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Liette
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Liette

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Язык: es
Год издания: 2017
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– Nada es posible contra los hechos consumados. ¿No eres mi mujer?

– El otro día oí al notario señor Hardoin afirmar que un matrimonio hecho en el extranjero en esas condiciones, es nulo…

– ¡Hardoin! bonito oráculo… Fuera de la venta de carneros o del precio de un arrendamiento, no sabe una palabra de nada…

– Pero…

– Vamos a ver, amiga mía, ¿tienes más confianza en Hardoin que en mí?

Juana rodeó con sus brazos el cuello de su marido en un impulso desesperado, y exclamó:

– No, Raúl, quiero creer, creo en ti… Si no creyera me moriría o me volvería loca.

Alarmado por su exaltación, el joven trató de calmarla con frases cariñosas y palabras tiernas, acaso sinceras, pues era ante todo el hombre del momento y la pobre criatura hubiera conmovido a un corazón de piedra.

– Tranquilízate, mi querida Juana. Es una prueba momentánea, una separación muy corta seguida de una eterna unión y de una dicha sin nubes. Por mi parte me resigno fácilmente a separarme ahora de ti, pensando que también se separa otro…

– ¿Tengo realmente la felicidad de que estés celoso?

– ¡Lo confieso con rubor! Me hace daño el ver sin cesar a mi tío pisándote los talones.

– Te engañas, Raúl; te juro que el señor Neris no me ha mostrado jamás más que una benevolencia paternal.

– ¡Hum!.. En fin, habrá perdido el tiempo, y por mucho que digan, mal de muchos…

Raúl había eludido hábilmente la cuestión, y la pobre niña, engañada con aquellos fingidos celos, no pensó más que en justificarse, olvidando sus propias ofensas y sus secretas aprensiones.

La semana siguiente dejó Juana el castillo de Candore, triste pero resignada, llevándose con la débil prenda de su amor el recuerdo del pasado y la promesa consoladora del porvenir.

Cuando el tren pasó por la linde del parque se agitó un pañuelo en una portezuela, pero Raúl, en pie en su ventana, con un cigarro en la boca, no respondió siquiera a aquel tímido adiós y una vez que el último vagón hubo desaparecido en una nube de humo, lanzó un suspiro de satisfacción y dijo:

– ¡Al fin!..

Un estreno es siempre penoso.

Preguntádselo al pintor que expone su primer lienzo, al poeta que publica sus primeros versos, al abogado que defiende su primera causa, al actor que desempeña su primer papel.

Y ante esos, al menos, la esperanza del triunfo abre un horizonte radiante y la fe en el porvenir hace olvidar las angustias del presente. Pero en la medianía, en la vulgaridad de la vida corriente, cuánto más angustioso y más penoso es ese momento de interrogación sin la más pequeña aureola de consoladoras quimeras…

En el colegio, el brutal despertar del «Nuevo» caído del nido familiar, en el cuartel la primera llamada del «quinto» arrancado a su aldea, la primera clase de la pasanta en su pupitre, el primer día de la criada en su fogón, del aprendiz en su taller, del dependiente en su tienda, del meritorio en su oficina, ¡qué calvario! Es imposible decir las mil flechas invisibles, los choques dolorosos, las heridas ocultas y resumidas en esta sola palabra:

¡Un estreno!

Mientras que la señora de Raynal, muy atareada, subía de la cueva al desván, visitaba el jardinillo y la casa, tan modestos el uno como la otra, empujando los muebles, revolviendo los armarios, vaciando los baúles, registrando los paquetes, lamentándose por la pérdida presumida de algún chisme heteróclito, más sentido cuanto menos valía; mientras aturdía a la zafia criada que abría unos ojos y unas orejas tamaños ante aquel desembalaje de objetos desconocidos y de nombres raros, como samowar, checchia, etcétera. Mientras ella gemía por la estrechez de la casa, por la orientación defectuosa de las habitaciones, todas al Norte, y la fealdad de los papeles chillones, Julieta estaba en su oficina oyendo en silencio las explicaciones de la empleada saliente, la señorita Beaudoin, solterona impenitente que se había puesto amablemente a su disposición, pero que no limitaba desgraciadamente sus buenos oficios a lo referente a los «Correos y Telégrafos» y añadía un curso variado de economía doméstica, de conveniencias mundanas y de moral de las familias, mas un compendio histórico y biográfico de Candore y sus habitantes, sin olvidar la presentación obligatoria de todos los que asomaban la nariz por la ventanilla, y Dios sabe qué desfile era aquél…

Nunca había reinado en el pueblo semejante fiebre epistolar, a juzgar por el número de contribuyentes que iban a pedir sellos y tarjetas postales.

– Sabe usted, hija mía, la vida es aquí muy barata – decía con volubilidad la buena solterona; – la manteca a una peseta la libra… ¿Las hojas de sellos? Aquí, en este cajón… Se hace una visita a las personas notables, el alcalde, el cura, el notario… ¿Los libros de libranzas? Aquí, en este cajón de la derecha… No le servirán a usted de mucho, como no sea el notario; los campesinos no confían casi sus escudos al Correo; de vez en cuando unas pesetillas al muchacho que está en el ejército… Tendrá usted su silla en la iglesia; es más barato y está mejor visto… El cura es un buen hombre… Los del país no son devotos, pero tampoco contrarios; no la miran a una mal porque vaya a misa… La vecindad con el notario y con los gendarmes tiene algún inconveniente para una joven, pero no olvidando lo que una debe a su sexo, los demás no tienen tampoco ganas de olvidarlo… Candore es más importante que el pueblo cabeza de partido, y tenemos un hospital, donación del difunto conde, un verdadero pródigo, que devoraba el dote de su mujer, pero buen sujeto… El hijo es más orgulloso, que se parece a su madre en lo tieso, aunque la buena señora no se llame más que Neris… Su padre era tratante en lanas, y su hermano podría bien hacerle bajar los humos, pues son sus escudos los que danzan en el castillo… Buena persona también el señor Héctor, pero le aconsejo a usted que le tenga a distancia, pues es muy comprometedor para las jóvenes… ¡Hablo por experiencia!.. (La experiencia debía de remontar muy lejos).

Liette escuchaba con paciencia esta charla, solamente interrumpida por alguna breve pregunta o por la voz gangosa de alguna comadre que metía el hocico por la ventanilla como si fuera a arrancársele.

– Buenos días, señorita Beaudoin… Dispénseme usted si la molesto, pero necesito un sello de dos sueldos.

¡Qué suma de curiosidad en ese sacrificio de diez céntimos arrancados a la rapacidad campesina!

Liette, sin parecer echarlo de ver, hacía silenciosamente su oficio, mientras la exempleada le susurraba al oído:

– La tendera de la esquina, una mujer muy lista.

Y otras veces:

– La mujer del carretero, una verdadera chismosa.

– La granjera del Quejigal, una ricacha, pero más mala que un dolor…

La huérfana sentía pesar sobre ella todas aquellas miradas inquisitoriales que investigaban su sencillo traje, inventariaban su pobre mueblaje y observaban sus menores gestos con la astuta malevolencia de los rurales para con «los de la ciudad».

Y los pasantes del notario, desde el «principal» hinchado de importancia, hasta los escribientillos maliciosos y granujas, la miraban descaradamente.

¿Y la charla desconfiada de los paletos, a cuyos dedos ganchudos costaba tanto trabajo soltar las libranzas y contaban y recontaban las monedas de plata alineadas delante de ellos?

¿Y las conversaciones de las criadas que respondían a las jeremiadas de la viuda del otro lado de la valla?

Todo esto producía a la joven empleada una sensación de malestar y de repugnancia.

Ella, cuya aurora se había levantado bajo el radiante sol de África, al toque de las cornetas y entre el brillo de los uniformes; que había crecido en una atmósfera de gloria y heroísmo, oyendo el relato de luchas caballerescas y de combates fabulosos, como Sidi-Brahim y Mazagran, ¡qué obscuro, mezquino y vulgar le parecía el presente!

A pesar de su ánimo, experimentaba una especie de cansancio y de abatimiento.

Después del gran gasto de energía de los últimos años, la fuerza nerviosa que la había sostenido hasta entonces la abandonaba al llegar al puerto.

La inagotable verbosidad de la exempleada, las quejas lamentables de su madre, el repique continuo de la campanilla incesantemente agitada, las caras desagradables, hipócritas o malhumoradas, que se sucedían sin interrupción en la ventanilla, esos mil pequeños detalles irritantes por su vulgaridad misma, enervaban su alma, tan fuertemente templada sin embargo, y bajo la calma aparente de sus maneras y la sonrisa forzada de su cara, gruñía una sorda rebelión, una angustia conmovedora como la llamada del desgraciado que se ahoga.

De repente se abrió la puerta de la oficina, empujada por una fuerte mano.

Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero del pueblo, un veterano de bigote gris y cuya blusa azul estaba estrellada por la cruz de honor.

– El tío Marcial, un soldadote nada cómodo – murmuró la antigua empleada.

Pero Liette no la oyó.

Como un rápido relámpago que desgarra la noche sombría, como un rayo de sol que hubiese disipado la niebla que se amontonaba en torno de su mente, aquella repentina aparición, que evocaba la gloria del pasado, dio valor a la hija del soldado para la lucha, para el trabajo y para el deber.

Y cuando el buen hombre vació delante de ella su saco de telegramas, le echó una mirada de agradecimiento y le dijo:

– ¡Gracias!

En seguida se puso valientemente a la tarea.

Fiel a las tradiciones de las nobles castellanas, cuyos usos y costumbres hubiera hecho revivir de buena gana, la de Candore recibía todos los domingos al cura y al notario, comensales obligados del castillo.

El primero, a quien ella trataba con toda la deferencia respetuosa debida a los más simples curas en las casas de los más orgullosos representantes de la aristocracia, era un hombre gordo, borroso y linfático, sin vigor físico ni moral, cuidadoso ante todo de su reposo, que trataba de vivir bien entre el antiguo y el nuevo señor, es decir, entre el castellano y el alcalde de Candore, y que a fuerza de repetir «Bienaventurados los mansos», no veía otra cosa en el Evangelio.

Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria. Rara vez, y por mil razones, estaban los dos de acuerdo, y la diversión favorita de Raúl era hacerlos regañar sobre un asunto cualquiera y ver la cara asustada del cura ante las réplicas agridulces del notario.

Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un nocturno de Chopin, estaban discutiendo la cuestión de una nueva institutriz y la de Candore se quejaba vivamente de la dificultad de hallar una reemplazante para miss Dodson.

– Observo, señora condesa, que pasa con esa como con las otras – hizo observar tranquilamente el notario tomando un polvo de rapé; – siempre las echa usted de menos cuando se han marchado, y tiene usted razón.

– Permítame usted no ser absolutamente de su opinión – dijo tímidamente el cura; – esa joven, seguramente apreciable, tenía un defecto capital para una familia católica: su herejía.

– ¡Bah! no era por Blanca por quien era de temer su influencia – murmuró el notario con expresión de duda echando una mirada al tío y al sobrino que estaban fumando apoyados en la balaustrada.

– ¿A quién se lo cuenta usted, mi querido tabelión? Eso es lo que hace ser mi elección tan delicada. La fealdad es generalmente desagradable y limitada; la vejez maníaca y enfermiza; en cuanto a la juventud… soportable, el ensayo no me ha salido muy bien.

– Tú ves el mal en todas partes, Hermancia – dijo Neris sin volverse.

– Lo veo donde está, y, desgraciadamente, tú no me dejas equivocarme.

– ¿Acaso esa señorita ha dado lugar a la maledicencia? – preguntó el cura alarmado.

– Nada de eso, señor cura; su alejamiento es una simple medida de prudencia en su propio interés.

El señor Neris se encogió de hombros con impaciencia. Raúl siguió fumando con una flema enteramente británica.

– En una palabra, está usted sin institutriz y le hace falta una.

– No veo la necesidad – interrumpió Blanca que, después de dar precipitadamente el último acorde, había abandonado el instrumento de su suplicio y venía a tomar parte en la conversación.

– Desgraciadamente, tú no tienes voz en el capítulo, hermanita.

– Ni tú tampoco. Testigo miss Dodson, a la que no podías sufrir.

– Lo confieso.

– ¿Y usted, señorita?

– Yo estaba bien dispuesta para con ella; pero parecía un poco envidiosa… sin duda porque yo no tenía anteojos.

La joven se echó a reír agitando los rizos que revoloteaban en torno de su frente.

– ¿No siente usted, entonces, que se haya marchado?

– Realmente, sí. Se sabe lo que se deja, pero no lo que se toma; y ya que mi querida mamá no me juzga capaz de gobernarme yo sola…

– A los dieciséis años es un poco pronto, querida.

– ¡Bah! la edad no importa nada. Estoy segura de que haría menos disparates que Raúl, ¿verdad, señor Hardoin?

– Me recuso, señorita, aunque tengo gran confianza en su alta sabiduría.

– Si es para usted un cuidado tan grande, señora condesa, ¿por qué no pone usted a la señorita Blanca en el Sagrado Corazón de Noyon? – propuso el cura.

– ¿Por qué no en la escuela? Eso no es amable, señor cura… ¿Quién iba entonces a azucararle a usted el café?

– Crea usted, querida señorita…

– Por otra parte, yo me opondría formalmente, – declaró Neris con calor; – esta niña no se ha separado nunca de nosotros y no es ahora, cuando su educación está casi acabada…

– ¡Bravo, tío! En primer lugar, no podrías pasarte sin mí.

– ¡Querida niña!

– Es ya tarde, en efecto, señor cura, para someter a Blanca al régimen del colegio, que al lado de ciertas ventajas, presenta serios inconvenientes desde el punto de vista de las maneras y de las compañías. Y, sin embargo, esta niña está un poco sola y necesitaría una amiga más que una maestra, aunque no fuera más que unas horas al día…

– Es lástima, mamá, que no vivas en la ciudad – insinuó como al descuido Raúl: – allí encontrarías fácilmente una institutriz que, sin vivir en casa, iría a dar a mi hermana unas cuantas lecciones ya muy suficientes.

– Ese sería el ideal.

– Desgraciadamente, en un agujero como éste es imposible.

– Se engaña usted, señor conde.

– ¿Cómo es eso?

– Tiene usted a mano el ideal soñado, señora condesa. La nueva empleada de Correos, provista de todos los diplomas, tiene la intención, según me ha dicho, de utilizar las horas que tiene libres, y hasta me ha rogado que le busque discípulas en Candore o en los alrededores.

– ¿Verdaderamente? – dijo el conde haciéndose el asombrado como si no hubiera visto con sus propios ojos el letrero pegado al cristal del Correo:

LECCIONES DE PIANODE INGLÉS Y DE FRANCÉS

– ¿Es persona recomendable? – preguntó la condesa.

– Ciertamente, y de las más interesantes – respondió el notario; – mantiene a su madre con su trabajo y merece la estima de todos.

– ¡Qué calor, querido Hardoin! – dijo Raúl riendo. – ¿Será capaz de hacerle a usted renunciar al celibato?

– ¡Oh! yo soy como el señor cura; me limito a casar a los demás.

– ¿Es bonita? – preguntó con curiosidad la muchacha.

– No la he visto todavía – respondió el joven diplomático con un soberbio aplomo.

– Es muy distinguida – dijo el notario.

– Y tiene además un aspecto modesto y decente – apoyó el cura.

– ¿Cómo se llama?

– Julieta Raynal; su padre era oficial superior.

– ¿Raynal?.. Espere usted, he conocido un capitán de ese nombre en un viaje a Argelia… y una vez hasta me salvó la vida…

– ¿En un encuentro con los árabes, tío?

– No, señor burlón, en un encuentro con un león.

– ¿Ha cazado usted fieras, señor Neris?

– No, querido amigo, yo fui cazado por ella… Un día, me había retrasado en el campo y me iba a pie a Sidi-Bel-Abes, cuando vi detrás de mí la sombra de un animal que tomé por un gran perro, por un ternero escapado de algún rebaño, ¿qué sé yo?, del que no volví a ocuparme más… Aquel animal me siguió paso a paso y al llegar a mi hostería estaba literalmente pisándome los talones… Impaciente, quise alejarle de un puntapié… Y un rugido que no daba lugar a ninguna duda respondió a esta imprudente familiaridad. Tartarín tomó un burro por un león; yo tomé un león por un burro. No soy un rayo de la guerra, pero, en fin, he hecho lo que he podido… Pues bien, usted me creerá, si quiere, señor cura, al oír la imponente voz del rey del desierto comprendí estas palabras del Profeta: «Se estremeció mi alma y los pelos de mi cuerpo se erizaron.» Helado de espanto e incapaz de hacer un movimiento ni de pedir socorro, creía ya sentir los dientes de la fiera cuando desde una ventana abierta me gritó una voz:

– Baje usted la cabeza.

Obedecí maquinalmente.

Silbó a mi oído una bala, un segundo rugido desgarró el silencio del crepúsculo y el terrible animal, dando un salto enorme, cayó muerto a mis pies… Mi salvador era un joven oficial de cazadores, casado con una preciosa criolla y padre de una deliciosa niña, que podría ser bien la persona en cuestión, si es la misma familia…

– Las apariencias coinciden maravillosamente; la madre de la empleada de Correos ha nacido, en efecto, en la Martinica y su difunto padre sirvió en África.

– Mejor. Por muy cortas que fueran nuestras relaciones, conservo de ellas un encantador recuerdo y me alegraría mucho de poder ser útil a la hija.

– No hay que apresurarse, Héctor, te lo ruego – observó la castellana.

Su hermano hizo un gesto de mal humor y, recostándose en su butaca, se abandonó al penetrante encanto de los recuerdos de la juventud, más dulces cuanto más se aleja uno de ellos, mientras la de Candore, entregada a sus averiguaciones, hacía sufrir al cura y al notario un verdadero interrogatorio del que Raúl no perdía palabra sin dejar de hacer rabiar a su hermana.

El resultado de su diplomacia fue que la semana siguiente Julieta Raynal daba su primera lección en Candore ante la mirada severa de la condesa, benévola de Neris e indiferente, al menos en apariencia, del joven conde.

Julieta iba ya todos los días al castillo, donde todo el mundo le hacía la más simpática acogida.

Blanca estaba encantada de su institutriz. En lugar de la cortedad y de la violencia involuntaria que se traslucían a pesar suyo en las maneras de miss Dodson, encontraba en Julieta una gracia perfecta, un benévolo abandono, y se unía estrechamente a ella con todas las fuerzas afectivas de un corazón de dieciséis años ávido de darse.

La joven huérfana, por su parte, experimentaba una infinita dulzura en aquella cándida confianza de la bonita niña que iba ingenuamente a ella como a una hermana mayor.

Delicada y débil, verdadera sensitiva bajo su exuberante alegría, la muchacha tenía una ardiente necesidad de afecto, una especie de ternura inquieta y enfermiza que hubiera querido satisfacer en el seno materno.

La de Candore no era su madre, y por mucha que fuese su buena voluntad, su naturaleza seca y altanera era incapaz de comprender esas aspiraciones y esos ímpetus del alma. Su solicitud se limitaba al ser físico y descuidaba el ser moral.

Y la niña, en su necesidad de ternura, se refugió en seguida en los brazos amigos de Julieta.

La condesa se dignaba aprobar esa amistad. Muy pronto tranquilizada por la reserva llena de dignidad de la empleada de Correos, había prescindido de todo temor quimérico, juzgando que las menores intentonas galantes serían rechazadas con pérdidas.

Por lo demás, Neris no manifestaba a la joven más que un interés paternal, justificado por el recuerdo de sus relaciones con el comandante.

Julieta no había encontrado todavía a Raúl en el castillo.

Por otra parte, por muy galante que le supusiera la de Candore, temía mucho más a los encantos reales de la joven inglesa que a la belleza discutible de su reemplazante.

Julieta, en efecto, no era lo que se llama bonita, a pesar de su perfil de camafeo, su tez mate y sus grandes ojos negros. Las luchas que había tenido que sostener, y el cuidado de su responsabilidad, habían comunicado a sus facciones una gravedad precoz, la expresión viril de la dulce firmeza que le venía de su padre y que él animaba en otro tiempo, cuando era pequeña, repitiéndole entre dos besos.

– Liette no tiene miedo; Liette es valiente.

Lo era, en efecto, con toda la fuerza del término, y, como un soldado que sube valientemente al asalto, iba derecha a su objeto, sin mirar a derecha ni a izquierda, con la vista fija en esta querida divisa para todo el que tiene el culto del honor.

«¡Haz lo que debes!»

La de Candore, seducida por aquel carácter, que no era para desagradarla, la había proclamado una persona perfecta, no completamente linda, pero completamente distinguida.

En efecto, la distinción era su marca soberana; al más modesto empleo, a la más humilde función llevaba ese aplomo superior de los que tienen conciencia de no rebajarse nunca.

Esa actitud le había hecho algún daño con los buenos habitantes del pueblo, acostumbrados al modo de ser de la antigua empleada, cuya oficina era el punto de cita de todas las comadres y la caja de Pandora de donde se escapaban todas las maledicencias que florecían igualmente en el pueblo y en el campo.

La Beaudoin, al retirarse después de treinta años de servicios, se había jactado de continuar gobernando los «Correos y Telégrafos» bajo su sucesora, «una persona tan joven y tan inexperimentada a la que sería caritativo guiar y aconsejar.»

Pero, aunque con perfecta cortesía, Julieta había respondido de tal modo a sus reiterados ofrecimientos, que la solterona, desengañada, se había eclipsado prudentemente llevándose en su retirada a las concurrentes habituales de la oficina, a quienes la nueva empleada desconcertaba por su clara mirada y por la exquisita política de su: «¿Qué desea usted, señora?»

– Tiene cara de ser orgullosa, decían.

No era orgullo, sino indiferencia.

Aquella hija de soldado, tan duramente herida por la suerte y que se sometía sin quejarse a las más rudas tareas, conservaba alto el corazón y alta la frente, por simple atavismo.

Su alma noble y su espíritu elevado se cernían por encima de las miserias de su condición material; pero si empleaba una gracia sonriente en su ruda labor, una vez acabada su tarea huía de las mezquindades de lo vulgar para empaparse en las fuentes eternas del Ideal, de la Poesía y del Arte.

Tenía una biblioteca pequeña, pero escogida; era excelente profesora de música, pintaba con gusto y su alma entusiasta se regocijaba con los admirables paisajes que la rodeaban.

Su mejor recreo era ir con su madre a sentarse en el campo y tomar croquis de los sitios pintorescos o bien abismarse en algún ensueño de Lamartine o de Hugo mientras que la indolente criolla dormitaba mecida por la armonía de los versos y acariciada por el ardiente beso del sol que le recordaba su país.

A veces Liette se detenía pensativa al ver dos novios que se dirigían lentamente al pueblo o algún robusto labrador que hacía saltar alegremente en sus brazos algún mofletudo muchacho.

Una vaga melancolía nublaba un instante la pura radiación de sus grandes ojos… A los veinte años estaba acabada su juventud y, solterona antes de tiempo, seguiría estando sola, sin apoyarse jamás en el brazo de un esposo, sin inclinarse nunca hacia la dulce carita de un niño, sin otra criatura a quien proteger que aquella madre infantil de la que hubiera podido decir con un escritor célebre:

«Mi madre es una niña que yo tuve cuando era pequeña.»

Su vida se deslizaría en la monotonía del trabajo diario y del negro cuidado de la existencia, más negro todavía cuando estuviese sola. Y, en un impulso de ternura inquieta, que asustaba a la descuidada criolla, la besaba locamente repitiendo:

– ¡Oh! querida mía, no me dejes, no me dejes jamás…

– Pero si no tengo semejante intención, hija mía – respondía la buena señora despertándose un instante de su sopor; – ciertamente este país no me gusta gran cosa; es frío y feo; pero una madre debe sacrificarse siempre por su hija, y me resigno sin quejarme.

Si el sacrificio era discutible, la resignación silenciosa no lo era menos, y la de Raynal no tenía más que una excusa para alabarse así, que era su absoluta buena fe. En realidad, a pesar de su expresión lánguida, tenía en su charla la volubilidad de un chorlito y una necesidad irresistible de expansiones íntimas.

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