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La horda
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La horda

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Con el gesto grave y respetuoso de un servidor nacido en la casa y ligado a la señora por el afecto, dábala el brazo al bajar y subir las escaleras, y la acompañaba a las iglesias, buscando los mejores sitios para que gozase con toda comodidad de las místicas ceremonias.

Los parientes de la anciana huían de su casa, ofendidos por el maternal afecto con que distinguía al estudiante. Era un despecho de herederos que se consideraban despojados por el intruso, por el hijo de «la asistenta», como le llamaban con tono despectivo. Cuando alguna vez encontraban en la calle, de vuelta de las iglesias, a la vieja y su protegido, leía Maltrana el odio en las miradas de aquellas gentes.

«Tú vas a llevarte el gato… ¡ladrón!», parecían decirle con los ojos.

Y al mismo tiempo le sonreían y celebraban con palabras dulzonas sus progresos universitarios, como si temieran malquistarse con él.

La excelente salud de la dama parecía burlarse de los pensamientos egoístas de su familia. Aquella enamorada de la limpieza se quitaba de encima los años con igual facilidad, según ella, que sacudía un polvo ilusorio de todos los rincones de su casa.

– Tengo cuerda para rato – decía alegremente al protegido al hablar de su edad – . Pienso verte hecho un personaje; ser tu madrina cuando te cases con una señorita buena y cristiana que yo te buscaré. También pienso sacar de pila a tus hijos…

– Viva usted muchos años – contestaba Maltrana gravemente, al mismo tiempo que la emoción humedecía sus ojos.

Un día, al volver de la Universidad, el joven encontró la casa en plena revolución. La señora estaba en la cama, con los ojos cerrados, la frente envuelta en lienzos que exhalaban un olor fuerte, la boca lívida, entreabierta por un ronquido doloroso. Había caído al suelo de repente, herida por el rayo de la congestión. Los médicos aturdían la casa, ordenando remedios desesperados; los parientes llegaban ávidos y jadeantes, con el azoramiento de la inesperada noticia.

Al día siguiente murió la señora. La familia trató a Maltrana con cierta benevolencia, haciéndole partícipe de sus acuerdos para el entierro. Todos ignoraban la voluntad de la muerta. Respetaban a Maltrana, temiendo que a última hora resultase el amo de todo. Algunos hasta le iniciaron sus deseos de apropiarse de ciertos muebles de la difunta. El joven siguió algunos días en la casa, asistiendo a los registros a que se entregaba la familia, vigilando la rebusca, el manejo de llaves, el tirar de cajones no abiertos en muchos años, que llenaban el suelo de ropas antiguas y olvidados objetos. Removían la casa, esparciendo su contenido con la misma confusión e igual azoramiento que si hubiese entrado en ella una banda de ladrones.

Pero transcurrieron dos semanas sin que apareciesen indicios de testamento, un simple papel que revelase la voluntad de la muerta. La señora, segura de su salud, creyendo disfrutarla hasta una edad avanzada, no había pensado en la suerte de su protegido, reservando para más adelante su testamento, con el temor supersticioso de atraerse la muerte si se preparaba para ella.

La actitud de la familia cambió de pronto. Maltrana permaneció en su cuarto, sin que le llamasen. Los parientes registraban e inventariaban por su propia cuenta, olvidados de él. Cuando le veían, su mirada era dura, sus palabras agresivas, como si quisieran vengarse de una vez de la adulación con que le trataron antes, del miedo que les había inspirado.

La orden para que saliese de aquella casa que ya no era suya se la dio un sobrino de la señora, al que ésta había odiado por su carácter egoísta y por varios engaños en asuntos de dinero. Acaudillaba a todos los parientes, imponiéndoles miedo y respeto. Era un senador, gran propietario de Castilla, que había pronunciado discursos en pro de la religión y de los trigos, y consideraba a todos los gobiernos poco conservadores y de mano blanda porque no enviaban a presidio a los partidarios de la impiedad y a los defensores de la introducción de cereales extranjeros con el fútil pretexto de abaratar el pan.

Maltrana escuchó en silencio la sonora arenga del importante personaje. Nada le quedaba que hacer en una casa que no era la suya. La difunta se había olvidado de su suerte; no le faltarían razones para ello: bastante había hecho sacándole de su mísera condición. Pero la familia, con el deseo de no desatender el más leve vestigio de la voluntad de la finada, había resuelto protegerle para que terminase su carrera. Iban a darle de una vez tres mil pesetas, cortando para en adelante toda relación y compromiso. Además, podía llevarse todos sus libros; pero era preciso que abandonase la casa cuanto antes.

Y el personaje, sacando su cartera para entregar tres billetes de mil pesetas, no sin antes invitar a Maltrana a que firmase un recibo, obsequió al joven con un nuevo discurso empedrado de buenos consejos. Había que acometer de frente la vida. La vida es seria; la vida no es un juego, joven amigo. El no había hecho hasta entonces mas que jugar, pasar la existencia dulcemente al lado de aquella señora que era una santa. (Aquí un saludo para la santa, merecedora de los mayores respetos por haber muerto sin testamento.) Había que trabajar, joven. Tres mil pesetas son un capitalito; con menos comenzaron otros y llegaron a millonarios. Podría terminar su carrera y ser hombre de provecho.

– Toda la vida de antes ha sido un sueño, no lo olvide usted – continuó el orador – . Y no hay que soñar, joven. Hay que ser práctico.

Después de estos consejos, don Gaspar Jiménez, senador, primer marqués de Jiménez, título pontificio que un prelado amigo le había alcanzado con algunas ofrendas bien regateadas al dinero de San Pedro, se dignó estrechar la mano del joven, recomendándole otra vez que desapareciera cuanto antes.

Maltrana se marchó con todos sus libros a una casa de huéspedes cercana a la Universidad, donde vivían algunos de sus compañeros de aula. La existencia de estudiante fue para él una revelación de las alegrías de la vida.

Algunas tardes iba a la Sacramental de San Martín, un cementerio hermoso y apacible como un vergel, que estaba cerrado hacía algunos años, pero en el cual se había reservado su protectora un nicho al lado del de su esposo. El era el único que visitaba la tumba. Los parientes, ocupados en el reparto de la herencia y amenazándose con litigios, no se acordaban de sustituir con una lápida de mármol el trozo de hule con letras de cartón doradas que cubría la boca de la sepultura. Aquel cementerio de novela, con sus grupos de rectos cipreses, sus columnatas orientales y sus parterres de rosas, despertaban en el joven una dulce melancolía, haciendo revivir en su memoria la imagen de la buena dama.

Esta impresión desvanecíase al volver Isidro por la noche a los cafés inmediatos a la Universidad, donde se reunían las alegres tertulias de estudiantes, arrullados por los conciertos de piano y cornetín.

– La vida es alegre – decía sentenciosamente – . Hay que dar a la vida un sentido helénico.

Y el helenismo del pobre muchacho consistía en fumar por primera vez, beber copas de marrasquino, único licor que toleraba su paladar de calavera griego, enviar cartitas de amor en versos clásicos a las costureras o a las hijas de ciertas señoras de clases pasivas que pasaban la velada en el Café de Peláez o en el de la Universidad, y en desaparecer por media hora en algún portal de los callejones inmediatos, llevándose tras él a la infeliz que paseaba la acera haciendo su guardia.

Maltrana continuó los estudios con el mismo aprovechamiento, a pesar de su alegría helénica. Su madre quiso que siguiese viviendo en la casa de huéspedes: un sabio como él no podía estar en un casuchón de las afueras, entre albañiles, obreros de la villa y vagabundos. ¡Qué dirían sus amigos!.. La pobre mujer, al sobrevenir el derrumbamiento de sus ilusiones con la muerte de la protectora, se aferraba más tenaz que antes a la gloria de su hijo, al deseo de que éste saliese para siempre del círculo de miseria en que había nacido. Pero su fe ya no era la misma; comenzaba a dudar del porvenir de Maltrana viéndole falto de apoyo. Tal vez se quedase en mitad del camino, sin fuerzas para llegar al término.

La vida era en su casa cada vez más dura. El señor José pasaba semanas enteras sin trabajo. Pepín, que ya tenía once años, era tan malo, que los vecinos le apodaban el Barrabás. Cada mes adoptaba un nuevo oficio; pero le expulsaban de los talleres, acreditándolo como el más insolente de los aprendices. La pobre madre, para traer a casa algún dinero, era ahora ayudanta de una lavandera, y en las mañanas de invierno bajaba al río desfallecida de hambre, temblando al contacto del agua su mísero esqueleto cubierto de piel.

Un día, Barrabás se presentó en casa de su hermano para decirle tranquilamente que la madre estaba en el hospital. Era un enfriamiento, una pulmonía o algo semejante, cogido en el río. El golfín sólo supo decir que estaba muy mala y que dos mujeres del lavadero la habían llevado del brazo hasta el hospital.

Maltrana fue allá, y vio a su madre en una cama, con los pómulos enrojecidos, la piel ardorosa y los labios violáceos, exhalando el estertor de sus pulmones congestionados. El joven, recordando el dinero que aún guardaba en su casa, sintió cierto rubor al ver a su madre en aquella sala triste, de fría desnudez, junta con otros enfermos.

La hizo trasladar a una habitación aislada: él pagaría todos los gastos. Y pasó las tardes al lado de la enferma, escuchando sus consejos, alentándole en sus esperanzas. La pobre le suplicaba que cuando llegase a las alturas no abandonase al señor José y a su hijo. Aquel hombre era bueno para ella y la había ayudado valerosamente en los momentos peores de su pobreza. Lo del «amontonamiento» ocurrió sin darse cuenta; fue resultado de su compañerismo para defenderse de la miseria. Isidro debía respetar al albañil como a un padre. La había querido más que el otro… el legítimo. Lo demostraba su silencio desesperado, el gesto de dolor con que la veía tendida en la cama del hospital.

La enferma murió a los tres meses, después de haber abierto gran brecha en la exigua fortuna de Maltrana.

Decididamente, la vida no era alegre; la vida había perdido su sentido helénico.

A impulsos de la tristeza, el joven examinó su situación. Había que seguir nuevos caminos. Apenas le quedaba dinero para continuar sus estudios. Faltábale un curso para licenciarse; dos para ser doctor. Y luego que consiguiera el título, ¿qué iba a hacer?..

El pesimismo se había apoderado de Maltrana. ¿Para qué doctorarse? El estudio no significaba sabiduría, sino rutina. El había visto mucho y sabía a qué atenerse. La Universidad era una mentira, como todas las instituciones sociales. Haría oposiciones a una cátedra; le admirarían los compañeros, algún profesor de carácter huraño le daría su voto, pero el resultado seguro era no conseguir nada. Los solitarios como él, sin protectores, sin atractivo social, estaban desarmados para la lucha diaria: su destino era morir.

El amaba la ciencia por ella misma, por sus goces, por la voluptuosidad egoísta de saber. ¡Viva la ciencia libre! ¿Qué le importaba aquel papelote, certificado de sabiduría, cuya conquista había de costarle dos años de miseria? Para ser filósofo no era necesaria la Universidad. Los grandes hombres admirados por él no habían sido profesores, no poseían títulos académicos. Schopenhauer, su ídolo de momento, se burlaba de la filosofía que sube a la cátedra para darse a entender.

Sería pensador independiente; sería escritor. Y Maltrana, filósofo de diez y nueve años, con un ligero vestigio de bigote, se lanzó al mundo. Dejó de frecuentar los cafés estudiantiles; hizo vida en el centro de la población, pasando de un grupito a otro de los que constituyen la tumultuosa e ingobernable República de las Letras.

Leía por las tardes en el Ateneo las revistas extranjeras, para estar «al día» en los adelantos del pensamiento universal y reventar a ciertos camaradas ignorantes que, por haber publicado algunos versos en los periódicos, pretendían deslumbrar al pobre «inédito». Además, seguía adquiriendo libros, a pesar de su pobreza. No podía librarse de este hábito de sus tiempos de abundancia. Suprimía comidas, prolongaba el uso de unas botas rotas, para adquirir un libro recién llegado de París. La biblioteca formada al amparo de su protectora iba achicándose lentamente al través de las innumerables combinaciones del cambalacheo. Vendía unas obras para adquirir otras. Todos los libreros de lance conocían a Maltrana por sus trueques; el joven reía ante el resultado de sus cambios. Cinco filósofos célebres, con las hojas algo ajadas, valían tanto como un novelista mediano acabado de cortar; tres poetas famosos equivalían a un tratado sociológico de segunda mano, en el que hallaba Maltrana una tosca recopilación de cosas harto conocidas.

Las noches las pasaba en Fornos, en una mesa de futuros genios, todos tan ignorados como él, pero convencidos de que darían que hablar mucho a la Historia. Algunos de ellos eran más jóvenes que Maltrana. Nada habían escrito, pero revelaban al mundo su firme propósito de crear obras inmortales, uniformándose exteriormente con arreglo a un figurín profesional: largas cabelleras, grandes sombreros, corbatas amplias y sueltas, o apretadas con innumerables roscas sobre un cuello de camisa que les rozaba las orejas.

El sarampión literario tomaba formas rabiosas que asustaban a Maltrana. Todo lo sabían aquellas criaturas, a pesar de sus pocos años, como si al cogerse al pezón de la nodriza hubiesen comenzado a hojear el primer libro. Sus juicios resonaban terribles, inexorables, concisos, capaces de hacer temblar de pavor las mesas del café. Casi todos los escritores españoles eran atunes, besugos o percebes: género marítimo que sólo podía gustar a paladares groseros. Luego, garrote en mano, pasaban la frontera. ¡Zola!.. un mozo de cordel con algún talento. ¡Víctor Hugo!.. un señor muy elocuente, pero no era poeta. ¡Lamartine!.. un llorón… tampoco poeta. ¡Musset!.. éste ya lo era un poquito más. Pero los verdaderos, los únicos poetas, eran los venerados por ellos; y con los ojos en blanco, trémulos de admiración, citaban nombres y nombres, de cuya obscuridad y escasa obra hacían el principal mérito, colocándolos por encima de los autores célebres que se envilecen buscando el ser comprendidos por todo el mundo, por el miserable pueblo y la repugnante burguesía.

Maltrana acabó por cansarse de esta tertulia. Además, los genios le mostraban cierta ojeriza por las bromas de mala ley que se permitía su cultura, inventando libros y autores y declarando a última hora su superchería, cuando todos se «habían caído» afirmando conocer la obra y dando detalles de sus bellezas y defectos.

Un amigo de la tertulia quiso protegerle.

– Aquí no vienen mas que currinches. Yo te presentaré a una peña de verdaderos escritores. Grandes poetas… gente que ha estrenado con éxito.

Y frecuentó por las tardes una cervecería, punto de cita de la nueva tertulia, que, por su aspecto, impuso gran respeto al tímido Maltrana. El hijo de la Isidra experimentó gran turbación al tratarse con dos marqueses que eran poetas y otros jóvenes emparentados con famosos personajes. Vestían con elegante atildamiento; seguían las modas en sus mayores exageraciones. Las lacias melenas brillantes de pomada eran la única revelación de sus entusiasmos literarios.

– Cuerpo de dandy y cabeza de artista – dijo uno de ellos a Isidro, resumiendo así los cánones de su indumentaria.

El silencio de admiración con que el joven les escuchaba despertó cierta simpatía en favor suyo. Un día se atrevió a hablar de la poesía griega, haciendo el examen de Aristófanes y sus comedias con tanta soltura como si tratara de un contertulio de café. Hasta recitó escenas enteras en griego, sin que nadie le entendiese. Los jóvenes elegantes mostraron admiración. «¡Muy curioso!» «¡Muy interesante!» Entonces se fijaron en él por primera vez, y alabaron sus ojos profundos, la poderosa pesadez de sus cejas. Alguien hizo el elogio de su fealdad varonil, de sus cabellos ásperos y alborotados, encontrándole cierta semejanza con la cabeza de Beethoven. Uno de los marqueses, con repentino arrebato, aproximó su silla, rozándose toda la tarde con aquel Beethoven que hablaba en griego.

Maltrana no tardó en percatarse del escaso valor de aquellas gentes. Sólo uno era digno de respeto, el más viejo, el maestro; un autor de gran talento, siempre melancólico, como si las debilidades de su vida pesasen sobre su carácter, ensombreciéndolo con intensa tristeza. La ironía de sus palabras sonaba como una burla contra su frágil voluntad. Todos estaban más unidos por las aberraciones del gusto que por la admiración literaria.

Se murmuraba, en la tertulia, de los ausentes, en presencia de Maltrana, cambiando el género de sus nombres, haciéndolos femeninos. «La Enriqueta cree tener talento, y es una fregona.» «La comedia de la Pepa no vale nada…» Por la noche iban todos ellos a lo que llamaban gran mundo, a las reuniones frecuentadas por sus familias o a los palcos de la gente aristocrática. Las señoras se confiaban a ellos, hablándoles con el descuido que da la ausencia de todo peligro. Luego, sus tertulias en la cervecería eran una prolongación del chismorreo femenino, mencionándose por todos ellos los defectos ocultos de las damas más famosas, con una delectación hostil, como si les complaciese las debilidades y miserias de un sexo enemigo.

Todos eran refinados, sutiles, enemigos de la vil materia, de la prosa de la vida y de las violentas emociones. Publicaban volúmenes de poesías, con más páginas en blanco que impresas. Cada grupito de versos iba envuelto en varias hojas vírgenes, como flor de invernadero que podía morir apenas la tocase el viento de la calle. Abominaban de la impiedad de las masas, de todas las realidades de la vida vulgar; se decían católicos, anarquistas y aristócratas al mismo tiempo; no pensaban gran cosa en la religión, pero hablaban, con los ojos en blanco, de la dulzura del pecado monstruoso y de la voluptuosidad del arrepentimiento, seguido de la reincidencia. Encontraban un fondo de distinción en la vieja liturgia de la Iglesia, y titulaban sus poesías microscópicas Salmos, Letanías o Novenarios.

Otros escribían comedias de sátira contra las costumbres de la aristocracia, que eran las suyas: obras teatrales en las que colaboraba el modisto con el poeta, y no había gran toilette que no tuviese su amor con un frac, que jamás era el del esposo. «Hay que flagelar», gritaban con expresión terrible.

Y Maltrana pensaba sonriendo:

«Está bien. ¿Y a éstos quién los flagela?..»

De vez en cuando se ingerían en la reunión ciertos hombres de aspecto bestial y groseros modales, que les tuteaban, tratándolos con la superioridad despectiva del macho fuerte. Eran toreros fracasados, antiguos guardias civiles, mozos de tranvía, que vestían como señoritos y se mostraban contentos de su vida de holganza. Algunos hablaban de su mujer y sus hijos, y atusándose el pelo, justificaban con el amor a la familia lo extraordinario de sus ocupaciones.

– Hay que ayudarse con algo. Los tiempos están malos y cada uno se agarra a lo que puede.

Uno de los jóvenes, el marqués que había encontrado a Maltrana cierto parecido con Beethoven, acosábalo con su pegajosa amistad. Le pagaba los bocks, le había regalado varias corbatas, se sentaba a su lado, fijando en su rostro de morena fealdad unas pupilas glaucas iluminadas por extraño fuego.

Iba completamente afeitado. Según los maldicientes de la tertulia, se había cortado el bigote, enviándolo bajo sobre, en un arrebato de nostalgia, a cierto pintor con el que había vivido en París, un artista malfamado y simbolista, que representaba sus concepciones por medio de efebos desnudos de femenil musculatura.

Maltrana, una tarde en que los dos estaban solos en la cervecería, echó su silla atrás, sintiendo impulsos de cerrar de una bofetada aquellos ojos claruchos fijos en él cínicamente. Una mano ágil, de femenina suavidad, había trotado sobre sus piernas por debajo de la mesa.

– Pero tú – exclamó indignado – no eres escritor, ni poeta, ni nada. Tú eres un…

Y soltó la palabra brutal y callejera. Pero el otro, sin desconcertarse, sin dejar de acariciarlo con los ojos, contestó con suave desmayo:

– No seas ordinario; no digas esas cosas… Llámame alma iniciada.

III

Huyó Maltrana de tales… almas, no volviendo más a la cervecería.

Cansado de tertulias estériles y acosado por la necesidad, tuvo que pensar en la conquista del pan. Nada le restaba de la herencia de su protectora.

Sus amigos no le vieron ya mas que en el Ateneo leyendo revistas, o en la Biblioteca Nacional rebuscando datos para ciertos eruditos y académicos, que le daban por este trabajo una exigua retribución. De vez en cuando, algún amigo le pasaba un libro para traducir, quedándose con la mitad del precio. Además, escribía artículos para un semanario social, a razón de diez céntimos la cuartilla, que luego firmaba el director, dando así práctico ejemplo de que la propiedad no es sagrada, ni mucho menos.

Isidro, después de rodar de una a otra casa de huéspedes, salvando los restos de su biblioteca de las patronas que le perseguían por irregularidades en el pago, tuvo que subir la pendiente de los Cuatro Caminos y refugiarse en la calle de los Artistas, pidiendo asilo al señor José. De este barrio de miseria le había arrancado la caridad de la buena señora, y a él tornaba más infeliz y desarmado para la batalla de la vida que las rudas gentes condenadas a la pena del trabajo corporal.

Vivió desde entonces con su padrastro y su hermano Pepín, que trabajaba en las obras como aprendiz. Su nueva existencia le puso en contacto con los parientes de su madre.

Tenía ésta dos hermanos, antiguos traperos de Bellasvistas, que habían acabado por establecerse en el Rastro. Uno colocaba su puesto en la Ribera de Curtidores, dedicándose a la especialidad de armas y viejos instrumentos de música, que arreglaba con maestría extraordinaria. Otro era el grande hombre de la familia; todos hablaban de él con respeto, a causa de su riqueza. Había hecho buenos negocios; apenas sabía pintar su firma, pero las echaba de anticuario, y tenía su tienda en el patio de las Américas viejas.

Los dos conocían vagamente a su sobrino Maltrana, por haber llegado hasta ellos su fama de sabio. Además, la esperanza de que pudiese heredar a su protectora les inspiraba gran consideración. La primera vez que se presentó a ellos con su madre acogiéronle con grandes agasajos. Después, al volver solo, aún le recibieron con cierto afecto, creyéndolo poseedor de la herencia y en camino de ser un personaje que extendería su protección sobre toda la familia. Pero viéndole en cada visita con un aspecto de miseria creciente, los codos y las rodillas del traje brillantes por el uso, y las botas torcidas, acabaron por hablarle con frialdad y visible recelo.

«Estos temen que les suelte algún sablazo», se dijo Maltrana.

Y como vivía al otro extremo de Madrid, dejó de visitar a sus parientes del Rastro.

En el barrio de las Carolinas, más allá de Tetuán, albergue de las gentes de la busca, tenía a su abuela, la señora Eusebia, conocida por la Mariposa, una de las traperas más antiguas.

Maltrana iba a verla en su casucha de ladrillos, que pasaba por ser el mejor edificio del barrio, y eso que el joven podía tocar con las manos su alero de tejas viejas.

En el corral, delante de la casa, roncaban tres cerdos negros y enjutos, hociqueando la basura. Las gallinas picoteaban en medio tonel lleno de garbanzos deshechos, judías despanzurradas y huesos de aceituna, todo formando un plasma repugnante. Eran residuos de comida recogidos en las casas; los restos de los pucheros que nutrían a Madrid.

La vieja le saludaba con cariño y respeto, viendo en él la gloria de la familia. Sus ojos lacrimosos y enrojecidos le miraban acariciadores, pero al mismo tiempo no se atrevía a tenderle los brazos, a poner en él sus manos negras y huesosas, con los dedos cargados de sortijas de latón. Su nariz de bruja y su barbilla saliente asomaban bajo un pañuelo rojo que la oprimía las sienes. Un trozo de mantón sujeto al talle con una cuerda servíale de corsé y de faja. El jubón era de seda negra, quemada por el tiempo, y se abría por todos lados, mostrando, al través de la urdimbre, en unas partes la camisa de blancura amarillenta, en otras la amojamada carne de un tono verdoso de bronce oxidado. Calzaba pantuflas de distinto tamaño y color, una roja y otra azul, adquiridas al azar de la busca. La falda estaba matizada de grandes remiendos, pero bajo estos andrajos superpuestos aún se revelaba en varios sitios el bordado del primitivo terciopelo.

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