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Volando Con Jessica
Sante coge el paquete ya abierto.
—Entiendo. Estoy de acuerdo. Cojo este porque no me gustaría que los otros tuvieran recortes de periódicos.
Nos reímos con el chiste pero, por la duda que se infiltra en nosotros, decidimos controlar el contenido de los otros sobres.
Me alegro de que den por descontado que mi compensación será igual a la suya. Podría justificar fácilmente la diferencia argumentando que la proposición me la han hecho a mí y que soy yo el que les elije a ellos. Pero sé que, al final, la diferencia podría crear rencores. Mucho mejor así. No necesito mentir y el problema no se presenta.
Salvo que yo sí lo sé y esto no me hace sentirme contento conmigo mismo. Por primera vez en mi vida no soy sincero con mis compañeros. Siempre hay una primera vez para cualquier cosa, por lo que parece.
Decido no pensar más en ello.
—Nos vemos de nuevo la semana que viene. Que cada uno desarrolle sus ideas sobre cómo realizar el proyecto. Recordemos que, como hemos aceptado el anticipo, ya no podremos echarnos atrás. Dentro de un año, como muy tarde, el helicóptero deberá poder volar.
Los dos asienten.
—¿Tengo que contratar a Bogard? —pregunta Sante.
—Sin pasarte. Pregunta solo si tiene disponibles las piezas de recambio, de la turbina hasta la transmisión, y las palas. O sea, todo. Él y los otros proveedores solo te conocerán a ti. Cada uno de nosotros, una vez que tenga un contacto, ya sea para el mantenimiento, para la provisión de piezas o para la logística, continuará solo. Así nadie podrá hacer asociaciones.
—¿Y yo? ¿Qué hago mientras tanto? —pregunta Aurelio.
—Empieza a buscar los manuales de mantenimiento para poder realizar el ensamblaje. Inventa las excusas que quieras.
—Conozco bien ese helicóptero, pero la versión civil, no el Cayuse, la versión militar. Has hablado del excedente del ejército americano...
—La base será un Hughes civil, quizá un viejo Breda Nardi, que conoces bien. Deberás adaptar algunas cosas, pero estoy seguro de que podrás hacerlo perfectamente.
—¿Dónde lo has encontrado?
—Todavía no lo tengo, pero tengo algo en mente. En nuestra próxima reunión espero poder daros buenas noticias. Mientras tanto deberías hacer una lista de las herramientas que necesitarás, y pensar dónde comprarlas. No todas en el mismo sitio, mejor con distintos proveedores. Darás a Sante la descripción de las herramientas especiales, que las conseguirá a través de sus contactos.
—Muy bien —confirma Sante.
—¿Qué tamaño tiene la cabaña? —insiste Aurelio que, estoy seguro, ya está pensando en cómo organizarse y cuánto espacio necesitará.
—No lo sé, iremos la semana que viene. Me han asegurado que es muy amplio y tiene un portón de grandes dimensiones.
—No me hagas trabajar en un cuartucho, ¿vale?
—Claro. Y vosotros tened cuidado con todo este dinero. Si huis soltaré a los asesinos más sanguinarios para que os persigan —digo bromeando, pero no del todo—. Y si no lo hiciese yo lo haría el cliente.
—A propósito —me interrumpe Aurelio—. No has dicho quién es.
—Es un abogado de Milán, os lo presentaré en la primera ocasión que se presente. Por ahora conformaos con esta información.
Me levanto. Cojo la bolsa y meto mi paquete de billetes.
—¿Quieres meter el tuyo? —le pregunto a Sante—. Te llevo a casa. Puedes fiarte, verás que no se nos olvidará.
Sonríe y mete su fajo. Después imita una pistola con los dedos. Muy elocuente.
—Adiós, Aurelio. Te llamo yo. No me llames si no es por asuntos que no puedan esperar. Dile a Lara que no puede hablar con nadie de nuestra reunión. Tenemos que acostumbrarnos a no hablar de nada que esté relacionado con este trabajo.
—Por este dinero no hablaré ni conmigo mismo.
—Yo, ¿con quién quieres que hable? Como mucho, con el gato —añade Sante.
Sabía que volveríamos a formar un buen equipo.
IV
31 de mayo
A las ocho ya estoy en la calle. Tengo prisa por llegar a Caorso. Durante el encuentro con el abogado me había acordado de que, unos quince días antes, conduciendo por la autopista, había visto en un depósito de desechos militares, tanques y máquinas terrestres, la silueta familiar de un helicóptero Hughes 500C
La complicidad con Sante y Aurelio es buena. Si no se hubieran cumplido estas condiciones, ni pudiera contar con su ayuda, creo que no habría aceptado. Eso ya está hecho y ahora intentaremos trabajar lo mejor posible. Espero.
Dentro de poco veré el helicóptero. Si está entero o solo hay que parchear la carcasa o alguna costilla, está todo resuelto. Todo lo demás lo arreglaremos sin problemas.
Pero qué extraño gastar todo este dinero solo para que actuemos en secreto. Querrán hacer algo que vale mucho más.
Basta, no quiero pensar en esto. No sé nada y no sospecho nada. Me han pedido que les ayude a construir un helicóptero y les ayudaré. Tendré que enseñarles a pilotarlo y les enseñaré.
Jessica, mi alumna. Si yo tuviera diez años menos.
Todavía tendría cincuenta y cinco y ella seguiría teniendo menos de treinta. A lo mejor si tuviera el dinero que tiene el abogado... Aunque no me gustaría que estuviera conmigo por el dinero.
Pero, ¿pretendo gustar a una chica por lo que soy? Aunque hay algunas a quienes les gustan más los hombres mayores. Por no decir auténticos viejos. Es una patología, tienen algo que no funciona bien. Pero, ¿entonces? ¿Todas las chicas a las que gustan hombres mayores están enfermas?
Casi siempre les gustan viejos con dinero.
Hay mujeres así y si eso es lo que les gusta, ¿por qué no podría darles lo que quieren? Pero, ¡oooh!.... ¿qué estás pensando? ¿Te acuerdas de lo que dijo el abogado? «Le confío un tesoro...»
Ocupo la hora larga de viaje necesaria para llegar a Caorso con más elucubraciones sobre las mujeres, el dinero, los helicópteros, sobre mi vida y sobre mis demasiados años.
Poco después del peaje llego a la entrada de una gran explanada donde están alineadas decenas y decenas de furgonetas, camiones, tractores, excavadoras, grúas, hormigoneras y vehículos similares. Es la sede de la organización de ventas donde se expone el helicóptero. Entro, aparco y me dirijo hacia el helicóptero, que sigue estando en el mismo sitio. Ahora que lo veo de cerca lo reconozco: es un helicóptero construido en Italia por Breda Nardi con licencia de Hughes. Por las siglas de registro veo que es un aparato que usé hace muchos años para algunos vuelos de instrucción. Siento una pequeña nota de nostalgia.
—Buenos días, señor. ¿Puedo ayudarle en algo?
Me ofrece una tarjeta de visita junto con la más típica sonrisa de vendedor. Leo: Primo Airoldi - Máquinas nuevas y usadas de todo tipo - Venta y alquiler. Debajo la dirección, los números de teléfono y el correo electrónico.
—Buenos días, soy Cavicchi. Creo que sí. Iba por la autopista, he visto este helicóptero y me ha entrado curiosidad. No me importaría llevármelo a mi jardín para que jugaran con él mis sobrinos.
—Bueno, aún no se puede decir que sea una chatarra. Todavía está en buen estado y podría incluso volar. Lo que le impide volar en realidad es la burocracia, porque ha sido inhabilitado por el RAN y no tiene documentos válidos.
Deja de hablar. Entiendo que espera mi petición de una aclaración y decido contentarlo. No quiero que sospeche de mis conocimientos.
—¿Qué es el RAN? —la sonrisa de satisfacción que ilumina la cara de Airoldi me hace comprender que he dado en el clavo.
—Es el Registro Aeronáutico Nacional, el equivalente del Público Registro de Automóviles, el PRA.
—Ah, entiendo. ¿Y por qué ha sido inhabilitado?
—Como con los coches, si el registro sigue siendo válido hay gastos anuales aunque no se utilice el vehículo. Además, muy importante, entra en el cálculo de la declaración de la renta. Si el dueño no quiere revisarlo por el alto coste que eso conlleva y no encuentra un comprador por esa misma razón prefiere anular los documentos oficiales.
—Entonces es verdad que podría volar.
—Uf..., con unas cuantas reparaciones... podría intentar reconstruirlo como un helicóptero para aficionados... si quiere me puedo informar.
—No, se lo ruego. Solo me interesa para tenerlo en el jardín. Soy un apasionado de la aviación, pero en el suelo. Solo vuelo con aviones de aerolíneas para ir de vacaciones.
Estoy satisfecho de ser un incompetente creíble. Prefiero exagerar que hacerle sospechar que pensamos repararlo para que pueda volar.
—¿Quiere verlo?
—Sí, y también saber cuánto cuesta. Sabe, me ha hablado sobre todo del buen estado en el que está y esto me hace pensar que se está preparando para apuntar muy alto.
—Por favor, no cuesta nada. Por lo menos le querrá dar el valor del aluminio, ¿no?
—¿Que sería...?
—Sería... se lo puedo dar por la mísera cantidad de cincuenta mil euros.
Abro mucho los ojos y digo con aparente sorpresa: —¿Cincuenta mil? ¿Hay cincuenta mil euros de aluminio en ese armatoste?
No quiero que piense que ya estoy convencido y que le daría incluso cien mil si me los pidiese.
—Mírelo bien, también por el interior, todavía tiene todos los instrumentos y la tapicería es perfecta.
Mientras tanto hemos llegado, pasando entre camiones y tractores, hasta el sector de la vasta explanada donde se encuentra el helicóptero. A primera vista las palas no me parece que estén en buen estado, pero de todas formas, por seguridad, las habría cambiado. El interior está bien, tal y como ha dicho el vendedor. A pesar de que falta algún instrumento.
—¿Y esos agujeros? —pregunto señalando espacios vacíos en el tablero de mandos.
—Bueno, sí, esos faltan, pero si lo va a usar para jugar podrá taparlos con piezas de metal. No quedará feo.
No digo nada. Le pido que abra todas las puertas.
—¿Dónde está el motor? Hago como si no supiera dónde debería estar.
—No hay. En este helicóptero el motor es una turbina, que sola valdría más de trescientos mil euros —afirma descaradamente Airoldi.
Muestro, con teatralidad, un poco de desilusión.
—Qué lástima, habría estado bien abrir los compartimentos y ver el motor.
De ninguna manera puedo decirle que, si hubiera estado, lo habríamos sustituido de todas formas.
Continúo, con la actitud de un ignorante, controlando los aspectos que me interesan más: la estructura, las costillas, los patines de aterrizaje. Me parece en buenas condiciones y no veo signos evidentes de corrosión o daños provocados por aterrizajes violentos o golpes.
—Pero esto está completamente vacío, me imagino que habría un engranaje para hacer girar la hélice —inquiero usando términos de incompetente.
—La transmisión está unida al rotor, en el helicóptero se llama así; estaba, pero se quitó. De todas maneras, sin el motor no sirve para nada. Perdía aceite y ensuciaba la parte posterior de la cabina.
—El exterior y el interior están bastante bien. Pero su afirmación de que podría volar me parece exagerada. Estoy dispuesto a gastarme diez mil euros, que ya me parecen muchos. Vendré yo a buscarlo, para evitar que sea golpeado durante el transporte. Mandaré a alguien competente que pueda desmontarlo sin estropearlo del todo. Es cierto que va a estar en un jardín, pero tiene que parecer que podría salir volando en cualquier momento. Si no, ¿dónde estaría la diversión? —Hago un guiño al vendedor.
—Nooo, diez mil es imposible. El dueño nos ha impuesto un precio mínimo de venta y no puedo venderlo tan barato. Lo siento, a ese precio no puedo hacer nada.
Veo que habla en serio. Decido elevar la oferta.
—Última, pero de verdad última oferta. Solo porque se lo prometí a los chicos. Le ofrezco veinte mil, es mi última palabra.
No es cierto; si no aceptas te daré lo que pidas, pero no es necesario que lo sepas.
—No puedo asumir esta responsabilidad, pero puedo preguntarle al propietario.
Coge el teléfono móvil y llama a un número memorizado.
—¿Doctor? Soy Airoldi, buenos días. Disculpe, pero quería hablarle de la oferta de una persona interesada en su helicóptero. Es muy inferior a lo que usted había pedido... sí.... es cierto... serían veinte mil y los gastos de transporte a cargo del comprador... sí... cierto. Que tenga un buen día, doctor. Se lo diré.
No sé por qué, pero tengo la impresión de que la llamada sea una farsa. Quizá sean las pausas, que no me parecen naturales, quizá el tono de voz...
—Ha dicho que se lo cede por treinta mil, pero solo porque está cansado de verlo. Me sorprende mucho, pero se ve que es su día de suerte.
Decididamente, era una llamada falsa. Mejor.
—Mi mujer me internará en un manicomio, pero acepto. Así que estamos de acuerdo. ¿Cuánto tiempo tengo para pagar?
—Basta dar una entrada y firmar el compromiso de compra. Después, a partir de mañana podrá venir para arreglar los papeles y recogerlo.
Dejo un depósito de cinco mil euros, firmo el compromiso, hago un montón de fotos del helicóptero.
—Asegúrese de que no sufra daños. El saldo lo haré al recogerlo, cuando esté seguro de que el helicóptero esté todavía en estas mismas condiciones.
—No se preocupe, daré la orden de que lo separen del resto.
Justo para hacer más verídica la imagen de estúpido con poder adquisitivo añado:
—Es una locura, pero mis sobrinos me adorarán.
—¿Quién no querría tener un helicóptero en su jardín? —comenta Airoldi.
Tengo la impresión de que me está tomando el pelo, pero él no sabe la razón de mi compra, así que dejo que piense lo que quiera.
***
—Estás de mal humor desde esta mañana. ¿Me vas a decir qué te pasa por la cabeza, o vamos a seguir así durante mucho tiempo?
La pregunta, hecha por Aurelio con cierto ímpetu, no provoca ninguna aparente reacción. Después de un tiempo adecuado según Lara, llega la respuesta:
—No me pasa nada por la cabeza.
Enfatizando la palabra «nada», indica claramente cuánto su recipiente mental está lleno, listo para desbordarse.
—Sé que estás pensando algo, y cuanto antes me lo digas, antes podremos recuperar un ambiente normal.
—Si tienes alguna por ahí que te pueda dar un ambiente mejor que este sufrimiento que te causo, ¡eres libre para irte!
Aurelio no responde enseguida, sabe que su mujer no conseguirá aguantar y dirá todo dentro de poco. Además, cree saber a qué se debe la hostilidad.
—¿A dónde quieres que vaya? Este ambiente me gusta, cuando es normal —y con esta sutil invitación se abren las compuertas.
—¿Normal? ¿¡¡Normal!!? ¿Es normal que no me puedas decir qué trabajo vas a hacer con esos dos tarados? ¿Es normal que me quieras hacer callar hablándome de dinero? ¿Acaso te he hecho pensar durante estos años que eso es lo que quiero? ¿Es normal que tengas que hacer un trabajo y yo no pueda saber qué es? ¡Extraño concepto de normalidad, el tuyo!
—¿Por qué dices que son unos chalados? Te gustaban y te parecían simpáticos. ¿Ahora resulta que están locos?
—Sí, sí. Evita la cuestión. De todas formas ya lo sabes...
—¿El qué?
—Sabes que no me vas a decir lo que estás tramando, para mí significará que ya no confías en mí y que, por lo tanto, nuestro matrimonio ya no tiene sentido.
—¿Qué dices, te has vuelto loca?
—Las cosas que hacemos tienen consecuencias, y esta es la consecuencia de tu comportamiento.
Aurelio no sabe qué responder, tiene la sensación de que su mujer está hablando en serio y lo que ella está planteando es lo último que él quisiera que ocurriese. Decide que algo sí puede contarle.
—De acuerdo, faltaré a mi promesa a Eraldo, te lo contaré...
—¿Por qué la promesa a Eraldo es más importante que el compromiso que hiciste al casarte conmigo?
Aurelio mira a su mujer y comprende que nunca habría debido prometer nada que la excluyera.
—Tengo que ayudarles a construir un helicóptero sin que el ENAC lo sepa —dice, casi como liberándose de un peso.
—¿Es decir?
—Parece que un tipo rico quiere un helicóptero pero que nadie puede saberlo.
—O sea, que servirá para hacer algo ilegal, ¿no te parece?
Ahí estamos, todos deberían haber pensado lo mismo que su Lara. Es tan simple y tan evidente.
—No lo sabemos y hemos decidido no preguntar nada. El hecho de no hablar de ello con nadie tiene como objetivo el justificar nuestra... ignorancia.
—No me gusta.
—Ganaré lo suficiente como para poder comprar el local. Sabes que alquilarlo se lleva casi todas nuestras ganancias.
—No me gusta.
—Llevaré cuidado para no involucrarme en nada más. Solo seré el mecánico.
Lara niega con la cabeza y repite con voz más baja:
—No me gusta.
Aurelio se acerca y la abraza. Ella le deja hacer.
Apoya su rostro en su hombro, le sujeta las manos y le dice con tono afectuoso:
—Trabajar algo más te quitará esa capilla de grasa que has acumulado en el restaurante. A lo mejor te viene bien.
Sonríen. Aurelio coge un calendario colgado en la pared.
—Ven, tenemos que revisar el calendario de apertura.
—Ni pensarlo.
—Pero estarás sola, no podrás hacerlo todo.
—Hay gente que busca trabajo y los contrataré temporalmente si es necesario. Tú ocúpate de tu helicóptero y yo me ocuparé de mi taberna.
—Nuestra.
—Mía.
—Tuya —concede Aurelio, que piensa en lo afortunado que es de haber encontrado a su Lara. Sonríe pensando que podrá comprar el local para ella.
***
Sante abre la ventana para dejar entrar al gato.
—Romeo, eres un cabezota. ¿No puedes usar la gatera como te he enseñado? Creo que te gusta hacer que te abra la puerta.
Le acaricia la cabeza y bajo la barbilla.
—No te preocupes. No te abandonaré. En cuanto reciba el dinero nos iremos juntos. De todas formas las gatas hablan el mismo idioma en todas partes.
Busca en un montón de libros en el suelo. Casi abajo del todo encuentra el que buscaba: un atlas del mundo con los mapas físicos y políticos.
—Eres viejo y muchas fronteras habrán cambiado, pero me ayudarás a hacerme una idea.
Abre la nevera, coge la lata de comida de Romeo y la vacía en el plato. Coge una botella de vino Cortese ya empezada y se sirve un vaso. Llena una cazuela con hielo y mete la botella dentro. Lleva todo a la mesa baja al lado del sillón, en el que se sienta con cuidado para mantener derecho el vaso. Abre el atlas en la página de los husos horarios. Calcula la diferencia con Dallas: hay siete horas de diferencia. Mira el reloj: las doce. Tiene tiempo antes de poder llamar a Robert.
Le da tiempo a prepararse un plato de pasta y un filete y que después mirará los mapas de América Central.
V
11 de junio
El camino que sale de la carretera regional después de Gattinara no está asfaltado. Las malas condiciones en que se encuentra invitan a circular por él muy despacio. Después de medio kilómetro, aparca al lado de un muro de ladrillos, de unos dos metros de altura, con trozos enyesados, y con partes cubiertas de hiedra, glicinas y otras variedades de plantas trepadoras
En primavera, con las glicinas en flor, tiene que ser todo un espectáculo.
Más allá del muro el perímetro está flanqueado por una espesa hilera de árboles y arbustos que denotan la intención del arquitecto de ocultar el interior del jardín a la vista. A las doce llego a la entrada de la propiedad del abogado: una verja antigua de hierro forjado, sujeta por dos columnas cilíndricas de ladrillos. Ya conozco el lugar, pero sigue maravillándome.
Quién sabe si Jessica vendrá hoy para curiosear.
Tengo las llaves para entrar con total libertad. El abogado había pedido al mayordomo que hiciera una copia para cada uno de nosotros.
La mañana luminosa de junio ofrece un cielo azul intenso que se combina bien con las tonalidades verdes de las muchas variedades de especies típicas de la región de Valsesia presentes en el jardín. Me gustan los castaños, los fresnos y los robles alineados y entremezclados cuidadosamente.
Las líneas de la avenida arbolada conducen la mirada hacia la elegante fachada de la villa. La construcción presenta indicios arquitectónicos de las residencias de campo de los señores piamonteses del siglo XIX: es bonita pero no llamativa, rica pero no opulenta. La atmósfera está desnaturalizada, pero al mismo tiempo es más romántica, con un estilo más inglés que italiano del parque.
Un aire de nobleza decadente. Una percepción típica del poeta Gozzano, crepuscular...
En lugar de con el viejo coche de cien caballos, tendría que haber venido en un carruaje tirado por un caballo.
Sante está dentro de la casucha convertida en taller. Observa a Aurelio mientas explora minuciosamente el helicóptero, que ha sido transportado desde Caorso bajo su supervisión. Les saludo, y después pregunto:
—¿Has preparado la lista de lo que hace falta?
—Lo trajimos el viernes, necesitaré al menos toda la semana —responde Aurelio sin esconder una cierta irritación por la pregunta.
—Pero podremos empezar a hacer algo, ¿no?
Sale del helicóptero, donde estaba examinando las placas con los números de serie pegadas a los componentes principales. Resopla, saca una libreta del bolsillo de la pierna derecha de su mono de trabajo. Lo abre con la actitud de un guardia que va a poner una multa y finalmente habla:
—Mientras tanto podemos conseguir las piezas grandes: la lista completa con todo lo que hace falta estará lista dentro de unos días. Así que, para Sante: estos son los datos del motor y de la transmisión. Se trata de una turbina Allison-Rolls Royce C20 con todos los accesorios de la versión para el Hughes 500C. Mejor nueva, pero valdría una reparada. También tienes que conseguir todas las llaves especiales que hacen falta para el montaje. He puesto en la lista un juego completo de palas.
—No me parecían buenas, pero pensé que tú las habrías controlado de todas formas y habrías decidido qué hacer —confirmo, señalando las cuatro palas desmontadas y alineadas al lado del fuselaje.
—Las he controlado, tienen fisuras internas y pequeñas grietas sospechosas. Hay que sustituirlas —resume Aurelio.
Después se dirige de nuevo a Sante:
— La transmisión está compuesta por un reductor y un árbol de transmisión.
—¿Transmisión? ¿Qué quieres transmitir, y a quién?
Aurelio mira a Sante con compasión y pasa a hablar conmigo:
—Tienes que conseguirme una pequeña grúa de taller que pueda levantar por lo menos quinientos kilos a unos cuatro metros de altura. Y dos series completas de herramientas de taller, de buena marca, una en milímetros y la otra en pulgadas. Tienen que ser completísimas e incluir las llaves que ninguno usa nunca. Si te preguntan para qué es, di que tienes que montar un taller para coches antiguos ingleses e italianos. En la lista encontrarás lo demás: bancos de trabajo, tornillos de banco, y todo lo que pueda ser útil.
—Pero si traen esto verán el helicóptero —interviene Sante.
—Le pediré al abogado que compre una furgoneta —indico, cogiendo las hojas con mis anotaciones—. Iremos a una ferretería grande en Milán o en Turín. Están acostumbrados a recibir pedidos grandes y sería muy raro que hagan preguntas.
—¿Crees que puedes conseguir las palas, la turbina y la transmisión? —le pregunto a Sante.
—Creo que sí. Te diré cuánto cuestan —responde, cogiendo el folio con esta lista de la compra tan especial.
Siento que me invade una energía estimulante. De nuevo soy artífice de algo importante. De nuevo soy el comandante de una escuadra, y esta vez estamos reconstruyendo un helicóptero que pilotaré dentro de algunos meses. No es que no me gustase el trabajo en la escuela de vuelo, pero ahora la adrenalina vuelve a correr por mis venas.
—Buenos días, señores —dice Martinelli-Sonnino entrando por la puerta lateral del cobertizo, la del acceso a las personas.