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Los enemigos de la mujer
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Los enemigos de la mujer

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De pronto, mostró deseos de vivir una larga temporada en Londres, y esto la hizo ceder á la petición de su hijo, que ansiaba realizar un viaje solo por toda Europa.

– Ya eres un hombre; vas á tener catorce años. Viaja, no repares en gastos; piensa siempre que eres el príncipe Lubimoff… El coronel irá contigo: será tu ayudante, como lo fué del heroico marqués.

Su primer viaje fué á España. Miguel Fedor deseaba conocer la tierra de su padre. Toledo creyó del caso mostrar cierta inquietud para que le admirase el joven príncipe. ¡Un coronel carlista que no había querido acogerse á indulto ni acataba á la dinastía reinante!.. Pero viajaron tres meses por España, sin que se fijasen en ellos mas que por la largueza de sus propinas. Bien es verdad que Toledo evitó ponerse en contacto con sus antiguos camaradas. Se consideraba ya de otro mundo; sentía interiormente el mismo cambio que su general.

Cuando Miguel Fedor sació su primer entusiasmo por las corridas de toros, continuaron el viaje á través de Europa, hasta llegar á Rusia, mucho después de las numerosas cartas de presentación dirigidas por la Lubimoff á sus parientes. Un año permaneció allá el príncipe, visitando sus propiedades menos lejanas, conociendo á todas las grandes familias amigas de su madre. El coronel habló gravemente de cosas de guerra con varios generales que le acogieron como un igual. Era el ayudante, el compañero de heroísmos de Saldaña, al que habían conocido, de jóvenes, en la guerra contra Turquía siendo oficiales.

Las antiguas amigas de la princesa Lubimoff dieron al hijo una noticia inesperada. Su madre pretendía casarse con un señor inglés y había escrito al zar solicitando su autorización. Esta noticia sólo impresionó á Miguel Fedor. Los tiempos de la extravagante Nadina estaban muy lejos. Sus actos no producían eco alguno. Otras princesas jóvenes la habían borrado con aventuras todavía más ruidosas. Sólo algunas damas de la antigua corte, cuando olvidaban sus preocupaciones de madres, hacían memoria de la princesa Lubimoff, recordando con esto á la perdida juventud, siempre más interesante que los tiempos actuales.

Al volver el joven al palacio de París encontró á su madre tan princesa como siempre, pero casada con un señor escocés, sir Edwin Macdonald.

– Tú me dejarás algún día – dijo ella con su voz trágica de los grandes momentos – . Un príncipe Lubimoff debe vivir en la corte, servir á su emperador, ser oficial de la Guardia; y yo necesito un compañero, un apoyo. Sir Edwin es la distinción personificada; pero no creas que olvido á tu padre. ¡Nunca!.. ¡Héroe mío!

Miguel Fedor vió á un señor que, efectivamente, era «la distinción personificada»; atento con todos, muy digno en sus ademanes, parco en las palabras, y que pasaba encerrado largas horas, estudiando, según decía la princesa. Le preocupaba la política de su país, y su ilusión era volver al Parlamento, de donde le había hecho salir una derrota electoral.

Este hombre frío, de pálida sonrisa y una corrección extremada hasta en los actos más insignificantes, no le inspiró antipatía como padrastro, ni simpatía como amigo. Fué un hombre poco molesto y algo borroso que se acostumbró á encontrar todos los días ocupando el antiguo lugar de su padre, y que le hubiese sorprendido no ver de pronto.

Otras personas penetraron en el palacio Lubimoff con toda la confianza del parentesco, á causa de este matrimonio.

Un hermano de sir Edwin había tenido que lanzarse por el mundo para ganar su vida, como todos los segundones de las familias británicas. Después de una existencia de aventuras, había acabado por instalarse en el Sur de los Estados Unidos, junto á la frontera de Méjico, y de pronto se encontró mucho más rico que su hermano mayor, al casarse con una heredera del país.

Su esposa era mejicana. Poseía famosas minas de plata tierra adentro y extensas llanuras en la frontera. Sólo tuvieron una hija; y cuando ésta iba á cumplir ocho años, Arturo Macdonald murió á consecuencia de una caída del caballo. La viuda, con su pequeña Alicia, se trasladó á Europa para vivir en Londres, cerca de su cuñado sir Edwin, miembro entonces del Parlamento, y admirado por la mejicana como uno de los directores del mundo. Luego se instaló en París, por ser esta capital más de su gusto y poder encontrar en ella á numerosos compatriotas.

La princesa Lubimoff trataba bien á esta parienta, pero su amistad sufría bruscas alteraciones, pasando por cariñosos entusiasmos y repentinos desvíos.

Ella y doña Mercedes podían hablar de minas y vastísimas propiedades, aunque ninguna de las dos conocía con certeza su fortuna, apreciándola únicamente por las enormes rentas – millones al año – que enviaban los lejanos administradores, y que consumían ambas sin saber cómo. Otro motivo de simpatía para la Lubimoff en sus días de benevolencia: ella era rubia y la criolla conservaba los restos de una belleza hispano-azteca, con la tez de un moreno algo verdoso, los ojos enormes, rasgados, oblicuos, en forma de almendra, y una cabellera asombrosa por su intensa negrura, su brillo y su longitud.

Pero una rivalidad instintiva amargaba frecuentemente las relaciones de las dos multimillonarias. La princesa estaba segura de que su fortuna era enormemente superior. Cuando doña Mercedes hablaba de la plata mejicana, la Lubimoff aludía al platino de Rusia. «¡Y qué vale la plata comparada con el platino!» Para acabar de aplastarla, hacía la historia de su familia. A partir del remoto abuelo cosaco, que casi se convertía en esposo legítimo de Catalina la Grande, iban desfilando generales, mariscales de palacio, halemanes seguidos por sus mesnadas de jinetes medio salvajes, príncipes y embajadores. La mujer de sir Edwin hablaba como si perteneciese á la familia reinante, dando á entender que su famoso abuelo había intervenido en la formación de algún zar. Por eso en la corte la habían tratado siempre á ella con una predilección especial.

Vejada interiormente doña Mercedes por tanta grandeza, sonreía, sin embargo, con una dulzura de india, como diciendo: «Todo eso está muy lejos y tal vez sea mentira.»

De pronto, empezaba á hablar en su francés rápido y caprichoso, revestido para siempre de una coraza de adherencias españolas.

– Mamá era íntima amiga de Eugenia… ¿No sabe usted qué Eugenia? La emperatriz, la esposa de Napoleón III. Cuando anunciaban en las Tullerías á madama Barrios (que era mamá), las puertas se abrían de par en par… Papá fué de los que hicieron emperador á Maximiliano.

Y frente á las grandezas aristocráticas de Petersburgo elevaba la imagen de la corte mejicana, del breve Imperio que había tenido por epílogo el fusilamiento del archiduque Maximiliano y la locura de su esposa Carlota. La buena señora lo contaba todo tal como lo había oído á su madre. El emperador quería establecer la rancia etiqueta austriaca, pero las matronas mejicanas, al visitar á la joven emperatriz, le decían maternalmente, con una llaneza criolla: «¿Cómo le va, Carlotita?.. ¿Qué le parece este país, hija mía?»

A impulsos de una franqueza semejante, doña Mercedes terminaba diciendo:

– Papá, al ver que el Imperio iba mal, reconoció á Juárez y se fué con los republicanos. Había que salvar nuestras minas.

Luego hablaba de los Barrios, procedentes, según ella, de la más vieja aristocracia española. Todos los nobles de Madrid resultaban parientes suyos: era cosa sabida. De niña había visto en su casa muchos papeles que probaban su derecho á un título de marqués; pero por las revoluciones del país y por sus viajes, ya no sabía dónde encontrarlos.

Si la princesa alababa las magnificencias de su palacio, la criolla hacía alusión inmediatamente al elegante hotel particular comprado por ella en los Campos Elíseos. La llegada del coronel Toledo, héroe decorativo que volvía á dar á la vivienda principesca un prestigio militar, no intimidó á doña Mercedes. También ella tenía su español: un clérigo aragonés, que era algo así como su capellán de honor, y al que consideraba un sabio, porque, aburrido de su sinecura, se había dedicado á la astronomía elemental, instalando un telescopio en el tejado de la casa.

Cada vez que la mejicana su atrevía á imitar las fiestas, los carruajes ó los vestidos de la princesa, ésta lamentaba que París no estuviese en Rusia, para llamar al general de la Policía y recordarle el respeto que debe guardarse á las castas superiores. Pero á continuación de sus cóleras, sentía un fulminante cariño por doña Mercedes, asegurando que, aunque iletrada, era mujer de talento natural y la única con quien podía hablar horas enteras.

Entre estas dos bellezas descendentes, que se habían visto solicitadas y adoradas en otros tiempos, existía un motivo de unión, algo que las conmovía como una música amada y lejana, como un recuerdo nostálgico de la juventud: la hija de doña Mercedes, la vivaracha Alicia Macdonald.

La madre creía ver en ella su propia hermosura repitiéndose con nueva savia, y se engañaba. Alicia había unido á su moreno esplendor la ligera esbeltez, la soltura un poco amuchachada de su origen paterno. La princesa, ante la independencia de su carácter, creía verse también á sí misma cuando empezó á escandalizar á la corte imperial. Otro error. Ella había podido seguir los impulsos de su voluntad, sin miedo á los comentarios. Todo lo poseía. Además de sus inmensas riquezas, contaba con los privilegios del nacimiento, pudiendo elevar hasta ella á cualquier hombre, por bajo que estuviese. Alicia tenía una ambición: unir á su fortuna un gran título de vieja aristocracia para figurar en una corte, y este deseo lo perseguía á los quince años con una glacial tenacidad, disimulada por aturdimientos aparentes. Doña Mercedes le había hablado desde la infancia de matrimonios de leyenda; de príncipes que en otros tiempos se casaban con pastoras y ahora buscaban á las millonarias.

Miguel Fedor se sintió algo intimidado al encontrar en su palacio á esta muchacha que le miraba descaradamente, con ojos de dominación, como si todo lo existente debiera doblarse ante su paso.

Era hermosa, con una belleza más perturbadora que correcta. Su tez levemente dorada con el color de la naranja, sus ojos rasgados y algo subidos en su vértice, la abundante cabellera, que parecía retorcerse y vivir como un haz de serpientes negras escapándose de la opresión de las horquillas, le daban un encanto exótico. El resto de su cuerpo revelaba la educación física moderna, los miembros ágiles y endurecidos por los continuos deportes.

Doña Mercedes pareció empujarlos á los dos desde los primeros encuentros.

– Háblense de tú – dijo maternalmente – . Son ustedes primos.

Aunque Miguel no llegaba á comprender este parentesco, tuteó á la joven, mientras la criolla sonreía viendo ya á Alicia con una corona de princesa haciendo reverencias ante el zar. La de Lubimoff estaba en una de sus buenas épocas; no creía por el momento en castas y privilegios; hasta habría dado dinero á los melenudos que la visitaban años antes, y aceptó con silenciosa tolerancia los desmesurados planes de su amiga.

El príncipe iba comunicando sus impresiones al coronel.

– Demasiado señorita. Me gustan más las otras.

Don Marcos, compañero de largos y regocijados viajes, sabía quiénes eran «las otras» para este muchacho que había empezado muy pronto á picar en los racimos de la vida.

Otras veces le irritaba que se pareciese demasiado á las otras, con sus atrevimientos de virgen loca.

– Es peor que un muchacho. ¡Si supieras, coronel, lo que me dice!..

Alicia, por su parte, tampoco parecía contenta. Los otros hombres se esforzaban por adularla y serle gratos, mientras que Miguel mostraba un carácter imperioso, semejante al suyo, discutiendo con ella, atreviéndose á contrariarla.

Algunas vecen salían juntos á caballo para galopar por el Bosque de Bolonia bajo la vigilancia de Toledo. Un tormento para don Marcos. El había sido héroe de montaña; pero el grado impone deberes, y cabalgaba todo lo mejor que puede hacerlo un coronel de infantería.

Ella era una amazona infatigable. En el hotel de los Campos Elíseos, doña Mercedes tenía que buscarla muchas veces en las caballerizas, donde permanecía entre palafreneros y cocheros, hablando con una autoridad profesional, mientras vigilaba el cuidado de los animales. Luego, al subir al salón, su cabellera suelta esparcía un fuerte olor á cuadra. Allá en su tierra se había sostenido agarrada á las crines de un caballo antes de saber andar. En París se metía audazmente entre los vehículos y atropellaba á los transeuntes, viéndose atajada por la policía en sus locos galopes. El coronel intentaba seguirla silenciosamente, pero con el corazón oprimido. El príncipe protestaba de estas carreras, buenas para los prados natales, y sus recriminaciones establecían entre los dos un alejamiento hostil. «A ella no le chillaba ni su madre. Ya era mayor de edad para saber lo que debe hacerse…» Y tenía quince años.

Una mañana, al llegar á una encrucijada del Bosque, Alicia echó su caballo por la avenida que le pareció preferible, sin consultar á su acompañante.

– No; por aquí – dijo imperiosamente Miguel.

– No me da la gana; ¡por aquí! – contestó ella con tono enfurruñado.

Intentó el príncipe cerrarla el paso cruzando su caballo en el camino, y ella lanzó el suyo contra el de Miguel con un impulso que hizo doblar las patas delanteras de las dos bestias. Toledo, que iba detrás, vió que mediaban entre ambos miradas iracundas acompañadas de duras palabras. Alicia levantó su latiguillo, golpeando al príncipe en un hombro.

– ¡A mí!.. ¡A mí!

El descendiente del cosaco Lubimoff cambió de rostro, adquiriendo una fealdad salvaje. Su nariz pareció ensancharse aún mas. Levantó á su vez el látigo y tiró un golpe. Pero el coronel había metido su caballo entre los dos, recibiendo parte del fustazo en una mejilla, que empezó á sangrar. La vista de la sangre y la consideración de que el golpe era para ella enloqueció de cólera á la joven.

– ¡Bruto! ¡Salvaje!.. ¡Ruso!

Le pareció esto poco, y se mantuvo silenciosa un segundo, buscando una injuria mayor. Los recuerdos de la niñez le dieron ayuda; las leyendas oídas allá en sus tierras á los mestizos le sugirieron un nuevo insulto, como si Miguel Fedor fuese Hernán Cortés.

– ¡Español!.. ¡Asesino de indios!

Y temiendo un segundo fustazo después de tales palabras, hizo dar vuelta á su caballo, huyendo en una carrera frenética que no se detuvo hasta el Arco de Triunfo.

Después de este incidente, doña Mercedes perdió toda esperanza de que su hija fuese una Lubimoff.

– ¡Princesa rusa! – decía Alicia con desprecio – . ¡Pero si en Rusia todo el mundo es príncipe!.. Vale mas un simple barón inglés, un conde de Francia ó de España.

Miguel no se mostró mas acomodaticio al sermonearle el coronel.

– No quiero saber nada de esa p…

La princesa, en uno de sus saltos de humor, encontró muy justa la apreciación. Estas parientas de sir Edwin siempre le habían parecido gente ordinaria. También encontraba natural que su hijo pensase en volver á Rusia para seguir sus destinos de príncipe. La vida de privilegios y castas de allá era más adecuada á su rango que la existencia democrática de París, donde unas indias americanas, porque tenían millones, podían creerse iguales á un Lubimoff.

Hasta los veintitrés años estuvo en Rusia el príncipe Miguel. Sus estudios militares fueron brillantes, según Toledo, distinguiéndose entre los más famosos oficiales de la caballería de la Guardia. Alcanzó premios en los concursos hípicos, partió á pistoletazos monedas sostenidas por sus camaradas á cincuenta pasos, manejó el sable con una maestría que hubiese admirado al general Saldaña y á su abuelo el cosaco. Todos los días, en un patio de su palacio de Petersburgo, le esperaba un monigote de tamaño natural hecho con la arcilla pegajosa y compacta que emplean los escultores, y permanecía ante él media hora ejercitándose. Lo importante no era asestar un golpe al enemigo, sino darlo bien, con la mayor profundidad y fuerza posibles. Y la cabeza y los miembros del monigote volaban segados por la hoja de acero. El estudio de las ciencias militares quedaba para los de infantería y artillería, hijos de empleados y de mercaderes.

El coronel se mostró asombrado al principio de las magnificencias y derroches de la vida rusa; luego acabó por encontrarla regular, como si estuviese acostumbrado á algo semejante desde su niñez. «Piensa, hijo mío, en el nombre que llevas – escribía la princesa – . No lo deshonres. Gasta con arreglo á lo que eres.» Y el hijo seguía fielmente sus consejos, sin pedirle nada á ella, entendiéndose directamente con los administradores rusos. Según los cálculos de don Marcos, el teniente de la Guardia gastaba unos tres millones por año. Su cuadra de caballos de carrera era la más célebre de la capital. Muchas bellezas famosas de la corte y de los teatros tenían algo que ver con el príncipe Miguel Fedor. Sus cenas en el palacio Lubimoff ó en los restoranes de moda eran buscadas por toda la juventud aristocrática. Verse invitado á ellas representaba un honor extraordinario, algo así como ser individuo de una academia de superhombres. Mujeres célebres acababan bailando desnudas sobre la mesa á las primeras luces del alba, para no desairar al anfitrión.

A veces se cortaban estas fiestas con una disputa de borrachos, mezclándose el vino y la sangre. El coronel había visto al final de una de estas escenas un duelo á pistola entre dos convidados, en el jardín del palacio, cuando empezaba á amanecer. Un muerto. Sus mejores amigos habían llevado el cadáver hasta un muelle del Neva, colocando un revólver al lado para que la policía admitiese la hipótesis de un suicidio.

No; don Marcos no gustaba de estas fiestas nocturnas. Las consideraba peligrosas. Un gran duque joven, completamente ebrio, se había entretenido en embadurnarle las patillas con caviar, hasta que, cansado de esta confianza, el español metió á su vez la mano en el plato, ensuciando igualmente de verde el angosto rostro. El borracho dudó un momento si debía matarlo, pero acabó por abrazarse á él, cubriéndole de besos y declarando á gritos que era su padre.

Toledo prefería las tranquilas amistades con los antiguos compañeros de armas de su general: graves personajes que le hablaban de futuras guerras y de la política del mundo. Además, las larguezas de su príncipe le permitían diversiones secretas menos ruidosas y dulcemente modestas.

Una noche, al volver al palacio Lubimoff pasadas las dos, vió que había una cena en el gran comedor de gala. Los convidados eran unos cincuenta, y en el curso de la noche fueron llegando muchos más. Parecía como que hubiese corrido una noticia por los lugares de placer de la capital, atrayendo á toda la juventud libertina.

Frente al príncipe estaba sentado un teniente de cosacos, pequeño, felino, negruzco, con ojos asiáticos. Su uniforme sucio revelaba un viaje reciente. Miguel Fedor tenía con él las mayores atenciones, como si fuese el único invitado. Toledo, conocedor de todos los amigos de la casa, no logró dar un nombre á este cosaco rústico que parecía llegar de una guarnición remota de Siberia. Alguien quiso sacarle de dudas, y se estremeció al saber que era el hermano de una dama de la corte que precisamente andaba en lenguas por su excesiva confianza con Miguel Fedor. Los dos hombres se miraban con interés, brindándose mudamente los vasos enormes de champaña. En el fondo del comedor gemían incesantemente los violines de unos ziganos. Varias muchachas morenas, con delantales á rayas de diversos colores, danzaban en torno de la mesa. Pero á pesar de esto, don Marcos husmeaba algo lúgubre en el ambiente.

– ¡León, los sables!

El príncipe se había puesto de pie, después de mirar su reloj, dando esta orden al criado de confianza, que estaba detrás de él. Todos los convidados se precipitaron á las puertas con la confusión del público que asalta un teatro. Cada uno deseaba llegar el primero al jardín. Ya no había por qué fingir: ansiaban el espectáculo anunciado… Y el coronel encontró finalmente quien le hablase con claridad.

– Ha llegado al anochecer, para pedir al príncipe que se case con su hermana. Un viaje de treinta y ocho días… El príncipe no quiere… Pocas veces se verá esto… Es el primer sable de Siberia.

El jardín estaba cubierto de nieve. Aún era de noche, y la luna fugitiva lo iluminaba con unos rayos diagonales, extendiendo desmesuradamente la sombra de los árboles. Más de cien hombres formaron dos masas negras en los bordes de una avenida. El coronel vió llegar á varios criados: uno traía los sables, los demás llevaban grandes bandejas con botellas y copas.

Miguel Fedor se inclinó ante el enemigo con los ojos brillantes de amabilidad y de alcohol.

– ¿Quiere usted beber algo mas?

Dió las gracias el cosaco en voz baja y Toledo lo vió de pronto despojarse de su larga levita con el pecho adornado de cartucheras. A continuación se quitó la camisa, quedando sin más que los pantalones y las altas botas. Luego se inclinó, y agarrando dos puñados de nieve, empezó á frotarse el tronco, un poco angosto, y los brazos nervudos.

El príncipe se estremeció de sorpresa y de frío, lo mismo que muchos de los espectadores. Pero consideraba indispensable imitar á este rudo adversario, para que las condiciones del combate fuesen iguales. Mientras se despojaba de la parte superior de su uniforme, se abrieron en la penumbra lunar del jardín las rojas estrellas de varias antorchas.

Don Marcos vió á los dos hombres frente á frente, desnudos de cintura arriba, brillándoles los bustos con la humedad de la reciente frotación, cimbreando en sus manos unos sables con filos de navaja de afeitar. «¡Adelante!» Alguien dirigía el combate.

«¡Pero esto es una barbaridad! – pensó el español – . Estos hombres son unos salvajes.»

No se atrevía á decirlo en voz alta porque era un coronel; pero toda su vida se acordó de esta escena.

Cruzaban sus sables, se esquivaban, se atacaban, el príncipe con paso firme, el otro con una agilidad felina. Toledo, viéndolos rojos, creyó que era un efecto de la luz de las antorchas. Al aproximarse á él en una de las evoluciones de su juego mortal, se dió cuenta de que estaban cubiertos de sangre. Sobre sus troncos se extendían unas casacas de púrpura partidas en harapos que temblaban con incesante chorreo. Sus brazos surgían blancos de esta vestidura caliente y húmeda. El príncipe llevaba la peor parte. Toledo lo vió de pronto con un profundo corte en la frente; luego creyó distinguir que una de sus orejas estaba medio despegada del cráneo. Aquel gato salvaje de las estepas se escurría bajo su sable. Nadie osaba intervenir; el duelo era sin misericordia, sin descanso, sin otra condición definida que la muerte de uno de los dos. Se confundían, formando un solo cuerpo erizado de relámpagos blancos en la penumbra de los árboles; se mostraban luego despegados y buscándose en el círculo de incendio de las antorchas.

Oyó de pronto el coronel un maullido de dolor, un alarido de pobre bestia sorprendida. Lubimoff era el único que estaba de pie. Con un golpe de punta había cortado la yugular á su adversario. Luego de permanecer inmóvil un segundo, lo abandonó la fuerza sobrehumana que le había sostenido hasta entonces, sintió caer de golpe sobre él todo el cansancio de la lucha, toda la pérdida de sangre de sus heridas, y se desplomó á su vez, pero en los brazos de varios amigos. No había un solo médico entre los espectadores: nadie había pensado en esto. Consideraban inútil su presencia en un encuentro que sólo podía terminar la muerte.

Todos los curiosos abandonaron el jardín siguiendo al desmayado príncipe. Sólo unos criados permanecieron junto al cuerpo del cosaco, tendido de bruces, viendo respetuosamente cómo se agitaban por última vez sus piernas, cómo se iba vaciando lentamente por el cuello, cómo se extendía una mancha negra en la nieve, que empezaba á azulear bajo la lividez del alba.

Este suceso tuvo gran resonancia en la corte, que ya se había ocupado muchas veces de las ruidosas aventuras del príncipe. Sus duelos, sus amores, sus escandalosas fiestas, irritaban al joven emperador, empeñado en moralizar las costumbres de sus allegados. En las reuniones aristocráticas volvieron á recordarse las extravagancias de la casi olvidada Nadina Lubimoff. El joven cosaco estaba emparentado con personajes influyentes y su muerte contribuía al descrédito total de la hermana.

Aún no había convalecido Miguel Fedor completamente de sus heridas, cuando recibió la orden de salir de Rusia. El zar lo desterraba por tiempo indefinido. Podía vivir en París al lado de su madre.

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