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Las Sombras
Las Sombras

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-La solución la próxima semana en CANAL-R –bromeó Sofía.

-No es tan disparatado lo que dice como tú piensas –le defendí.

-Gracias tronca.

-Lo siento, estaba vacilándote, puede que tengas razón, pero entonces ¿qué haremos?.

-¡Ya sé dónde podemos ir! –exclamé –estoy casi segura que sé dónde hay más sombras: en Venecia.

-¿En Venecia?

-Sí, el verano pasado estuve allí una temporada con una amiga de la facultad que es veneciana, había muchas; por todas partes, no supo explicarme su significado aunque hubo algo en su actitud, cuando le pregunté por ello, que me hizo sospechar que era un tema que conocía a fondo pero del que no quería hablar.

-¡Tú alucinas! –replicó Sofía.

-Tengo pruebas, unas fotos que hice a algunas de las sombras, se parecen bastante a la de Chueca; podemos esperar a la noche para ir a casa, tomaremos todas las precauciones posibles por si acaso está vigilada.

No tuvimos ningún contratiempo, tenía razón: eran iguales a las dos que habíamos visto. Tanta casualidad nos escamaba a todos, no era probable que alguien las hubiera pintado solamente para ir de Coruña a Madrid, lógico sería que hubiese más, desde luego si un sitio tenía posibilidades de ser el centro de toda esta historia Venecia contaba con un 99% de ellas. Con fama de ciudad misteriosa desde hace siglos, tenía todo a su favor. Así que volvimos a fundirnos con la sombra y aparecimos en Venecia, la casa de mi amiga estaba cerca del Puente de los Tres Arcos, las ventanas se encontraban iluminadas, golpeé la puerta con un pesado llamador de bronce que tenía forma de garra de león. Pasaron unos minutos antes de que oyésemos pasos acercándose a la puerta, se abrió una trampilla desde donde nos miró una cara asombrada:

-¡Teresa! ¿Qué haces aquí?

-Déjame entrar Carla, tenemos que hablar; ¿puedes alojarnos durante unos días?, tal vez puedas ayudarnos, tenemos un problema tremendo.

-Pasad, pasad –dijo Carla al tiempo que abría la pesada puerta –mis padres están en Austria, yo preferí quedarme, tardarán unos veinte días en volver.

-Vamos a sentarnos y a contarte lo que ocurre.

Era increíble la casa, parecía que habíamos viajado a otra época; era un palacete de esos que aparecen en las películas, donde seguramente ha ocurrido más de un crimen pasional, envenenamientos, sesiones de magia negra, y vete a saber qué más; eso fue lo que pensé la primera vez que entré en la casa de Carla y ahora, influenciada por todo lo sucedido y de noche, la impresión se acentuó. Nos llevó hasta una pequeña sala situada en el piso superior. Podíamos confiar en ella así que se lo contamos todo, no se sorprendió en absoluto por nuestro relato:

-Será mejor que descanséis, mañana intentaré explicaros algunas cosas pero ahora es tarde, mañana hablaremos, tenemos muchos días por delante, nos van a hacer falta; tengo que levantarme temprano, debo ver urgentemente a mi maestro.

-Dinos algo ahora, Carla –supliqué.

-¡No!…no puedo…todavía; mañana será mejor. Venid, os llevaré a unas habitaciones donde podréis descansar.

A pesar de que le insistimos no se dejó convencer, nos mostró unas habitaciones cercanas a la salita y nos dejó solos. Tenía razón; la excitación de estos días no había dejado que nos diésemos cuenta de nuestro cansancio, yo tardé en conciliar el sueño pero Luís y Sofía roncaban a los cinco minutos de dejarlos en la suya. Era una de esas noches en que es imposible dormir por más que se intente, la mente trabaja a doscientos por hora, los pensamientos se suceden con rapidez, se superponen unos a otros, y las más extravagantes teorías cobran realidad por unos momentos. Duermes, pero no con profundidad, y cuando te das la vuelta para mirar el reloj, porque crees que tan sólo han pasado unos minutos, te das cuenta que llevas horas inmersa en cavilaciones. Estaba amaneciendo cuando por fin me quedé dormida, sé que fue así porque soñé lo mismo que la noche en que Ricardo desapareció por primera vez en la sombra. ¡Otra vez aquel extraño laboratorio, aquella gente con lo que parecían ser camisones blancos y, sobre todo, aquella casa laberíntica!. Tenía que haber una relación, por lo que sé los sueños no suelen repetirse y cuando lo hacen es que hay una poderosa razón para ello. ¿Qué significaría: un hecho del pasado, algo que estaba por ocurrir o, lo más inquietante, la realidad de lo que estaba ocurriendo? Eso fue lo que pensé al despertar pero no veía cómo podía encajar con la muerte del hombre en la playa, aunque también podría ser que no hubiese conexión alguna. Todo era posible, sabíamos por el momento demasiado poco.

Miré el reloj, eran las nueve de la mañana, Ricardo dormía plácidamente aún, me vestí y fui a la habitación de Sofía, les ocurría lo mismo; aproveché para dar una vuelta por la casa y de paso hablar a solas con Carla. No estaba. Deambulé por aquí y por allá, aquello era enorme, pero ni rastro de mi amiga, debió de salir muy temprano; busqué la cocina, si no me equivocaba se encontraba en la planta baja, a la derecha de la puerta principal había un corredor que conducía a ella…sí, era así, ahora me acordaba, no tengo muy buena memoria para estas cosas de los planos de una casa, siempre fui un desastre. Estaba preparando el desayuno cuando me pareció oír una voz, salí, era Sofía que me llamaba:

-¡Por aquí, a la derecha!

Tardó unos minutos en aparecer, venían los tres.

-No sabíamos dónde estabas.

-No te oí levantar, y con esta historia que está ocurriendo pensé todo tipo de cosas raras –se excusó Ricardo.

-No saquemos las cosas de quicio ¿qué iba a pasar? Entre otros motivos, porque nadie sabe que estamos aquí. No comiences a alucinar ¿eh? –repliqué.

Desayunamos, luego nos dedicamos a explorar la casa: Ricardo y yo la planta baja, los otros la planta alta. Más que una casa parecía un museo. Pertenecía a la familia de Carla desde hacía siete siglos, ¡una pasada!, y cada generación había reformado y decorado la mansión de acuerdo con los cánones de la época, conservando, eso sí, multitud de obras de arte de todos los estilos. La biblioteca era increíble: obras de los griegos clásicos copiadas por monjes del siglo XIII, en francés, griego, alemán antiguo, en inglés, una copia de los viajes de Marco Polo manuscrita, libros de Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Giacomo Casanova, Virgilio, ¡incluso la Enciclopedia de Diderot!, me sentí fascinada por todo aquello. Carla volvió alrededor de las dos de la tarde:

-No habréis salido ¿verdad? No conviene que nadie sepa de vuestra existencia hasta que habléis con mi maestro.

-Esta tronca alucina por colores, ¿no?, ¿no estará pasada de vueltas? –me dijo Ricardo al oído –para mi que le patinan las neuronas.

-Espera, no seas así, a lo mejor nos aclara las ideas, aunque un poquillo tocada del ala sí que está –contestó Luís, que no perdía comba de lo que hablábamos.

-Te he oído perfectamente y no estoy pasada de vueltas, hay cosas en el mundo, historias, que nadie se imagina que puedan ocurrir, pero la vida es mucho más complicada de lo que parece; hay otros mundos y dimensiones incomprensibles para la mayoría, pero están ahí, existen de alguna manera y el estudiarlas y aprehenderlas sólo le está permitido a los iniciados pues, sino es así, la mente de alguien no preparado sería incapaz de asimilarlas y le conduciría a la locura. Venecia es una ciudad misteriosa, encierra tantos enigmas que toda una vida dedicada a su estudio no podría descubrir.

-Hablas como una masona.

-Tal vez sí, ni lo niego ni lo afirmo. Pero eso no tiene importancia. Os voy a contar una historia que en mi familia ha pasado de generación en generación, de la que sólo nosotros somos sus custodios y guardianes, y que nunca hemos relatado a miembros exteriores a ella.

-Entonces, ¿por qué tenemos que conocerla?

-¿Quién de vosotros descubrió la sombra y logró que funcionase?

-Yo –contestó Ricardo.

-Quizás mantengas una conexión con Venecia debido a que en tu familia existe alguien que procede de aquí.

-No.

-Espera… ¿recuerdas que la abuela nos contaba que su padre era veneciano y estaba iniciado en los secretos de la alquimia? –intervine –todos decían que estaba loca, pero tal vez lo hacían para protegernos.

-Dejad de discutir y prestadme atención, mi maestro me ha dado permiso para relataros esta historia singular: remontémonos al siglo XI, los Monte-Ollivellachio llevan cuatro siglos viviendo en Venecia, le han dado a la ciudad valientes soldados, perspicaces comerciantes y estudiosos de la vida y la muerte, de los misterios de la naturaleza, alquimistas se les llamaba en aquellos tiempos. Época de continuas guerras entre los pequeños estados que nueve siglos más tarde formarían el pueblo italiano; las personas se veían obligadas muchas veces a llevar una doble vida a causa de las persecuciones tanto políticas como religiosas, debido a ello las casas y palacios eran poseedoras de pasadizos y salas secretas que permitían al perseguido desaparecer por un tiempo hasta que los ánimos se calmasen. Esta casa tiene varios. Os haré un plano para que comprendáis bien la historia. Vamos a la biblioteca.

-Por favor. ¡¿Queréis no iros por las ramas?! ¿qué tiene que ver esto con vuestra desaparición, me queréis explicar?-inquirió el comisario Soler.

-Es la historia de las sombras –protesté molesta por la interrupción, ya que era la segunda.

-¡Te pasas! Y luego hablas que si yo esto o lo otro –dijo Sofía.

-Haced el favor de abreviar lo más posible, ateneos a los hechos, estoy demasiado cansado como para aguantar fantasías.

-¡No son fantasías! Es la pura verdad.

-Vale, pero ya lo contarás otro día. Ahora lo que interesa es…

-¡Pero es que es fundamental, no la puedo dejar de lado!

-Hagamos un pequeño descanso, prepararé más café; mientras, ordenad vuestras ideas.

Casi dos horas llevamos hablando y ninguno ha dormido todavía. Realmente hay veces en que la realidad supera a la ficción, nunca antes me había visto involucrado en un caso como este, ni hubiese soñado que me podría ocurrir. No les oigo hablar, pongo el café al fuego y regreso a la sala. Se han quedado dormidos, no me extraña, les voy a imitar, pero antes comeré algo y apagaré el gas.

Un inglés ¿de vacaciones?

El charter proveniente de Venezuela acababa de aterrizar, en el venía la primera tanda de emigrantes de vacaciones, él también; llamaba la atención por su estatura, era largo y fuerte, su cara morena contrastaba con el pelo castaño claro, miraba de forma directa y su franca sonrisa era su mejor presentación, al instante se pensaba es americano. Pero era inglés. No era la primera vez que hacía este viaje; tampoco era un simple turista con dinero para gastar, aunque resultaba conveniente que la gente lo viese de esa manera. Su equipaje, anodino y vulgar, se componía de una mochila enorme, la cámara de fotos colgada al cuello y un bolso de mano de una agencia de viajes. Cogió un taxi, y dio al conductor la dirección de una pensión ubicada en el centro de la ciudad, cerca de la playa y los jardines, pagó y, cogiendo todos sus bártulos, se dirigió hacia un portal anejo a una tienda de radios, calculadoras, relojes, etc., llamó al timbre:

-¿Quién es?

-Mister Robinson, tengo reservada habitación, ¿OK.?

-Pase-contestó la voz al tiempo que se oía el sonido del portero automático.

Subió por la estrecha escalera hasta el segundo piso donde le esperaba el dueño de la pensión, un hombre bajo, de complexión media y un tanto entrado en carnes, amable, hablaba con un marcado acento gallego. Se conocían desde hacía cuatro años, cuando por primera vez arribó a estas tierras:

-¿Qué tal el viaje, cansado?

-Sí, ¿es la misma habitación? –preguntó mientras firmaba en el registro.

-Por supuesto, la que da a la calle, ¿no?

-No hace falta que me acompañe, por favor avíseme a las doce.

-Vale señor, que descanse.

-Gracias. Buenas noches.

-Buenas noches.

Realmente estaba derrotado, abrió el bolso de mano y sacó de él un pijama de verano azul marino, de esos que vienen con un pantalón corto; se lo puso y sacó su neceser, que fue a colocar en el armario del cuarto de baño, habían tenido el detalle de ponerle una pastilla de jabón y un tubo de pasta dental, era un buen cliente que se pasaba dos meses todos los veranos allí y había que cuidarlo, pensó. Se metió en la cama, al cabo de cinco minutos estaba profundamente dormido.

-La hora, señor Robinson.

-Gracias-contestó al instante ya que hacía lo menos media hora que se había despertado.

El primer día en cualquier lugar estaba dedicado a recorrerlo tranquilamente, a reconocer los sitios y las personas, a tomar contacto de nuevo con la ciudad. Terminó de guardar sus cosas en el armario, cogió la cámara de fotos y diciendo adiós al dueño salió a la calle. Lo primero era desayunar y se dirigió hacia una chocolatería que habían inaugurado dos meses atrás en la calle de Los Olmos, mientras tomaba una taza de espeso y negro chocolate con churros ojeó los periódicos locales. Nada importante ni que le interesase aparecía en ellos. Pagó lo consumido y se levantó. Lo primero era ir a Información y Turismo. Atajó por la travesía de Primavera y llegó a los jardines, el puerto, la dársena y sus barcos. Hizo una buena foto de ellos.

Entró en el pequeño edificio y cogió multitud de folletos que guardó en su bolso de mano. Otra vez aquí para hacer el mismo trabajo, le gustaba y esperaba poder seguir haciéndolo. Decidió encaminar sus pasos hacia el Dique Barrié de la Maza, posiblemente por la tarde fuese a ver el castillo-museo que se encontraba camino del Club Náutico. Se rió para sus adentros, no sólo se comportaba, sino que también pensaba como un típico turista, bien, no debería pensar en otra cosa quien le viese, y nunca se sabía quién podía estar vigilándole. Luego algún conocido de Williams se pondría en contacto con él; siempre alguien diferente, y la mayoría de las veces ocurría de forma aparentemente casual. No quería pensar en eso aunque debía permanecer alerta en todo momento. Hacía bastante calor, teniendo en cuenta que aún estábamos a principios del mes de junio y La Coruña nunca se ha caracterizado por su buen tiempo; esta anómala situación empujaba a la gente a buscar el frescor del agua hasta en los sitios más infectos como los alrededores del dique, donde se veía, a ratos, el agua con bonitos tonos azulados y dorados debido al petróleo. Lo recorrió hasta el final. Aquí siempre soplaba el viento. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando el mar, subió a la pequeña rotonda desde donde lanzó otra foto a la bahía. Permaneció un rato mirando los yates. Luego emprendió su marcha y regresó bordeando el Hospital Militar, entró en los Jardines de San Carlos, y, como buen turista, hizo una foto a la tumba de sir John Moore, leyó la poesía a él dedicada y se asomó al mirador de piedra, ¡qué pena que todo aquello estuviera tan mal cuidado! Podía resultar un sitio muy agradable. Miró hacia abajo y vio a dos chavales montados en los cañones que defendieron la ciudad hace siglos de los ataques marítimos. Salió de allí y se adentró en la Ciudad Vieja.

Le gustaba aquella parte de Coruña, su imaginación se desbordaba cada vez que entraba en ella, siempre había sido un romántico, por eso cuando William le propuso el trabajo dijo que sí: puro romanticismo. De cualquier manera, procuraba no dejarse llevar por él muy a menudo, en el pasado había metido la pata frecuentemente debido a ello. La Plaza de María Pita y el Ayuntamiento. Recordó lo ocurrido hace dos años, ¡qué fácil había resultado entrar y salir sin que nadie lo viese!, hizo otra foto. Representaba su papel a la perfección, hizo una pausa en una de las terrazas de los soportales dejándose timar un poco y luego con andar decidido, se internó en la calle de los vinos. Recorrió unas cuantas tascas, comió copiosamente en una de ellas, luego regresó a la pensión pues tenía que escribir una carta y varias postales, una de ellas a Williams. Dedicó al menos una hora a esta labor, escribía rápidamente y con claridad; él mismo echaría las cartas al correo. ¿Qué cara hubiese puesto el encargado de la oficina postal al ver doce postales escritas en otros tantos idiomas? Era un camaleón de la lengua, podía, no sólo hablar a la perfección muchos de esos idiomas sino incluso imitar el acento de cualquier sitio con sólo oír antes una breve conversación. Se adaptaba con una facilidad asombrosa, razón por la cual William lo había reclutado. Siempre había sido un buen imitador. Caminaba pensando en todo lo que había hecho hasta ahora: en el principio, cómo conoció a William, sus primeras misiones, sus éxitos y fracasos, en cómo le engañaron como a un chino y cómo aprendió a no confiar en todo el mundo por sistema; le ocurría automáticamente antes de emprender un nuevo trabajo, no podía evitar pensar en el pasado. Después se dirigió al castillo de San Antón, aún tardarían en abrir así que se metió en la Taberna del botero, se entretuvo jugando una máquina, luego fue a sentarse en los muros, observó cómo la lancha del práctico del puerto guiaba a un ferry. Por fin abrieron, pagó la entrada, más bien simbólica, y se dispuso a visitar la celda en la que estuvo preso su compatriota. Le gustaba aquel sitio, tan inocente, siempre lleno de turistas y de padres con sus hijos. Le gustaban especialmente las fotos antiguas que se exponían en el piso de arriba, se imaginó el castillo cuando todavía no estaba unido a tierra y la única forma de entrada a la ciudad eran aquellas puertas del mar, con sus escudos labrados, llegando los pasajeros de los barcos en botes hasta ellas. Por tradición había tirado una moneda al aljibe y pedido un deseo. En la terraza sacó varias fotos, una pareja de alemanes le pidió que les fotografiase juntos, a su vez él les sacó una sin que se diesen cuenta, nunca se sabía quiénes podían ser: si turistas inofensivos o tal vez…Salió de allí. Su próxima visita sería a la Torre de Hércules, ¿se habría ya instalado su amigo el vendedor de helados?, posiblemente sí. No cogió ningún autobús, disfrutaba caminando, además era la única forma de conocer una ciudad y su gente. Y sobre todo, estaba su contacto; deambular por las calles era la manera de encontrarse, era muy importante el asunto, debía parecer todo producto de la casualidad, esa era la clave del éxito: el azar controlado. ¡Qué horror! ¡Estaba empezando a pensar como William! Era un buen amigo y lo apreciaba, tal vez un poco demasiado estirado para su gusto, y además carecía de imaginación, siempre tan práctico, demasiado con los pies en el suelo; dudaba que algún día fuera a convertirse en uno de esos tipos que parecen maniquíes andantes como lo definía un compañero de trabajo, a él le sobraba imaginación.

Todavía era temprano, decidió bajar un rato a la playa del Orzán a darse un baño y tomar un poco el sol; no tenía prisa y allí permaneció más de una hora, cuando decidió que era el momento de ponerse en marcha aún quedaba gente en la playa. Como la mayoría se dirigió a la calle de los vinos, el baño le había abierto el apetito y estuvo en algunas de las tascas; era un maniático de las máquinas de flipper y en Pacovi tenían una que le encantaba, echó veinte duros, pidió un ribeiro blanco y se puso a jugar, al rato se le acercó una muchacha de pelo corto, vestía unos vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte, que le pidió fuego, la atendió y entonces ella le dijo:

-No funciona muy bien, ¿verdad?, ya se sabe estas máquinas americanas…

Era la señal esperada, de cualquier modo tenía que asegurarse que era el contacto de Williams, así que habló a su vez.

-La mayoría de las veces es culpa del que juega, que no la comprende.

-Cierto. Y los ingleses suelen ser mejores que los americanos. Acaba de llegar, ¿verdad?, ¿conoce la ciudad?, puedo enseñársela, le aseguro que se lo pasará bien, soy de aquí y puedo llevarle a muchos sitios.

-No me vendría mal un guía –contestó, seguro de no equivocarse de persona.

Pagó y salieron juntos. Ella le ofreció un cigarrillo que aceptó; no era demasiado alta, de constitución atlética, tez morena y mirada inteligente, aquella cara tenía personalidad. Ella le miró con interés y después de dar una chupada a su cigarrillo dijo:

-Me llamo María del Mar, eres inglés ¿verdad?.

Él contestó afirmativamente.

-Tengo una tía que vive en un pequeño pueblo, en St. Mary Mead, ¿lo conoces?

-Sí, casualmente también yo tengo una tía que vive allí.

-A lo mejor son vecinas.

-Es probable, mi nombre es Steven.

El nombre del sitio en que la escritora de novelas de intriga por excelencia había ambientado gran parte de sus relatos era la contraseña final, la prueba definitiva de que aquella muchacha era su enlace. Todo había salido como planeara William, por eso le había facilitado su nombre. Era increíble la cantidad de gente que conocía ese hombre, de lo más variopinto. La misión había comenzado. Pasearon durante horas por la ciudad, bebiendo y tomando tapas, entrando y saliendo de las tascas, como la mayoría de las personas a su alrededor; hablaban de Inglaterra, de sus vidas, de la ciudad, de los planes que le tenía preparado María con el objeto de que pasase una estancia agradable y viese todo lo que había que ver. Él conocía muy bien la zona pero representaron sus respectivos papeles: él, un turista inglés perdido ante las ofertas de una región en fiestas, con tiempo y dinero para gastar; ella, una muchacha solitaria y amable siempre a la caza del turista, enamorada de su tierra y deseando mostrar al extranjero que allí se lo podía pasar muy bien. Y cuando llegó la hora se fueron al Orzán, a la zona de copeo, donde iban todos cuando las tascas comenzaban a cerrar, ya de madrugada. Estuvieron en varios de los pubs, él creyó reconocer a alguien entre la multitud que ocupaba las calles pero no le dijo nada, luego María propuso dar un paseo por la playa y allá se dirigieron cogidos, entrelazados los brazos en actitud de borrachos que no pueden sostenerse a menos que tengan un apoyo, semejaban una más de las parejas a las que les ocurría lo mismo.

En realidad estaban un poco achispados pero no tanto como querían hacer creer a la gente; de cualquier manera, se lo podían permitir, era su primer día de contacto y entraba en los planes que ocurriese así, todo debería ser de lo más corriente y vulgar. Bajaron por las escaleras, se quitaron el calzado y fueron hacia la orilla, se refrescaron con el agua del mar y comenzaron a andar cogidos de la mano. ¡Cuantas parejas habían comenzado así su noviazgo! Esa era la idea, el truco perfecto para que no se extrañasen de verlos juntos, un amor de verano. No había nadie más y, sintiéndose seguro de no ser escuchado por nadie más que ella, dijo:

-¿Qué ha pasado?

-Hamid ha dicho que están preparados, pronto tendremos que actuar. Lo han encontrado por fin y hay mucha gente detrás de ello, será aquí, en Coruña, eso fue lo que le dijo a William en el último mensaje, hace tres días, y que será este mes. Nos avisará por radio, tiene un programa en una emisora local.

-¿Cuál es el plan, cómo nos enteraremos de que ha llegado el momento?

-Por medio de un disco –contestó mientras sacaba del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos sin filtro, cogiendo dos ofreció uno a Steven, que aceptó, y después de darle una larga chupada continuó hablando –mañana debo llamarle y pedirle una determinada canción de un grupo concreto, y él sabrá que estamos preparados: El plan de Alaska y los Pegamoides. Entonces él hará como que tarda un par de días en encontrarla, si la emite esa misma noche nos veremos aquí, en la playa, y nos transmitirá las últimas órdenes de Williams; si no puede o se siente vigilado o imposibilitado para actuar cambiará de canción y pondrá La línea se cortó.

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