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Los enemigos de la mujer
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Los enemigos de la mujer

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Viéndose solo en París, donde únicamente podía contar con la admiración de algunas viejas legitimistas del faubourg San Germán, se marchó á Viena. Allí su rey tenía parientes y amigos. Su juventud y sus hazañas le valieron ser admitido en el mundo de los archiduques como un héroe de la monarquía tradicional. La guerra entre Rusia y Turquía le arrancó de esta dulce existencia de parásito interesante. Hombre de espada y católico, creyó que su deber era combatir al turco; y recomendado por sus protectores austriacos, pasó á la corte de Petersburgo. El general Saldaña fué simple comandante de escuadrón en el ejército ruso. Los oficiales hablaban con él en francés. Sus jinetes harto le entendían cuando se colocaba ante el escuadrón y, desenvainando el sable, galopaba el primero contra el enemigo.

Varias cargas afortunadas y dos heridas más «de suerte» le dieron algún renombre. Al terminar la guerra contaba con numerosos amigos entre la oficialidad noble, y fué presentado con los salones más aristocráticos. Una noche, en el baile de una gran duquesa, vió de cerca á la mujer de moda, á la joven que más daba que hablar en aquel invierno á las gentes de la corte: la princesa Lubimoff.

Tenía veintitrés años, era huérfana, y su fortuna la apreciaban como una de las más grandes de Rusia. El primer príncipe Lubimoff, pobre y hermoso cosaco, que no sabía leer, logró llamar la atención de la gran Catalina, figurando á la cabeza de sus amantes de segundo orden. En los años que duró el capricho imperial, el nuevo príncipe tuvo que buscar su fortuna lejos de la corte, pues los favoritos anteriores se habían llevado todo lo que estaba más á mano. La zarina le dió cuanto quiso escoger sobre el mapa de su inmenso Imperio: territorios lejanos, al otro lado de los Urales, que su nuevo poseedor no había de visitar nunca, así como los más de sus sucesores. Al crearse los ferrocarriles, enormes riquezas fueron surgiendo de estas tierras escogidas por el cosaco: en unas se descubrían venas de platino: en otras, canteras de malaquita, yacimientos de lapislázuli, abundantes pozos de petróleo. Además, docenas de miles de siervos recién emancipados por el zar seguían trabajando la tierra, lo mismo que antes, para los descendientes de Lubimoff. Y toda esta fortuna enorme, que casi se doblaba por año con nuevos descubrimientos, pertenecía por entero á una mujer, la joven princesa, que se consideraba como de la familia imperial por obra de su ascendiente, y había preocupado más de una vez al soberano, á causa de las excentricidades de su carácter.

Era una virgen guerrera, caprichosa, incoherente en actos y palabras, desorientando á todos con los violentos contrastes de su conducta. Trataba como camaradas á los oficiales de la Guardia, fumando y bebiendo lo mismo que ellos y entrometiéndose, en sus ejercicios de equitación; pero de pronto se encerraba en su palacio semanas enteras, para arrodillarse, ante los santos iconos en una crisis de misticismo, pidiendo á gritos el perdón de sus pecados. Veneraba al emperador como representante de Dios y al mismo tiempo simpatizaba con los nihilistas.

Los personajes de la corte se escandalizaban al recordar cómo, acompañada de una doncella que la policía consideraba sospechosa, había ido una mañana á una pobre casita de las afueras de la capital, confundiéndose con la canalla revolucionaria de artesanos y estudiantes. Con ellos había desfilado por una estrecha habitación, ante un féretro próximo á volcarse bajo los empujones de la muchedumbre triste y curiosa.

El muerto se llamaba Fedor Dostoiewsky. La princesa había deshojado un ramo carísimo de rosas sobre la frente abombada y las barbas ascéticas del novelista. Y esa misma Nadina Lubimoff golpeaba en su palacio á los criados como si aún fuesen siervos, hacía arrodillarse á sus pies á las doncellas en momentos de cólera, lo ponía todo en conmoción con su tempestuosa irascibilidad, hasta el punto de que cierto viejo príncipe que era su tutor por orden imperial deseaba verla casada cuanto antes, aunque con ello perdiese el manejo de una fortuna inmensa.

Inspiraba miedo á sus enamorados. Todos temían la burla cruel como respuesta á una petición matrimonial. Por dos veces había anunciado su casamiento con señores de la corte, y á última hora ella misma pidió al zar que negase su permiso. Ningún hombre osaba ya solicitar su mano, por temor á las risas y los comentarios. Y á pesar de las libertades é inconveniencias de su conducta, nadie ponía en duda su virginidad.

Saldaña pensó al verla en una náyade septentrional surgiendo de un río verde en el que flotasen bloques de hielo. Era alta, de aspecto majestuoso, algo abultada de formas, lo mismo que las divinidades pintadas al fresco en los techos; pero de una blancura esplendorosa, las pupilas grises con una lenteja verde en el centro, la cabellera de un rubio flácido y desteñido, como si acabase de surgir de un intenso lavado. Su carne tal vez resultaba un poco blanda, á causa de su maravillosa blancura, pero esparcía un perfume fresco, «olía á agua corriente», según la expresión de sus admiradores. Una nariz demasiado ancha, cuyas aletas se agitaban en momentos de emoción con un estremecimiento caballuno, recordaba á su glorioso ascendiente el viril cosaco de la zarina.

Pasó una gran parte del baile sin fijarse en el español. ¡Eran tantos los oficiales que la rodeaban, acogiendo con sonrisas de gratitud sus chistes atroces y sus palabras gruesas!.. De pronto, Saldaña, que estaba entre dos puertas, se estremeció al oir una voz femenil de tono imperioso.

– Su brazo, marqués.

Y antes de que él se lo ofreciese, la joven princesa se lo tomó, tirando de él hacia el salón donde estaba el buffet.

Nadina se bebió una gran copa de volka, prefiriendo este aguardiente popular al champaña que servían pródigamente los criados. Luego, sonriendo á su acompañante, lo llevó hasta el hueco de una ventana casi oculta por sus cortinajes.

– ¡Las heridas!.. ¡Quiero ver las heridas!

El español quedó estupefacto ante la orden de esta gran dama, acostumbrada á imponer sus más raros caprichos. Ruborizándose, como un soldado que sólo ha vivido entre hombres, acabó por recogerse la manga izquierda de su uniforme, mostrando un antebrazo moreno, velludo, con gruesos tendones, hondamente surcado por la cicatriz de un balazo recibido allá en España.

Admiró la princesa este miembro atlético, de piel obscura cortada por la blanca tortuosidad de la carne nueva.

– ¡Las otras!.. ¡Quiero ver las otras! – ordenó, clavando en él unos ojos agresivos como si fuese á morderle, mientras se doblaba hacia abajo el arco de su boca con llorosa humedad.

Le había agarrado el brazo con una mano trémula, mientras la otra avanzaba sobre el pecho del dolmán, pretendiendo deshacer sus cordones de oro.

El soldado se echó atrás, balbuceando. ¡Oh, princesa!.. Lo que pretendía era imposible. Las otras heridas no podían mostrarse á una dama…

Sintió en su única cicatriz visible el contacto de unos labios. Nadina, inclinando su orgullosa cabeza, le besaba el brazo.

– ¡Oh, héroe!.. ¡Héroe mío!

Después de esto volvió á erguirse fría y serena, sin más que una leve palpitación en las alillas de su nariz. Ya no la inquietaba el deseo de conocer inmediatamente aquellas cicatrices espantosas que le habían descrito los camaradas del valeroso soldado. Estaba segura de verlas á su placer todo el tiempo que quisiera.

A los pocos días empezó á circular el rumor de que la princesa Lubimoff se casaba con el español. Ella misma había lanzado la noticia, sin cuidarse de conocer antes la voluntad de su futuro marido. Las razones con que pretendía justificar su decisión no podían ser de más peso. Ella era rubia y Saldaña moreno; los dos habían nacido en los países más apartados de Europa. Todas estas condiciones bastaban para hacer un matrimonio feliz. Además, la princesa estaba convencida de que siempre había amado á España, aunque no podía señalar con exactitud su situación en el mapa. Hacía memoria de unos versos de Heine que nombran á Toledo, de otros versos de Musset á las marquesas andaluzas de Barcelona, tarareaba una romanza sobre los naranjos de Sevilla… Su héroe debía ser forzosamente de Toledo ó andaluz de Barcelona.

En vano algunos personajes de la corte le hablaron de que el zar no autorizaría esta unión. ¡Una gran heredera casándose con un soldado extranjero desterrado de su país!.. Pero la princesa, por el mismo conducto, hizo saber su voluntad al soberano.

– O me caso con él, ó debuto como bailarina en un teatro de París.

Se habló de la próxima expulsión de Saldaña.

– Mejor: iré á juntarme con él y seré su querida.

El viejo príncipe encargado de su tutela lamentó las exigencias de la corte. De no existir esta oposición, el capricho por Saldaña hubiese durado unos días nada más, como tantos otros. Se dijo que el emperador tal vez la desterrase á sus vastas propiedades de Siberia para doblar su voluntad, y la nieta del cosaco contestó á la amenaza prometiendo á gritos su suicidio antes que obedecer.

Al fin, el soberano dejó prudentemente que cumpliera su deseo. Casándose, tal vez renunciase á sus excentricidades, y la corte de Rusia, pródiga en escándalos, tendría uno menos. El viaje de bodas de la princesa Lubimoff se prolongó toda su vida. Sólo dos veces volvió á Rusia por asuntos relacionados con su enorme fortuna. La Europa occidental era más favorable á su carácter libre que la corte de un autócrata. Al año de su matrimonio, estando en Londres, tuvo un hijo, el único. Permitió que se llamase Miguel, como su padre, pero impuso el segundo nombre de Fedor, tal vez en memoria de Dostoiewsky, su novelista favorito, cuyos personajes contradictorios le inspiraban una simpatía de parentesco.

Nadie pudo saber ciertamente si don Miguel Saldaña se consideró feliz en su nueva situación de príncipe consorte, que le permitía gozar todos los placeres y suntuosidades de una inmensa riqueza. A uso español, quiso imponer su voluntad de marido y de varón fuerte, para impedir los excentricidades de su esposa. ¡Vano empeño! Aquella mujer, á ratos sentimental, que gemía sobre las desigualdades sociales y las miserias de los pobres, era una fuerza explosiva capaz de agrietar el carácter más abroquelado y duro.

Saldaña acabó por resignarse, temiendo las acometividades de la nieta del cosaco. Deseoso de conservar su prestigio de gran señor, celoso del respeto de la servidumbre y de la consideración de sus convidados, temió las escenas violentas que poblaban de aullidos femeninos los salones y hasta las escaleras de su lujosa residencia. No quiso que la princesa volviera á enviar por segunda vez contra un muro del comedor con solo un golpe de pie – la mesa de roble y todos sus servicios de porcelana y cristalería, que se hicieron añicos con estrépito de catástrofe.

Cuando los arquitectos de París hubieron dado forma á los encargos de la princesa, la familia abandonó el castillo que ocupaba en las cercanías de Londres. Un grupo de ricos parisienses, en su mayor parte banqueros judíos, cubría en aquel momento de hoteles particulares la llanura de Monceau en torno del parque. La princesa Lubimoff se hizo construir en este barrio un palacio enorme, con un jardín que resultaba inaudito por sus proporciones dentro de una ciudad. Hasta instaló en el fondo de la arboleda una pequeña granja, y sin salir de su casa pudo darse el gusto de desempeñar el papel de campesina, batir leche y fabricar manteca, pensando en María Antonieta, que también jugaba á la pastorcita en el Pequeño Trianón.

Algunas voces parecía doblarse bajo una ráfaga de ternura y admiraba á su esposo, acataba sus órdenes, extremando su humildad de un modo inquietante. Hablaba á sus visitas de las campañas del general, de sus proezas allá en España, tierra que le infundía un interés novelesco y por lo mismo no deseaba ver nunca. De pronto interrumpía sus elogios con una orden:

– Marqués, muéstrales tus heridas.

Y daba una prueba de su ternura dejando de enfadarse al ver que su marido no quería obedecerla.

Le llamaba siempre «marqués», no se sabe si por conservar para ella sola su calidad de princesa ó por creer que no debía despojarlo de un título ganado con su sangre. El marqués jamás fijó su atención en esta anomalía. ¡Eran tantas las de su mujer! Al año de casados, cuando llegó á Londres la noticia de que Alejandro II había muerto destrozado por una bomba de los revolucionarios, corrió como una loca por sus habitaciones y hubo de guardar cama después de una tremenda crisis de indignación.

– ¡Infames! ¡Un hombre tan bueno!.. ¡Han matado á su padre!

Al entrar ahora Saldaña en su lujosa vivienda de París, se tropezaba muchas veces con extraños visitantes que parecían llevar fijas en sus espaldas las miradas de asombro de los lacayos de calzón corto. Eran muchachas desgarbadas y con anteojos, el pelo cortado al rape y un cartapacio bajo el brazo; hombres de luengas melenas y barbas enmarañadas, con unos ojos inquietantes de visionarios; rusos del Barrio Latino vigilados por la policía; terroristas que jamás imploraban en vano la generosidad de la princesa y tal vez empleaban su dinero en fabricar mecanismos infernales para expedirlos á su país.

Cuando el príncipe Miguel Fedor se remontaba hasta los recuerdos de la infancia, veía á su padre teniéndolo sobre las rodillas y acariciándole con sus duras manos. El pequeño se fijaba en su rostro de moro y sus luengos bigotes que venían á unirse con unos patillas cortas. No podía afirmar si la acuosidad de sus ojos negros é imperiosos era de lágrimas; pero después que aprendió el español, estaba seguro de que había murmurado muchas veces, mientras le pasaba la mano por la cabeza:

– ¡Pobrecito mío!.. Tu madre está loca.

A los ocho años, el problema de su educación hizo que la princesa se mostrase por unas semanas maternalmente grave. Uno de aquellos visitantes que tanto inquietaban á la servidumbre trasladó sus libros y sus raídos trajes desde una callejuela vecina al Panteón á la vivienda señorial de los Lubimoff, instalándose en ella. Era un joven taciturno, dedicado al estudio de la química, y que no podía volver a su país. El mismo día de su instalación, un agente de la policía secreta vino á hacer preguntas al portero del palacio.

– Quiero que mi hijo sepa el ruso – dijo la princesa – . Además, aprenderá mucho con Sergueff. Es un verdadero sabio, digno de mejor suerte.

Saldaña exigió que tuviese igualmente un maestro español, y ella no se opuso. Todos los de su familia poseían en un grado extremo esa capacidad de los eslavos para aprender fácilmente los idiomas.

– El príncipe Miguel Fedor – dijo la madre – es marqués de Villablanca y debe conocer la lengua de su segunda patria.

Esto hizo que el general volviera á buscar el contacto con los antiguos compañeros de armas que aún quedaban dispersos en París. La fama de sus enormes riquezas le había atraído muchas peticiones, hasta de las personas más veneradas por él en otro tiempo. Pero aunque la princesa, generosa hasta la inconsciencia, le dejaba el manejo de sus bienes, Saldaña, con una rigidez caballeresca, se consideraba sin derechos sobre el dinero de su esposa, y poco á poco había huído de los pedigüeños. Un gran cambio parecía haberse efectuado en este hombre silencioso durante sus viajes por Europa. El antiguo soldado de la monarquía absoluta admiraba ahora á Inglaterra y su historia constitucional.

– Las cosas se ven de otro modo corriendo el mundo – se limitaba á decir – . ¡Si todos los de mi país hubiesen viajado!..

Un día se presentó en el palacio el nuevo maestro. Tenía doce años menos que Saldaña, pero había estado á sus órdenes al final de la guerra, y en vez de darle el título de marqués ó de príncipe, repitió á cada momento, con orgullo, «mi general».

El general no guardaba el menor recuerdo de él; pero daba detalles exactos de la última parte de la campaña, y las recomendaciones de varios amigos no le permitían dudar de su veracidad. Debía ser uno de aquellos chicuelos escapados de sus casas que se agregaban á las partidas carlistas, formando una fuerza llamada «requeté», á la que Saldaña había amenazado más de una vez con el fusilamiento en masa, no queriendo tolerar sus habituales tropelías. El maestro afirmaba, que el mismo general lo había nombrado alférez en los últimos meses de la guerra, por ser más instruído que sus desarrapados camaradas.

Así entró Marcos Toledo en el palacio de los Lubimoff. El grave marido de la princesa rió con una alegría juvenil al conocer sus andanzas de emigrado en París. Como en los primeros meses ignoraba el francés, detenía en la calle á los clérigos para hablarles en latín. Había malvivido siendo maestro de guitarra y dando conferencias en un Instituto Políglota, cuyo público no concedía la menor atención al tema, buscando únicamente acostumbrar su oído á la pronunciación española. ¡Siete francos y medio por hablar hora y media! Pero Toledo compensaba lo escaso de la retribución con el placer de discursear sobre los tiempos felices de Felipe II, superiores á los presentes de liberalismo.

– Ahora sólo tengo una ambición, mi general – terminaba diciendo – : poder algún día vestir bien.

Este deseo suntuario provenía de su adolescencia de guerrillero, cuando robaba zagalejos amarillos y rojos á las campesinas para confeccionarse uniformes. En París, más que la parquedad de su nutrición, le atormentaba el ir con trajes que no pertenecían á ninguna moda conocida.

Cuando quedó instalado en el último piso del palacio, lo mismo que el maestro ruso, y el general hubo escogido para él varias prendas en su abundante guardarropa, Toledo creyó cumplidos todos los ensueños que se había forjado mientras corría París como tenaz comisionista de mil cosas invendibles.

Sus compatriotas, antiguos compañeros de miseria, le admiraban al verle vestido como un rico y ocupando muchas veces un carruaje de los príncipes. Su condición de maestro la consideró poco honrosa para un antiguo guerrero, y decía modestamente:

– Soy ahora el ayudante de campo del general Saldaña. Creo que no tardaremos en echarnos otra vez al monte.

El pequeño príncipe admiró al maestro ruso porque su madre afirmaba que era un sabio, pero sentía cierto miedo en su presencia. En cambio, trataba al español con una superioridad protectora y cariñosa. Toledo hacía reir á su padre, y esto bastó para que lo considerase como un ser inferior, pero digno de aprecio por su docilidad y su paciencia.

– Dí: ¿es cierto que ibas á ser cura? – le preguntaba Miguel Fedor – . ¿Es verdad que al abandonar el seminario fuiste mancebo de botica?

– Príncipe – contestaba el maestro con dignidad – , yo soy don Marcos de Toledo. Mi apellido dice mi nobleza, á pesar de todo lo que cuenten los envidiosos, y tengo derecho á usar el don, porque el señor marqués me hizo oficial.

Al poco tiempo, el discípulo hablaba correctamente el español. Parecía haberlo aprendido con rapidez para burlarse mejor de su hidalgo maestro.

El padre contribuía también á la educación del heredero de los Lubimoff con lo único que él podía enseñarle. Todas las mañanas, después de las lecciones del maestro ruso, de las que salía el pequeño con un rostro grave, Saldaña lo esperaba en una amplia sala del piso bajo.

– Príncipe, ¡en guardia!

Y él, que había sido el primer sable del ejército carlista y llevaba sobre su conciencia una cabeza partida hasta la mandíbula en un duelo durante la campaña contra los turcos, sonreía orgulloso al ver cómo este muchacho de once años se mantenía firme durante la lección de esgrima, evitando sus duros golpes y devolviéndoselos con éxito al menor descuido. Iba á ser un hermoso hombre de combate, un digno descendiente del cosaco y del guerrillero de las montañas españolas.

Pero esta satisfacción fué corta. De todas sus heridas «de suerte», que sólo le molestaban ligeramente al cambiar las estaciones, una le afligía de tarde en tarde con dolorosas crisis. Llevaba muchos años dentro del cuerpo una bala española que no le habían podido extraer los curanderos de su partida. Cuando los cirujanos de Londres y París intentaron la operación, ya era tarde.

Y una mañana, el ayuda de cámara, al entrar en su dormitorio, lo encontró muerto.

Miguel Fedor se acordaba de su propia emoción, de los suntuosos funerales ordenados por la princesa – idénticos á los de un soberano fallecido en el destierro – , pero aún tenía más presentes los extremos de dolor de su madre. También ella quería morir. Las doncellas rusas tuvieron que arrancar de sus manos un frasco de láudano, recibiendo por su abnegación unos cuantos puñetazos más que de costumbre. Luego corrió como una demente, aullando y con el cabello suelto, ante todos los retratos del general. ¡Ah, su héroe! Ahora sabía verdaderamente cuánto lo amaba…

Durante varios meses recibió á sus visitas en un salón con muebles y cortinajes negros. Vistiendo sueltas ropas de luto, estaba medio tendida en un sofá ante un retrato de Saldaña de cuerpo entero. Sus sables, sus uniformes y hasta una silla rusa de montar figuraban en este salón convertido en museo del difunto.

– ¡Ha muerto como lo que fué! – gemía la viuda – . Le han matado sus heridas.

En este período se inició la última evolución de la grandeza de don Marcos Toledo. El sabio ruso había quedado en segundo lugar. Cierta parte de la gloria del muerto se reflejó sobre este compatriota humilde que había presenciado sus hazañas. Una tarde, la princesa, que conversaba en su salón-museo con unos nobles parientes llegados de Rusia, lloró tanto al recordar á su esposo, que quiso ausentarse un momento.

– Coronel, el brazo.

Toledo estaba presente acompañando á su discípulo, y miró en torno de él con extrañeza, lo que dió lugar á que la orden se repitiese en un tono más imperioso. ¡El coronel era él!.. Durante algún tiempo creyó don Marcos en un capricho de la princesa. El día que menos lo esperase le retiraría el coronelato.

Pero cuando, pasados los primeros meses de luto y cansada de su retraimiento, se lanzó la viuda á hacer visitas, quiso ser acompañada por Toledo, presentándolo á sus amistades del mundo aristocrático.

– Es el ayudante de campo del difunto marqués.

¡Lo mismo que él había inventado para darse importancia ante sus compañeros de hambre! No dudó más de su graduación. Ya que la princesa lo presentaba como ayudante de su marido, bien podía ser coronel. Y lo fué hasta para el joven príncipe, que al principio le daba este título con cierta sorna y acabó por llamarle «coronel» maquinalmente.

Sus deseos de lujosa y abundante indumentaria se realizaron espléndidamente. Con la princesa no había que temer los escrúpulos que mostraba algunas veces Saldaña, enemigo del despilfarro. La gran señora hasta sentía desprecio por las personas que se aprovechaban parcamente de su generosidad. Don Marcos pudo cambiar de traje varias veces al día y sostuvo largas conferencias con sastres de renombre. Buscaba una elegancia personal; quería ser un señor distinguido, pero que denuncia en su modo de llevar la ropa á un hombre acostumbrado al uniforme: algo así como el aire de un mariscal napoleónico obligado á vestir el frac. Su cabeza fué objeto igualmente de grandes retoques. Imitó el peinado de su general, con la raya de la frente á la nuca, mechones en las sienes alisados hacia adelante y bigotes unidos con las patillas, á la rusa. Acompañando á la princesa, se habituó á besar la mano á las señoras con una gracia de viejo cortesano; aprendió también á sostener largas conversaciones sin decir nada, á mantenerse aparte y casi invisible mientras hablaban las gentes de origen superior.

Cuando la princesa, una vez terminado el primer año de viudez, volvió resueltamente á su palco de la Opera, don Marcos la acompañó, quedando discretamente en el fondo, como el chambelán de una reina. Una noche, durante un entreacto, al pasar ella al antepalco, oyó cómo el coronel contaba á un viejo general francés amigo de la casa el combate de Villablanca.

– …y el marqués me dijo: «Ahora te toca á ti, Toledo; á ver cómo cargas á la bayoneta.» Entonces, yo desnudé el sable, y á la cabeza de mi regimiento…

– Es un verdadero soldado – interrumpió la princesa – . Un digno compañero de mi héroe… El marqués me habló muchas veces de él.

Y estaba segura en aquel momento de haber oído contar al taciturno Saldaña las proezas de su ayudante de campo.

El maestro ruso, que era para Toledo un hombre antipático é inquietante, abandonó de pronto el palacio Lubimoff. Tal vez sentía celos de la influencia creciente del coronel; tal vez asuntos misteriosos lo atraían lejos de París. La princesa no experimentó ninguna pena con esta desaparición del sabio. Había olvidado á sus rusos de aspecto sedicioso: ya no les daba dinero: otras eran ahora sus aficiones.

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