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La araña negra, t. 7
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La araña negra, t. 7

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El fué también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Alvarez, sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del periodista y conspirador.

La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase al odio político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual parecía en su concepto inspirado por el diablo según la actividad que desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto representaba el mundo viejo.

Un día leía la reseña de un meeting que Alvarez había organizado en provincias, para protestar contra lo existente y a la mañana siguiente tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Alvarez como sospechoso de conspiración o andaba en su busca.

Algunas veces era en el mismo Madrid, donde brillaba el revolucionario con su propaganda intransigente, y una tarde, el carruaje de la baronesa hubo de detenerse en la calle de Alcalá, para dejar pasar a una inmensa masa que salía de un meeting republicano, y al frente de la cual iba Alvarez casi llevado en triunfo.

Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer sobre aquellas masas, a las que ella en algunos momentos despreciaba, pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que Alvarez no haría carrera. ¡Bah!.. Aquel bandido tenía que parar al fin en ser fusilado.

Además, alegrábase pensando que mientras Alvarez estuviese envuelto en el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas madres, si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su propaganda anticatólica.

Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de su hermana y mezclado su sangre con la de la familia aquel demagogo del que oía hablar con horror en los salones… ¡Un hombre que predicaba la guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!

Aquel Alvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble familia de la baronesa. ¡Aun había de verse cómo cualquier día lo fusilarían!

La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los republicanos, como si presintiesen que Amadeo iba a abandonar el trono de España, y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un pronunciamiento nacional que, por falta de organización, habíase reducido al levantamiento de numerosas partidas.

Alvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número, seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en cuando a sus enemigos.

La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la Prensa noticias en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y, al fin, supo con dolor que, aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la baronesa dejándose fusilar.

Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Alvarez. Sólo en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de revolucionarios, y algunas veces, la Prensa gubernamental dedicaba gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que Alvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.

Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se esperaba.

Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamada en la noche del 11 de febrero.

¡La República en España!.. ¡El gobierno de los descamisados en la nación de San Fernando y de otras reyes más o menos celestiales!.. Aquello sí que era cosa de echar a correr.

Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde estaba la legitimidad representada por la reina destronada.

No quería permanecer en Madrid, a merced de Alvarez, que ahora sería omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel malvado!

Alvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.

Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase mayores aires de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel Alvarez, del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio que la tenía.

Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que iban ocupando la presidencia del Gobierno, simbolizábanse en la persona de Alvarez, sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que la sugerían su odio particular y su indignación de monárquica ferviente.

En su concepto, Alvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y un día que leyó en la Prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo, que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de salivazos.

Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la encasa representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el ministerio de la Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni entraba a formar parte de la gobernación de la República.

Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio, a causa de la atención con que seguía en la Prensa la marcha del nuevo Gobierno.

Alvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas y de su parsimonia en punto a medidas revolucionarias. Federal, antes que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con timideces inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba con el Gobierno, al que combatía por su prudencia, hija de la falta de valor.

Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la escandalizada baronesa.

¿Tenía ya su República… y aún quería más aquel feroz descamisado?

¡Dios mío!.. Parecerle aún conservadora aquella República de gentes que no creían en Dios!.. ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario el antiguo amante de su hermana!

Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al lado de ella.

De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus anchas después de beberse una ración de sangre azul.

VI

El Colegio de Nuestra Señora de la Saletta

A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia, encontraba muy agradable su nueva vida.

Ella, que se pasaba las horas enteras al lado de su aya, en la casa de Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se deslizaba en perpetua animación, en continuo bullicio en medio de un centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran predilección que le tenían las buenas madres, tratábanla como el bebé de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.

María encontraba muy hermosa su vida. Levantábase a las seis en verano y a las siete en invierno, bajaba a la capilla a oír misa y rezar a coro las oraciones, tomaba el eterno desayuno de chocolate con migas; entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas, formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.

La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan inmenso, que no se atrevía a moverse del punto donde la dejaban sus maestras, como si creyera perderse en aquellas habitaciones, que le parecían inmensas, y que apenas si se decidía a recorrer con su paso vacilante, que le valía entre sus compañeras el inocente apodo de patito gracioso. Pero poco a poco fué creciendo en audacia hasta convertirse en la más corretona del colegio. Aquel edificio era para ella un mundo desconocido, que necesitaba de continua y arriesgada exploración; y la niña, aprovechándose de la libertad en que la dejaban a causa de su pequeñez, y valiéndosede su inocencia graciosa que la libraba de castigos, se escapaba de la sala de estudios o de labores al primer descuido de la buena madre, que la tenía cerca de ella, acariciándola; y después que la mayor parte del personal del colegio poníase en movimiento para buscarla, encontrábanla en la terraza del edificio jugando con las flores de las enredaderas o en las más apartadas habitaciones del piso bajo que servían de guardamuebles, escondida tras un rollo de esteras, o alineando cacharros viejos con una fiereza de muchacha terca.

Aquella vida común con niñas de su misma edad había dejado al descubierto el carácter de María. Era enérgica, voluntariosa y de genio independiente; sentía animadversión a toda clase de trabas y le gustaba desobedecer a las buenas madres. Su tía era la única persona a quien temía, y en ausencia de ella le gustaba hacer por completo su voluntad.

Sus travesuras, sus infantiles rebeliones, en vez de ofender a las buenas madres, hacían gracia a todo el colegio. María era la niña mimada de aquella infantil comunidad.

Todas las colegialas le trataban con igual predilección, disputándosela como un objeto precioso. Las de once o doce años, muchachas altas y pálidas por un repentino crecimiento, con un metro de piernas y un palmo de cintura, que movían sus faldas como si éstas vistiesen a un palo, se pasaban a Marujita de mano en mano en las horas de recreo, meciéndola y arreglando sus ropas cual si fuese un bebé automático de los que gritan papá y mamá; las señoritas, las que sólo les faltaba un año para salir del colegio y aborrecían de muerte el uniforme que las ponía feas, borrando sus nacientes y seductoras curvas, reíanse con ella al oírla repetir con aplomo imperturbable las malicias que le decían al oído; y en cuanto a las pequeñas, las de ocho o nueve años, constituían la eterna corte de aquel monigote adorado, que parecía llenar todo el colegio. Estas mujercillas en miniatura, mofletudas, con formas esféricas, que hacían reír, y con la boca todavía arruinada por la caída de los primeros dientes, quitaban golosinas de la cocina para dárselas, llamábanla aparte para hacerle regalo de sus tesoros, algunos botones y retales de seda recogidos en sus casas en los días de salida, o se disputaban por vestirla y desnudarla en el dormitorio, cuya mejor cama ocupaba siempre María. Hasta había una de aquellas colegialitas que se envanecía con la misión de saltar de su cama, en las noches más frías, para darle el orinal a la maliciosa mocosuela, que correspondía a tantos mimos con caprichos y rabietas de reina absoluta.

Aquella adoración continua de que era objeto la niña, resultaba hija del cariño que la tenían; pero entraba también por mucho la consideración de que con el tiempo sería condesa y brillaría entre La aristocracia de Madrid, perspectiva que turbaba y envanecía a aquellas niñas, pertenecientes en su mayor parte a esa burguesía, que constituye la aristocracia del dinero y que a pesar de sarcasmos y humillaciones, encuentra muy grato rozarse con la misma nobleza que antes ha criticado. Por más que resulte extraño, las preocupaciones sociales alcanzan hasta la niñez, y no son esos pequeños seres, tan candorosos e inocentes en muchas cosas, los que más exentos están de la influencia de la vanidad.

Fué creciendo la niña, encerrada en aquel colegio, y aumentando su travesura, que causaba siempre muy buen efecto en las tolerantes religiosas.

Cuando en las tardes de los jueves y domingos, María salía a paseo en la sección de las pequeñas, como éstas iban formadas por orden de estaturas, ella marchaba al frente, en el centro de la primera pareja, llamando la atención por su pequeñez y por aquel aire decidido y gracioso con que miraba a los transeúntes. Muchas veces tenían que reprenderla por sus travesuras las religiosas encargadas de la vigilancia; pero una sonrisa de la niña, lograba desarmar inmediatamente su indignación.

Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel diablillo imponiéndole un poco de calma.

Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las maestras, bastaba llamarla y decirla al oído que iban a llamar a Alvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán por agitarse y molestar a los demás.

Aquello suponía, para la niña, la llegada del coco, y tanto era el miedo que profesaba al Alvarez desconocido, que muchas veces permanecía quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que tanto temía la baronesa.

La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don Esteban Alvarez, estremecíase de horror como el preso que piensa en la posibilidad de ser condenado a muerte.

No; ella no encontraría nunca a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda que apartase siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería atendida.

Esto era lo único que la consolaba, produciéndola gran tranquilidad.

Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de otros puntos de España.

Las vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus familiares no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María, que no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de la Saletta.

La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a considerar al coco de Alvarez como un ser fantástico inventado por la baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontróse con aquel hombre terrible en el despacho de la directora.

VII

La primera época de colegiala

Ya sabemos de qué modo Esteban Alvarez vió a su hija en el convento de Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.

Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel compañero de aventuras políticas, fué al colegio a ver a aquella niña, cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.

Sabía de mucho tiempo antes el lugar adonde la baronesa había llevado a su sobrina para evitar que él pudiese verla, y desde entonces había formado el propósito de ir en busca de María; pero la vida de continua agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir este deseo, que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos podían cebarse.

Terribles impresiones había experimentado Alvarez en su vida agitada y aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el fin de la vida; pero, a pesar de esto, llegó al summum del dolor cuando contempló a su hija asustada en su presencia, como si estuviera enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.

Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fué menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.

A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y en relieve en su memoria durante mucho tiempo.

Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo le causaba a su tía la baronesa.

Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se estremecía, comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían tener a aquel gran diablazo, enemigo de Dios.

Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y la hacía dudar, sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que la había demostrado.

Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento visible… pero, ¡bah! Ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos, muy lejos del colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles, donde perpetraba seguramente toda clase de maldades. Pero… había hecho algo más que ella ya no podía explicarse tan fácilmente.

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