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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
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Entró en ese mundo que había portado siempre dentro de sí y al cual podía dar, finalmente, forma y acción. Hizo que el piloto se apoyara con la espalda en la pared, se agachó y cogió su sexo entre las manos. Lo tocó con el cuidado que reclaman las cosas preciosas, lo besó como un recuerdo de amor, lo saboreó como si fuera la primera comida después de un largo ayuno, lo movió en la boca hasta que sintió que se reforzaban la estructura y las contracciones. Cuando él empezó a mover la cadera y le sujetó la nuca con las manos para mantenerla quieta, la presión en la garganta se hizo demasiado fuerte, así que apoyó las manos en sus ingles y con una presión tierna y continua lo separó de su boca. Lo miró a los ojos buscando su alma desnuda en lo más profundo. Se tumbó en el suelo de la ducha y separó las piernas, abriendo su sexo con las manos, en una invitación que formaba parte del mismísimo origen del mundo. El piloto se tumbó encima de ella; el agua caía abundantemente sobre su espalda y que después se demarraba sobre la mujer que estaba debajo de él. Sujetando los pies contra una pared de la ducha amplia, con el cuerpo de ella bloqueado por la pared opuesta, salió de la condición de depresión incipiente a la que el accidente lo estaba llevando. Alivió la herida de su orgullo y encontró gratificación como siempre han hecho los hombres desde que la evolución los llevó a tener una psique compleja y frágil: creyó dominar a la mujer, solo porque ella estaba bajo la exuberancia de su cuerpo, creyó poseerla, solo porque ella había emitido gemidos lánguidos bajo sus empujes vigorosos, creyó haberla sometido, solo porque parecía casi que ella se retiraba cuando su sexo llegaba a lo más profundo. Edoardo, finalmente, reencontró su orgullo y su equilibrio. De nuevo era un hombre fuerte y vencedor. Carlotta sintió el líquido del placer de Edoardo entrar en ella. Serró los músculos internos en su deseo de mantener a Edoardo dentro de sí. La fuerza de hombre que había sentido hizo estallar su antiguo deseo de ser mujer. Era el mismo deseo que en su inconsciente la había empujado a seducir al piloto. Quería un hombre suficientemente fuerte como para protegerla y suficientemente frágil como para que la necesitara. Un hombre al que habría atendido y servido, cuyo deseo solo se encendiera con ella, y tan enamorado que no podría engañarla. Nunca.

Le llegó desde el exterior el sonido de un claxon que avisaba de la vuelta de Maurizio, Carlo y Diego. Edoardo reaccionó rápidamente, se secó y se puso el albornoz que tenía a su disposición: le estaba un poco pequeño, pero bastaba. Se puso las sandalias, que eran de la talla justa. Antes de salir se acercó a Carlotta, la cual, mientras tanto, y sin hablar, se había vestido. Apoyó sus manos sobre sus costados, se acercó a ella y le dio un beso leve en los labios.

—Me voy —dijo.

A ella le pareció el sello de un pacto nuevo, suscrito entre él, ella y el resto del mundo. Le pareció leer en sus ojos todas las promesas que aquel amor grandísimo habría exigido; le pareció que sus labios pronunciaron todas las palabras que la amante de un amor inigualable desea oír. Percibió, a través de sus manos, todas las caricias futuras una mujer desea recibir de un hombre. El piloto se ofrecía a su sola propiedad, a condición de que ella lo amase, lo asistiera, lo satisficiera totalmente y sin escatimar nada. Y ella suscribió todos los artículos de aquel contrato que pensaba que él también había firmado.

***

Carlo examinó atentamente el helicóptero. Sabía, mientras esperaban al encargado de la Dirección General de la Aviación Civil que iba a llegar próximamente desde Milán, que no debía tocar nada. En caso de accidente aéreo, aun cuando no hay heridos, como en este caso, es obligatoria la investigación de la Aviación Civil, y él no debía modificar la escena de la catástrofe.

Había llamado inmediatamente a Casale Monferrato, al dueño de la empresa, Santino Panizza.

—¡Me cago en la leche! —gritó—. ¿Por qué tiene que volar siempre tan bajo?

—Porque es lo que prefieren los clientes. Él lo sabe y a veces se pasa.

—Lo sé, lo sé, maldita mala suerte. ¿Qué tal está? ¿Seguro que no se ha hecho daño?

—No se preocupe, se está lavando y dentro de nada, en cuanto me cambie, vuelvo a buscarlo. ¿Puede avisar usted a la Dirección de Linate?

—Sí, llamo yo.

—¿Se acuerda del área de descanso de Oliva Gessi? ¿Donde nos reunimos la semana pasada con Maurizio?

—Sí, me acuerdo, la que está bajo la carretera, con los barriles de agua.

—Exacto. La casa donde cayó el helicóptero está a unos doscientos metros siguiendo por la misma carretera.

—Ahora llamo a Linate y voy para allá inmediatamente. Mejor, cogeré cita para acompañarlos, si no, no van a encontrar el sitio. Tardaremos unas tres horas. Hasta luego.

—Allí estaré.

Al final, Panizza, después del sobresalto inicial, se había mostrado comprensivo. Por lo demás, con ese trabajo, que obliga a los helicópteros a volar entre casas, tendidos eléctricos, y árboles varios, a pocos metros del terreno, sabía que antes o después alguien se iba a chocar con algo. Bastaba una falta de atención de un segundo para provocar un accidente. De hecho, solo se maravillaba de que le hubiera pasado a Edoardo, al que consideraba el mejor y el más atento de sus pilotos.

—Qué pasa, gente —exclamó Edoardo—. ¿Cómo va todo por aquí fuera? ¿Estáis curando al pajarito?

Había salido por la puerta de la cocina y se había parado en la veranda. Alto, envuelto en el albornoz blanco algo pequeño anudado a la cintura, miraba a los presentes con la cara iluminada con una sonrisa irónica. En la mano, entre el pulgar y el índice, sujetaba el puro que le había dado Maurizio y al cual daba unas caladas que luego exhalaba con grandes remolinos de humo.

Maurizio, Carlo y Diego, que estaban cerca del helicóptero, se giraron para mirarlo.

—Has recuperado un aspecto humano —dijo Carlo—. Te habías transformado en el Jolly Blue Giant [02]; de los valles y viñedos del Oltrepò Pavese, el gigante bueno que defiende las vides del mildiu.

Carlo sonreía, divertido al provocar a Edoardo.

—Solo que, ahora que el Jolly Blue Giant ha destrozado el helicóptero, tendrá que colgarse un gagarin [03] a la espalday pulverizar su esencia azul por todas las colinas. Además, ¿no es su trabajo?

Había un tono de reproche en las bromas de Carlo. Estaba contrariado por el accidente. Sabía que ahora empezaría una discusión sobre las responsabilidades de cada uno, y que los inspectores de la Dirección General de la Aviación Civil empezarían a mirar con lupa todas sus operaciones de mantenimiento. Eso le preocupaba.

Edoardo se dio cuenta, pero no se enfadó. Lo entendía, y comprendía sus temores.

—No tienes que preocuparte —le dijo, acercándose al grupo, pero manteniéndose alejado del pantano azul—. Puedo afirmar, delante de todos, que todo ha sido mi culpa. Bajé demasiado y toqué aquel árbol, en el límite del jardín con la viña que estaba fumigando.

Señaló un bonito cerezo con la mano, que desde hacía unos cuantos decenios prosperaba indiferente a las exigencias del vuelo de helicópteros.

—He modificado la posición para subir, pero no pensé que, al hacerlo, la cola habría descendido. De esa manera he acabado tocando una rama. Me he dado cuenta de que se había dañado el rotor de cola. Solo he podido evitar que el helicóptero cayera encima de la casa.

—Gracias. Sabía que eras una persona seria, además de un amigo —dijo Carlo, con expresión de alivio.

—Hoy he aprendido cómo salvarte cuando golpeas un árbol. Menos mal que lo he aprendido en tierra y no a bordo —intervino Diego.

Todos rieron, descargando la tensión.

—No te preocupes por tus lecciones de vuelo. Sigue trabajando bien y te garantizo que las darás todas como estaba programado —lo tranquilizó Edoardo.

—Vale, vale. Ni me lo había planteado.

—Te he traído uno de mis monos —dijo Carlo—. Como los llevo un poco grandes debería valerte. Sale de la lavandería. Si te está cómodo, te he traído también una camiseta, dos calzoncillos y un par de calcetines. Todo limpio y perfumado.

—Gracias, Carlo. Intentaré entrar en tu ropa. Más tarde te lo devolveré todo lavado y planchado.

—Ni se te ocurra. Después de llevarlos tú lo único que se podrá hacer es quemarlo todo.

Un Alfa Romeo Alfetta de los carabineros se paró silenciosamente detrás del Fiat Ritmo.

—¡Demonios! —exclamó Carlo—. ¡Se me ha olvidado llamar a los carabineros!

—Los he llamado yo —dijo Maurizio—. Como el cuartel competente es el de Casteggio y los conozco bien, he preferido llamar yo para explicar bien el lugar del accidente e informar de que no había ningún herido.

—Gracias —dijo Edoardo—. Siempre te anticipas a los problemas.

Mientras tanto, los dos carabineros habían bajado del coche y se habían acercado a ellos.

—Buenas tardes, mariscal, buenas tardes, cadete —dijo Maurizio.

El mariscal, una persona de media edad, bastante alto y con un físico vigoroso que le confería una fuerte presencia, respondió al saludo llevando su mano a la visera. También el cadete saludó con estilo militar.

—Presento yo que os conozco a todos —volvió a decir Maurizio—. El mariscal Adinolfi, comandante del cuartel de Casteggio, y el cadete Scafato. —Después, señalando a sus compañeros—: Él es Edoardo Respighi, el piloto. Como se ve por su mono de vuelo a medida.

El chiste provocó la risa de todos. Edoardo, que llevaba todavía el albornoz dos tallas más pequeño, recogió la ropa y se alejó unos metros, poniéndose de espaldas, para ponerse la ropa interior y el mono que le había traído Carlo.

—Me cambio enseguida, antes de que os divirtáis todos más de la cuenta —dijo.

—Ese tan serio es Carlo Rossi —continuó Maurizio—. El mecánico del helicóptero, y él es Diego Monferrino, un piloto joven que nos está ayudando. Todos saludaron con las típicas expresiones.

—¿Me confirma que solo había una persona a bordo y que nadie ha resultado herido? —preguntó el mariscal a Edoardo, que ya se había vestido. Lo único, seguía llevando las sandalias.

—Nadie, mariscal. Solo estaba yo y estoy perfectamente.

—¿Puede darme todos los datos del helicóptero: propietario, empresa e información del personal? Me refiero a ahora, al momento del accidente.

—Yo se lo doy, mariscal —intervino Carlo—. Tengo todo en el coche. Estamos esperando a los ingenieros de Aviación Civil, que deberían llegar desde Milano Linate junto al titular de la empresa. Si lo desea, mañana le puedo entregar las copias de los documentos del helicóptero.

—Gracias. Mientras tanto ayude al cadete a copiar los datos principales y después le agradeceré enormemente que me facilite las fotocopias.

El mariscal se dirigió a Edoardo de nuevo:

—Un pequeño resumen de lo que ha pasado, sin pretender imitar a los responsables de Aviación Civil, sí que tendrá que hacérmelo. Por ahora me basta que me lo cuente brevemente, pero mañana, dos líneas escuetas, con su firma, las necesito junto con las fotocopias de los documentos.

—Muy bien. Aunque es muy fácil explicar lo que ha pasado.

Edoardo explicó la dinámica del accidente y concluyó con:

—Y ese es el resultado. —Señaló, desconsolado, los restos del helicóptero en mitad del jardín.

—Viendo cómo ha quedado, se puede decir que usted ha tenido mucha suerte —comentó el mariscal.

—Hoy no era mi día —respondió Edoardo, soltando una enorme nube de humo del puro, a la que prosiguió un ataque de tos.

—Ya te había dicho que era demasiado fuerte para ti. Eres demasiado joven —bromeó Maurizio, que le mostró cómo se daban caladas al cigarro, dejando salir el humo por la nariz sin hacerlo llegar a los pulmones—. Solo superficialmente; no hay que respirarlo.

—Un poco de saliva se me ha ido por el otro lado —se justificó Edoardo.

Carlotta apareció detrás de la puerta de la cocina, y se dirigió hacia ellos. Se había puesto otra ropa. Ahora llevaba un vestido con un lazo delante: simple, pero de calidad. Le quedaba bien, y hacía resaltar su cuerpo bien proporcionado. Tenía el pelo castaño oscuro, de longitud media, todavía húmedo después de la ducha, que se iba secando en suaves rizos desordenados a los lados de su rostro. Los ojos, de un bonito color chocolate, tenían un diseño alargado, y las cejas, bien delineadas, resaltaban su dulzura. Una nariz griega acompañaba la mirada de quien la observaba desde los ojos hasta los labios, ligeramente carnosos, que servían de marco a unos dientes pequeños y regulares. En los pequeños lóbulos de las orejas llevaba dos simples anillos dorados, que acompañaba con un collar del mismo estilo. Calzaba unas sandalias con una pequeña cuña que la obligaban a asumir unos andares vagamente perturbadores. Mientras bajaba los escalones de la veranda, sus caderas se movieron capturando la atención de los presentes, sin excepciones. Los hombres se preguntaron cómo habían hecho para no verla antes. Pensaron que se debía al hecho de que su atención se había centrado exclusivamente en el accidente que acababa de ocurrir. En realidad, Carlotta se había transformado, y había sustituido a la mujer de pelo sin vitalidad, vestido estival anónimo y zapatos bajos y anchos por la versión seductora que tenían delante de ellos ahora.

—La señora Bianchi es la dueña de la casa. Nos está ayudando, y soportando, con una paciencia enorme —dijo Maurizio.

—Conozco a la señora; ya nos habíamos visto en algunas ocasiones —respondió el mariscal—. ¿Cómo está? Veo que han intentado demoler su casa.

—Lo más importante es que nadie ha resultado herido; lo demás se puede reparar —respondió Carlotta. Después, mirando a todos, dijo—: Les he preparado algo para comer. He oído que tienen que esperar a unas personas, y he pensado que sería mejor hacerlo sentados en una mesa. No es nada especial, solo una merienda y algo de beber.

—Ya la hemos molestado demasiado... —Maurizio intentó rechazar la invitación, con poca convicción.

—No es ninguna molestia; es un placer. Todo está bien, podemos olvidar lo que ha pasado tomando algo. Son las tres y me da que se han saltado la comida. Me hará feliz, naturalmente, que el mariscal y el cadete se apunten.

—Gracias, señora —dijeron al unísono los dos carabineros mencionados. El mariscal añadió—: Aunque estamos de servicio, se agradece poder comer algo. El cuerpo de Carabineros nos perdonará este pequeño pecado.

Tras estas muestras de cortesía se dirigieron todos hacia la casa de buen grado.

—Aquí fuera. Está todo preparado al exterior. —Carlotta señaló el lado de la construcción donde estaba, a esa hora completamente a la sombra, la veranda amplia, ligeramente elevada con respecto al césped. En su centro había una mesa que ofrecía una gran variedad de comida y de bebidas: salami de Vanzi, coppa de Piacenza, panceta del Oltrepò, queso de producción local, pan y focaccias. No faltaban, dispuestas a lo largo de la mesa, botellas de agua, de cerveza y de vino.

—Siéntense y sírvanse —dijo Carlotta, que entró de nuevo en la cocina. Un poco después, volvió con una tarta de mermelada de melocotón que exhalaba un fuerte aroma, y que colocó sobre la mesa.

—Está recién hecha. He apagado el horno cuando se ha caído el helicóptero. La mermelada de melocotón es casera; la hice el año pasado.

—Entonces está destinada a acabar como el helicóptero: destruida —dijo Maurizio, mientras cogía el cuchillo con la intención de cortar una porción.

En ese momento llegaron, en dos coches distintos, el dueño del helicóptero y dos ingenieros de la Aviación Civil, encargados de llevar a cabo una breve investigación del accidente.

—Comandante, carajo, ¿qué ha hecho? —dijo, en tono serio, pero no duro, el dueño del helicóptero.

Edoardo, que se sentía humillado por los daños causados, se disculpó, avergonzado. Contó el toque con el árbol y la consecuente pérdida de control. Quizá el tamaño de las plantas le había dado unas referencias engañosas.

Los ingenieros le hicieron más preguntas, acumulando todos los elementos necesarios para su informe.

—Pueden sentarse a la mesa —intervino Carlotta, señalando todo lo que había encima—. También los señores que acaban de llegar.

Edoardo la presentó al dueño del helicóptero y a los ingenieros.

—Es muy amable, señora —le dijo Santino Panizza, al tiempo que le daba la mano—. Me tiene que decir lo que le va a costar reparar los daños. El seguro se lo pagará.

—¿Solo por un agujero en el jardín y un poco de tierra contaminada? Es muy poca cosa. Buscaré a una empresa especializada para que retire la tierra. Ahora, siéntense.

Santino apoyó la mano sobre el hombro del piloto y le dijo:

—Vaya mañana a Casale para usar el helicóptero de reserva. Cuidado, que es el último, ¿eh? Si lo perdemos, cerramos y volvemos a los tractores.

—Usaré el Fiat Uno de la empresa y volveré con el helicóptero. En cuanto podamos, iremos a recoger el coche.

—De acuerdo, hagamos así —respondió Panizza, que ya empezaba a mostrar interés por lo que estaba sobre la mesa.

Se sentaron, y empezaron con la tarta, que atraía a todos con su perfume de hojaldre. Lo acabaron muy rápido. Después continuaron con los embutidos y el queso, al revés de lo normal, ya que se suele empezar por lo salado y acabar con lo dulce. Una media hora después el mariscal dijo que su presencia no era necesaria y que se marchaba. Recordó a Carlo y a Edoardo que hicieran fotocopias de los documentos y un breve informe.

—No se preocupe, mariscal. Mañana tendrá todo —confirmó Carlo.

—Gracias, señora Bianchi. Todo estaba muy rico. El mariscal se despidió de Carlotta dándole la mano y esbozando un saludo militar, en un perfecto estilo de galantería militar. Se llevó la mano a la visera dirigiéndose a los demás:

—Buena continuación. —Se marchó junto con el cadete, el cual también saludó de manera militar.

Los ingenieros de la Aviación Civil continuaron su trabajo sin dificultades particulares: no había ningún secreto que descubrir, todo estaba clarísimo, y la versión que había proporcionado el piloto bastó para no requerir una investigación adicional. Por la noche, cuando se marcharon todos, quedaron sobre la mesa de la veranda muchas botellas vacías y algunos restos de comida. La cantidad de dulces, embutidos y queso consumidos, acompañada adecuadamente por vino local y cerveza, había contribuido a la conclusión rápida y benévola de la investigación.

Durante toda la tarde Carlotta se había dirigido a Edoardo de manera formal, sin dejar ver ninguna confianza. Habló con todos, él incluido, tratándoles de usted. Y todos tuvieron la misma cortesía cuando se dirigieron a ella, a pesar de que, al pasar la tarde y llegar la noche las relaciones se habían ido relajando poco a poco. Ella se había dado cuenta de que él la miraba a veces, pero había hecho como si nada. Por una coincidencia particular, de la que no había hablado con ninguno de los presentes, ese mismo día, 21 de junio de 1988, había cumplido cuarenta años.

Ahora, en el silencio de la noche, mientras limpiaba la veranda, se paró para observar la chatarra que antes había sido un helicóptero ágil y elegante.

No me esperaba que me llegaría del cielo un regalo tan bueno, y de una manera tan ruidosa.

A Carlotta le pareció ver mariposas luminosas volando alegres alrededor de los hierros.

No son mariposas, son luciérnagas. Luciérnagas macho. Son ellas las que vuelan, las hembras esperan en el suelo.

Respiró otra vez, casi un suspiro, apoyada sobre la escoba, y después siguió limpiando todo con energía renovada.

II

22 de junio de 1988, miércoles — Recogida del helicóptero accidentado

Al día siguiente, Carlo y Diego llegaron al lugar del accidente temprano. La vista del helicóptero destrozado produjo una impresión extraña a Carlo. Todavía no había digerido bien lo sucedido, quizá porque era el primer accidente en el que, de algún modo, estaba implicado directamente.

Diego también estaba perturbado.

«No era necesario», se dijo.

—Vale, digámoslo. Hasta ayer Edoardo era considerado el mejor. ¿Y ahora? Basta tan poco...

—Tranquilo —le respondió Carlo—. Todos los pilotos, incluso los mejores, tienen algún cadáver en su currículum. —Le puso una mano sobre el hombro y siguió hablando con tono grave—: Para tranquilizarte, puedo asegurarte que te pasará a ti también.

—Vale, vale. No he dicho nada.

Mientras tanto, Carlo había llamado al timbre; no quería entrar sin permiso, ya habían molestado lo suficiente el día anterior, y quería dejar una buena impresión a la dueña de la casa. La puerta de la villa se abrió casi inmediatamente.

—Buenos días. Veo que son madrugadores —los saludó Carlotta, con una sonrisa que mejoró la visión del mundo de los dos.

—Buenos días —respondieron al mismo tiempo. Después Carlo continuó—: Dentro de poco va a llegar un camión; ¿puede entrar por la verja grande? Tenemos que cargar el helicóptero. O, mejor dicho, lo que antes era un helicóptero.

—Hagan lo que más les convenga. Si necesitan usar el baño, o llamar por teléfono, o cualquier otra cosa, pídanmelo. Estoy en casa. —Después añadió, sin darle ninguna importancia—: No he visto al piloto, ¿ha tenido secuelas del accidente?

—No, está bien. Gracias a Dios —respondió Carlo—. Ha ido a Casale Monferrato, a la sede de la sociedad Eli-Linee, para coger otro helicóptero. El dueño, usted lo conoció ayer, tiene uno de reserva, precisamente para estas ocasiones.

—¿Santino Panizza, ese señor tan simpático, alto y con gafas? No me pareció especialmente contrariado por el accidente.

—Sí, es él. En su trabajo, incluso como emprendedor, tiene que aceptar que pueden pasar estas cosas.

Carlotta se tranquilizó al saber que el motivo por el que el piloto no había ido a su casa eran meras cuestiones organizativas. Le había asaltado el pensamiento de que, para él, no hubiera pasado nada importante y que no tuviera interés en volver a verla. Y ahora estaba agradecida al mecánico por haberle dado esa información.

El día de su cuadragésimo cumpleaños no esperaba a nadie. Y nadie había ido a buscarla. Que su marido no diera señales de vida en los eventos no era ninguna novedad, pero ningún otro pariente, ni amigo, o conocido, se había acordado de esa fecha. El destino había hecho que cayera un helicóptero en su jardín, y con el helicóptero, también Edoardo. Había sido una sacudida en su vida, y ella no tenía ninguna intención de desperdiciar este regalo que le había llegado del cielo.

—¿Cuándo volverán a volar?

—Mañana. Casi habíamos acabado, y mañana ya terminaremos este turno de fumigación. Con un poco de suerte conseguiremos mantener la agenda. El lunes que viene empezamos con la siguiente ronda. En este periodo tenemos que hacer una cada semana, y después, si no llueve, disminuiremos la frecuencia.

—Entonces acabarán el veintitrés de junio: perfecto —dijo Carlotta.

—Sí, el veintitrés. Mañana —respondió Carlo, que no entendía por qué era perfecto, pero no pidió explicaciones. En ese momento solo quería acabar con la limpieza del jardín.

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