ni aun a darla música; pero al fin pudo más en él la desesperación que el miramiento, y una noche llenó de músicos la calle, y sus concertadas voces y sus bien tañidos instrumentos, estuvieron dulcemente divirtiendo a los vecinos, sin que mi madre de ello se apercibiese, porque habitaba un aposento allá en lo interior de la casa, que era muy grande, y al que no podía llegar la música.
Pero la oyeron algunas criadas, que avisaron a Lisarda, que en un cuarto próximo al de mi madre dormía, y todas se fueron a ponerse en los miradores a gozar de la regalada música.
Habían dado en la imprudencia de llevar luz a la habitación, y en las vidrieras del mirador se pintaba, junto al de las otras doncellas, el bulto de Lisarda, que por ser tan semejante en el aire y en la forma de la persona a mi madre, como ya os he dicho, don Baltasar creyó, y creyéronlo los amigos que le acompañaban, que no era doncella que a mi madre en el bulto se parecía, sino que era mi madre misma la que, acompañada de sus doncellas, en el mirador estaba oyendo la música.