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La araña negra, t. 8
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Год издания: 2017
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Vicente Blasco Ibáñez

La araña negra, t. 8/9

OCTAVA PARTE

JUVENTUD A LA SOMBRA DE LA VEJEZ (CONTINUACIÓN)

VI

Cambio de decoración en casa de la baronesa

Llegó el momento fatal en que Juanito Zarzoso, con su título de doctor en Medicina, alcanzado con gran brillantez, obedeciendo las órdenes de su tío, al que temía tanto como amaba, hubo de separarse de María para trasladarse a París.

En los tres meses que transcurrieron desde la conferencia con el padre Tomás hasta el día en que partió el joven médico, doña Esperanza no había logrado aminorar el cariño de los novios ni enturbiar la confianza que mutuamente se tenían.

Un día en que el estudiante esperó a la viuda en uno de los puntos que ella frecuentaba para darle una carta con destino a María, doña Esperanza aprovechó la ocasión para “abrirle los ojos”, según decía.

Con afectada inocencia llevó la conversación al terreno que ella deseaba; habló de la niñez de María, de su carácter ligero, de sus atrevimientos hombrunos en el colegio, y como digno final de tanta preparación, como el que cierra los ojos para disparar el trueno gordo, sin ilación alguna… “¡paf!”, la viuda espetó al estudiante la relación de cuanto ella suponía ocurrido en aquella noche célebre, cuando las monjas encontraron a la joven en el tejado, durmiendo en los brazos de un muchacho.

Al ver la viuda que Juanito se ruborizaba intensamente escuchando sus palabras, creyó que el joven iba a estallar en indignación; pero se quedó fría, cuando en vez de la emoción terrible que esperaba, púsose a reír el joven diciendo que nunca había él llegado a imaginarse que doña Esperanza supiera tales cosas.

La intrigante viuda, que pensaba sorprender al estudiante, resultó la sorprendida, y su asombro fué sin límites cuando Juanito la dijo que aquel muchacho que amaneció en la azotea del colegio era él mismo.

El golpe había fracasado; y en vez de desunir a los novios aquella revelación, sólo había servido para convencer a la viuda de que tal amor, por lo mismo que era antiguo y nacido en el dulce despertar de la pubertad, había de ser forzosamente de larga duración.

Apresuróse doña Fernanda a llevar la noticia al padre Tomás, quien, al saberla, no mostró su acostumbrada y fría indiferencia.

– Ahora resulta – dijo – más preciso que nunca apartar cuanto antes a esos dos jóvenes. Veo que la tarea va a ser más difícil de lo que al principio creíamos; pero con tal de que él marche pronto a París todo se logrará. Es simplemente cuestión de tiempo y paciencia.

– ¿Y qué me aconseja usted, reverendo padre? – dijo la viuda – . ¿Debo seguir siendo medianera en estos amores?

– Sí; continúe usted hasta que ese joven se vaya a París. Nada adelantaríamos con que usted se negase a facilitar sus entrevistas y a llevarles sus cartas; encontrarían otro medio para cumplir sus deseos. Ya daremos el golpe cuando estén separados.

Desde que el padre Tomás supo los amoríos de María visitó con más asiduidad la casa de la baronesa.

La tertulia de momias realistas alegrábase por esta distinción que la dispensaba el padre Tomás. Aquello era, para los visitantes de doña Fernanda, como un halagador holocausto a su terquedad reaccionaria y una demostración de que el poderoso jesuíta, reconociendo que en la aristocracia transigente con el siglo sólo se encontraba miseria e impiedad, volvía al seno de sus antiguos amigos, los “puros”, los “integristas”, los que protestaban contra todo lo que no oliese al polvo del pasado.

Lejos estaban aquellos seres de adivinar el verdadero motivo que impulsaba al padre Tomás a visitar con tanta frecuencia la casa de la baronesa.

Doña Fernanda no era la que se sentía menos ufana por aquella asiduidad del poderoso jesuíta. El más grave pesar a la muerte del padre Claudio lo había experimentado pensando que el nuevo jefe de la Orden en España no visitaría ya su casa con tanta frecuencia, y así ocurrió; por esto al ver ahora al padre Tomás casi todas las tardes en su salón, confundido entre sus habituales tertulianos, y hablándola con gran dulzura, el orgullo y el amor propio satisfecho coloreaban su rostro con el rubor de la felicidad, y se sentía dichosa como pocas veces.

Su satisfacción era inmensa al pensar que en los elegantes hoteles de la Castellana, donde residía aquella aristocracia moderna, a la que odiaba secretamente, se notaría la ausencia del padre Tomás, a quien ella contaba ya como uno de sus acostumbrados tertulianos, y, ganosa de retenerle, le asediaba con toda clase de consideraciones y se mostraba dispuesta a obedecer su más leve indicación.

No le costó, pues, gran trabajo al jesuíta el inculcarla sus deseos.

Doña Fernanda, a pesar de tener su director espiritual, que era un individuo de la Compañía, quiso confesarse con el padre Tomás, arrastrada por el deseo de aparecer públicamente como penitente del célebre jesuíta, que sólo se sentaba en el confesonario en muy contadas ocasiones.

Durante la tal confesión, fué cuando el padre Tomás convenció a la baronesa de que debía consentir en que su sobrina contrajera matrimonio, no violentando su carácter y las tendencias de su temperamento.

Doña Fernanda oyó con recogimiento casi religioso las palabras del jesuíta, e inmediatamente se propuso obedecerle como un autómata.

Tan grande era el poder que sobre ella ejercía el padre Tomás, que sus indicaciones bastaron para derrumbar las ilusiones que la baronesa se forjaba hacía ya muchos años.

No; María no sería monja, ya que así se lo aconsejaba un sacerdote tan ilustre y digno de respeto. Ella había soñado en hacer de María una santa como su tío Ricardo; quería meter a su sobrina en un convento, creyendo que esta resolución sería muy grata a los ojos de Dios y que resultaría del gusto de los padres jesuítas, a los que ella consideraba como legítimos representantes del Señor; pero ya que un sacerdote tan respetable le aconsejaba todo lo contrario, ella estaba dispuesta a obedecer inmediatamente.

Y doña Fernanda, al decir estas palabras, extremaba el gesto y los ademanes, intentando demostrar de este modo que su sumisión a las órdenes del jesuíta era inmensa.

Lo que ella pedía únicamente, lo que solicitaba a cambio de su obediencia, era que, ya que María debía casarse, fuese el mismo padre Tomás quien se encargase de buscarla un marido propio de su condición social, con la seguridad de que la elección sería acertada.

Nadie como él conocía a los jóvenes de la aristocracia. Habíanse educado todos ellos en el colegio de los jesuítas, a los más principales los dirigía el padre Tomás en los momentos difíciles de su vida, y, merced al espionaje perfecto de la Compañía, conocía hasta en sus menores detalles la vida y las costumbres de cada uno.

– Casar a María – decía doña Fernanda en la rejilla del confesonario – es un asunto tan difícil, que yo misma no me atrevo a encargarme de ello, y preferiría que usted, reverendo padre, llevado del cariño con que siempre ha distinguido a nuestra familia, se encargase del asunto. Mi sobrina es riquísima, como usted ya sabe; el título de condesa de Baselga a ella le pertenece, y ya ve usted que una joven que tales condiciones reúne bien merece que se fije toda la atención al buscarla un esposo. ¡Oh, reverendo padre! ¡Si usted fuese tan bueno que accediera a encargarse de este asunto! Ya que María ha de tener marido, viviré yo tranquila si éste es del gusto de usted.

Y el padre Tomás fué tan bueno, que, después de exponer algunos escrúpulos sobre la incompatibilidad que existía entre su augusto ministerio y el ser agente de matrimonios, accedió por fin a encargarse de buscar un esposo para María.

Para esto era necesario, según consejo del jesuíta, que doña Fernanda cambiase algo su sistema de vida, que olvidase un poco la exagerada devoción y se acordara algo más del mundo; en una palabra, que ella y su sobrina ocupasen el lugar que les correspondía por su rango en ese mundo elegante que brilla, se agita y se divierte.

Fiel doña Fernanda a los consejos de su director, desde aquel día cambió por completo de vida.

Los rancios tertulianos de la baronesa vieron con asombro que su amiga deponía una parte de su intransigencia con el mundo, y que en aquel retorno a la vida de la juventud, arrastraba a su sobrina, con gran contento de ésta.

El palacete de la calle de Atocha perdió rápidamente aquel sello conventual que le distinguía. Parecía como que, abiertos los balcones, el viento de la calle había penetrado arrollándolo todo y desvaneciendo aquella atmósfera pesada que olía a incienso.

Los carruajes de forma antigua y modesta que usaba la baronesa para ir a la iglesia fueron cambiados por elegantes “landós”; los salones perdieron su aspecto conventual y sombrío, siendo adornados con nuevos muebles, y en las personas de doña Fernanda y su sobrina operóse igual cambio, pues sus antiguos vestidos obscuros y de corte casi monjil, fueron reemplazados por trajes de última moda.

María se dejaba llevar dulcemente por aquella tendencia que su tía manifestaba a favor de las costumbres que poco antes anatematizaba con severo lenguaje.

Tan vehemente era el deseo de entrar de lleno en la vida elegante experimentado por doña Fernanda, que muchas veces reñía a su sobrina cuando ésta se mostraba reacia a asistir a las diversiones, sin duda porque la falta de costumbre influía en su carácter.

– Mujer; eres un hurón – decía la tía – . Es preciso que te acostumbres a esta vida agitada y de continuo goce. Por ti hago yo también esta vida. Se acabaron ya nuestras costumbres de antaño, y es preciso que vivamos a la moderna. Otras muchachas se darían por muy contentas con tener una tía tan amable y complaciente como yo lo soy para ti, y tú parece que no quieres agradecerme lo que por ti hago. ¿No te negabas a ser monja? Pues bien; no lo serás; yo no quiero violentar a nadie que no se sienta con vocación suficiente para abrazar la vida de santidad. Ya que tu carácter te aleja del claustro, serás mujer elegante, dama del gran mundo, y te casarás con un hombre que sea digno de ti. Ya ves que no puedo ser más complaciente. A ver si tienes talento para brillar en sociedad y distinguirte entre las jóvenes de tu clase.

María, con el cambio que la baronesa hacía en su modo de vivir, veía realizado aquel bello ideal que ocupaba su imaginación en Valencia, cuando soñaba en ser una señorita del gran mundo y asistir a las suntuosas fiestas, que sólo de oídas conocía, o por las relaciones de las pocas novelas que a hurtadillas leía en el colegio.

Ya figuraba en aquella sociedad tan acariciada por su pensamiento; ya asistía todas las noches a las óperas del Real en una platea de las más elegantes; paseaba por la Castellana, contestando a numerosos saludos, y hasta un día había figurado su nombre con los adjetivos de hermosa y distinguida, en una reseña que del baile de la Embajada francesa hizo un periódico de gran circulación; pero estas satisfacciones, que en otra época hubiesen constituído su felicidad, no bastaban ahora para amortiguar el dolor que sufría, justamente en los días en que verificaba su iniciación en la vida elegante.

Juanito estaba ya próximo a partir.

El doctor Zarzoso le apremiaba para que cuanto antes fuese a París, pues ya había escrito recomendándole a los más famosos profesores de Francia, y el pobre muchacho no sabía qué excusa inventarse para prolongar algunos días más su estancia en Madrid.

El pesar que a ambos amantes producía la próxima separación era lo que hacía que María se mostrase huraña a los halagos de su tía y asistiese a todas las diversiones con el ánimo preocupado por tristes ideas.

En el teatro, en el paseo, en las reuniones elegantes, en las suntuosas funciones religiosas, en todos los puntos de distracción donde se encontraba, la idea de que Juanito iba a partir enturbiaba todas sus alegrías.

Contribuía a hacer aún más penosa su situación la circunstancia de que la baronesa, con su nuevo género de vida, hacía menos frecuentes las ocasiones en que María podía hablar con su novio.

La joven rara vez lograba ir de paseo acompañada únicamente por doña Esperanza, pues así que manifestaba deseos de salir, la baronesa se prestaba a acompañarla.

Fueron, pues, poco frecuentes las entrevistas de los novios en los últimos días que pasó el joven médico en Madrid, y forzosamente hubieron de contentarse con verse de lejos, como en los primeros tiempos de sus amores, y cambiar apasionadas cartas, que doña Esperanza, siempre complaciente, llevaba de uno a otro, cada vez más amable y satisfecha, conforme se acercaba el momento de partida para Juanito.

La última vez que los novios se hablaron fué en el Retiro, una mañana en que María consiguió salir a pie, en compañía de la viuda de López.

La escena fué sencilla y conmovedora, tanto, que impresionó un poco a doña Esperanza. ¡Ay, Dios! Así se despedía ella de su difunto marido, cuando aún era su novio, cada vez que abandonaba el pueblo para ir a estudiar a Madrid.

Hablaron poco los dos amantes; parecía que cada palabra que salía de sus labios iba a provocar una explosión de sollozos, y se limitaban a mirarse con expresión compungida, estrechándose las manos nerviosamente.

Convinieron en la forma que debían adoptar para cartearse sin que se apercibiera la baronesa.

El dirigía las cartas a doña Esperanza, que se encargaría de entregarlas a María, y recoger las de ésta remitiéndolas a París.

Despidiéronse veinte veces, para volver otra vez a entablar una conversación incoherente y temblorosa, en la cual las miradas significaban más que las palabras, y, al fin, se separaron, no sin volver a cada paso la cabeza para verse por última vez.

Al día siguiente, cuando comenzaba a cerrar la noche, María contemplaba melancólicamente el reloj de su gabinete.

Era la hora en que el “exprés” salía para Francia. En él se alejaba Juanito.

María creía percibir en torno de ella un espantoso vacío, que por momentos se agrandaba, y se sintió próxima a llorar.

Pero la voz de su tía vino a sacarla de esta estupefacción dolorosa.

Había que prepararse para ir aquella noche al Real. Era noche de debut; un célebre tenor cantaba “Los Hugonotes”, y todo el mundo elegante se había dado cita en el aristocrático coliseo para tomar parte en aquella fiesta, que iba a ser una de las grandes solemnidades de la temporada.

La baronesa callaba el interés que tenía en asistir a dicha función.

Uno de los más respetables individuos de su tertulia le había pedido permiso para presentarle en un entreacto a Paco Ordóñez, muchacho distinguido, e hijo segundo del difunto duque de Vegaverde.

VII

En el teatro Real

Cuando la baronesa y su sobrina entraron en su platea, la representación de “Los Hugonotes” había comenzado ya.

El debutante, un Raúl algo aviejado, con tipo de mozo de cuerda y un poco patizambo, que según era fama le costaba a la Empresa seis mil francos por noche, estaba en aquel momento lanzándole al público, ensimismado y silencioso, el famoso “raconto”, describiendo su primero y novelesco encuentro con la gentil Valentina.

La media voz del tenor, subiendo y bajando siempre igual, sin perder en intensidad como deslumbrante hilillo con que se tejiera una tela de plata, resonaba en medio del profundo silencio que reinaba en el gigantesco teatro, y las dos damas hubieron de entrar en su palco casi de puntillas, por no turbar la profunda atención del público.

No les gustaban a la baronesa ni a la sobrina esos arranques de distinción de muchas de aquellas damas que estaban en los otros palcos, las cuales tomaban asiento después de producir algún estrépito para llamar la atención, atrayéndose con esto los feroces siseos de los “dilletantis” fanáticos que estaban en las alturas.

María, al tomar asiento, apoyó un codo en la baranda del palco, y cogiendo sus gemelos de nácar y oro, paseó su mirada por todo el coliseo.

Presentaba el vasto teatro el mismo aspecto deslumbrador y lujoso de todas las noches, sólo que en aquélla era más perceptible el recogimiento, la expectación de un público deseoso de juzgar por sí mismo a una notabilidad que llega precedida por el ruido de las ovaciones recibidas en los primeros coliseos del mundo.

Los palcos estaban deslumbrantes, como doble fila de dorados canastillos, dentro de los cuales brillaban montones de joyas sobre las rizadas cabezas y hombros esculturales de nítida blancura; al agitarse algún torneado y desnudo brazo, dejaba tras de sí el reguero de azuladas chispas que la luz arrancaba a las pulseras de brillantes, y semejantes a estrellas parpadeando en blanquecino cielo, en el centro de tersas pecheras, tiesas y crujientes como corazas, titilaban gruesos diamantes envueltos en irisados resplandores. Todo el Madrid elegante se amontonaba en aquellos palcos, y desbordado, se extendía por las infinitas butacas del patio, donde los vistosos uniformes militares y los alegres trajes de las señoras, matizaban con vivos colores la sombría monotonía del frac negro.

María paseó sus gemelos por encima del patio, vasto mar de cabezas peinadas, las más en correcta raya desde la nuca a la frente, y erizadas las otras de airosas plumas y cabellos rizados que dejaban en el ambiente un grato perfume femenil.

Para completar María su examen, apuntó sus gemelos a lo alto, y entonces fué viendo los palquitos superiores para hombres solos, donde se agrupaban como pollada recién salida del cascarón los socios de los Clubs elegantes, los gomosos que a aquellas horas comenzaban su existencia diaria hasta las primeras horas de la mañana; y más arriba aún, el populacho, según decía doña Fernanda, el público anónimo, la gente sin gusto, que iba allí a oír la ópera con el silencioso recogimiento del fanatismo musical, sin fijarse para nada en aquel derroche de suntuosidad y elegancia que tenían a sus pies.

María miró al palco de la familia real y lo vió vacío, lo que no le extrañó. Sabía por las murmuraciones de salón que para el rey Alfonso la música era el ruido que menos le incomodaba, y cuando asistía a la ópera estaba siempre próximo a dormirse, si es que no le entretenían hablándole de corridas de toros o de “juergas” en las posesiones reales.

El acto primero tocaba a su fin. El tenor, al terminar su “raconto”, había ya recibido una ovación, aunque ésta había sido recelosa y en gran parte obra de la “claque”, como si el público no estuviera del todo convencido de la eminencia del artista y reservase su opinión para más adelante.

La baronesa, después de contestar a varios saludos, curioseaba con sus gemelos de un modo impertinente, sin fijarse para nada en el escenario, al cual volvía la espalda.

María por su parte, después de examinar el teatro, que todas las noches le causaba idéntica impresión de deslumbramiento, miraba a la escena deseosa de distraerse y olvidar aquella idea fija que la martirizaba.

¡Ay, Dios! Aquel Raúl, que tan melancólicamente expresaba su tristeza al no ver la mujer que se había apoderado de su corazón, a pesar de que físicamente, con su abdomen algo hinchado y su aspecto maduro, no tenía la menor semejanza con Zarzoso, forzosamente le hacía recordar al joven médico, que a aquellas horas, mientras ella encontrábase en un lugar de diversión, era arrebatado por el veloz “exprés”, y en el interior del vagón iba sin duda llorando, desalentado por la larga ausencia que veía en su porvenir.

Y luego aquella música de Meyerbeer, que cual ninguna sabe interpretar con exacta verdad los diversos estados del alma humana, en vez de producirla placer, causaba en su corazón el efecto de una lluvia de fuego que todavía aumentaba sus sufrimientos.

La joven se sentía molesta, y casi deseaba que dejase de sonar cuanto antes aquella música que, sin que ella pudiera explicarse la causa, la entristecía hasta el punto de que en los pasajes más vivos y alegres la acometían deseos de llorar.

Cuando terminó el acto no faltaron visitantes en el palco.

La platea de la baronesa era una de las mejores del teatro, y doña Fernanda, para adquirirla, había tenido que dar una prima de algunos miles de pesetas a sus anteriores poseedores que tenían prioridad en el abono. Esto parecía dar alguna distinción a la actual dueña del palco y a los que la visitaban, lo que, unido a la hermosura de María y a su fama de millonaria, hacía que se considerase como un gran honor el ser admitido en la tertulia del palco, y el que fuesen muchos los que durante los entreactos dirigían a él los gemelos con insistencia.

El primero que entró aquella noche fué el viejo señor que en la vetusta tertulia de la baronesa hablaba de Donoso Cortés y el cual, entre la aristocracia anticuada, era respetado como un genio literario, porque en su juventud había escrito dos sonetos y cinco romances, méritos, que con el de tener un título de marqués, habían sido considerados suficientes para hacerle sentar en un sillón de la Academia Española.

El aristocrático académico, que para sostener su fama de poeta creía necesario mostrarse galanteador y pegajoso como un cadete, dirigió algunos floreos a Fernandita, asegurando, bajo palabra de honor, que la encontraba cada día más joven y distinguida (afirmación que repetía todas las noches), y después le disparó a María unos cuantos requiebros mitológicos mostrando al hablar así la facha más deplorable, con su tupé teñido, su dentadura postiza que le hacía cecear y su chaleco bordado, de moda veinte años antes, y que no quería abandonar, porque, según afirmación propia, le sentaba muy bien.

El fué quien se encargó de toda la conversación, pues su charla incesante nunca dejaba meter baza; comenzó a hablar del tenor, repitiendo su biografía y sus anécdotas que ya conocían todos por haberlas publicado la Prensa días antes.

La conversación duró hasta que los timbres eléctricos dieron la señal de que iba a comenzar el acto segundo.

El académico se levantó dando su mano a tía y sobrina, con el mismo extravagante ademán de los gomosos cuyas costumbres imitaba.

– Adiós, baronesa; vuelvo a mi butaca. Hasta luego.

– Adiós, marqués; y no olvide usted el presentarme a ese joven de quien me habló. Tendré mucho gusto en que sea nuestro amigo: basta que sea presentado por usted.

– Paco Ordóñez también tiene deseos de conocer a ustedes. En el entreacto vendremos.

Y el aristocrático poeta, al ver que comenzaba el acto, salió del palco con toda la ligereza que le permitían sus gotosas piernas.

Transcurrió el segundo acto sin incidentes. El tenor hacía esfuerzos por agradar al público que le aplaudía, pero a pesar de las demostraciones de agrado con que era acogido su canto, notábase en el entusiasmo general cierto fondo de frialdad; era el convencimiento de que aquello no valía seis mil francos, reflexión justísima que acomete al público en presencia de todos esos hijos del arte, que al par son hijos mimados de la fortuna.

En el otro entreacto se presentó en el palco el marqués académico, seguido de un joven alto, enjuto de carnes, con una fisonomía a primera vista agradable, y que llevaba con una soltura sobradamente graciosa para no ser estudiada, su frac cortado tan mezquinamente como aconsejaba el último figurín.

– Baronesa. Presento a usted a mi amigo don Francisco Ordóñez, hermano del senador del reino duque de Vegaverde.

El presentado se inclinó haciendo una reverencia ceremoniosa, copiada sin duda de algún galán amanerado de comedia.

María le examinó con esa curiosidad pronta e instintiva de las mujeres, que con una sola mirada aprecian a un individuo desde la cabeza hasta los pies.

No era mal mozo, pero encontraba en él algo que le desagradaba. Parecíale algo fatuo, y, además, demasiado viejo para los treinta años que representaba. Iba peinado según la moda favorita de los gomosos, y su cabeza relamida y charolada tenía algo de bebé. Olía toda su persona a tonta insubstancialidad, pero a su rostro asomaba en ciertos momentos una expresión maliciosa que le hacía antipático.

Había algo en aquellos ojos negros, moteados de pintas doradas, que no era una expresión de astucia, sino de despreocupación canallesca, y en sus facciones cuidadas y un poco embadurnadas por afeites de tocador mujeril notábanse ciertas placas violáceas que eran como el indeleble sello de placeres buscados en los postreros estertores de la orgía y en las últimas capas del vicio.

María no comprendía el verdadero significado del exterior de aquel hombre, pero adivinaba en él algo repugnante y le resultaba antipática su presencia.

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