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La araña negra, t. 2
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La araña negra, t. 2

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Язык: es
Год издания: 2017
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Vicente Blasco Ibáñez

La araña negra, t. 2/9

PARTE SEGUNDA EL PADRE CLAUDIO (CONTINUACIÓN)

VI

Fiat Lux

A las ocho de la mañana el conde de Baselga andaba con paso indeciso por las calles de la coronada villa.

Si las gentes de poca monta que a aquella hora iban a sus quehaceres a paso apresurado y soplándose las manos para ahuyentar el frío, se hubieran fijado en el marcial comandante de caballería de la Guardia, les habría llamado la atención el desorden con que llevaba el uniforme y la nerviosidad que se marcaba en su rostro pálido y cejijunto.

A aquellas horas otros militares se dirigían al regio Palacio o a los cuarteles para cumplir sus deberes, erguidos y sonrientes, y a su lado el conde ofrecía el aspecto de un hombre que ha pasado la noche en tormentosa orgía y que se retira a su domicilio ebrio y luchando con el alcohol y el cansancio que entorpecen todos sus miembros.

Pero Baselga, en vez de dirigirse a su casa se alejaba de ella, y no iba ebrio, sino dominado por una indecisión que le hacía sufrir cruelmente, obligándole a vagar por las calles.

La noche anterior había salido del despacho del padre Claudio dispuesto a no ocuparse más del asunto de su esposa, dejando a cargo del jesuíta lo que hubiese de verdad en las pérfidas insinuaciones de la duquesa de León. Pero, ¿quién es capaz de cortar el curso de los celos una vez se apoderan éstos del corazón del hombre?

Baselga, como de costumbre, no pudo dormir en toda la noche. La posibilidad de que su esposa le engañase y que él fuese objeto de oculta mofa entre las gentes de Palacio y sus compañeros de armas, le producía tan extremada excitación, que en algunos momentos creía volverse loco.

Toda la noche la pasó de claro en claro, y cuando poco después de amanecer un criado le entregó una carta que acababa de dejar en el patio un mandadero público, sin saber por qué se apresuró a levantarse de la cama y a leerla.

Bien recordaba Baselga el contenido del papel que ahora estrujaba furiosamente en lo más hondo de un bolsillo.

Iba sin firma; pero el conde conocía de antiguo aquellas letras enrevesadas, agrupadas con arreglo a una ortografía fantástica que tenía para su uso la duquesa de León.

"Tengo ya las pruebas. Ven cuando quieras, que desde este momento te aguardo. Marido infeliz, tarda cuanto quieras en convencerte."

¡Ira de Dios! Una carta así era para encender la sangre de cualquier cristiano o moro, y más si era tan ardiente y pronta a entrar en ebullición como la del enérgico Baselga.

Con la rapidez de una exhalación se vistió éste y se arrojó a la calle, marchando en línea recta hacia el caserón solariego de la duquesa, que estaba en los alrededores de Palacio; pero cuando se encontraba ya muy cerca de él, retrocedió, pues como todos los que se ven próximos a la desgracia, tuvo miedo de llegar y saber toda la verdad.

Ocurre siempre al que está próximo a convencerse de algo, que le produce inmenso dolor, que semejante al náufrago que al hundirse para siempre en el abismo busca instintivamente algo sólido a que asirse, en el convencimiento de su desgracia apela a la duda, y antes de recibir el golpe procura retardarlo, consolándose con la posibilidad de que no resulte cierto el mal que le amaga.

Esto mismo sucedía a Baselga. El día anterior, y aun momentos antes de salir de su casa, sentía una impaciencia sin límites por convencerse de su deshonra, y el no conocer ésta con certeza le producía inmenso desasosiego; pero ahora que podía ver y tocar su deshonra, ahora que una mujer celosa y desdeñada se ofrecía a mostrarle su desgracia con toda claridad, sentía miedo de seguir adelante y hubiera dado diez años de su vida o su caballo favorito, y hasta se hubiera hecho liberal únicamente porque el padre Claudio le saliera al paso gritándole: – No sigas, hijo mío. No es necesario que vayas a visitar a la duquesa de León. Todo lo he averiguado y tu mujer es inocente.

El se hubiera convencido o no. Lo más regular es que al día siguiente hubiera vuelto a sus antiguos celos, a sospechar más tenazmente de su esposa y a desear las pruebas de su deshonra; pero al menos por el momento se habría librado del terrible trance de saber la verdad, experimentando un bienestar semejante al que producen ciertos medicamentos que calman momentáneamente los sufrimientos aunque inflamando más las heridas.

Esto parece absurdo, pero es perfectamente humano.

Baselga, seguro ya de convencerse de la culpabilidad de su esposa, por extraña observación quería forjarse la esperanza de que ésta resultare inocente, así como el día anterior, cuando aun era problemática su fidelidad, se empeñaba en tenerla por culpable.

Buscaba afanosamente en su imaginación todas las probabilidades que racionalmente podían aceptarse para creer a Pepita inocente, y casi se inclinaba a tenerla por un dechado de virtud y fidelidad. Porque… vamos a ver: ¿no podía ser muy bien que aquella duquesa a quien él conocía perfectamente y que era una dama alegre, poco escrupulosa y tan amiga de amoríos como de intrigas, furiosa de que su antiguo amante la abandonase, hubiese forjado una calumnia con visos de verdad para vengarse de él y perder a una mujer más hermosa y más joven que ella? Esto también podía ser y era probable que se pretendiera exagerar cualquier ligereza insignificante, propia del vivo carácter de Pepita, para hacer ver lo que no existía.

Pero apenas la imaginación de Baselga formulaba tales optimismos, la duda le mordía cruelmente, y tal era la fuerza con que la sospecha se apoderaba de él, que hasta le parecía que algunos transeúntes le miraban con ojos compasivos, como adivinando su desgracia.

El recuerdo de la noche en que sorprendió al rey en íntima conversación con Pepita, el desvío que ésta le mostraba desde poco después de casarse y algunas palabras sin importancia que muchas veces se escapaban en su conversación, pero que ahora eran apreciadas por su instinto celoso como claros indicios de culpabilidad, pasaron rápidamente por la imaginación de Baselga y acabaron de convencerle de que su esposa había atentado contra su honor y se había burlado de él haciéndolo su marido para ocultar mejor sus devaneos.

Pensando en esto último, la susceptibilidad de Baselga, ya de suyo irritable, se excitó hasta un límite inconcebible, y semejante al desesperado que tiene prisa en acabar su existencia, murmuró sombríamente:

– ¡Lo que haya de ser, que sea pronto! ¡No tardes en convencerte de tu deshonra!

Emprendió Baselga apresuradamente la marcha hacia el palacio de la duquesa, y al atravesar el anchuroso patio, recibió un respetuoso saludo del portero, que cesó de barrer y siguió con ojos asombrados la ascensión del señor conde por la vetusta y anchurosa escalera, no pudiendo explicarse cómo el antiguo amante de su señora, de quien ésta echaba pestes delante de los criados, volvía a la casa tan inesperadamente y a tales horas.

Cuando Baselga entró en las antesalas de la duquesa, a pesar de su preocupación, detúvose algo sorprendido al ver sentado en un banco, con rostro macilento y ojos hinchados, a un sujeto a quien él conocía mucho.

Era el negro Pablo, el mismo que Pepita hacía buscar en aquellos instantes por la Policía.

Tenía todo el aspecto de un hombre que ha estado ebrio por mucho tiempo y que todavía lucha con la postrera y abrumadora influencia del alcohol.

Al otro extremo de la antecámara, y como evitando todo contacto con el embriagado negro, estaba una mujer vestida con limpia pobreza, pero en cuyo rostro demacrado leíase una larga serie de padecimientos.

La sorpresa de Baselga al encontrar al negro fué más grande que la que éste experimentó al verse ante su antiguo amo.

Apoyándose sobre los pies, vacilantes e inseguros, irguió el negro su gigantesco cuerpo, y con estropajosa lengua comenzó a murmurar algunas excusas, que ni él mismo pudo entender.

Baselga, dominado como estaba por un loco furor, necesitaba descargarlo contra alguien; así es que aprovechó la ocasión que le deparaba la presencia del negro, y levantó la mano para golpearle; pero en el mismo instante, y cuando la mujer se levantaba ya asustada, como buscando por dónde huir, abrióse una puerta inmediata y asomó un colosal peinado a la moda, y después un rostro que en otro tiempo habría sido hermoso, pero que ahora, para presentarse, necesitaba una gruesa máscara de colorete.

– ¡Ah! ¡Estás ahí! Entra, conde; tenemos mucho que hablar.

VII

El jesuíta pierde la partida

Estaba el padre Claudio, de vuelta de casa de los condes de Baselga, sentado a la gran mesa de su despacho y manejando un sinnúmero de papelotes con una atención posible únicamente en un hombre como él, para quien la vida sólo era un eterno y enrevesado negocio.

Cuando su reverencia papeleaba, ya se sabía en la casa que quedaba como aislado del mundo, y el portero o cualquiera de los novicios escogidos que servían en la casa en calidad de ayudantes, se guardaban muy bien de entrar a estorbarle, aunque fuera para darle un recado del Papa o del mismo general de la Compañía, que es como si dijéramos del vicepresidente del cielo.

El hermano Antonio era el único que, por ser como el "alter ego" de su reverencia, tenía el privilegio de entrar en el despacho estando el padre ocupado, aunque con la condición de no hacer ruido ni dirigirle pregunta alguna.

Justamente, aquella mañana el "socius" del padre Claudio faltó a la consigna escandalosamente, pues entró en el despacho sin recatarse de hacer ruido, y arrojando furiosamente su sombrero de teja sobre una silla, fué audazmente a colocarse junto a la mesa, donde, respirando jadeante, comenzó a limpiarse, con un sucio pañuelo de hierbas, el sudor, que, a pesar de la fría estación, corría por sus mejillas, más arreboladas que de costumbre.

El padre Claudio, al notar la sombra que sobre los papeles proyectaba el cuerpo del recién llegado, levantó rápidamente la cabeza y, con las cejas fruncidas y el gesto avinagrado, dijo al irreverente secretario:

– ¿Qué hay? ¿Por qué entras de un modo tan impetuoso?

El hermano Antonio fué a hablar, y tantas cosas parecía querer decir de una vez, que no sabía por dónde iniciar su discurso; pero al fin exclamó, con voz trémula:

– Reverendo padre: todo se ha perdido.

– ¿Qué se ha perdido?

– El asunto de la condesa de Baselga.

El jesuíta irguió su cuerpo nerviosamente al oír esto. La zozobra, que le era cosa casi desconocida, se pintó en su rostro y dijo, lanzando al secretario una mirada terrible:

– ¿Has visto a tu madre, como te encargué?

– De ello vengo, y he podido saber que la duquesa de León nos ha ganado la mano y que el conde de Baselga lo sabe todo ya.

El padre Claudio quedóse por algunos instantes fatalmente impresionado, y dijo al azorado Antonio:

– Calma, hermano. Te desconozco al verte tan impresionado por una mala noticia. Recobra la calma y dime, clara y brevemente, el resultado de tu comisión.

– Cuando fuí a casa de mi madre, ésta había salido ya hacía más de dos horas, según me dijeron unas vecinas. Por los informes de éstas comprendí que había ido a casa de la duquesa de León y allí me dirigí apresuradamente. A la misma puerta la encontré cuando ella salía, y juzgue vuestra reverencia cuál sería mi sorpresa y mi irritación al ver que comenzaba a llorar apenas le indiqué la necesidad de que no dijera una palabra de lo mucho que sabía sobre el parto de la condesa de Baselga. Entre lágrimas y suspiros me contó la escena que había ocurrido momentos antes en las habitaciones de la duquesa, y yo quedé tan irritado como sorprendido de la habilidad y paciencia con que esta mujer sabe preparar sus venganzas. Figúrese vuestra paternidad que, para convencer al conde de las infidelidades de su mujer, no sólo se ha valido de mi madre (de la que ahora me convenzo que puede disponer a su antojo), sino que durante mucho tiempo, por medio de su mayordomo, ha estado conquistando a uno de los negros que doña Pepita trajo de Méjico, incorregible borrachín que, por dinero y por convites, ha consentido en huir de su casa para ir a la de la duquesa y allí servir de testigo a las afirmaciones de ésta. El conde ha ido hace pocas horas a casa de la duquesa…

– ¿El conde?.. – interrumpió con extrañeza el jesuíta.

– Sí, reverendo padre. El conde ha acudido obedeciendo un aviso que le envió la duquesa, de buena mañana.

– ¡Parece imposible! – murmuró el padre Claudio – . ¡Y yo, que creía ser dueño de su voluntad!

– Los celos, reverendo padre, cambian mucho a los hombres. El le prometió a usted, anoche, permanecer impasible, dejando a vuestra reverencia el encargo de averiguar la conducta de su esposa; pero han sobrevenido las pérfidas insinuaciones de la duquesa, y ésta ha podido más que los consejos del director espiritual.

– Continúa, hermano Antonio.

– La duquesa, con gran abundancia de detalles, ha relatado a Baselga todas las aventuras de su esposa, y para evitar toda duda ha empleado como testigos a mi madre y al negro. El conde ha sabido que doña Pepita era la querida del rey antes de casarse, y que después ha seguido siéndolo, y la duquesa no ha querido tampoco que ignorara las relaciones con el frailecito y con el "baronet" de la Embajada inglesa. La paternidad de la niña tampoco ha quedado en el misterio, y ésta es la más cruel puñalada que ha sufrido el conde, pues hay que confesar que amaba a la niña con delirio. Para demostrar que ésta es hija del rey, y que nació dos meses después de lo que Baselga creía, la duquesa se valió de mi madre, que declaró el día y la hora en que asistió a doña Pepita en el parto, diciendo que si la partida de bautismo aparecía escrita en abril o sea dos meses antes, era por obra de la influencia de la condesa, que compró al cura de la parroquia. Ha sido una suerte que ni mi madre ni la duquesa, que son dos imprudentes, hayan mezclado para nada el nombre de nuestra Orden en las revelaciones, ni hayan dicho que fué vuestra reverencia quien arregló todo lo referente al bautizo. En cuanto a las actuales relaciones con sir Walace, el negrazo se ha encargado de decir la verdad. Primero tuvo cierto reparo de hablar ante su amo, al que teme con razón; pero esa duquesa, de tal modo se ha apoderado de su ánimo, que al fin le hizo hablar; y el muy villano, deseoso de vengarse de su antigua ama, que, como a todos los criados, lo trataba a latigazos, ha contado, con todos sus pelos y señales, cómo, siempre que el conde estaba de guardia o de servicio en Palacio, entraba en la casa el arrogante "baronet", y hasta le ha entregado una carta lacónica, pero comprometedora, que la condesa le había dado para que la llevase a la Embajada inglesa.

– ¿Y el conde? – preguntó, con encubierta ansiedad, el padre Claudio – . ¿No sabes lo que hizo el conde al convencerse de su deshonra?

– Mi madre, cuando habló conmigo, estaba todavía asustada por la terrible explosión de cólera de Baselga. Cuando el conde se convenció de que su esposa le hacía traición, salió corriendo de casa de la duquesa, murmurando maldiciones y amenazas, con todo el aspecto de un loco.

– ¡Esto es grave! – murmuró el padre Claudio y, presa de nerviosa agitación, levantóse del asiento y comenzó a pasear con aire meditabundo.

– ¿Cuánto tiempo hace – preguntó al hermano Antonio – que el conde salió de casa de la duquesa?

– No lo sé ciertamente; pero calculo que pronto hará una hora.

– No hay tiempo que perder. ¿Está enganchado el coche?

– Sí, reverendo padre. Es ya la hora en que vuestra reverencia acostumbra a ir a Palacio.

– No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna de las suyas?

– Malos celos tiene el señor Baselga, pero creo que no haría mal vuestra reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su esposo. Es una rebelde que, desde que está en lo alto, desprecia a la Orden, que tanto la ha favorecido, y se niega a obedecerla.

– ¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil, y nos conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además, en sus tormentosas explicaciones con el conde puede ser que para sincerarse, delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo vaya pronto allá, y el Corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.

VIII

La cólera de Baselga

No era operación trivial el peinado de una dama en aquella época.

En todos tiempos ha sido el tocado de las cabezas femeninas empresa dificultosa que ha necesitado mucho tiempo y no pocas meditaciones, pero en la última época del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y gigantesco.

Pepita estaba ante el espejo de su gabinete, ocupada en arreglar sus cabellos con el mejor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la habitación vecina, y, poco después, la puerta de la estancia, que estaba entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y, girando rápidamente, fué a chocar contra la pared, con atronadora violencia.

Volvió la bella Condesa la cabeza, asustada por tal estrépito, y vió, parado en medio de la puerta, al gigantesco Baselga, que tenía un aspecto poco tranquilizador.

Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despectivamente a su esposo, y tan grande era su conocimiento del dominio que ejercía sobre su voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel rostro ceñudo, en el cual destacábanse horriblemente los ojos centellantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus órbitas.

Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que desprecio y volviendo a mirarse en el espejo, dijo, con su tono meloso e indolente:

– Pero, hijo mío, ¿qué te sucede para que tan descortésmente penetres en el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un niño.

El conde pareció no oir estas palabras. Tal seducción ejercía aquella mujer sobre su ánimo, que, a pesar de la indignación que le dominaba y de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa de la duquesa a la suya, se detuvo, como asombrado, cual si por primera vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus gracias.

Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía de una voluntad firmísima, y la indecisión se apoderaba continuamente de su ánimo.

Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas, y se sentía con ímpetu para exterminar, no ya a Pepita, sino a todo el género humano: pero desde el momento que contempló a su esposa sintióse de nuevo víctima de aquel predominio que ésta sabía ejercer sobre su carácter, y permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana seguía peinándose tranquilamente.

La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba sacaron a Baselga de su contemplación de idiota, y, avanzando al centro del gabinete, dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:

– Pepita, tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a frente.

– Habla cuanto quieras – contestó la hermosa, con su tonillo indolente – ; habla, que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para escucharte.

– ¡A sentarte… y pronto! Yo lo mando.

Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo esclavo se rebelaba demostrando tener voluntad; pero fué para ella tan extraña la impresión que vió en su rostro que, obedeciendo a un impulso de conservación, abandonó su peinado y fué a sentarse en el extremo del diván que le indicaba Baselga.

– Ahora – dijo éste con terrible calma – que los dos nos encontramos frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me convenza mejor de que he sido un imbécil y usted, señora, una tremenda…

Y Baselga dió a su esposa un calificativo tan justo como duro, cuya crudeza disculpaba su inmensa indignación.

Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su esposo, y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita, a pesar de su despreocupación y su descoco, comenzara a perder la serenidad.

– Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mí los deshonrosos amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento, y aun los que hoy tiene con cierto individuo de la Embajada inglesa, al que muy pronto ajustaré las cuentas.

La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma, no pudo menos de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.

– Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña impunemente, pues antes quiero morir o matar, que ser objeto de burla para nadie.

– Te han engañado, Fernando mío – dijo Pepita con tono zalamero – . Todo eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras que sin duda te han imbuído personas que desean mi perdición.

– ¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que mientes. Para demostrarme lo contrario, sería preciso que me convencieses de que no existe un "baronet" llamado sir Walace, agregado a la Embajada inglesa, y de que es falsa esta carta escrita de tu letra y en la cual le das una cita para esta misma noche, en que he de entrar de guardia en Palacio.

Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.

Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo lo sabía todo.

– ¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que eres la querida de Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba tanto como a Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio. ¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido contra el imbécil marido que tan ciego estaba!

El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer, tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y ribeteados de rojo, cual si fuesen de cristal y transparentasen dos grandes coágulos de sangre.

Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos años antes se batía por una mala mirada, indignóse hasta el punto de parecer un loco; sus dientes rechinaron, una oleada de densa sombra pasó rápidamente ante su vista, y sintió una necesidad tan imperiosa de desahogar su furor, que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.

La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.

Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.

Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, y, al contemplar su obra, sintió tal desesperación que casi estuvo tentado de pedir mil perdones a aquella misma mujer que tanto le había ofendido.

En uno de sus brutales arranques llevóse la diestra a la boca para morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin perjuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con ella sola lograba salir de tan tremenda situación.

Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos y paseando el conde agitadamente; fué borrándose poco a poco de su cerebro la expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento, hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.

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