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La araña negra, t. 2
– No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y, ya que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.
Luego añadió, riendo sarcásticamente:
– Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su voluntad, teniéndola por una mujer de gran entereza; pero ahora veo que es usted un tiranuelo sin energía, que ni aun tiene la grandiosidad de sostener sus crímenes. La creía a usted de más valor, y me alegraba. Quería ver si usted, defendiendo sus crímenes, mostraba gran energía, hasta el punto de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que usted merece.
Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta incorporóse, asustada, gritando con temblorosa voz:
– Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que yo soy su madre.
Duró algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella mujer ó separarse de ella, y, por fin, al oir que hablaba de su hija, prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que crispaba los nervios.
– ¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?
– Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme… esa carta es falsa… yo no conozco a ese inglés… yo no conozco a nadie… ¿Quieres que traiga aquí a tu hija?
– No la traigas – gritó con voz tonante el conde – . La pobre criatura es inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras, sería capaz de estrellarla contra la pared, con toda tranquilidad, pues no hay en su sangre una sola gota de la mía.
– ¿Que no es tu hija? – exclamó Pepita, con un asombro que le hubiera envidiado la más consumada actriz.
– Mira, Pepita: no sigas mintiendo, o de lo contrario no respondo de mí. Te he dicho que lo sé todo, y así es la verdad. Esa criatura no es hija mía. Ahí está para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi partida.
Pepita, al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó mayor turbación, y sólo supo decir, con la inconsciencia de un autómata:
– Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere perder.
– Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra, y después atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace tiempo absorbe tus sentidos, hasta el punto de olvidarte de tu esposo y de tu hija.
La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la mujer, y volvió a llorar, ocultando el rostro entre las manos.
Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire meditabundo, y, al fin, se paró ante su mujer, exclamando con voz cavernosa:
– Señora: es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor, pero un valiente no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no haber adoptado tan extrema resolución, que vendría a añadir nueva vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.
Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita levantó, asustada, la cabeza y preguntó con ansiedad:
– ¿Qué piensas hacer?
– Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas; pero antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa sin que todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el escándalo es lo que mata, y las más culpables y dignas de castigo son las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy joven; hasta hace poco era un imbécil; pero el dolor y la venganza han operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y conozco que, para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid sabrá que la baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por conservar limpio su honor, y quiere que todo el mundo lo sepa.
Efectivamente; debía de ser para Pepita muy terrible el castigo que le prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que momentos antes cuando Baselga la golpeaba.
Este miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta complacencia:
– Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la encuentren en la calle, si se dignan fijar en usted sus ojos, será para dirigirla miradas de desprecio; los hombres, si la hablan, será para dirigirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de baronesa.
– ¡No! ¡Eso no!.. – exclamo Pepita involuntariamente al oír el nombre de la Orden y fué a seguir hablando, pero de pronto palideció, y bajando la cabeza sumióse en el silencio.
La condesa, al ver incluído entre sus castigos el desprecio de los jesuítas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su lengua fué a decir que ellos eran los principales causantes de su infidelidad conyugal; pero en tal instante el recuerdo del misterioso poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente callar, exponiéndose a un castigo problemático, como era el manifestado por su esposo, para librarse del castigo de la Compañía, que era mas cierto.
– ¿Cómo que no? – preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales palabras – . ¿Duda usted acaso de que los jesuítas abandonarán a una esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio, siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca ungido de Dios cayese en el pecado.
Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal vez se la hubiera visto sonreir sarcásticamente mientras su esposo hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.
La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a dejarse caer en un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal congoja.
Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo, sentía hacia él cierta atracción desde que lo vió tan magnífico e imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una congestión que pusiera en peligro su existencia.
Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por fin dió señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su esposa con extrañeza.
– ¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted inmediatamente de aquí y que no la vea durante las pocas horas que permaneceré en esta casa; de lo contrario, podría caer nuevamente en la tentación de hacerme la justicia por mi mano. Diga usted a mis asistentes que preparen mi equipaje para poder salir hoy mismo de esta casa.
Con tal imperio dijo Baselga estas palabras que la condesa se vió forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al centro de la habitación.
Baselga la miró con cierto asombro.
– Yo no puedo permitir que tú te vayas – dijo, mirando a su esposo con la misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre Claudio.
– ¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?
– He dicho que no te vas, y no te irás.
– ¿Y quién puede impedir que yo te abandone?
– ¡Yo!, o mejor dicho, mi amor.
– ¡Tu amor! – exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a reir con lúgubres carcajadas.
– ¡Con que me amas, Pepita mía! – dijo con acento sarcástico – . No es mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace poco tuviste.
– Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el primer día que nos conocimos.
Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar de la falsedad de sus palabras.
Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que Baselga, atrepellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que él casi se sentía dispuesto a perdonarla.
Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.
Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a desvanecerse:
– Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra? Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo, y tú sufrirás gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán muchos meses sin que, dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?
– Lo que tú temes – dijo el conde con expresión sarcástica – es el escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo tu deshonra.
– No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.
Dió la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba a apoderarse de su ánimo.
Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.
La astuta condesa, que sabía la mágica influencia que ejercían sus gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó que algo más que sus lindos pies asomara por bajo la desordenada falda, al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una respiración agitada y angustiosa.
No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus adoradores:
– ¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo y me consideraré feliz si extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un instante, cuando me abofeteabas, sentía tentaciones de besarte. Ninguna mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas imaginar; pero ámame, pues de lo contrario yo misma me daré muerte.
Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.
Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por eso, instintivamente y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para Pepita.
Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento se fijaba en cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.
– No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a ser un personaje en el Ejército, cosa muy justa y nada te perjudicaría tanto en tu causa como un escándalo que redundara en desprestigio de las personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías a general dentro de pocos años.
Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus escrúpulos, continuó:
– Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor parte de los que contigo se codean en los salones de Palacio? Tú dices que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¡Si supieras cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos! ¡Si vieras los muchos que ven más de lo que les conviene y, sin embargo callan! Es porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular. Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey, que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero, ¿no consentías que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León atendiera a todas tus necesidades, a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de lo que diga la gente, ser querida de un rey es honor que no todas alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.
La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.
Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos latigazos.
Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de la realidad de lo que oía.
La vergonzosa proposición, penetrando hasta lo más recóndito del corazón de Baselga, removió los restos que en él quedaban de dignidad y de honor.
El pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas, hasta entonces pálidas.
Baselga, que rara vez se acordaba de sus antepasados y que, a pesar de sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infame propuesta vió desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores, tristes, cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que se ofería a su descendiente.
La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e irascible como Baselga.
Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su cerebro, produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron, distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió, millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo carnoso, suave y tibio, estrujando con bárbara complacencia la finura de su superficie.
Era la garganta de Pepita.
Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación; pero la voz clara y vibrante, pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a los labios, convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del estertor de la agonía.
A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga, oprimiéndola el cuello con salvaje complacencia, la levantó hasta separar sus pies del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.
Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.
El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos agitábase furiosamente por la habitación. La condesa, en el estertor de la agonía, agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en las piernas de su esposo. Este, pugnando instintivamente por librarse de tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su pesada carga, sin dejar de oprimirla la garganta, lanzando al mismo tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje ansia de destrucción que de él se había apoderado.
Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza; un suspiro horrible que semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.
La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.
En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevóse la mano a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada asustóse al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible. Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.
Entonces fué cuando se dió exacta cuenta de lo que había ocurrido, y cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.
Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.
Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida inercia, contemplando con la cabeza baja y fijeza idiota el cadáver de Pepita, cuyos labios, amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma, daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con la palidez de la muerte.
Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y levantando la cabeza, vió entrar precipitadamente en el gabinete a un sacerdote.
Era el padre Claudio.
Mucho dominio tenía el hermano jesuíta sobre sus impresiones, y no eran pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida; pero a pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.
Vió a Pepita tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible, pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.
Aquel espectáculo tan horrible como inesperado logró conmover al sectario de Loyola y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en la vida.
Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la Orden tenía en muchas de sus faltas.
IX
La moral jesuítica
Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.
El jefe de los Jesuítas, al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción, semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.
El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación contempló a su superior.
– Por fin – exclamó el padre Claudio – me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita, a quien Dios tenga en su gloria, y de la duquesa de León con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticias de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.
– Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado, en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.
– ¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?
– Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado, sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.
– Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.
– ¿Y qué dice el conde, reverendo padre?