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Lo Que Nos Falta Por Hacer
Emmanuel Bodin
Lo que nos falta por hacer
Novela
Traducido del francés por Andrea Pérez García
© Emmanuel Bodin, 2014 - 2018 Versión original en francés
Oaristys Édition
© Andrea Pérez García, 2018 Traducción al español
Ilustración: MaddyZ / Shutterstock
Todos los derechos de reproducción, adaptación y traducción, en todo o en parte, reservados para todos los países.
«En la vida, es muy raro conseguir una segunda oportunidad; va en contra de todas las leyes»
Michel Houellebecq
A Dacha
1 Capítulo 1
2 Capítulo 2
3 Capítulo 3
4 Capítulo 4
5 Capítulo 5
6 Capítulo 6
7 Capítulo 7
8 Capítulo 8
9 Agradecimientos
1.
Hacía algo más de cuatro años que no pisaba Francia. Regresaba de nuevo a París por motivos laborales, solo que, de ahora en adelante, desempeñaría un trabajo que había podido escoger con plena convicción y no un empleo de verano como la vez anterior. Ahora desembarcaba para progresar en la vida, instalarme y conseguir estabilidad de una vez por todas.
La primera vez, vine para vender bolsos en las Galerías Lafayette durante tres meses. Me pareció una oportunidad fabulosa para practicar el francés y perfeccionar mi conocimiento de la lengua. Además, ocurrió algo que no pude prever: una cita con el amor. Cuatro años más tarde seguía pensando en el hombre al que había conocido. Intentamos mantener el contacto tras mi regreso a Rusia, mi país de origen. Al cabo de varios meses, él había perdido toda esperanza de volvernos a encontrar. De repente, me enamoré de otro hombre y, con el paso del tiempo, a él le sucedió lo mismo.
Él ignoraba por completo mi retorno a París y el trabajo como traductora que acababa de conseguir. Se trataba de un contrato de dos años. En cierto modo, temía volver a verle. No me atrevía a ponerme en contacto con él.
Era consciente de que no habíamos tenido tiempo para construir nuestra relación correctamente. Poco más de tres meses es un periodo muy corto para amarse sensatamente, sobre todo porque no contábamos con la presencia del otro a diario. En dos ocasiones me pidió que me mudara a su casa durante el resto de mi estancia para ahorrar algo de dinero. Como estaba soltero desde hacía poco tiempo, temía convertirme, en su propio beneficio, en una novia de repuesto, en un pañuelo para olvidar a su ex. Asimismo, tenía miedo de perder mi libertad. ¿Y si me hubiera echado a la calle tras una discusión? ¿Dónde habría ido entonces, tras abandonar por él la residencia para jóvenes trabajadores en la que me alojaba?
Las vicisitudes del destino son inescrutables y, en ocasiones, incomprensibles: de todos los apartamentos disponibles en París, me encontraba de nuevo en la misma dirección de Montparnasse, en el mismo edificio. Lo único que era distinto era la habitación, así como el piso. Del cuarto acababa de mudarme al tercero. ¿Era una señal de que nuestra historia se reanudaría allí donde más o menos se paró?
Me enamoré locamente en París, como un amor a primera vista que te invade al instante. Probablemente, el hechizo no se debía exclusivamente al encanto de la capital. ¿Podría ser que, simplemente, hubiera sucumbido al embrujo de la vitalidad de Francia? Cuando era adolescente, soñaba con la idea de visitar ese país. El sueño se hizo realidad, estaba feliz. A pesar de que solo había visitado París, ¡su eco escenificaba un ambiente tan distinto al de mi ciudad natal en Rusia! Me sumergí en un intenso sentimiento de libertad, como una locura pasajera, una independencia embriagadora, una emoción que jamás había sentido. Esa sensación era, a la vez, extraña y agradable. Me sentía tan bien en suelo francés, liberada de toda imposición, parecía que, sobre mi espalda, habían crecido alas. Sin embargo, el tiempo volaba… Sin darme cuenta de que en el reloj de arena los días fluían más rápido de lo que me hubiera gustado. Tras esta experiencia, sufrí una transformación: ya no me sentía la misma mujer. Algo nuevo había germinado en mí y me marcaría en los años venideros. Regresé con el corazón cargado de recuerdos distintos entre sí. En tres meses, mi existencia se había enriquecido de acontecimientos y había quedado impregnada para siempre. Crecí para acercarme más a la madurez. No obstante, todavía me quedaba mucho por conseguir respecto a mí misma, así como cosas por aprender. La vida, como constataría posteriormente, se llenaría de ellas rápidamente.
Ahora que me encuentro de nuevo en este país, en Francia, espero aprovecharlo al máximo. Por ejemplo, me encantaría ir a descubrir otras ciudades, oler la lavanda en Provenza, admirar los acantilados de Étretat, sumergir los pies en el Atlántico… En dos años, debería encontrar tiempo para visitar estas regiones y muchas más.
Parece que cuando surgen sentimientos románticos no nos damos cuenta de inmediato. Creemos no hay sentimientos, pero estos que flotan en el aire, como a la espera, cerca de nuestro corazón. Si todavía no están plenamente interiorizados, lo más fácil es dejar abierta la posibilidad de aceptar este hecho o rechazarlo. Amar no es algo evidente. Es altruismo, abandonarse por otra persona. Es una agitación que transforma la vida, que une a dos almas errantes, a las que chispa ha prendido fuego y propulsa a un nuevo espacio-tiempo aislado, inaccesible e incomprensible para el resto del mundo. Se trata de un universo entero que únicamente pertenece a dos seres que se atraen. ¿Cómo no trastocarse? Es, al mismo tiempo, una locura que buscamos y de la que huimos.
Cuando conocí a Franck, estaba desempleado. Era fotógrafo de formación, aunque no conseguía dar a conocer su trabajo, exponer sus fotos. Sin embargo, recuerdo que poseía una mirada interesante, bastante personal. Actualmente trabaja en el mundo del cine y se gana la vida mucho mejor. En ocasiones, no hay que obstinarse en perseverar en una dirección si esta resulta completamente obstruida y exclusiva. Al tomar otro camino, las cosas pueden solucionarse por sí mismas y surgir de modo más fácil, lo que genera una alegría insospechada hasta ese momento. Esta evolución se corresponde un poco a la que yo he vivido. En Rusia quería trabajar como intérprete. Es difícil destacar si no se es la mejor y, sobre todo, si no se han realizado los estudios necesarios para acceder fácilmente a este empleo. Me encantaba el arte en todas sus formas, ya que lo había estudiado por mi cuenta, solo que, ¿qué puertas nos abre la formación artística? Me di cuenta, un poco tarde, de que había que tirarlas abajo, pero ¿cómo destrozarlas cuando están ferozmente blindadas?
Sin un conocimiento adquirido que te permita abrir a la fuerza una de esas puertas, no hay nada que esperar. Metí la pata. ¿Qué podría quedarme por hacer? ¿Trabajos relacionados con la alimentación con los que sobrevivir el resto de mi vida? No podía aceptar dicha perspectiva. A pesar de todo, mi ambición era mucho mayor.
Ahora que lo pienso, creo que Franck y yo comenzamos demasiado pronto. Es lo que a menudo sucede en la vida: te cruzas con una persona que te conviene, sea demasiado pronto o demasiado tarde. Debido a esta diferencia temporal, al final pasamos por el lado de una felicidad que estaba al alcance de la mano. Además, te haces preguntas sobre el futuro, y asusta la posibilidad de tener que abandonarlo todo. Sea como fuere, solo queda una solución: la huida.
Él no había sido el culpable en absoluto. Se sentía preparado y me deseaba a su lado. Yo salía de la adolescencia y tenía unas ganas locas de descubrir la vida y divertirme. Y así fue, al encontrarme con Franck, el amor surgió de la nada. Me quedé deslumbrada y, rápidamente, ciega. Era maravilloso, el problema es que era demasiado pronto. Intenté reprimir mis sentimientos, ya que sabía que no había un final feliz posible. Una vez que acabase el verano, tendría que regresar a casa para terminar mis estudios. Alejarme era muchísimo más sencillo. Cuatro años más tarde, no veo mi vida sentimental del mismo modo. Al mirar hacia atrás, como en un retrovisor, puedo distinguir la partitura que se interpretaba. En algunas ocasiones, incluso te preguntas si no habrás perdido algo por el camino. Cuando no se superan las expectativas, los arrepentimientos surgen y pueden recordarte que otro camino podría haberte convenido más.
Franck tiene unos diez años más que yo. Su edad no había sido un problema. Al contrario, me gustó de inmediato. Físicamente era bastante normal: moreno, con perilla y esbelto. Su sencillez, su amabilidad, sus modales y su carácter afable que tanto necesitaba para sentirme segura me conquistaron. Me dejé seducir y llevar por la corriente de esta historia. Al cabo de unas cuantas semanas, todavía no sabía qué anhelaba a mi lado, si quería comprometerse de verdad o no, algo que sin duda había provocado que fuera más reservada con mis propios sentimientos. Me parecía que seguía enamorado de su ex. Sin embargo, su historia no había resultado ser más que una corta aventura, en comparación con nuestra floreciente relación. Franck salió devastado de este pasado, el habernos conocido fue lo que le devolvió los ánimos. Me encontró resplandeciente, como un rayo de sol que acababa de iluminar su monótona vida. Me encantaban las cosas bonitas que me susurraba, aun cuando el miedo me paralizaba por la misma razón.
Al cabo de unas cuantas semanas, tras regresar a Rusia, a Irkutsk, empecé a extrañar su presencia. ¿Acaso el hecho de vivir lejos de Francia era el motivo? ¿O quizás renacían en mí aquellos sentimientos que había despreciado? Quería protegerme, no sufrir, y ambos sabíamos a la perfección que nuestra historia tendría un final, una fecha de caducidad inevitable e infranqueable. Nuestra unión no podía prolongarse bajo ningún concepto. Habíamos jugado a los enamorados a través de una relación cuyo resultado ambos conocíamos. Cada uno debía poner punto final para construir un nuevo presente sin la presencia del otro. Como Franck me había hecho entender tan bien, vivíamos un amor imposible, y, aun así, fue efectivamente él quien más había deseado creer en él. No quiso dejar atrás nuestra historia. No quiso que nuestra unión se sumiera en la desgracia del pasado. Soñaba con vivir nuestro amor en el presente, pese a que ese presente no tenía nada que ofrecer. Durante meses, mantuvimos el contacto para no destruir los lazos. Me llamaba con frecuencia y me recomendaba estudios que podría continuar en Francia. Le habría encantado verme empezar un máster en lengua o literatura francesa. Poco le importaba en realidad. Deseaba que regresara lo antes posible. Desconozco si la soledad sentimental había influenciado su comportamiento o si de verdad me echaba de menos. No obstante, a mí me afectó notarle tan ansioso por mi presencia.
Nuestra correspondencia se mantuvo hasta que conocí al chico que vivía en la ciudad donde me encontraba. El presente acabó con un compromiso que se ahogaba en lo virtual. Soñar es algo maravilloso, pero la vida no puede construirse en base a un futuro incierto. Era tan joven, mi cuerpo deseaba vivir. No es humano permanecer solo durante mucho tiempo. Franck, analítico, me pidió que no pasara demasiado tiempo con esta persona. Le expliqué que la distancia entre nosotros había matado mis sentimientos en cierto modo: ya no sabía qué quería en realidad. Poco después de haberlo desplazado por completo, solo recibí reproches, hasta que su dolor desapareció con un nuevo idilio, salvo que la tristeza que se siente tras un fracaso amoroso, porque, reconozcámoslo, la decepción está ahí, no desaparece totalmente. Tiempo después, incluso en correos más calmados, siempre había cierto rencor y desprecio como telón de fondo.
Nuestra última conversación tuvo lugar a principios de año, cuando le llamé por su cumpleaños. Yo también cumpliría un año más en unas semanas y Franck me llamaría para felicitarme por mis veinticinco años… Por mí, todo debería de haber empezado de cero desde aquí; yo ya imaginaba cómo pasaría el día a su lado. En ese momento, me encontraba en la misma ciudad que una persona a la que aprecio y, sin embargo, me sentía tan distante, más lejos todavía que cuando vivía a siete mil kilómetros de París.
Considero mi historia como una forma de aprendizaje, compuesta de experiencias y de numerosos replanteamientos. He aquí la aventura.
2.
¡Qué tiempo tan magnífico! El verano parecía no querer llegar a su fin. La estación se prolongaba agradablemente, ideal para dar un paseo, pero, salir sola… ¡uf! Siempre he preferido la compañía, ya fuera para hablar o simplemente para pasar el rato.
Aquel mediodía decidí visitar los Jardines de Luxemburgo. Pronto volvería a estar en Montparnasse. Preferí dar un rodeo por Denfert-Rochereau, lo que alargaría considerablemente el recorrido, con el único objetivo de causar una casualidad. Sin embargo, aunque el destino haya previsto un plan distinto y el momento el lugar propicien una buena oportunidad, cualquier intento acaba en fracaso. Me demoré en el barrio, echando un ojo a los comercios, a las tiendas, esperando, como tonta, ver a Franck a lo lejos. Cualquiera me habría tomado por una turista desorientada que no sabe muy bien lo que busca, pero que se maravilla con todo tipo de cosas. Miraba en todas direcciones. No quería ni el jabón con olor a jazmín de la tienda de aromaterapia ni el cálido y apetecible cruasán de la panadería de al lado. Solo esperaba esa coincidencia. El corazón se me salía del pecho al pensar que su casa se encontraba tan cerca, apenas a unas calles. Solo tendría que tocar a su puerta para sorprenderle, pararme en frente de él, como cuando salíamos juntos. Esta vez, nada justificaba dicha acción.
Pasaba por delante de las innumerables cafeterías de la plaza Denfert-Rochereau, ralentizaba el paso, echaba vistazos al interior, me asomaba para intentar ver quién se encontraba al fondo. No había ni rastro de su sombra. De repente, escuché como alguien me llamaba. En repetidas ocasiones, han querido invitarme para tomar algo. Tipos ligones y fanfarrones. Ni más ni menos que el tipo de personas con las que he tenido la ocasión de codearme trabajando en bares. Caminé recto hacia adelante. Tenía la mirada fija en los pies, pensativa, decepcionada, cándida. Atravesé la plaza, recorrí la avenida Denfert-Rochereau, después, el bulevar Saint-Michel. Observaba a los transeúntes; los hombres me miraban, me sonreían alegremente, otros parecían intimidados y bajaban la mirada. Yo también bajaba la mirada, deprimida. Continué con mi camino. Cuando llegué al lado del parque, me senté en la terraza de una cafetería. Desde allí disfrutaba de las vistas de una de las entradas. Divisaba a parejas que se cogían de la mano, se besaban, se reían… La felicidad rodeaba a esas personas. La mía parecía perdida, extraviada, incluso, desaparecida.
Para no dejarme abatir por la melancolía pedí un helado de frutas del bosque y una limonada. Desde que era una niña, la boca se me hacía agua delante de estas exquisiteces.
Un peatón se paró para pedirme fuego. Le sonreí mirando de reojo y sacudí la cabeza. Este acercamiento, de lamentable banalidad, no dejaba lugar a dudas. Le respondí amablemente que no fumaba. Tras ello, empieza con el palabrerío.
–Señorita, es usted encantadora. ¿Puedo invitarla a tomar algo?
–Gracias, señor, pero me gustaría estar a solas en la mesa. Estoy esperando a mi prometido.
–Ah… Lo lamento, señorita. Su prometido tiene mucha suerte. Qué pase un buen día.
Inmediatamente el tipo se marchó. No siempre es tan fácil deshacerse de un individuo que quiere conocerte. A veces son muy insistentes. No dudo de la seriedad de algunos, pero la mayoría no quieren otra cosa que llevarte a la cama. Ya no me apetece. Solo me ha apetecido en contadas ocasiones… Puede ser que, en una ciudad diferente, con un estado de ánimo distinto, me dejase seducir… En ese instante, mis pensamientos se centraron en otra persona. El pobre, al que vi salivar al echarle el ojo a mis muslos, los cuales sobrepasaban la minifalda de temporada y resplandecían bajo el tórrido calor de esta prolongación del verano. Al hablarme, me di cuenta de que posó la mirada en mi escote. Es halagador, aunque descortés.
De más joven, me habría reído ante tal situación, al dejar que un seductor imaginase que podría salirse con la suya. Le dejé que me invitara a una copa, o quizás a dos… Después de conocernos brevemente, me largué y le dije que me esperaban en otra parte. Evidentemente, no quiso dejar el asunto así, me pidió mi dirección y quiso saber si sería posible que nos viéramos en breve. Para no parecer desagradable y evitar algún tipo de tragedia, intercambiamos los números de teléfono. Al final, él me dio el suyo. ¡El mío era falso!
Tras disfrutar de mi helado y dejar seco el vaso, me dirigí a aquel jardín que me resultaba absolutamente magnífico. Lo recorrí por completo y me senté en frente de una zona de juegos infantil. Me encontraba a la sombra, tranquilamente bajo los árboles, todavía absorta en mis pensamientos románticos. Mi tranquilidad se vio repentinamente interrumpida por una descarada pareja de enamorados que acababan de sentarse en el banco de al lado. Estaban a punto de tener relaciones sexuales ahí mismo. El amor que sienten las parejas y que exponen en público hace que los solteros se sientan incómodos. El amor y la pasión vuelven a las personas inconscientes de sus actos. Preferí fingir que los ignoraba y observé cómo se divertían los niños. Inevitablemente, me vi forzada a pensar en Franck.
Cuando le conocí, a menudo se encargaba de un niño pequeño. Yo solo le había visto a través de algunas fotos y Franck me había contado por encima su historia con una mujer que le había jugado una mala pasada con tal de consolidar su relación. Tras pasar por crisis y peleas, se produjo lo contrario. Con el tiempo, Franck aceptó positivamente este importante cambio en su vida: el de convertirse en padre y aprender a ocuparse del niño nacido de esa unión. Aun así, el comportamiento egoísta de esa mujer complicaba gravemente la situación entre ambos, ya que lo agobiaba constantemente con reproches y otras mezquindades. Desconozco todos los detalles de su historia, puede ser que un día me los revele.
Un día me contó que tuvo que cuidar del pequeño durante dos semanas en el domicilio de la madre para que esta pudiera ir a un entierro al extranjero. No pudo o no quiso llevarse a su hijo. Franck, forzado por un tipo de obligación moral, se instaló en el apartamento durante una quincena. El niño no había cumplido todavía los dos años. Franck no se había ocupado jamos solo de un niño pequeño. Cambiar los pañales, limpiar el pipí y la caca, darle de comer, bañarlo, acostarlo… Ese tipo de cosas eran nuevas para él. Franck creció con esta experiencia, se apegó y encariñó mucho con su hijo. Yo todavía no he tenido la ocasión de cuidar a un bebé. Lógicamente, con veinte años no me sentía preparada en absoluto para una responsabilidad así. Ahora, llego a imaginarme en el papel de madre. Franck me aseguró que me convertiría en una madre llena de dulzura y bondad con mis hijos cuando le confesé mis dudas sobre mi capacidad de ejercer algún tipo de autoridad sobre ellos. Ahora pienso que una vez que se presenta esta situación es cuando le haces frente. Intentas lidiar con ella del mejor modo posible, te formas con la práctica. Una parte de la vida va acompañada por esta evolución: casi todos pasamos por la casilla de «padres».
Me desperté de mi ensueño bruscamente. Escuché unos llantos que ensordecían el gorjeo de los pájaros y el susurro de las hojas en los árboles. A mi izquierda, una mujer joven le daba la mano a un niño de tres o cuatro años. Él chillaba. Su furia retumbaba a lo largo del sendero. Arrastraba los pies y regresaba sobre sus pasos, no paraba de girarse. La joven parecía completamente abrumada por la situación y no conseguía calmarle. La escuché pedirle perdón, ya que la zona de juegos era de pago y no llevaba dinero encima. Claramente, este hombrecito no comprendía por qué no tenía derecho a ir allí mientras que los otros niños se divertían. No conseguía calmarlo, ya no sabía lo que hacer con él. Le tiraba del brazo, después lo consolaba y empezaba de nuevo cuando el niño no se movía. Veía que se sentía incómoda, bajo la mirada de desconocidos que la observaban de arriba a abajo, en ocasiones con desprecio o desdén, como si no estuviera a la altura como madre. Los enamorados que tenía al lado dejaron de copular y huyeron tapándose los oídos, irritados por los gritos, no sin compartir su descontento. En mi opinión, no estaban para nada preparados para ser padres.
Revisé mi cartera y saqué un billete de cinco euros. Me acerqué a esta joven, bastante menuda, que parecía más joven que yo. Le sonreí y le ofrecí el dinero. Había visto un rótulo que marcaba el precio. Lo rechazó, avergonzada, y, sin lugar a duda, en cierto modo por orgullo. Insistí, con el pretexto de que, si yo tuviera un hijo, me gustaría que pudiera divertirse para hacer nuevos descubrimientos. La madre acabó aceptando esta ínfima ayuda. Me lo agradeció de todo corazón. Sentía que este gesto la había emocionado. Sus ojos empañados hablaban por ella, era inútil que dijera nada más. Les observé regresar a la entrada, donde la tristeza del pequeño se esfumó. Resonaban gritos de alegría. Los niños brincaban. El alma de los niños es pura: un diamante en bruto, la inocencia personificada. El adoctrinamiento se inicia con la televisión, plagada de programas de mala calidad y carentes de cultura, salpicados de mensajes y de implicaciones alienantes.
Volvía a sentarme en el banco. Me di cuenta de que la madre me saludaba. Su hijo trepaba por una casita de madera y después se deslizaba por el tobogán. Me sentía muy feliz por ellos. Esa joven madre y su hijo podían disfrutar tranquilamente de la tarde. Por otro lado, lo que me preocupa y parece incomprensible, por no decir inadmisible, es que el ayuntamiento haga pagar por las áreas de juego en plena ciudad, no necesariamente mejores que las que son accesibles para todos. ¡En mi país, jamás he visto tal cosa!
Se me acercó un hombre para pedirme un cigarro. Siempre la misma historia… Rostro joven, unos veinte años, tez morena. Le respondí que no fumaba y que no me gustaban los fumadores, pensando que así me lo quitaría de encima pronto. Luego le ignoré y continué observando a los niños que se divertían. El hombre se sentó a mi lado, haciendo caso omiso a mi comentario. Pasó el brazo por detrás de mí, sobre el respaldo del banco. Le miré con incredulidad, molesta por este gesto inoportuno. Me contó que le encantaba este tiempo agradable para pasear y para tener la ocasión de hablar con una mujer guapa como yo. Definitivamente, en Francia no podía salir sola ni saborear la tranquilidad. No le contesté y me levanté para marcharme. Inmediatamente se puso por delante y me propuso tomar una copa con él. Traté de hacerle entender educadamente que no me interesaba su oferta. Insistió y me dijo que quería pasar tiempo conmigo, incluso en otra ocasión, y me pidió mi número de teléfono. Le respondí que no tenía y me alejé súbitamente. A mis espaldas, solo escuché una palabra: «¡Mentirosa!».
Un poco más adelante, me giré para comprobar si me seguía. Le vi intentando atacar a una nueva víctima.
«¡Pobre tipo!», pensé.
Afortunadamente paseaba por un parque, si no estoy convencida de que me habría seguido por la calle. Antes de que acabara el día, probablemente habría conseguido embaucar a alguna joven en busca de su príncipe azul. ¡Hay quien cree que vivimos en un gran mercado de prostitutas! Nos cogen, nos besan, si divierten con nosotras y después nos tiran. ¡Abusivos depredadores!
En el camino de regreso a casa puse en orden mis emociones. Mientras subía, me paré en una tienda del barrio para escoger mi comida de ese día y del siguiente. Compré fruta, manzanas y uva, así como un plato para llevar de pescado y otro de verduras.