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Liette
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Liette

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Год издания: 2017
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Ahora bien, siendo limitado el número de las confidentes, se mostraba cada vez menos difícil y descendía cada día un grado en escala social. Después de haber depositado sus quejas en el seno de algunas damas (exempleada de Correos, mujer del recaudador, hermana del cura) que componían a sus ojos la burguesía de Candore, se había vuelto hacia la agricultura (granjeras, molineras, etc.) y después hacia el comercio (mercera, panadera, tendera de comestibles) para caer al fin en el ínfimo pueblo (lecheras o simples criadas), a quienes regalaba con el relato circunstanciado de su vida: grandeza y decadencia; desde su infancia dorada en la plantación de su tío, donde tenía cuatro negras (sí, señora) para su servicio personal, hasta el retiro prematuro del comandante, enumerando complacientemente sus triunfos mundanos en cada guarnición.

Esta intemperancia de lenguaje y las marcas de conmiseración que provocaban, no eran del gusto de Liette; pero el respeto filial ahogaba las sublevaciones de su delicadeza y, replegándose más aún en ella misma, oponía una política reserva a todas las insinuaciones y rehusaba sistemáticamente las invitaciones que les proporcionaban las maneras más atrayentes de la viuda, con gran desesperación de ésta, que suspiraba en medio de sus trapos y sacaba los trajes «aún muy presentables» que hubieran acabado de deslumbrar a la buena gente de Candore.

Solamente Hardoin, poco simpático a la comandanta por la bondad burlona que oponía a sus jeremiadas, inspiraba a su joven vecina una confianza hija de la mutua simpatía.

Al principio de su instalación, deseando encontrar lecciones para aumentar su pobre presupuesto, se había dirigido a él para que la recomendase a su clientela.

Desde las primeras palabras sencillas y dignas que expusieron brevemente su situación, el notario comprendió que estaba enfrente de un carácter, y deponiendo la gravedad fingida al mismo tiempo que los anteojos que velaban de ordinario su mirada escrutadora, como si fuera inútil la precaución con aquella alma leal puesta al desnudo, se mostró a su vez bajo su verdadero aspecto y estuvo tan francamente benévolo y cordial, que la huérfana quedó profundamente emocionada y se separaron siendo ya amigos.

Desde entonces no le escaseó ni los buenos consejos ni los buenos oficios, y gracias a él pudo entrar en el castillo en condiciones inesperadas.

Liette tuvo, sin embargo, que romper por un día el retiro voluntario que tanto desolaba a la comandanta.

Era el cumpleaños de Blanca, y, con esta ocasión, la condesa daba una comida íntima a la que las dos señoras fueron convidadas de un modo que no permitía el rehusar. Por otra parte, la viuda manifestaba tal alegría, y se mostraba tan encantada de «aquella nueva entrada en el mundo», que hubiera sido crueldad el impedírselo.

– Como comprendes, hija mía, me vuelvo a encontrar en mi esfera – dijo repantigándose en los almohadones del coche amablemente enviado por la castellana y respondiendo con una señal protectora de cabeza al saludo de la gentecilla que examinaba desde su puerta el traje de las «parisienses».

– ¿Estás contenta, mamá?

– Por ti solamente, querida; a tu edad es preciso no enclaustrarse como una abuela. Además, esas señoras han estado verdaderamente encantadoras y llenas de deferencias por mí; y una reserva inoportuna hubiera podido perjudicarte…

– Es posible…

– Y hacerte perder tu situación.

Liette no respondió.

Era, en efecto, una suerte inesperada en su desgracia el haber encontrado aquella plaza fija y bien retribuida, que le evitaba las lecciones sueltas, tan ingratas como mal pagadas.

Dijo, pues, ahogando un suspiro:

– Tienes razón, querida mamá; pero ¿qué quieres? me da miedo el mundo.

– ¡El mundo en semejante agujero! Aquí no hay más que personas conocidas, como el notario y el cura, y salvo el joven conde, no veo de quién puedes tener miedo.

La buena señora no sabía qué razón tenía.

En el fondo de sí misma y por un sentimiento muy femenino, Liette temía y deseaba al mismo tiempo conocer al fin a aquel Raúl del que se hablaba tanto en el pueblo y a quien ella había sólo vislumbrado desde la ventana al despertar por primera vez en Candore.

¿Era simple coincidencia, prudente disimulo o cálculo habilidoso? Ello fue que aquella hábil reserva tuvo igual éxito con la condesa y con Julieta.

La una no había podido sospechar el interés ya muy vivo de su hijo respecto de la otra, y ésta no había sentido ninguna desconfianza respecto de un ausente. A pesar de su alta razón, no podía menos de sentir un poco de esa curiosidad sembrada por la serpiente en el alma de Eva y que la más perfecta de sus nietas no consigue ahogar completamente.

En esta disposición de ánimo completamente favorable colocó su manita enguantada en el brazo del joven agregado, mientras Neris ofrecía el suyo a la señora de Raynal. Era la primera vez después del luto que las dos pobres mujeres se encontraban en un salón elegante de otro modo que como solicitantes y en medio de aquella atmósfera de comodidades en que habían vivido tanto tiempo.

La condesa puso en su acogida ese tacto exquisito, esa rara urbanidad que no dan con frecuencia ni el nacimiento ni la fortuna y que ella poseía en alto grado. No pareció que recibía a la humilde empleada y a su madre, sino a dos mujeres de la buena sociedad iguales a ella por la clase y la educación, y este matiz imperceptible acarició dulcemente a sus almas doloridas.

Todos, por lo demás, se mostraron al unísono con la castellana. Neris, con una coquetería de anciano, desplegó todas las seducciones de un espíritu todavía joven y siempre amable evocando los lejanos recuerdos del tiempo en que, joven, bella y amada, la de Raynal se le había aparecido radiante del brazo de su esposo bajo aquel hermoso cielo de África…

– ¡Casi el cielo natal! suspiraba con una sonrisa melancólica en los labios!

Raúl, por su parte, afectaba las maneras discretas, respetuosas y casi tímidas de un hombre de mundo ante una simple joven, lo que, por poco coqueta que fuese, era para la austera institutriz la más delicada adulación.

Mujer antes de tiempo por las penas, las pesadas cargas y las duras realidades de la vida, Liette seguía siendo una muchacha por su mentalidad, por su corazón y por sus ilusiones, y era caritativo el recordarle de un modo tan hábil que sus veinte años resplandecían también en su cara.

Raúl, muy experto en la materia, no había dejado de echar de ver la impresión producida y se aplaudía por la metamorfosis de que era autor.

Como el mármol parece animarse y tomar forma bajo la mano de un artista inspirado, así la rígida empleada, cuyas severas facciones parecían ignorar la sonrisa, reía ahora con todos sus hoyuelos y con un confiado abandono de colegiala.

Con cómica gravedad, el joven reclamaba también el honor de un antiguo conocimiento.

– No tenía usted ya trece años como cuando mi tío tuvo la buena fortuna de serle presentado; pero no debía usted de tener más de trece… Estaba yo entonces terminando mi año de voluntario en Orleáns, en el batallón de su señor padre de usted, y parece que me estoy viendo torpe y embarazado con mi capote demasiado largo ante una joven de falda corta, grandes manos y largos pies, como Blanca hace dos años, que me puso un muñeco en la mano y me dijo en tono autoritario:

– No olvide usted el número, militar; una cabeza absolutamente igual, pero con cabello rubio. Sobre todo, no olvide usted el cabello rubio.

Y una vez cumplida esta delicada misión a medida de sus deseos de usted, se dignó usted hacerme dar en la cocina un vaso de vino, que me bebí religiosamente a su salud.

– ¡En la cocina!.. ¡Qué mal trató usted a mi pobre hermano, señorita!

– Si el vino era bueno, menos mal – dijo el cura saboreando su Chateau-Lafitte.

– ¡Y hay quien se atreve a decir que el hábito no hace al monje! – añadió irónicamente el notario.

Liette se excusaba riendo, ruborizada y confusa, con gran alegría de su maliciosa discípula.

Fue aquella una velada deliciosa.

Olvidando un instante los penosos rigores de su situación presente, Liette reapareció tal como era en otro tiempo en el salón de su padre, la exquisita criatura cuyo encanto indefinible, más poderoso aún que la belleza, había hecho levantarse tantas cabezas bajo el quepis de doble o triple galón de oro.

Blanca, encantada, palmoteaba y no conocía a la señorita; la condesa misma estaba conquistada por aquel aumento de juventud y de gracia.

La de Raynal tomaba una gran parte en el triunfo de su hija y se sentía halagada en su vanidad maternal, sin el menor pensamiento de alarma.

Raúl, el encantador que había provocado ese milagro, experimentaba la orgullosa alegría de Pigmalión ante su estatua animada del soplo divino.

Al volver al pueblo a la luz de la luna, la viuda, sentada enfrente del notario mientras el cura dormitaba a su lado, no pudo contener la exuberancia de su júbilo.

– Una hermosa velada, señor Hardoin, y como quisiera que tuviese muchas mi pobre Liette.

El notario permaneció frío ante aquel impetuoso entusiasmo un poco intempestivo, y echando una mirada pensativa al fino perfil de la joven que contemplaba las estrellas, murmuró:

– ¡Yo no!

Liette hizo un gesto de impaciencia.

– Otra vez me he equivocado.

– No ha sido por mi culpa – respondió cándidamente la de Raynal, cuya charla continua recordaba el gorjeo de los pájaros y que desde que se había levantado estaba molestando a su hija con consideraciones interminables sobre los menores incidentes de la velada memorable.

– No, querida mamá – respondió Liette con su buen humor habitual; – un poco de cansancio sin duda… Eso es lo que tiene el acostarse a horas descompasadas.

Y volvió a empezar laboriosamente la suma.

La viuda se estuvo un momento callada, pero la comezón era demasiado fuerte y, no pudiendo resistirla por completo, se alivió primero en voz baja a modo de soliloquio y fue levantando el tono insensiblemente hasta acabar por una interpelación mal disfrazada.

– ¡Pobre hija mía! ¡Cuando pienso que una simple comida es un acontecimiento en tu vida!.. A tu edad estaba yo continuamente en fiestas y recepciones. ¡Los cotillones que yo he dirigido! Y, sin embargo, Dios sabe que no era yo mundana. Pero nuestra situación y los ascensos de tu padre exigían cierto decoro y cierta representación. Si me hubieran dicho entonces que acabaría mis días en un agujero semejante y reducida a tan pobre sociedad… Porque, dicho sea sin ofender a nadie, hija mía, nuestras relaciones dejan mucho que desear y estamos obligadas a tratar a personas muy comunes… No es por tu culpa, lo sé, pero cuando se ha vivido como yo en un medio escogido, es una necesidad penosa y que hace apreciar la menor ocasión de encontrarse una en su mundo.

– Pero eso no es una necesidad, mamá – dijo Liette dejando la pluma con resignación; – eres absolutamente libre…

– Sin duda, hija mía, sin duda; pero no querría perjudicarte en tu situación y prefiero dominar mi legítimo orgullo.

– Te aseguro…

– Tu felicidad ante todo, hija mía; por verte dichosa me resignaría a rascar la tierra con las uñas.

– ¡Pobre madre mía! – dijo la joven conmovida y sonriente al mismo tiempo, – tan mal concordaba esa idea con la indolencia maternal.

– Si debiera dejarte pronto, me alegraría de que no te quedaras en este pueblo de iroqueses, de saber que estabas rodeada de afecciones dignas de ti y de pensar que encontrarías una segunda madre…

– ¡Dios mío! ¿En quién?

– Pues… en la de Candore, que me reemplazaría con gusto a tu lado…

Esta vez Liette no pudo reprimir una franca carcajada, y respondió besando tiernamente a aquella cabeza a la que las canas no habían llevado la razón:

– Nadie podría reemplazarte conmigo, querida mamá, y la de Candore menos que otra… No la conoces; es una mujer superior, pero tan convencida de su superioridad, que el común de los mortales no existe para ella.

– Sin embargo, me hablaba de ti en unos términos…

– Ciertamente, no puedo quejarme de su modo de proceder diario, pero ayer éramos sus invitadas, y esto es un matiz; hoy he vuelto a ser sencillamente la institutriz de su hija y no dejaría de recordármelo si yo lo olvidase.

– La clase no se mide por la fortuna, hija mía; es la opinión de todas las personas de corazón y ahí tienes como prueba las delicadas atenciones del señor Neris y la solicitud significativa de su sobrino. Seguramente no te miraban como una vulgar institutriz. La misma señorita de Candore no hubiera podido recibir más respetuosos homenajes.

– ¿Crees tú?

– ¡Bah! tengo buenos ojos, y Raúl es un hombre demasiado galante para…

En este momento llamaron al ventanillo y el objeto de esos elogios mostró su fino bigote en la estrecha abertura.

Con su inconveniencia natural, la comandanta iba a acogerle amablemente como visitante, pero al verse en un espejo los papillotes desrizados y el peinador deslucido, se escondió precipitadamente en el comedor.

Julieta no se había levantado, y después de responder con una ligera inclinación de cabeza al saludo ceremonioso del joven, se quedó esperando.

Raúl parecía un poco turbado a pesar de su aplomo. La actitud cortés pero digna de la joven empleada paralizaba sus brillantes facultades.

Después de unos cuantos cumplimientos triviales, a los que ella respondió con extremada reserva, se quedó cortado golpeando con expresión indecisa la tabla del ventanillo y como molesto por aquella límpida mirada que formulaba claramente esta pregunta:

– No es a la señorita Raynal a quien debe estar dedicada esta visita; ¿qué quiere usted, pues?

Por fin dijo el joven, rompiendo resueltamente el silencio.

– Debo, señorita, parecer a usted muy torpe y muy tonto, pero por más que hago no puedo separar la función de usted de su persona, y necesito todo mi cariño hacía mi tío…

Liette le miró asombrada.

– En resumen, señorita, el señor Neris, por motivos personales, desea que cierta correspondencia no pase por el castillo ni por las manos de los criados… No queriendo venir a recogerla él mismo, me encarga de ese cuidado cuando estoy aquí… Con la señorita Beaudoin la cosa me era indiferente… pero con usted…

Tenía una expresión tan confusa, que Liette vino en su ayuda:

– Nada más sencillo, caballero; dígame usted las iniciales.

– H. N., 32.

La empleada buscó en la casilla correspondiente y retiró dos cartas de una elegante letra inglesa y sello de Londres, que él hizo desaparecer prestamente en el bolsillo de la americana como si tuviera prisa por sustraerlas a aquella cándida mirada. Después dijo tratando de dar una explicación:

– No hay nada en esto que no sea muy natural. Mi tío hace mucho bien y se interesa paternalmente por muchas personas… Pero mi madre es muy propensa a sospechar el mal, y por no disgustarla… En fin, hay que ser indulgentes con las debilidades de un anciano que es en suma el mejor de los hombres.

Raúl balbucía y se contradecía mil veces, fingiendo una cortedad que era un homenaje a la virtud de la huérfana, que no podía menos de agradecérselo.

Así, cuando el joven se despidió deshaciéndose todavía en excusas, Liette pensó sin la menor sospecha:

– ¡Pobre muchacho! Bonitas comisiones le encarga su tío…

Raúl no era uno de esos fríos corrompidos, uno de esos «feroces» sin principios, sin moral y sin freno que no conocen otra regla más que su placer, otros deberes que sus apetitos ni otra ley más que el código.

No era tampoco un Lovelace, un don Juan ni un Richelieu, brillantes mariposas que revolotean de flor en flor, incapaces de un cariño sincero, únicamente cuidadosos de enredar en las guías de su bigote los corazones femeninos y para quienes Amor es sinónimo de Amor propio.

Lejos de eso; a pesar de cierto fondo de escepticismo, su alma era susceptible de ímpetu espontáneo, de súbito desinterés y de efímero entusiasmo, de donde brotaba una emoción fugitiva, una sensibilidad superficial bastante para dar la ilusión de un corazón tierno y generoso donde no había en realidad más que un manojo de nervios.

Era víctima de una educación mal dirigida que había tratado ante todo de hacer de él un hombre brillante, pero no un simple hombre honrado en la alta acepción de la palabra.

Indulgente, pero firme, la de Candore no vacilaba nunca para hacerle sentir el freno y la brida cuando se trataba de su salud, de su fortuna o de su porvenir, pero sin cuidarse seriamente del lado moral. Muy orgullosa de aquel guapo y elegante caballero, que no había heredado de su padre más que el nombre, le dispensaba con gusto sus defectos de hijo de familia y sus caprichos de desocupado con tal de que no adoleciesen de burguesismo ni de vulgaridad.

La hija del jardinero Neris tenía un desdén de gran señora por lo que ella llamaba la moral de la gentecilla, y a pesar de su aparente rigorismo, pedía solamente a su hijo que sus vicios fuesen de buen tono.

Por otra parte estaba segura de su ascendiente sobre aquella naturaleza débil y maleable bajo una aparente independencia. Raúl era incapaz de resistir a la autoridad de su madre y cualquiera que fuese su rebelión pasajera, cedía tascando el freno a esa influencia maternal siempre sabiamente disfrazada.

En efecto, por una diplomacia femenina digna de un discípulo de Talleyrand, la condesa no parecía jamás preocupada por las acciones de su hijo, y los hilos que hacía mover estaban muy hábilmente disimulados para inspirar la menor sospecha a la naturaleza más quisquillosa.

En las pocas circunstancias delicadas en que había intervenido indirectamente, Raúl no lo había jamás sospechado y había atribuido a su iniciativa, a su voluntad y a su energía decisiones que hubiera sido incapaz de tomar solo.

Actualmente, las forzadas aproximaciones de la existencia común no habían hecho apartarse a la castellana de esa sabia línea de conducta, y el joven agregado estaba tan libre en el castillo (así al menos lo creía) que en su embajada de Londres, y toda la vigilancia, todos los rigores y todas las precauciones maternales se concentraban en la cabeza del señor Neris.

– Lo que yo defiendo es vuestra herencia, hijos míos – había declarado redondamente la de Candore a su hijo.

Y la cosa, naturalmente, no podía parecer mal a Raúl, aunque las medidas tomadas contra uno se aplicasen también al otro.

Esta hábil política tenía la doble ventaja de respetar el amor propio de Raúl y de evitar toda explicación.

Neris era, pues, la cabeza de turco encargada de sufrir los golpes de su sobrino, que no podía defenderse puesto que no le acusaban, y debía simular la indiferencia… cosa bastante fácil para aquel corazón ligero.

Bueno es decir que por una especie de adivinación, la condesa percibía siempre el momento favorable, el instante psicológico, y que tenía, por otra parte, una extremada delicadeza de tacto y una rara habilidad.

Con esta táctica evitaba a su hijo toda lamentable aventura; en cuanto a los demás, poco le importaban.

La pobre Juana lo había experimentado duramente.

Es justo reconocer que si la noble dama temía en su hijo un amor naciente causado por el azar de un encuentro fortuito, estaba lejos de suponer la gravedad de su conducta y de saber que era a su mujer legítima a quien había logrado introducir bajo el techo materno en calidad de institutriz.

Locamente enamorado y con una ligereza que no podía compararse más que con su inconsciencia, había determinado a la joven inglesa a casarse clandestinamente con él al salir de Londres, matrimonio facilitado por las leyes de la libre Inglaterra, pero absolutamente nulo en el continente. La cándida miss se había fiado de su palabra, que él tenía acaso entonces intención de cumplir, y, para captarse las simpatías de su futura suegra, había aceptado el papel dictado por aquel a quien consideraba como su legítimo dueño y señor ante Dios y ante los hombres.

Hemos visto lo que había resultado.

Después de una luna de miel que debía ser eterna y que ya se había ido a reunirse con las lunas pasadas, el conde, cansado de aquella gran pasión, importunado por aquel amor de que él no participaba e irritado por las dificultades crecientes de aquella situación imposible que él mismo se había creado, agradeció a su madre que le sacase de ella bruscamente por un acto de rigor en el que él no tenía que hacer más que lavarse las manos, y había saludado como un verdadero alivio la libertad reconquistada en el momento preciso en que se dibujaba en su horizonte de desocupado una nueva aventura llena de atractivos.

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