
Полная версия
Escuela de Humorismo
Cuando Jacinto entró en su casa y Claudia supo lo ocurrido, hubo de exclamar, con angustiado acento:
– Dios mío… ¡qué poca caridad!
– ¿Poca? – replicó Jacinto. – Poca, no: mucha, pero mal entendida.
– ¡Qué haremos, Jacinto, qué haremos!
– Nada, hija mía, nada; no apurarse, sobre todo; á mal tiempo buena cara, como dice mi compañero Pepe.
Claudia movió la cabeza en son de duda y fuése hacia la alcoba.
Jacinto, recorriendo el pasillo de una punta á otra hablaba en alta voz, gesticulando á la vez, como si discutiera con alguien.
« – Esto no es posible tomarlo en serio; no es posible dejarse llevar de la desesperación… porque no es posible… ¡no es posible! Esto que me pasa, á fuerza de ser terrible, es cómico, sí señor, esto es cómico.»
De pronto, dándose una sonora palmada en la coronilla, exclamó:
« – Ya me había yo olvidado de los sabios consejos de mis compañeros – : «escribe artículos cómicos». Ya no me acordaba de la buena acogida que tuvo el primero. Esta misma noche escribo el segundo… ¡Y que no estoy yo en punto de caramelo para escribir artículos cómicos!»
Y siguió paseando mientras hilvanaba su segundo artículo cómico.
Claudia, entretanto, arrodillada junto al lecho, con las manos cruzadas, imploraba á una imagen de Jesús, colocada á la cabecera.
El Señor parecía contemplarla dulcemente y escuchar sus quejas.
«Caridad… caridad – parecían decirla sus amorosos ojos – ; harto sé yo, pobre mujer, que el amor y la caridad que prediqué, no se practica por mis más fieles devotos.
Amaos los unos á los otros– dije – , y no parece sino que todos ponen especial empeño en destruirse. Les di una Ley para que se gobernaran, y ellos, creyéndola insuficiente, no dejan de promulgarlas á cientos, sin que logren otra cosa que entorpecer la existencia. Puse en la tierra todo lo necesario y lo superfluo para que el hombre viviera, obteniéndolo con su trabajo, y he aquí que medio género humano perece por falta de lo más indispensable. Cuán grande es mi dolor al ver cómo deshonra mi obra el ser más noble que yo creé. Muchos son los que me aman, muchos los que me adoran y reverencian; mas pocos serán los que, cuando la trompeta llame á Juicio, puedan presentarse sin temor ante el Supremo Juez.»
Cuando Jacinto entró en la alcoba donde se hallaba Claudia, ésta lloraba con gran congoja. Jacinto se apresuró á levantarla del suelo y á prodigarla palabras llenas de dulces consuelos.
– Todo se arreglará, Claudia; ten confianza en que todo se arreglará – decía el valeroso oficinista.
Aquella noche, como en otra de antaño, Jacinto escribió su segundo artículo cómico, que, en realidad, fué su primer artículo humorístico; un artículo humorístico de primer orden; al menos, así lo juzgó el público, dispensándole una acogida entusiasta.
Perseveró el humorista con nuevos artículos, que fueron igualmente bien acogidos. Siguió riendo, fustigando á muchos de los primeros actores de la humana comedia, cuyos elevados puestos habían alcanzado sin que se supiera qué escala moral ó material les había servido para lograrlo, y elogiando la labor y las grandes cualidades de muchos modestos racionistas y partiquinos. La sociedad que, como algunas hembras, más ama á quien más la pega, llegó á convertir á Jacinto en su escritor favorito.
La suerte, queriendo sin duda reirse de Jacinto y demostrarle que nadie más humorista que ella, hizo que sus artículos fueran solicitados y casi… casi, bien pagados. El oficinista pudo llevar un relativo bienestar á su casa. ¡Cuántas veces pensó el pobre humorista que aquella holgura no había llegado á tiempo de salvar al pobre Luisín! Pero… ¿no sería el nene el que le mandaba aquel dinero que entonces ganaba, para que sus hermanitos se libraran de perecer de hambre como había perecido él?
¡Pobre Luisín! Lo que no pudo mandarle nunca á su padre fué el vomitivo que le hiciera arrojar del corazón la materia que lo había asqueado para siempre…
Lo que le faltaba al tío
IUn buen trecho llevaban andado por la mal llamada carretera tío y sobrina, sin que se les oyera el metal de la voz, cuando ella, preciosa morena de diez y ocho años, colgándose con ambas manos de uno de los brazos del tío, dijo así, con tono zalamero:
– Oye, tío…
– ¿Qué quieres, sobrina?
– Quisiera hablarte de una cosa…
– ¡Pues habla! ¿Quién te lo impide?
– Es que… verás… es una cosa un poco seria… ¿Por qué pones esa cara de risa?.. ¿Es que yo no te puedo hablar de cosas serias?
– Sí, chiquilla… ¿por qué no? Tus diez y ocho años no son muy á propósito que digamos para tener cosas serias de que tratar; pero valga, en cambio, que, á pesar de ser tan joven, eres muchacha de talento, y, por lo tanto… ¡quién sabe las cosas serias que se te pueden ocurrir en tus pocos años!
Y al mismo tiempo que así hablaba, Don Sebastián, que éste era el nombre del tío, miraba amorosamente á su sobrina, acariciándola las manos suavemente.
– Gracias, tío, por tus alabanzas.
– No hay de qué, Clotilde. En el corazón, sales á tu difunto padre, mi pobre hermano, que en gloria esté.
– Vamos, ¿quieres dejarte ya de floreos?
– Carácter alegre, sano juicio, gran bondad de corazón, tacto exquisito para tratar á las gentes…
– ¿Me vas á dejar hablar? ¿sí ó no?
– Habla todo lo que quieras; ya sabes que yo no hago más que todo lo que tú quieres.
– Todo lo que yo quiero, no; no seas embustero, tío. Si tú hicieras lo que yo quiero, no estarías siempre tan tristón; la tía y tú no estaríais siempre como estáis, en perpetuo desacuerdo; no pensaría el uno negro cuando el otro piensa blanco. ¿Qué mayor felicidad que estar en buena armonía y pensar del mismo modo que la persona con quien hemos de vivir siempre?
– ¡Tienes razón, hija mía! ¿Qué mayor felicidad que la de ver pensar y sentir igual que nosotros á la persona que ha de vivir á nuestro lado toda la vida?
No pasó inadvertido para Clotilde el cambio de lugar de las personas en el mismo pensamiento; pero nada dijo.
Callaron un momento ambos interlocutores. El afable semblante de D. Sebastián, cuyo pelo y bigote entrecanos dejaban sospechar que su edad podría ser como de unos cuarenta años, pareció ensombrecerse ligeramente. Clotilde mirábale disimuladamente y pudo observar aquel pequeño cambio en el semblante de su tío.
La carretera, que en aquel lugar era casi calle, por tener bastantes edificaciones en ambos lados, hallábase en aquel momento bastante animada. Un tranvía eléctrico circulaba por el lado derecho, llenando de polvo á los peatones y poniendo en comunicación á Madrid con aquella barriada que, como todas las de la capital, era fea, sucia y polvorienta. En los solares donde aun no se habían edificado hotelitos, había campos de trigo y de cebada, segados ya y que ostentaban el amarillento rastrojo.
– Tú no eres feliz, tío; algo te falta para serlo, que yo no sé lo que es – dijo Clotilde adelantando un poco la cara para mirar á D. Sebastián.
– ¿Por qué no he de serlo, chiquilla? Tenemos salud, tenemos un mediano pasar; tu tía… es buena…
– Sí; pero tú siempre estás pensativo, siempre con tus libros, con tu jardín…; casi nunca hablas, como no se te hable…
– Qué quieres: cada cual tiene su modo de ser… Pero no se trata ahora de mí. Volvamos al punto de partida de nuestra conversación; arranquemos del momento mismo en que decías que tenías que hablarme de…
– De una cosa muy seria – añadió Clotilde dando prueba de su tacto al no insistir sobre una conversación que bien se veía que no era del agrado de D. Sebastián.
– Pues mira, niña; si tan serio es lo que que tienes que decirme – respondió el tío recobrando su tono jovial – , espera que lleguemos al recodito aquel de la carretera y nos sentaremos para no caerme del susto.
Rieron tío y sobrina, no sin que ésta protestara del tono zumbón empleado por él, y llegado que hubieron al sitio indicado, tomaron asiento en el borde de la cuneta.
Quitóse el tío su sombrero de paja, y pasó el pañuelo por su frente para limpiar el sudor que la empañaba. El mes de Julio tocaba á su fin. La tarde declinaba; el sol había traspuesto el horizonte, dejando ver solamente su rojo resplandor; una ligerísima brisa arrancaba á las flores de los diminutos jardines sus preciados perfumes.
Don Sebastián esperó á que pasara un automóvil con su ruido trepidante, y después exclamó:
– Venga de ahí. Vamos, ¿á qué aguardas?
– Es que… – replicó Clotilde poniéndose algo colorada.
– Sea lo que sea, habla.
– Pero ¿me prometes tomarlo en serio? – Y como viera que su tío la miraba con cierta sorpresa, añadió vivamente: – No; si ya sé que tú me quieres mucho, tiíto; que todo lo que yo digo y hago, aunque sea lo peor del mundo, para ti es lo mejor; pero…
– Vamos, chiquita, díme lo que sea, ó vas á ponerme en cuidado – dijo D. Sebastián tomando entre sus manos una de Clotilde y revelando en su semblante alguna inquietud. – ¿Qué cosa tan seria es esa que tienes que decirme?
– ¡Que tengo novio¡ – exclamó Clotilde bajando la vista y poniéndose roja como una amapola.
Don Sebastián, abriendo desmesuradamente los ojos, soltó una sonora carcajada.
– ¿Ves como te ríes? – dijo Clotilde con infantil enfado.
– ¿Y qué quieres que haga, si lo que tú llamas una cosa muy seria es la cosa más divertida del mundo… y la más lógica?
– ¡Es que no he concluído todavía!
– ¡Que no has concluído! – dijo D. Sebastián suspendiendo la risa.
– No.
– ¿Pues qué falta?
– Lo principal: que mi novio quiere hablaros; quiere que formalicemos las relaciones… y que nos casemos muy pronto.
– ¡Mira tú… mira tú; eso ya es más serio!
– ¿Eh?.. ¿Por qué no te ríes ahora?
– Pero, ¿desde cuándo tienes tú novio?
– Pronto hará ocho meses.
– ¿Ocho meses y tu tía no se había enterado?
– No; porque yo no quería que se enterara nadie hasta saber yo misma si mi novio era digno de llegar á serlo oficialmente.
– Ahora sí que te digo que eres una chica de verdadero talento; tener novio ocho meses y no saberlo tu tía… ¡porque me lo dices tú lo creo! Bueno, ¿y por qué no se lo dices á ella todo eso?
– Por nada… Es que como tiene ese modo de ser y esos prontos así, tan… pues he preferido decírtelo á ti.
– Eso; y que si hay voces… me las gane yo… ¿verdad?
– No, no; no es por eso; es que… ¡vamos!, yo no sé cómo decirte, tío; es que contigo tengo más confianza… ¡Como tú eres tan bueno para mí!
Sonrió cariñosamente D. Sebastián al oir á su sobrina, á la que adoraba como un padre.
– Y después de todo, ¿por qué ha de haber voces? ¿No es lo más natural que tú te cases, como se casan todas las muchachas que valen lo que tú y menos también?
– Cállate, tío, cállate, que yo no valgo nada.
– Bien, bien. Pero ahora, cuéntame, dame detalles, díme quién es él, qué hace él, de dónde viene tu conocimiento con él…
– Te lo voy á contar todo.
– Si te parece, emprenderemos el regreso; ya es casi de noche, y por el camino me lo puedes ir contando, ¿eh?
– Sí, sí; no sea que la tía se enfade porque tardamos.
Y en animado coloquio, tío y sobrina emprendieron el regreso hacia la casa, no muy distante del lugar en que se hallaban.
Clotilde había conocido á Felipe, que este era el nombre del novio, una tarde que fueron al teatro. Él la siguió hasta casa; al día siguiente volvió y la tiró una carta, cuando la vió en el jardín; ella le contestó poniendo reparos; él volvió á insistir, no dejando de ir una sola tarde; ante tal constancia, ella aceptó, en principio, las relaciones. No la pesaba haberlo hecho. Felipe no había faltado ni una sola vez, á pesar de la distancia y de lo molesto del camino; condición mucho más de apreciar por cuanto Felipe, que era comisionista, no paraba de andar en todo el día, y terminaba, como se suele decir, reventado. El muchacho era una joya: trabajador hasta un extremo verdaderamente exagerado, si es que en esto cabe exageración; de un carácter apacible y bondadoso, no se enfadaba más que cuando otro comisionista llegaba antes que él á un comercio y le quitaba alguna nota; esto sí, esto le sacaba de quicio completamente. Tenía un amor por su profesión que rayaba en locura. Cuando llegaba, al atardecer, á ver á Clotilde por la verja del jardín, no sabía hablar más que de las operaciones que había hecho en el día y de las que pensaba hacer en el siguiente. Donde había una peseta que ganar, allí caía Felipe como una bomba; y mal tenían que ponerse las cosas para que aquella peseta no pasara á su bolsillo. En fin, Felipe era un muchacho que podía hacer feliz á cualquier mujer.
De tal modo elogió Clotilde á su novio, que D. Sebastián hubo de exclamar:
– De modo ¿que tú crees que Felipe tiene todas las condiciones necesarias para hacerte feliz?
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.