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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

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La actividad física necesaria para las operaciones de cocina era un elemento importante en el equilibrio que Carlotta había encontrado en los días, todos iguales, una vez agotado su matrimonio, y después de todos los intentos de relaciones afectivas interrumpidas forzosamente. Le gustaba trabajar en la cocina, y los resultados que obtenía con sus acciones le resultaban muy gratificantes. La comida nacida de su esfuerzo, ligada a los productos de la tierra y al ciclo de las estaciones, la unía al sentido profundo de la existencia. La nutrición del cuerpo como cura del contenedor del alma: así percibía su trabajo.

A las ocho y media decidió que podía hacer los tortelloni. No podía pasar demasiado tiempo entre el final de su preparación y su cocción.

Cubrió el plano de trabajo con harina y colocó encima la masa que había dejado reposando. Sacó el rodillo del armario. Lo cogió con las dos manos muy cerca la una de la otra. Separó los antebrazos, con los codos separados del cuerpo, para que la presión sobre el rodillo viniera de la parte de la palma bajo el dedo pulgar. Carlotta acompañó la fuerza de sus manos con movimientos alternados de la cadera; así ejercía presión sobre el rodillo sin sujetarlo.

No sucederá otra vez. No lo permitiré.

Sincronizó la alternancia de la presión sobre el rodillo con el recuerdo de los movimientos rítmicos de Edoardo.

Con fuerza y control, extendió la masa hacia el exterior, girándola cada veinte segundos un cuarto de giro. Cuando el espesor de la masa fue tan fino que era casi transparente, la cortó en cuadrados no demasiado grandes: alrededor de ocho centímetros de lado. Sacó el relleno de la nevera y colocó una porción del tamaño de una nuez pequeña en el centro de cada cuadrado. Preparó dos docenas, que cerró rápidamente, para evitar que el relleno se secara. Primero los dobló en forma triangular, apretando sobre los bordes, después giró las solapas alrededor del dedo índice, superponiendo los dos extremos, sobre los que presionó, para que se cerraran bien. Resultó la forma clásica de un tortello. Los dejó en la nevera, encima de una bandeja espolvoreada con sémola de grano duro, para evitar que se quedaran pegados.

Para la preparación de la mesa usó un mantel y unas servilletas blancas, sin bordados, y vajilla también blanca, de buena calidad y de diseño simple. Unos vasos de proporciones variables y los clásicos cubiertos de acero de forma cómoda completaron la presentación.

Carlotta puso en el compartimento menos frío de la nevera los vinos rosados que pensaba servir. Sabía que no era conveniente hacerlo, pero supuso que una hora de enfriamiento no les haría daño, sino que los haría más agradables en esa cálida noche de junio.

Después pudo centrar su atención en el cuidado de su aspecto. Fue al cuarto de baño y se liberó del vestido largo que todavía llevaba. Entró en la ducha. El recuerdo de Edoardo y ella dos días antes le provocó un temblor que subió desde sus costados hasta la nuca. Abrió el grifo y dejó que el masaje del agua relajase sus músculos, mientras se abandonaba a sus pensamientos. En un cuarto de hora acabó con el aseo y fue al armario. Le habría gustado ponerse el mismo vestido, pero se había ensuciado con la sangre de la pintada. El escotado ya se lo había puesto el día del accidente. ¿Qué podía ponerse para la noche de San Juan con Edoardo? Su guardarropa, que llevaba mucho tiempo sin renovar, no le dejaba mucha elección. Al final se decidió por una falda coloreada, larga y cómoda, de aspecto vagamente gitano, y una camisa blanca liviana con mangas anchas e hinchadas. A los pies se puso las mismas sandalias con cuña que llevaba el día del aperitivo que ofreció después del accidente. Y eligió los mismos anillos de oro como pendientes, combinados con el collar.

Buscó qué tenía para maquillarse. Abrió los muebles y miró en su interior. Al final solo usó un lápiz de ojos negro, con el que acentuó el contorno de sus ojos, un pintalabios, que usó con moderación, y un esmalte de uñas para las manos y los pies. Tanto el pintalabios como el esmalte eran de un bonito rojo bermellón, y combinaban bien con uno de los colores de la falda. El pelo había sido sometido al tratamiento clásico: lavado y dejado secar solo, y se había ordenado a los lados de la cara formando unos rizos suaves. No miró el resultado final de los cuidados hechos a su persona en el espejo. Tenía miedo de no gustarse.

Me tiene que ver con sus ojos, tiene que verme a mí y dentro de mí, mi corazón con su corazón.

Pensó en las gafas de Edoardo, que esperaban encima de la mesa de la veranda.

IV

La cena

Se había hecho de noche poco tiempo antes. La luz del crepúsculo, esos días, era persistente. Carlotta acababa de encender las cuatro velas, colocadas a los lados de la veranda, cuando oyó el ruido de un coche que se paraba delante de la casa. Fue a la puerta peatonal del jardín.

—Bienvenido.

—Buenas noches, Carlotta —respondió Edoardo. Se inclinó para darle un beso en la mejilla, y después le dio un ramo de flores—. Para ti. Espero que te gusten.

—Es muy bonito. ¿Cómo lo has hecho? Las floristerías están cerradas a estas horas.

—Con nuestros horarios, estamos acostumbrados a prepararnos con antelación. He llamado a una tienda de Casteggio y he pedido que me lo llevaran a la base del helicóptero. Lo he comprado por teléfono, fiándome de las explicaciones que me daban.

—Lo has hecho muy bien —dijo Carlotta. Después, señalando la botella que Edoardo tenía en la mano, añadió—: ¿Y eso?

—Un brut de pinot de la zona, para el aperitivo. —Enseñó la etiqueta, y luego continuó—: He pensado que podría estar bien. Está a la temperatura justa. —La sonrisa de Edoardo hizo desaparecer las últimas reservas de Carlotta.

—Hay vasos encima de la mesa en la veranda. Sírvelo tú, que yo tengo que volver a la cocina. —Desapareció en el interior de la casa.

Cogió la botella de tomate triturado que había preparado en agosto del año anterior: tomates de distintas variedades, sal, unas hojas de albahaca y nada más. Puso una buena cantidad en una cazuela que puso a fuego bajo. Sacó el bloque de mantequilla que había comprado esa mañana de la nevera y lo dejó sobre la mesa. Una cazuela casi llena de agua puesta a calentar completó el principio de la preparación.

Volvió al porche. Edoardo había cogido los vasos y había preparado la botella del brut espumoso de pinot.

—¿Estás lista? No podré retenerlo mucho más. —Con una presión ligerísima sobre el tapón lo hizo saltar, y salió un chorro de espuma, que dirigió al interior del vaso de champán—. Sé que no debería salir disparado, pero es mucho más divertido. —Le dio un vaso a Carlotta y lo tocó con el suyo—. A ti, a nosotros, a la noche de San Juan.

—Sí —dijo Carlotta—. A nosotros y a esta noche de San Juan. —Bebió echando la cabeza hacia atrás. Su pelo se alejó del cuello, descubriéndolo. Edoardo tuvo el impulso de ir a besarlo.

«Tranquilo, Edoardo, ¿no has visto nunca un cuello de mujer?»

—Pero ¡estas son mis Ray-Ban!

—Las encontré en el jardín. No están rotas, y las he limpiado. —Carlotta se sentó de lado encima de Edoardo, cogió las gafas y se las puso, dejándolas sobre la punta de la nariz, para poder mirarlo a los ojos de cerca. Le susurró—: Dan suerte. Acuérdate de llevarlas siempre; tienes que ver el mundo a través de ellas.

Le dio un beso suave. Edoardo sintió los labios húmedos refrescados por el espumoso. Notó cómo el cuerpo de ella se apoyaba contra el suyo, y sintió el perfume proveniente de sus senos cálidos.

«Oh, dios mío... peor que el cuello...».

—Es un vino que nos sostendrá con su fuerza: me gusta esta referencia a la fuerza que da la madre tierra a sus hijos —dijo Carlotta, leyendo el nombre de la etiqueta—: Anteo. —Después siguió leyendo las características—: Método Martinotti [06], efervescencia fina; color amarillo pajizo con reflejos brillantes; buqué fresco y elegante con notas iniciales de pan fermentado y finales de cítricos; sabroso, equilibrado, con buena persistencia. Es lo mínimo que podemos esperarnos de un producto de la tierra con este nombre —añadió Carlotta—. Tomaré un poco más, tengo que ser fuerte.

Edoardo llenó los vasos. Bebieron mirándose a través de las burbujas.

—Voy a buscar el primer plato. —Carlotta le dio otro beso y se levantó, recorriendo la cara de Edoardo con una caricia de su mano. Veía claramente el efecto que había provocado y eso la hacía feliz. Edoardo sintió indistintamente cómo le subía el pulso. La miró alejarse y después se sirvió otro vaso de espumoso.

Sacó los tortelloni de la nevera y los echó en el agua salada que hervía. Apagó el fuego de la cazuela con el tomate triturado y añadió un trozo generoso del bloque de mantequilla. Después de unos minutos los tortelloni estaban listos; los recogió con la espumadera y los depositó en una sopera junto con la salsa de tomate y mantequilla. Cogió un plato, en el que colocó un trozo de queso parmesano curado y un rallador. Llevó todo al porche.

—Aquí estoy —dijo Carlotta, satisfecha. —Cogió un cucharón para servir y puso una docena de tortelloni en el plato de Edoardo—. Tortelloni de requesón condimentados con mantequilla y oro, Bononia docet [07]. El parmesano está a parte, puedes rallar la cantidad que quieras, pero se aconseja que sea entre poco y nada. Para el vino, podemos seguir con tu brut; en mi opinión, es perfecto.

Edoardo había trabajado todo el día y solo había comido un bocadillo a mediodía. Se lanzó sobre los tortelloni con la misma energía que la que dedicaba a volar con el helicóptero sobre los viñedos. Y con la misma energía se los comió todos.

—Buenísimos. ¿Me equivoco, o hay una nota de ajo? Una maravilla.

—Esperaba que te gustaran con el ajo —dijo Carlotta.

—¿Es una broma? Me encanta el ajo, y... las mujeres que huelen a él. —Dejó de hablar y se desplazó hacia Carlotta, que estaba a su derecha en la mesa, que había puesto para que comieran en dos lados adyacentes. Hizo un gesto como si la olfateara y luego la besó. Pasó su lengua sobre los labios de ella, como para limpiarlos. Puso un dedo en la sopera, recogió un poco de salsa y lo puso en la boca de ella, que la cerró a medias para permitirle meter el dedo lo mínimo para que ella pudiera chuparlo. Le dio un beso largo con la lengua, que movió junto a la suya en esa mezcla de mantequilla y oro.

—Tienes un sabor buenísimo —dijo.

—Tú también —dijo Carlotta—, y yo puedo decirlo con conocimiento de causa.

La alusión, directa y maliciosa, tuvo un efecto demoledor sobre Edoardo. Se levantó, encontró el interruptor de la luz al lado de la veranda y la apagó, dejando que la única iluminación fuera la de las débiles llamas de las cuatro velas en las esquinas. Volvió al lado de Carlotta y dijo:

—Esta es una condición de desigualdad que tiene que ser corregida inmediatamente.

Giró su silla, de manera que no estuviera mirando a la mesa, se arrodilló delante de ella y metió las manos bajo la falda, subiendo desde las pantorrillas hasta los muslos y más arriba aún. Sintió que Carlotta separaba las piernas para facilitar sus acciones. Se dio cuenta de que no llevaba ropa interior. Llegó con las manos hasta la cadera y tiró de ella hacia sí, haciéndola adoptar una posición medio tumbada en la silla. Subió la falda hasta la cintura para descubrir su sexo, que se abrió rosa y húmedo en medio del negro del pelo exuberante. Edoardo sumergió su boca en él y lo probó, adaptándose a los movimientos que ella imprimía a su cadera.

Sintió sus manos sobre la nuca y oyó sus palabras:

—Querido... querido. Bebe de mí... tendrás sed de mí.

Después, las mismas manos lo detuvieron.

—Ya está bien. Ahora que conoces mi sabor, podemos comer el segundo plato. ¿Qué te parece?

Edoardo la miró y sonrió.

—Es un placer mirarte desde esta perspectiva —dijo.

—Después podrás mirarme desde todas las perspectivas que quieras —respondió Carlotta, dándole un golpecillo sobre la nariz con su dedo índice.

Se levantó y se fue a la cocina. Sacó las botellas de vino de la nevera y las acercó a la puerta:

—Abre el vino, uno de los dos, que se ha acabado el brut y, de todas maneras, ahora es mejor cambiar.

Edoardo eligió una botella y dejó la otra en una mesa de servicio que estaba cerca. La destapó y la puso en la mesa.

Carlotta encendió un fuego fuerte bajo la pintada. Tenía que calentarla un poco. Después de calentarla rápidamente, apagó el fuego. Decidió llevarla a la mesa directamente en la cacerola.

Edoardo había llenado dos copas de vino hasta la mitad.

«Buttafuoco» [08] con la pintada —dijo—. Esta es mi elección.

—¿Te has dado cuenta de que lo he enfriado ligeramente? Espero que no te moleste, a pesar de que los expertos lo desaconsejan.

—Es una buena idea. Solo está un poco más frío de la temperatura aconsejada.

—¿Por qué has elegido el Buttafuoco?

—Me ha hecho pensar que tiene algo de tu impresión.

—¿Mi impresión? —Carlotta cogió la botella y encendió la luz que Edoardo había apagado.

Giró la botella y leyó la etiqueta.

—De color rojo rubí vivaz con reflejos violáceos. —Miró a Edoardo—. Diría que, por su aspecto, debería ser más bien un rosado.

—He dicho de tu impresión, no de tu aspecto —rebatió Edoardo con tono serio.

—En nariz —continuó Carlotta—, buena intensidad, penetrante, con una nota ligera de regaliz, mermelada de grosellas con matices especiados. ¿Entonces?

—Buena intensidad, penetrante, matices especiados y una nota de regaliz. Confirmado. No me acuerdo de cuál es el perfume de las grosellas, así que sobre eso no me pronuncio. Si tienes jugo podré comprobarlo.

Carlotta siguió leyendo.

—En boca: completo, redondo, robusto. —Lo miró con esa expresión que solo las mujeres saben adoptar. Esa mezcla de inocencia y malicia que impide dormir a los hombres—. Ahora sí que puedo afirmar que me recuerda a ti.

Cogieron las copas. Él lo olió y dijo:

—Mmm... es justo así: impresión de regaliz. Ella bebió un sorbo y añadió: —Mmm... es justo así: completo y robusto. —Rieron los dos y se sirvieron tanto trozos de pintada como vasos de vino.

¿Desde cuándo eres piloto? ¿Te gusta? ¿Dónde vives? ¿Estás casado? ¿Dónde trabajas normalmente? ¿No preferirías volar para llevar de paseo a los ricos? ¿Es peligroso volar sobre los viñedos? ¿Tienes novia? ¿Con cuántas mujeres has estado? ¿Tus padres?

¿Por qué vives sola? Sé que estás casada, pero ¿dónde está tu marido? ¿Dónde has aprendido a cocinar tan bien? ¿Tienes hijos? ¿Sabes que eres guapísima? Casi, casi, doy gracias de haber tenido el accidente, si no, no te habría conocido. ¿Has estado con otros hombres?

Las típicas preguntas que se hacen al principio de una relación que se percibe como importante. Con la disminución de la pintada en la cacerola y del Buttafuoco en la botella aumentó, en proporción inversa, el conocimiento que cada uno tenía del otro. O, mejor dicho, el conocimiento de todos los hechos y situaciones que definen la imagen que los demás se hacen de otra persona. No hablaron de sus aspectos más íntimos, más protegidos. Esos, apenas habían empezado a explorarlos con sus relaciones sexuales.

—No he entendido bien cuántas novias has tenido. ¿O a lo mejor lo has dicho y no lo he oído? —preguntó Carlotta.

—Pocas, se cuentan con los dedos de una mano.

—¿Usando una calculadora?

—No, mujer... no me acuerdo bien, pero habrán sido dos o tres.

En realidad, Edoardo jugaba con el significado legal de noviazgo, y no lo entendía (o no quería entenderlo), según el sentido de la pregunta, es decir, con cuántas mujeres había flirteado, o con cuántas se había acostado.

—Y tú —continuó, fiel a la teoría de que la mejor defensa es un buen ataque—, me has dicho que, además de tu marido ha habido otros, pero decir que has sido evasiva es poco. ¿Puedes contarme algo más?

—Te lo diré en cuanto pueda. Dame tiempo y sabrás todo de mí. —La expresión de Carlotta y su tono de voz se habían vuelto serios, y Edoardo no quiso insistir. Así evitó también entrar en el asunto del número de sus novias.

Volvieron, podría decirse que de común acuerdo, a la comida que estaba en la mesa. Empezaron a comer con las manos. El buen sabor de la carne de la cazuela, comida así, realzaba todo su valor. Edoardo no se retuvo y usó un trozo de pan de miga blanda para rebañar el jugo delicioso del fondo de la cazuela.

—Llévatela, por favor. Sería capaz de secarla —dijo, chupándose los dedos para quitar los restos de salsa.

—Supongo que podemos pasar al postre —dijo Carlotta—. Sigue haciendo de invitado y trae el vodka que está en el congelador.

—¿Vodka? ¿Con el postre?

—Ya verás.

Carlotta volvió con los dos vasos llenos de mascarpone y mostaza, colocados en medio de un plato en el que había puesto también una pequeña rodaja de gorgonzola fresco y suave, y algunos trozos de nueces.

Edoardo, que la había seguido hasta la cocina, sacó la botella de vodka y los vasos de licor del congelador.

—La combinación con la mostaza era muy difícil. He pensado en el sabor simple, limpio y fresco del vodka Moskovskaya y a su carácter suave y envolvente, carente de aspereza. Te propongo que seas mi cobaya en este experimento.

—Me encantará ser el cobaya de todos tus experimentos. ¿Cómo piensas usarme esta noche? ¿Tienes en mente experimentos muy científicos?

Carlotta sonrió y se acercó para besar a Edoardo. Fue un beso largo.

—Vamos con el postre, que dentro de poco van a ser las doce —dijo.

—¿Por qué? ¿Tienes que marcharte a medianoche, antes de que la carroza se transforme en calabaza? Déjame ver tus escuderos —dijo Edoardo, haciendo como que iba hacia la huerta.

—No, no hay nada especial. Solo, que había pensado hacer el amor contigo a medianoche —respondió, sonriendo, Carlotta.

—Entonces, vamos. Démonos prisa. No podemos faltar a nuestras obligaciones —dijo Edoardo, con énfasis.

Llenó una cuchara con mascarpone y mostaza. La metió en la boca, y quedó maravillado por la armonía de los sabores que probaba por primera vez. Con el vaso de vodka congelado, los sabores se diluyeron, dejando la boca preparada para la siguiente porción.

Después de dos cucharadas de mascarpone con mostaza, probó, en la siguiente, a añadir un trozo de gorgonzola y uno de nuez, aportando una variedad sorprendente a los sabores, y predisponiendo de nuevo la boca a la limpieza con el vodka. Con el tercer vaso de vodka acabaron el postre.

—Mira las hogueras de los campesinos —dijo Edoardo, señalando una serie de fuegos que veían brillar dispersos por todas partes, en la oscuridad—. Estas viejas costumbres son hermosas —continuó.

—Sí —dijo Carlotta. Después, acercó su silla y apoyó la cabeza sobre su hombro—. Yo también la hago todos los años. Le he pedido al campesino que me ayuda con el jardín que me prepare una. Es hora de encenderla. ¿Me ayudas?

En el centro del césped había una pequeña pira formada por ramas secas de varios tamaños. Carlotta se levantó, cogió una de las velas, y se dirigió hacia la pira protegiendo la llama con la mano. Se inclinó sobre la pira y encendió unas hojas de papel y unos trocitos pequeños de leña en la base del montón. Poco después, una llama enorme iluminó esa zona del jardín. Edoardo no pudo evitar ver que se encontraba justo donde él había caído con el helicóptero.

—Qué curioso, el otro día estaba mi helicóptero en el sitio de la hoguera. Menos mal que no se incendió. Mejor quemar la leña del jardín.

—Sí. Este año ha habido muchas coincidencias —dijo Carlotta.

Edoardo sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa. Le había gustado el puro Toscano, pero prefería el humo más suave y aromático de sus pitillos holandeses. Lo encendió con la llama de un trozo pequeño de madera. Carlotta observó cómo realizaba ese gesto simple.

Es guapo, y me está destinado.

—Ven, vamos a buscar hierbas para quemar.

—Había comprendido que el programa era distinto.

—Ven a la huerta, hay hierbas aromáticas.

Edoardo la siguió, divertido. Le gustaba esa chica, esa mujer. Y, cuando era misteriosa, le atraía todavía más.

—Anda, toma: un ajo, un cebollino, menta, una ramita de romero, verbena, un poco de ruda y, por supuesto, hipérico, que crece espontáneamente en los bordes de mi jardín.

—¿Hipérico?

—Sí, la hierba de San Juan, para ahuyentar a los diablos.

Carlotta le frotó las flores en la nariz. Se quitó las sandalias y siguió andando descalza. Edoardo estaba fascinado por esa imagen, que lo excitaba. Sabía que no llevaba ropa interior, y se la imaginaba desnuda bajo la falda. La camiseta blanca dejaba entrever unos senos bastante grandes y sostenidos. Los pezones, que se habían endurecido, se estampaban insolentes contra la tela ligera. Su manera de andar sin las sandalias le daba un aire selvático que lo embrujaba.

—Acércate —dijo Carlotta.

—¿Por qué quemas las hierbas?

—Para que sigamos teniendo buena salud, realicemos nuestros deseos y ahuyentemos a los diablos. Todos menos uno.

Se rio, pero estaba seria. Al menos, él tuvo la sensación de que hablaba con ligereza de cosas importantes.

Carlotta había cogido la mano de Edoardo y se había sentado en la hierba con las piernas cruzadas, como los indios. Le invitó a que se sentara igual que ella, a su lado. Lentamente, cogía las hierbas del racimo y las tiraba al fuego. Después dijo, o más bien recitó:

—Pido que no se canse de mí, pido que me busque siempre, pido que no tenga más mujeres que yo.

Edoardo no dijo nada. Daba pequeñas caladas al cigarrillo, dejándose envolver en su aroma del humo. La miraba fascinado y ligeramente asustado. La mujer, cuyo semblante estaba iluminado por las llamas de la hoguera, parecía estar envuelta en un aura misteriosa, y la atmósfera lo tenía intrigado.

—Pido que se cierre el círculo. Pido que se acabe la persecución y que sea libre de amar —continuó Carlotta, tirando las últimas hierbas en las llamas.

Edoardo no entendía el sentido de esas palabras, pero sintió cómo la atracción por ella se extendía por todo él. Tiró el cigarrillo a la llama de la hoguera, la abrazó y la besó, mucho rato. Degustó sus labios, su lengua. Le besó el cuello y los hombros. Le acarició el rostro, los costados. La hizo tumbarse sobre la hierba al lado del fuego, le levantó la falda y siguió besándola el vientre y los muslos. Le desabrochó la camisa y besó sus senos y sus pezones. Se puso de pie, se quitó los zapatos y la camiseta y se bajó los pantalones y el bóxer.

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