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Escuela de Humorismo
– ¿Qué es eso?
– ¡Toma! – volvió á repetir Claudia, cubriéndose la cara con el delantalillo.
– ¡Tu pulsera de pedida! – exclamó Jacinto cogiendo el estuche y abriéndolo.
– Qué le vamos á hacer; es la única alhaja que tenemos para empeñar. Llévala al Monte de Piedad; allí llevan pocos réditos y estará mejor guardada.
Jacinto guardó el estuche en un bolsillo de su americana; acercóse á Claudia, y rodeándola con los brazos, la estrechó fuertemente contra su pecho y estampó un beso en su frente.
– Anda, no te detengas, Jacinto, que el niño espera.
IIIApenas Jacinto se vió en la calle, soltó un formidable resoplido que ensanchó su corazón.
Enfiló la calle de Fuencarral, á paso ligero; metióse por la de Jacometrezo, atravesó la plaza del Callao y, por el postigo de San Martín, desembocó en la plaza de las Descalzas.
Al llegar allí, su paso, antes rápido, se hizo tan lento, que frente á la estatua de Piquer se detuvo. Dió otro resoplido, semejante al anterior, y quedóse mirando al ilustre fundador del piadoso establecimiento.
– «Francisco Piquer, yo te saludo – dijo Jacinto descubriéndose – . Perdona que no lo haya hecho antes; pero mejor que yo sabes tú, que nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena. Aquí, donde todo el mundo conoce el nombre de Soriano, de Lerroux y otros, sin olvidar á Melquiades Álvarez, son pocos los que conocen el tuyo. ¿En qué piensas, en qué meditas, ilustre bienhechor de los madrileños? ¿Es que el escultor que te retrató te dió esa actitud queriendo representar que meditas tu grande obra, ó es que pensó en simbolizar así la actitud de media humanidad? No lo sé; pero ¡vive Dios! que el tal acertó. Con el dedo en la frente nos pasamos la vida la inmensa mayoría de los mortales; pero nada sacamos en limpio, y raro es el que no tiene que acudir á lo que tú sacaste de la tuya. Tú pensaste en los desvalidos, y éstos, aunque no piensan en ti para nada, ni saben cómo te llamas, acuden á recibir de tu obra el modesto préstamo que, momentáneamente, enjuga sus lágrimas: con esto les basta. Pero es lo que tú dirás: ¿Qué me importa que ellos no sepan cómo me llamo yo, si yo sé cómo se llaman ellos? Doscientas veces habré pasado por aquí, y otras tantas he cometido la ingratitud de no fijarme en ti; lo cual no debe extrañarte, porque en este mundo, bien sabes que nadie se fija más que en aquel que puede servir de algo; y yo, dicho sea con franqueza, no creí que nunca necesitara de ti para nada. Hoy me encuentro con que me haces falta, y aquí me tienes confesando mi error. Pero no creas que llego hasta ti acongojado y abatido, como otros, no; vengo á pedirte unas pesetillas por esta pulsera, que me costó muchas privaciones poder comprar; pero vengo contento, alegre y con la esperanza de podértelas devolver pronto. ¿Tú crees que esto es motivo para entristecerme? ¡Quiá, hombre, quiá! Mira tú lo triste que yo estaré, cuando en este momento estoy hilvanando un artículo cómico… que ya verás… ya verás. Además, has de saber que tu obra caerá pronto en ruinas; lo que tarden en llegar al Poder Soriano, Lerroux y otros… sin olvidar á Melquiades Álvarez, que nos tienen prometido formalmente hacer de España y de los españoles, el símbolo de la felicidad.
A ti, Pontejos – dijo Jacinto, volviéndose hacia la estatua del marqués, – ni te saludo, ni nada tengo que decirte, porque nunca te necesitaré para nada.»
Jacinto, pensando que tal vez estaba llamando la atención, interrumpió su monólogo, diciendo:
– «Vamos, hijo mío, vamos; los malos tragos, pasarlos pronto, y además, que en casa te están esperando.»
Y como si esta última reflexión diera nuevos bríos á su decaída voluntad, avanzó resueltamente hacia el benéfico establecimiento.
Cuando llegó frente á la ventanilla del tasador, Jacinto, al pronto, se quedó como petrificado; después se puso sumamente encendido.
¿Qué le había sucedido ante aquella ventanilla, tras de la cual, un hombre alto y delgado, de mirar frío é indiferente, esperaba á que le alargaran la alhaja en cuestión?
Aquel hombre alto y delgado era un empleado de la misma oficina de Jacinto, Negociado 4.°; uno de los que se las buscaban con otro empleo que, por ser por la tarde, era compatible con el del Estado.
Saludáronse rápidamente, pues el otro, á fuerza de acostumbrado á tales encuentros, era prudente; y tras del frotar en la piedra con la pulsera, de tal manera que á Jacinto le parecía que le estaban frotando con lija en el corazón, y tras de probar con el ácido la nobleza del metal, el de al lado de allá de la ventanilla formuló la frase sacramental:
– Cuarenta pesetas.
– Bueno… si… está bien – respondió Jacinto, que estaba deseando largarse de allí cuanto antes.
– ¿Qué nombre…?
– ¿Nombre? Jacinto sintió que su cara se ponía como la lumbre. – El caso es que la pulsera es de una vecina que está enferma… y… pero póngalo usted al mío…
– Es igual – replicó el otro llenando un talón, con el que Jacinto tuvo que ir recorriendo ventanillas, que concluyeron de dar al traste con la poca serenidad que le quedaba.
Cuando se vió en la calle con aquellas 40 pesetas que tantas angustias le costaron, dió un tercer resoplido, que dejó chiquititos á los dos anteriores.
Renegando de su suerte y de aquel maldito encuentro, dirigióse precipitadamente, por la calle del Arenal, á la Puerta del Sol; entró en un botica y compró lo recetado por el médico; después, en un «Cuatro Caminos, por Fuencarral», fué á su casa.
Aquella noche, Jacinto obligó á su esposa á que se acostara, y él quedó velando á Luisín, para suministrarle la cucharada recetada, cada dos horas, combinada con la leche y los caldos.
A la luz de un mal quinqué, pues en la casa no había luz eléctrica, que entonces costaba un ojo de la cara, porque las Compañías no se habían decidido á darla perdiendo dinero, Jacinto preparó las cuartillas y se dispuso á escribir su primer artículo cómico.
La ocasión era la más propicia: la quietud de la noche, el silencio, sólo interrumpido por el débil toser de alguno de los niños; la triste y amarillenta luz del quinqué, todo, en fin, era adecuado para poner el ánimo de Jacinto en condiciones; y así debió ser, sin duda, por cuanto la pluma del pobre oficinista rasgueaba febrilmente, sin detenerse ni un instante, sobre el papel.
Cuando por la mañana tempranito se levantó Claudia, lo encontró dormido, de bruces, sobre las cuartillas; después de dar la última cucharada al niño, el sueño y el cansancio habían rendido al infeliz.
Claudia, rodeando amorosamente con sus brazos el cuello de su marido, le dió un apasionado beso, que le hizo despertar sobresaltado.
– Acuéstate un poco; hasta la hora de la oficina puedes dormir tres horas – dijo Claudia con ternura.
– ¿Por qué no mandas recado de que no puedes ir?
– No, no; para qué faltar; esta tarde dormiré otro poco… ¡Ah! pero no creas que le ha faltado nada al pequeñín á sus horas…
– Ya lo sé – respondió Claudia, sonriendo tristemente.
– ¿No has dormido?
Claudia respondió con un signo negativo de cabeza, y se fué hacia la cocina para preparar el desayuno á Jacinto y á los niños; ella, sin que Jacinto lo supiera, hacía ya tiempo que no lo tomaba, para poder así aumentar las raciones de los demás.
Al levantarse Jacinto, quedaron á la vista las cuartillas; el artículo estaba terminado; sobre el satinado del papel veíanse pequeños circulitos opacos…
IVA los quince días fué publicado el artículo que Jacinto escribiera en su primera noche de escritor cómico.
Cuando Martínez terminó de leerlo, en alta voz para que todos los compañeros, incluso el Jefe, lo oyeran, el autor recibió una ovación en toda regla.
El Jefe, arrellanado en un sillón, movía convulsivamente su enorme vientre á impulso de la risa.
– Eso, hombre, eso… – decía, entrecortadamente, mirando á Jacinto. – Éste, á su vez, con una gran tristeza reflejada en el semblante, miraba á todos y estaba como asustado ante aquella explosión de risa que había causado su artículo.
– ¿Quién te ha cambiado chico? – dijo Pepe.
– Si me lo dicen, no lo creo – agregó Gutiérrez.
– Hay que ver qué gracia tiene eso del encuentro con el compañero al ir á empeñar la alhaja – refunfuña el Jefe entre grandes carcajadas.
– Y que eso es verdad, ¿eh? Eso le sucede á cualquiera.
– ¿Y lo de los chicos disputándole la cordilla al gato?
Jacinto sentía ganas de pegar, de morder á todos aquellos que se reían de sus desdichas, bien que no supieran que eran suyas; sentía una gran angustia que le ahogaba y ganas de llorar… de llorar mucho… Nunca hubiera creído que en la desgracia se pudiera aprender el difícil arte de hacer reir á los demás. Él, que nunca había podido escribir nada cómico en sus tiempos de relativa felicidad, lo había escrito cuando la amargura más grande laceraba su corazón.
Cuando salió de la oficina, le parecía que no llegaba nunca á su casa; le tardaba el momento de verse en ella, de verse entre los suyos, entre aquellos nenes queridos y aquella dulce compañera, que no se reía de sus tristezas, sino que las compartía.
VPasaron días. Luisito no mejoraba gran cosa. Las cuarenta pesetas que dieron por la pulsera se acabaron; se acabaron las cincuenta que mandaron los padres de Jacinto, junto con una cariñosa carta, en la que decían que, en cuanto el chico estuviera en condiciones, lo enviasen al pueblo; acabáronse, en fin, tantas cosas, que no parecía sino que había sonado la hora del Juicio final para aquella casa.
Jacinto sentía que le faltaba el valor para soportar aquello. Pensó escribir algún otro artículo; pero esto era tan lento y producía tan poco, que no podía resolver nada por el momento.
A tal punto llegó aquel estado, que un día ya no tuvo más remedio que aceptar por bueno el único camino que se abría ante sus ojos: empeñó la paga; total… nada: firmar mil pesetas por cuatrocientas, é intereses módicos, eso sí.
Aquella operación, al pronto, dió un respiro en la casa: se atendió con mayor holgura á Luisín, y se compraron algunas cosas indispensables.
Sin embargo, poco duró este compás de espera; y como enfermedad que remite para volver luego con más ímpetu, así volvieron los ahogos, con nuevas fuerzas y nuevos bríos, á la casa, pues, á las escaseces ya habituales en ella, hubo que añadir la que originaba el tener que pagar aquellos módicos intereses, que restaban la quinta parte de la paga.
Jacinto llegó á dudar de lo divino y á sentir desprecio por lo humano; su corazón, en el que la desgracia clavaba sus garras despiadadamente, empezaba á manar sangre.
Por primera vez pensó que no debía haberse casado; que debía haber hecho lo que tantos otros que, despreciando los juicios de una sociedad que le da á un hombre veintidós duros y medio para que constituya un hogar, buscan por otros caminos, que ella llama inmorales, la satisfacción de justos anhelos.
Jacinto, que no fumaba para no gastar; Jacinto, que jamás se permitía la inocente distracción de ir una noche al café á pasar un rato con los amigos, porque comprendía que aquellos dos reales hacían falta en su casa; Jacinto, que considerábase feliz con el amor de los suyos, sintió ganas de reir ante aquella avalancha que se le venía encima, ante la visión de aquella inhumana sociedad, creadora de muchos males y de pocos bienes, que caía sobre él aplastándole despiadadamente.
El Destino, considerando que Jacinto estaba ya bastante entrenado en el sufrimiento, apretó bruscamente el tornillo: Luisín empeoró tan rápida é inesperadamente, que el médico llegó á temer un desenlace funesto, si no se le sacaba de Madrid lo antes posible.
Jacinto sintió agotarse sus energías y desvanecerse los restos de su entereza. El agua le llegaba al cuello y experimentó verdadero terror al pensar que la salvación se hacía imposible. La situación era de verdadero apuro: su paga, empeñada; la casa, dos meses sin pagar; la tienda, no muy al corriente… y una falta absoluta de recursos, y, lo que era peor, de medios para arbitrarlos. ¡Aquello era horrible!
La pobre Claudia, imagen viviente y resignada del dolor, sufría en silencio, para no aumentar la pesadumbre de su esposo, y buscaba los rincones para desahogar su angustiado corazón, llorando sin que la vieran.
Los hermanitos de Luisín, amedrentados por el triste ambiente que reinaba en la casa, iban y venían por ella como almas en pena, sin atreverse á jugar, y si acaso lo hacían, en su adorable inocencia, metíanse en el último rincón de la casa para que no les riñeran.
¡Era preciso sacar á Luisito de Madrid! Y ¿cómo hacer esto? ¿Cómo realizar aquel milagro indispensable? No obstante, era preciso, absolutamente preciso el realizarlo.
Jacinto envejeció en un día, un año. No tenía amigos á quienes pedir una cantidad como la que se precisaba; el prestamista se negó rotundamente á ampliar el préstamo, porque la parte legal descontable no daba margen para ello. ¿A quién recurrir? ¿A los padres? Pero ¿no era un crimen, un verdadero crimen, pedir á los pobres viejos lo que no tenían para ellos mismos? Y, sin embargo, ¿qué otro remedio quedaba?
Jacinto, loco de dolor, desesperado… cogió la pluma y escribió; escribió una carta que era el llamamiento supremo de un sentenciado á muerte, de un agonizante.
Seis días horribles transcurrieron hasta que se recibió la contestación ¡Al fin llegó! Los padres de Jacinto respondían – ¡qué padre no responderá! – al supremo llamamiento de su hijo con un supremo sacrificio: la respuesta era un pliego de valores; el pliego contenía el importe de una tierrecita, mal vendida, por la precipitación, y una carta llena de trazos toscos y temblorosos, faltos de ortografía, pero llenos de amor y de ternura.
«Veniros con el chico inmediatamente», decía la carta en uno de sus más torcidos renglones, que á Jacinto y á Claudia les pareció ser escalera que conducía á la gloria.
Jacinto sintió oprimírsele el corazón al leer aquella carta que rebosaba amor; Claudia murmuró palabras que nadie oyó, á no ser Dios, por ir á él dirigidas, y lloró, lloró mucho arrodillada ante la cuna de su hijo.
Al día siguiente, Claudia y sus tres hijos salieron para el pueblo de los abuelos. Jacinto quedó solo y con muy limitados recursos; pero esto era lo de menos, lo principal era que el chiquitín se salvara.
Llegó la primera carta de Claudia. Para comprender la ansiedad con que Jacinto leyó aquella carta, es preciso haber tenido un bebé en trance de muerte; yo, por lo menos, renuncio á describirla.
Las noticias no eran malas: el nene, al parecer, con el cambio de aires, se había reanimado algo; el médico del pueblo no desesperaba de salvarle.
Después de estas noticias, ¿qué podía importarle á Jacinto el pasarse la mitad de los días sin comer para ir estirando los recursos que le habían quedado? ¡Nada! Aquel día fué para él un verdadero día de fiesta, y el principal festejo, la contestación á la carta de Claudia. Qué de palabras cariñosas para todos; qué de besos para los chicos; ¡qué párrafo para que lo leyera Luisín… que no sabía leer!; qué de consejos á Claudia para que no se dejara dominar por las pesadumbres; qué de conceptos para convencerla de que no se preocupara por él, que nada le faltaba, si no era ellos.
La alegría que Jacinto experimentó con la lectura de aquella carta, y el descubierto en que se hallaba con su estómago, incitáronle á darse aquella noche un banquete; así, pues, á cosa de las ocho, metióse en el café de Levante, donde es fama que los dan grandes, y pidió un beefteack con patatas. Jacinto, que hacía ya mucho tiempo que no se veía con una cosa semejante ante sus ojos, devoró, más bien que comió, aquella vianda; que no hay nada que excite tanto el apetito como la alegría.
Aquella noche se metió en la cama, dispuesto á dormir á pierna suelta; no quería pensar, no quería sufrir, era preciso dar descanso al espíritu, dando de mano á las preocupaciones, aun cuando no fuera más que por unas horas.
Claudia siguió dando noticias diariamente del niño; noticias que, si no avanzaban en el sentido optimista, tampoco retrocedían al atroz pesimismo de los últimos días de permanencia en Madrid. Jacinto contestaba cada dos ó tres días… por mor de la franquicia.
La esperanza llegó á germinar en el corazón del oficinista; mas, cuando ésta echaba raíces más hondas, una bomba vino á estallar sobre el cerebro del pobre Jacinto, haciendo saltar los sesos, destrozando el corazón y desgarrando las carnes: la carta de aquel día, de Claudia, era una verdadera bomba.
«Luisito se muere, Jacinto mío, el nene se nos va á todo escape» – decía Claudia demostrando su dolor en lo tembloroso de su escritura. – «El nene se nos va…» – decían aquellos renglones, que parecían sollozar. Jacinto necesitó leerlos veinte veces para convencerse de que lo escrito por Claudia quería decir eso… «El nene se muere… el nene se nos va».
Esta carta, recibida por Jacinto en la oficina, causó en todos los compañeros honda impresión.
– Váyase usted hoy mismo – dijo el Jefe – , y no se preocupe de la vuelta; tómese los días que necesite.
El permiso ya estaba; pero ¿y el dinero para el viaje? Jacinto, como una exhalación, dirigióse en busca del habilitado; éste, enterado de lo que le ocurría á Jacinto, se apresuró á facilitarle lo que pedía: diez duros. El compañerismo es uno de los pocos instrumentos que, en el humano concierto, suele dar notas dulces y afinadas.
Cuando el angustiado Jacinto llegó al pueblo, era tarde: «el nene se había ido ya». El pobrecito había volado al cielo sin poder ver á «papa», por el que había clamado incesantemente en sus últimos momentos; su cuerpecito inmóvil, rígido, pálido como la cera, estaba allí, encerrado en la cajita blanca, esperando los últimos besos de papa; su almita, que había salido de este mundo sin odios ni rencores, moraba ya en las regiones donde los unos se aman á los otros…
VIEl tren corría con una velocidad espantosa; á lo menos, así lo creía Jacinto, en su deseo de no llegar nunca á Madrid. El matrimonio, con los dos niños, ocupaba un modesto departamento de tercera, el cual le ofrecía la única comodidad que podía ofrecer un cajón de madera: iban solos. Merced á esta dichosa casualidad, se habían podido instalar desahogadamente. Los dos chiquitines, echados en opuesto sentido, ocupaban uno de los bancos, que el amor maternal había procurado mullirles con algunas ropas; pero no eran ellos mozos que repararan en ciertas pequeñeces y dormían á pierna suelta, cubiertos ambos con una misma manta.
Claudia, en uno de los extremos del banco opuesto, reclinaba la cabeza en la pared del coche, cuya dureza soportaba, merced á le blandura que le proporcionaba su espléndida cabellera. Jacinto, en el otro extremo, daba vueltas y más vueltas en su magín al pavoroso problema que ya llevaba planteado á Madrid.
Dentro de cinco días cobraría su paga; pero ella vendría á sus manos mermada con el quinto del prestamista y los diez duros adelantados graciosamente por el habilitado. Con el resto, si es que resto podía llamarse á lo que quedaba, había que atender á un sinfín de necesidades. ¿Qué diría el casero, viendo que transcurría un mes más sin pagarle? Jacinto sudaba copiosamente al pensar en este capítulo…
¿Para qué se empeñaron sus padres en que estudiara, en que fuera señorito? ¿Por qué no le dejaron en el pueblo, entregado á las faenas del campo, como su padre? ¿Qué adelantaba él con saber, si ello no le servía más que para sufrir?
Llegaron á Madrid, llegaron á la silenciosa morada; corrieron los chicos en busca de sus juguetes, de sus cajas, de sus gorros de papel, de sus palitroques con cuerdas que hacían las veces de látigos, y sus alegres vocecillas ahuyentaron las sombras, el silencio que reinaba en ella. Ya no se les reñía porque jugaran; al contrario, los padres deseaban sus gritos, sus voces, sus carreras por el pasillo, sus lloriqueos, porque así les parecía más risueña la vida.
Descansaron aquel día sin contratiempo alguno; pero al siguiente, no bien se hubo levantado Jacinto para ir á la oficina, la portera cayó sobre ellos como maza de plomo que les machacara los cráneos.
El administrador había estado, dejándole encargado que, cuando regresaran, les advirtiera que de no pagar, por lo menos, un mes de los atrasados, se procedería al desahucio.
Jacinto sintió que el cielo se les desplomaba encima y le aplastaba.
La portera, una buena mujer que quería mucho á Claudia y á los niños, viendo á Jacinto tan apurado, se permitió darle un consejo.
– El señorito – dijo – debe ir á ver al propietario y hablar con él; tiene mejor corazón que el administrador, y quizá consiga un mes de plazo.
Jacinto asió el consejo como tabla salvadora, y fuése á la oficina, resuelto á ponerlo en práctica al salir de ella.
El recibimiento que le hicieron en la oficina fué por todo extremo cariñoso.
Pepe dijo que el chico ya no tenía remedio y que, por lo tanto, había que conformarse: á mal tiempo, buena cara.
Las horas transcurrieron para Jacinto lenta y penosamente, oyendo aquellas frases de ritual. ¿Quién les diría á sus compañeros que él, Jacinto, tenía que cometer la felonía de olvidar al chiquitín para pensar en el enojoso asunto que tenía que ventilar al salir de allí?
Llegó, por fin, el momento de abandonar aquel lóbrego Negociado, y Jacinto, á todo escape, sintiendo que el estómago se le subía á la garganta, como el día que fué á empeñar la pulsera, se encaminó á casa del propietario.
Una doncellita de ojos alegres y vivarachos le introdujo en el despacho, diciéndole que esperara… ¡Terrible espera!
Unos segundos después, un caballero anciano, de rostro sonriente, penetró en la habitación.
A las primeras palabras de Jacinto diciendo quién era, el rostro del caballero se estiró cuarta y media, adquiriendo una seriedad pavorosa.
«Él no podía hacer nada en el asunto; su administrador era el encargado de todo lo concerniente á las casas. Comprendía la crítica situación en que se hallaba Jacinto; pero eran tantos los que se hallaban en igualdad de circunstancias… que, sintiéndolo mucho, no podía demorar ni un solo día el desahucio… ¡Eran dos meses ya! ¡Por aquel camino iría derechito á la ruina, á verse en el mismo estado en que se hallaba Jacinto, y eso…!»
Inútiles fueron los ruegos y las súplicas del pobre oficinista, que ya veía á su mujer y á sus hijos en la calle…
Lentamente, limpiándose el sudor que brotaba copiosamente de su frente, bajó Jacinto las escaleras. En la puerta de la calle, detúvose unos momentos; miró para arriba, para abajo, á las casas de enfrente, como si se hallara en una ciudad desconocida, y, por fin, tomó calle arriba con paso reposado, cual hombre feliz que pasea sus ocios.
La espantosa crisis nerviosa que interiormente sacudía al infeliz duró algunos instantes; después, su organismo, falto ya de energías, sufrió un aplanamiento enorme; los nervios, que llegaron al máximum de tensión, amenazando romperse, aflojaron poco á poco, dejando que se apoderara del cuerpo un enervamiento, una laxitud semejante al crepúsculo del sueño.
Jacinto, al llegar al final de la calle, se volvió á mirar la casa de donde había salido, como si quisiera fotografiarla en su memoria; después reanudó su marcha, hablando consigo mismo.
« – En verdad que hace falta cinismo – decíase – para venir á pedirle á este pobre hombre que me esperara un mes… ¡Pobrecillo! Pedirle á un infeliz que no tiene más que ocho casas una cosa así… es una infamia. Comprendo que al que no tiene más que una, se le pida que espere, porque no va á dar la casualidad que los cuatro inquilinos que tenga se vean en tan triste situación; pero no á un hombre que tiene ocho casas y ochenta inquilinos… ¡Si á todos les da por no pagar… lo que él dice: la ruina! ¡Pobre!» – Suspendió Jacinto un momento su humorístico monólogo, para que no le oyeran unos que junto á él pasaron, y después lo reanudó así:
« – ¡Ah, Luisito, hijo mío: en verdad te digo que ahora pienso que has hecho bien en morirte! ¡Qué desgracia tan grande para ti, si hubieras llegado á ser hombre… y á tener ocho casas…! ¡Y qué desgracia tan horrible que hubieras tenido inquilinos como tu padre, que no puede pagar…! ¡Me estremezco de horror al pensar que hubieras llegado á tener ocho casas… porque tu corazón hubiera tenido que llegar á endurecerse como una piedra! El Señor te ha demostrado su particular afecto no dejándote llegar á ser hombre, y llevándote consigo. Intercede, hijo mío, con Él, por tus hermanitos y por tu pobre madre, porque yo… ¡yo no sé ya lo que podré hacer por ellos!»