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Historia de la decadencia de España
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Historia de la decadencia de España

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Á orillas del río Versa se presentó por primera vez el enemigo, resuelto á disputar el paso; pero los nuestros le desalojaron fácilmente (1615), llevándole en retirada á la cordillera que se extiende por ellas hasta la ciudad de Astí. Allí se empeñó la batalla. Sostúvola con valor el de Saboya; pero no eran sus gentes para contener el ímpetu y la ordenanza de nuestros tercios, y fueron al fin arrolladas y puestas en total derrota y dispersión. Entre tanto, el marqués de Santa Cruz se acercó con su escuadra á las costas enemigas y rindió á Oneglia, á pesar de su esforzada defensa, y poco después la fortaleza de Marro. No se aprovechó como debió y pudo el marqués de Hinojosa de estas victorias; y en vez de acometer al punto las plazas fuertes que ocupaba el enemigo y señorearse de ellas, mantuvo á su ejército largo mes y medio en las montañas cercanas de Astí como en amago de la plaza, donde el calor y la falta de víveres y hasta de agua potable debilitaron sus fuerzas sobremanera. Con todo, el duque de Saboya, incapaz de resistir entonces, pidió la paz, y el de Hinojosa se la concedió por mediación del marqués de Rambouillet, embajador de Francia, y de los enviados de Venecia y del Papa. Firmóse el tratado en Astí, estipulando en él que el duque de Saboya renunciaría á tomar por armas el Monferrato, que devolvería cuanto hubiese ganado en la guerra, poniendo en libertad á los prisioneros, y que España haría otro tanto retirando sus tropas al milanés, mientras licenciaba las suyas el saboyano.

Lo peor de este tratado fué que se puso su cumplimiento bajo la garantía del mariscal de Lesdiguières y de los demás Gobernadores franceses de la frontera, los cuales quedaban autorizados para entrar con las armas en nuestro territorio á la menor infracción. Era sin duda esta condición vergonzosa é inadmisible, y la sospecha de que lo que quería el saboyano era tomar treguas para descansar y volver en mejor ocasión á la guerra, hizo que más lo pareciese á muchos. Ello fué que la Corte la desaprobó, y en lugar del marqués de Hinojosa, á quien trataban de inhábil unos, de traidor otros, envió de Gobernador á Milán á D. Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, hombre de virtud antigua y de probado valor y destreza en los hechos más memorables de su tiempo.

No bien llegó el nuevo Gobernador se puso en campo; pero la estación estaba harto avanzada, y pronto las lluvias excesivas del otoño le obligaron á aplazar sus empresas. Desde sus cuarteles de invierno movió tratos con el duque de Nemours, de la casa de Saboya, que se hallaba retirado en Francia y tenía de Carlos Manuel muchas quejas, ofreciéndole la soberanía de aquellos Estados si por su parte nos ayudaba á la conquista. La conducta del de Saboya justificaba sin duda el que los españoles quisieran desposeerle de sus Estados, y harto más político era en tal caso el ponerlos en mano amiga que no el guardarlos para nosotros, cosa que los franceses jamás podían ver tranquilos, y tampoco los Príncipes de Italia. Entró el duque de Nemours en tales intentos, y reuniendo cuanta gente pudo de aventureros franceses y flamencos, invadió la Saboya, mientras el marqués de Villafranca con el ejército español invadía el Piamonte y se apoderaba de San Germán y otras plazas, amenazando á Vercelli.

Á las nuevas de estos sucesos corrieron á juntarse con el duque de Saboya muchos aventureros franceses enviados principalmente por el mariscal de Lesdiguières, Gobernador por Francia del Delfinado, protestante, antiguo consejero y amigo del difunto Enrique IV, y por tales conceptos declarado enemigo de España. Con ellos y los suizos, asoldados á costa de Venecia, y la gente levantada en sus propios Estados, guarneció Carlos Manuel las plazas de la frontera por donde el de Nemours ejecutó su invasión, y formó ejército bastante para salir al encuentro del de España. Con éste caminaba el marqués de Villafranca la vuelta de Vercelli resuelto á ponerla sitio. Hostigóla en su marcha el saboyano, interceptándole los convoyes, cogiéndole los rezagados, y causándole en pequeños choques alguna pérdida; mas el Marqués siguió tranquilo su marcha esperando ocasión favorable de combatir. La halló al adelantarse el Duque para entrar antes que él en el llano de Apertola, y fingiendo que iba á tomar posiciones donde luego empeñar la batalla, mientras el enemigo ponía en la vanguardia sus mejores tropas para sostenerla, se arrojó impensadamente sobre la retaguardia con unos diez mil infantes y algunos caballos que eran la flor de su ejército. Aturdidas las tropas del Duque iban desfilando á la sazón por un bosque pensando romper ellas las primeras el combate, no supieron resistir ni retirarse en buena ordenanza, y á pesar de los esfuerzos de Carlos Manuel y de sus capitanes se pusieron en abierta fuga, arrojando muchos las armas y abandonando el bagaje y heridos. Á dicha vino la noche, y con sus tinieblas impidió el alcance, que si no, así como fueron muchos los prisioneros y muertos, fuera total la presa y ruina de aquel ejército. Pero entre tanto Nemours no hizo por la opuesta frontera el efecto que se esperaba. No se levantaron en su favor los naturales; no pudo tomar por sorpresa ninguna plaza, porque todas estaban sobrado prevenidas para el caso, y falto de dinero, de víveres y en soldados, tuvo que entrarse de nuevo en Francia, desde donde se concertó con el de Saboya.

Era ya en esto bien entrado el invierno; mas no por eso abandonaron el campo los españoles y saboyanos, ni dilataron sus operaciones. Viéndose Villafranca sin el opósito del ejército contrario, puso sitio á Vercelli, como de antes traía pensado, y la rindió después de dos meses de sitio, falta ya la plaza de víveres y municiones. El duque de Saboya intentó en vano por dos veces socorrerla; mas la fortuna no le fué por todas partes tan adversa. Su hijo Víctor Amadeo entró en tanto con alguna gente en el principado neutral de Masserano, apoderándose de la capital y de Cravecoeur, que tomó por asalto. Sabido esto por el marqués de Villafranca, temiendo que la pérdida de esta última plaza le impidiese rendir á Vercelli, envió por aquella parte contra el enemigo al valeroso Maese de campo D. Sancho de Luna y Rojas, con algunas compañías de infantes y caballos; pero atacado por fuerzas muy superiores, quedó muerto en el campo con los más de los suyos. Antes de que pudiera repararse tal descalabro, hubo de causarles mayores otro acontecimiento, si inesperado de nuestra Corte, harto previsto del de Saboya. No podían los franceses mirar indiferentes que los españoles, con la rota de aquel Príncipe, se hiciesen señores de toda Italia. El envilecimiento de su Gobierno, durante la menor edad del rey Luis XIII, no le dejaba pensar en tales cosas; pero hubo quien pensase por él en Francia, y se dispuso la expedición, alegando las condiciones del tratado de Astí, que, verdaderamente no lo era, puesto que no había sido aceptado de nuestra Corte. Fué el alma y ejecutor de todo el mariscal de Lesdiguières, tan enemigo de España como dejamos dicho, el cual, con las ventajas alcanzadas por los nuestros, á pesar de los encubiertos auxilios que él prestaba á los contrarios, conoció que no era tiempo de más espera. La confusión de Francia era tan grande á la sazón, que el Mariscal pudo llevar á efecto sus pensamientos, contra el deseo primero, y luego contra las órdenes terminantes de su Gobierno. Entró con ocho mil hombres en Italia, y reuniendo sus fuerzas con las del príncipe Víctor Amadeo, juntos rindieron á San Damián, más por astucia que por armas, y luego entraron en Alba. Las órdenes imperiosas de su Corte obligaron á Lesdiguières á volverse á Francia, y en seguida el marqués de Villafranca, acudiendo á reparar las anteriores pérdidas, tras de rendir á Vercelli, se apoderó de Soleri, Feliciano y todos los puestos importantes de las riberas del río Tánaro. Y el duque de Saboya vió entonces su perdición más que nunca cercana.

Habíanse reunido por azar en Italia tres españoles ilustres contra cuyo valor y experiencia se estrellaban todos sus cálculos. El marqués de Villafranca el uno, el duque de Osuna el otro, y el último el marqués de Bedmar, embajador en Venecia. No tardó en ser conocida de ellos la liga del Saboyano con Venecia y cuanto ayudaba á aquél esta República, asegurándose que para tal guerra le había prestado hasta veintidós millones de ducados, mientras divertía la atención de España y del Imperio con sus empresas en la Croacia, Dalmacia é Istria. No es de culpar, ciertamente, que Venecia hiciese por echar á los españoles de Italia, lo mismo que el duque de Saboya, antes las historias italianas habrán por eso de dispensarla elogios. Pero tampoco ha de vituperarse en Villafranca, Osuna y Bedmar el pensamiento de aniquilarlos, quitándoles los medios de dañar á su nación y á su patria: tal es la ley de las cosas.

Encargóse de sujetar á la República el duque de Osuna, con noticia y acuerdo del de Bedmar, para que no pudiera señorearse del Adriático ni acudir al Saboyano. Era el duque de Osuna, D. Pedro Téllez Girón, el más notable de aquellos tres ilustres españoles, y aun por eso le llamaban ya el Grande. Su fama es tan singular, que no parece bien pasar adelante sin dar cumplida cuenta de su persona. Nacido de tan noble casa, fué en su juventud sobremanera disipado y revoltoso á punto de caer en prisiones: de ellas se escapó á duras penas y pasó á Francia, desde donde, sin prestar atención á los halagos de aquella Corte, caminó á Flandes y sentó plaza de soldado en sus banderas. Distinguióse mucho en el sitio de Ostende y en otras ocasiones, y en pocos años llenó de heridas su cuerpo y se cubrió de gloria; mas dió tales muestras de insubordinación y soberbia, que el archiduque Alberto pidió por merced al Rey que de allí se lo sacase. Vuelto á Madrid acertó á ajustar el matrimonio de su hijo mayor con una hija del duque de Uceda, primogénito del de Lerma: de suerte que á la privanza del abuelo y al empeño del padre de la desposada, debió Osuna ser nombrado para el virreinato de Sicilia. Allí dió ya buenas muestras de su alta capacidad y de las grandes cualidades que lo recomendaban y señalaban para el Gobierno. Conociendo el flaco de que entonces adolecía nuestra Corte, fué su primer objeto el procurarse oro; mas lo hizo de tal suerte que favoreció al propio tiempo al país, granjeándose el amor y el entusiasmo de las muchedumbres. Votó gustosamente por complacerle el Parlamento de Sicilia grandes cantidades para el servicio del Rey, cosa difícil en aquella provincia, y al propio tiempo votó una pensión muy crecida para el duque de Uceda, que, como hijo del de Lerma, tuvo siempre gran poder é influjo en la Corte, á título de favorecedor del reino, no siéndolo, en verdad, sino del de Osuna. Mientras estuvo en aquel Gobierno no cesó de enviar grandes cantidades á Uceda, que se asegura llegaron á dos millones de ducados, y otras no mucho menores al Padre Fray Luis de Aliaga, cuando fué ya confesor del Rey, á D. Rodrigo Calderón y á las demás personas influyentes en la Corte. Ganó así bastante prestigio para ser elegido Virrey de Nápoles; y dejando en Sicilia mucho sentimiento de su partida, pasó allá, donde, viéndose con más poder, hizo subir más altos sus pensamientos.

Formó una escuadra poderosa de los escasos y mal prevenidos bajeles napolitanos, y un ejército temible de aquella nación y extranjeros, sin contar los españoles que ya tenía, y los que, á la fama de su esplendidez y generosidad, se le fueron allegando. Con estas fuerzas hizo cruda guerra á los turcos y berberiscos, y limpió de piratas aquellos mares, logrando por sus capitanes muchos triunfos. Fué el más notable el que por este mismo tiempo que el Saboyano mantenía la guerra en Lombardía, consiguió su teniente D. Francisco de Ribera contra los turcos. Sabedor Osuna de que éstos disponían una armada de cien galeras para venir contra las costas de Sicilia y Calabria, se aprestó como pudo á la defensa, y envió á D. Francisco á que observase sus movimientos y los comunicase con solo cinco galeras y un patache. Llegaron estas naves á las costas enemigas, y pasaron tan adelante en la observación, que dieron tiempo á los turcos para que, dándose á la vela en cincuenta y cinco galeras que había ya aparejadas, viniesen á su encuentro. No era posible excusar el combate, ni Ribera lo intentó tampoco. Allí, rodeado de naves enemigas, metido en un círculo de fuego que formaba en derredor suyo la numerosa escuadra turca, se mantuvo tres días peleando casi sin descansar. Al amanecer del cuarto, se halló solo con sus naves y treinta de turcos rendidas ó deshechas, y más de tres mil cadáveres de ellos que flotaban sobre las aguas. El resto de la escuadra enemiga sin general, porque quedaba también muerto, huía á lo lejos. Extendióse más y más con esto la fama del gobierno de Osuna, y tembló toda la Italia amagada de sus armas. Era el Duque altivo con los grandes, benévolo con los pequeños, liberal y magnífico en todas sus cosas, verdadero ejemplar de la antigua nobleza española, aquella que combatió en Olmedo y en Epila, y luego, especialmente, mordaz, iracundo, no habiendo cosa mala que no dijese, ni cosa buena que no hiciese: más capaz de sustentar cetro en sus manos, que no de respetar otro, aunque fuese el de su propio Rey. Llegaba en su ira á hablar en público, con poco respeto de Felipe, y aun se añade que solía llamarle el tambor mayor de la Monarquía. Deslucieron principalmente sus buenas cualidades la lascivia y la codicia; pero éstas, á cuenta de las otras, perdonábaselas la muchedumbre popular y era cada día más querido de ella. No había para él ni leyes, ni tribunales, ni regalías: su voluntad era únicamente la que regía, aunque fundada las más veces en la justicia; y como las leyes de entonces estuviesen hechas más en ventaja y favor de las clases altas que no de las bajas y plebeyas, todo lo que por este motivo era más alabado del pueblo, venía á ser aborrecido de los nobles, de los tribunales y clero. Pero él no reparaba en eso y seguía constante en su camino, guiado solo por la sed de nombre y de gloria que le acosaba. Un hombre de esta naturaleza no podía menos de simpatizar con los patrióticos intentos del marqués de Villafranca. El de Bedmar, D. Alfonso de la Cueva, no era indigno, ciertamente, de alternar con aquellos dos hombres ilustres; antes los igualaba en muchas cosas, y en astucia y destreza los superaba, ayudándoles en todo.

Comenzó Osuna por proteger á los Uscoques, que así se llamaba á los habitantes de Segnia, ciudad y puerto de Croacia, hombres muy valerosos y prácticos en el mar, que con continuas piraterías traían afligido el comercio de Venecia. Éstos con tal ayuda causaron en los venecianos infinitos daños, sin que ellos pudieran tomar venganza, aunque repetidas veces lo intentaron. Envió luego al marqués de Villafranca un refuerzo de seis mil buenos soldados, y sin miramiento ni consideración alguna les hizo pasar desde Nápoles á Milán por las tierras de los demás potentados de Italia, que, aunque lo resistieron, no osaron impedirlo con las armas. Por último, desembozando ya sus intentos, mandó al valeroso D. Francisco de Rivera que con su escuadra napolitana, tan rica de triunfos, entrase en el Adriático. Bastó esto para que los venecianos abandonasen sus empresas en las fronteras costas de Istria y, dejando allí tranquilos á los imperiales, se recogiesen á las lagunas. El espanto y la indignación fueron en los venecianos incomparables: miraban ya como suyo aquel mar, y afrentábalos sobremanera ver en él ondear tan soberbio el pabellón de España. Determinaron hacer un esfuerzo supremo que restableciese su superioridad en aquellas aguas; armaron ochenta bajeles, y con ellos fueron á buscar á los españoles. Á vista de Gravosa, en Dalmacia, esperaron los nuestros á la armada de la República con solo diez y ocho bajeles; pero eran de los mismos que con aquel D. Francisco Rivera, que los mandaba, habían triunfado tantas veces de los turcos. Pelearon ahora desesperadamente; y no les fué menos próspera la fortuna, porque rompieron toda la armada veneciana y, á traer galeras consigo, se la llevaran toda de remolque á Nápoles. Poco después, nuestra armada, dueña del mar, tomó tres naves riquísimamente cargadas con mercancías de Levante, en que iba empleado mucha parte del caudal de la República. Desfalleció ésta á punto que ni su propia capital tenía por segura, y suplicó al rey Felipe que la amparase contra aquel poderoso vasallo, abandonando de todo punto la causa de Saboya. Por esto y los triunfos de Villafranca era por lo que parecía ya tan perdido.

Pero á tal punto las cosas, pasó de nuevo la frontera el mariscal Lesdiguières, enviado ahora de su Corte, que, más avisada, ya atendía por sí al grave peligro de que los españoles lo avasallasen todo en Italia, si bien le ordenó que caminase lentamente, así como para amagar, más bien que no para empeñar un combate. Lesdiguières, enemigo tan encarnizado de nuestro nombre, se aprovechó de aquellas órdenes para entrar repentinamente, y sorprendiendo á las guarniciones españolas de la ribera del Tánaro, pasó á cuchillo cuatro ó cinco mil soldados antes de que hubiese ocasión de prepararse contra su embestida. No tardó el marqués de Villafranca, reforzado con la gente que le envió Osuna, en acudir al remedio, y hubiera arrojado á Lesdiguières de Italia, según eran de numerosas y aguerridas sus tropas, si el duque de Saboya, viéndose sin soldados y sin el auxilio de Venecia y entregado su territorio á dos ejércitos extranjeros, igualmente temibles para él, no se hubiese apresurado á pedir la paz. Medió el Nuncio del Papa y medió también Francia, que no aparecía en estos sucesos ni en paz ni en guerra con nosotros, y al fin se ajustó en Pavía un tratado que comprendía condiciones semejantes á las de Asti, mas no tan vergonzosas garantías como en aquél se puso. Logramos también que el duque de Saboya y la República de Venecia quedasen escarmentados y seguros de que por sí solos no podían nada contra España. Venecia, principalmente, quedó muy flaca y sin paciencia para soportar las humillaciones que de España había recibido.

Para vengarse inventó aquella fábula famosa de tantos autores creída, principalmente extranjeros. Supuso que entre el duque de Osuna, el marqués de Villafranca y el de Bedmar, principalmente, se había formado una conjuración horrible para sorprender la ciudad de Venecia, y con muerte de su Senado y nobleza, reducirla al dominio español. La verdadera trama era la suya para hacer odioso nuestro nombre en el mundo. Publicáronse entonces detalles y pormenores muy minuciosos; hubo dentro de Venecia no pocos suplicios de gente, por la mayor parte extranjera y desconocida; dió el Senado de la República gracias á Dios en los templos por haberla librado de tan grave peligro, y afectó, en fin, todo lo necesario para que la fábula se creyese. Decíase que una parte de las tropas de la República estaba ganada por el oro de Bedmar; que lo estaban también algunos capitanes de mar y tierra; que no se aguardaba más que una señal para poner en ejecución el proyecto, y que para eso las escuadras de Osuna no se apartaban del Adriático, y el ejército de Villafranca aparecía no lejos de las fronteras. Pero ello es que la República no se quejó oficialmente á la Corte de Madrid, como debiera, de semejante atentado, y que, registrados minuciosamente sus archivos y los nuestros, no se ha hallado un solo documento que ofrezca grande ó pequeña prueba.

El único efecto que se vió de nuestra parte fué la separación del marqués de Bedmar de aquella embajada; pero no si no para darle mejor puesto en Flandes, y fué condescendencia de nuestra Corte hecha para evitar los continuos disgustos, que no podían ya menos de acontecer en el estado de los ánimos. Poco después comenzó á correr otra voz, que también tenía traza de inventada por los venecianos para cumplir en todo su venganza, y era que el duque de Osuna quería levantarse con el reino de Nápoles. Que el carácter del Duque se prestase á tal sospecha no hay que dudarlo, y los hubo entre sus hechos que algo inclinan el ánimo á darla crédito. Sus obras dentro y fuera de Nápoles eran de rey; él hacía por sí guerras y treguas; él sentenciaba las causas sometidas á los Tribunales reales; imponía tributos, suprimía los que le parecían dañosos al pueblo, revocaba donaciones, tenía corte propia y escuadras y ejércitos, que por sí solo disponía y gobernaba. Pero no pasó de ser un rumor vago la acusación de que implorase la alianza de Francia y Venecia para arrancar aquel reino á la corona de España, ni de su probado patriotismo puede sin mayores indicios suponerse tamaña traición. Los pocos Grandes de España que no habían humillado sus nombres en la servidumbre del Monarca recordaban aún por aquel tiempo lo que había sido en siglos anteriores; y Osuna parecía en Nápoles, no con mucha más independencia y soberbia que su antecesor el marqués de Mondéjar y el gran duque de Alba, y el famoso conde de Fuentes y el de Villafranca, y el de Medinasidonia, que gobernó más tarde en Andalucía.

No obstante, la malicia de los extranjeros, harto acostumbrados á ver traiciones en sus magnates, vendidos casi siempre por dinero á los intereses de otras naciones, dió por indudable el propósito; y el odio de algunos napolitanos descontentos, el clero, la nobleza y la magistratura, principalmente, acogió apresuradamente la sospecha y fulminó la acusación. Reunidos en un propósito los descontentos, y contando con pretexto tan plausible, escribieron al cardenal D. Gaspar de Borja, que estaba en Roma y era de las personas en quien más confianza depositaba la Corte de España, rogándole que viniese con sigilo á apoderarse del mando, so pena de perderse el reino. Vino el de Borja, y fué de tal manera que no lo advirtió el duque de Osuna hasta que estaba dentro de los castillos de Nápoles. Pusiéronse al punto de parte del recién venido todos los nobles con sus gentes, los tribunales y clero, con sus familiares y allegados, mas el pueblo permaneció fiel al Virrey. Hubiera podido empeñarse una batalla de éxito, harto dudosa y quizás funesta á los conjurados, si el Duque no se resignara á dejar el mando y tornar á España. Prueba en su notorio valor y soberbia, de singular patriotismo, y bastante para poner en duda la acusación que se le hacía, si ya no fuera para calificarla de injusta. En tanto Saboya y Venecia, particularmente la última, celebraron el suceso con demostraciones de triunfo, indicio también no poco importante para sospechar de dónde pudo venir la acusación contra Osuna.

Mas ya es razón de que, dejadas las cosas que pasaban por fuera de España, veamos las que por dentro acontecían al propio tiempo. El duque de Lerma, que desde antes de comenzar á reinar Felipe III fué su consejero y el árbitro de sus determinaciones, había continuado muchos años con el propio favor. Así todas las veces que hemos hablado hasta aquí de los intentos de la Corte y del gobierno de España, debe entenderse de los del duque de Lerma. No había mejorado de condición y de conducta el favorito por virtud de los años; antes á medida que ellos pasaban, iba aumentándose su codicia y su despilfarro, y ofreciendo mayores pruebas de ineptitud. Enriquecióse con los despojos de los moriscos y otros arbitrios, á punto de poder gastar cuatrocientos mil ducados en las fiestas que se celebraron por el doble matrimonio del Príncipe y de la Infanta de España, y de dedicar más de un millón á obras pías. Sólo en donaciones adquirió más de cuarenta y cuatro millones de ducados, según sus contemporáneos, aunque la cantidad es tal que pudiera pasar por increíble. Contemporáneamente llegaba la Hacienda á tal extremo de penuria, que no pudiera concebirlo la mente si no hubiera sido mayor todavía en los siguientes reinados. Las rentas estaban empeñadas por la mitad de su valor y debíanse crecidas cantidades á usureros genoveses y de otras naciones, que consumían con los intereses que sacaban del Estado el resto de ellas. Las plazas fuertes se mostraban, por consecuencia, desmanteladas; los ejércitos, mal pagados y descontentos; no se reponían los arsenales; no se conservaba la marina; no podía emprenderse obra alguna de interés público. El Duque ni se atrevía á aconsejar al Rey que impusiese nuevos tributos, ni quería tampoco aminorar los gastos del Estado. En 1617 dieron las Cortes de Castilla los ordinarios diez y ocho millones, en nueve años, á dos cada uno, sin que por eso se viese más desahogo en la Hacienda.

Había sostenido el de Lerma la ruinosa guerra de Flandes, ni más ni menos que si nos perteneciesen aún aquellos Estados; se había entremetido sin necesidad forzosa en ciertos asuntos de Italia, y había enviado desdichadas expediciones contra Argel y contra Irlanda, levantado á precio de oro discordias en Francia y expulsado al propio tiempo á los moriscos. Esta conducta varia del privado, ya buscando la paz para España, ya lanzándola audazmente á descomunales empresas, empujado por el orgullo nacional, fué censurada por el Papa Clemente VIII en un dicho, que por lo oportuno merece mención histórica. Representábale cierto fraile no poco favorecido del de Lerma cuán conveniente parecía la expulsión de los moriscos, y mostraba recelos de que sin ella se perdiese España, cuando le respondió el sagaz Pontífice: «Si estando, como decís, de esa suerte oprimidos con tal freno y rodeados de enemigos no hay quien se averigue con vosotros, ¿que sería si os viéseis libres?» Y así era la verdad; que con tantos peligros y dificultades como agobiaban á España, no dejaba de entremeterse en todo, cosa que acrecentó mucho la pobreza y decaimiento del reino, sin darle ninguna ventaja, ni aun aparente de gloria ó engrandecimiento. Murmurábase por todas partes del Ministro; el clero y los grandes plebeyos miraban de consuno en él la causa de todos los males, y juzgaban que con solo perderle se remediarían: ilusión harto frecuente en las naciones afligidas del yugo de un favorito ó de un mal ministro, sin pensar en que tan fácil como es obrar el daño, tan difícil y lento es el repararlo después de causado.

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