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La horda
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La horda

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Maltrana, declarado inservible, sin esperanzas ya de conquistar los quince duros mensuales que le habían hecho entrever antes de su fracaso, seguía asistiendo puntualmente a la redacción. ¿Adónde ir?.. Allí encontraba quien le escuchase, aunque con gestos irónicos; algunas veces hasta alababan su cultura, llegando a confesar que tenía cierto talento, pero que estaba chiflado. Además, él reconocía su gran defecto, el mal de su generación, en la que un estudio desordenado y un exceso de razonamiento había roto el principal resorte de la vida: la falta de voluntad. Era impotente para la acción. Estudiaba ávidamente y no sabía sacar consecuencia alguna de sus estudios. Pasaba las noches hablando; las paradojas surcaban su charla como cohetes de brillantes colores; pero sentíase incapaz de fijar con la pluma ni una pequeña parte de las ideas que se le escapaban en el chorro de la conversación.

Y permanecía inmóvil, atascado en su camino, sabiendo que perdía el tiempo, que equivocaba el curso de su vida, sin ánimo para intentar un esfuerzo, confiando en un extraño fatalismo que había de sacarle del mal paso, seguro de la llegada de un acontecimiento extraordinario que le arrancaría de los relejes en que estaba hundido, sin que tuviera que poner nada de su parte.

Aquella mañana era de las más alegres para el joven. Tenía dinero; la noche anterior había cobrado trece duros de una traducción, sintiendo con cierto deleite el peso del puñado de plata junto a su estómago, que aún conservaba el calor y el bienestar del buen trato reciente. Había cenado en la taberna, asilo de los días felices, los platos más suculentos, dándose, además, el gusto de pagar el matinal chocolate a los compañeros de redacción, asombrados de tanta riqueza.

El buen amigo del fielato, que todas las madrugadas le ofrecía un cigarro y una parte de su café, atrajo igualmente su generosidad. Quería obsequiarle, hacerle partícipe de su opulencia, y casi a la fuerza le llevó al ventorrillo, detrás del fielato. Tomaría una taza de té, una copa, lo que fuese de su gusto: hora era que admitiese algo de él.

Los dos quedaron junto a la puerta de la tabernilla, esperando que les sirviesen, sin querer penetrar en su ambiente pesado y nauseabundo.

A espaldas del fielato, en el abrevadero, una banda de palomas picoteaba la tierra. Eran de la inmediata calle de los Artistas; volaban hasta allí para buscar en el suelo los residuos del pasto de los bueyes. Junto al ventorro alzábanse las tapias blancas del Sanatorio de Perros, el asilo de los canes de los ricos, cuidados en sus enfermedades por un veterinario.

Maltrana vio a un hombre salir de la carretera con dirección al ventorro.

– Es Coleta– dijo el jefe del fielato – . Domingo, el famoso trapero de las Carolinas.

Llevaba a la espalda un saco vacío, pero él caminaba encorvado ya, como si presintiese su peso. Los zapatos, más largos que los pies, doblaban sus puntas hacia arriba; el pantalón de pana ceñíalo a la cintura con una cuerda de esparto; la camisa abierta dejaba al aire una maraña de pelos blancos y la piel apergaminada del cuello con sus tirantes ligamentos. Esta vestimenta sucia y mísera completábala con un chaqué de largos faldones y un sombrero abollado, deforme, rematado en punta como guerrero casco.

Era viejo, con cierta malicia sacerdotal en el rostro afeitado y los ojillos verdosos cobijados bajo unas cejas grises y abultadas. La parte de sus mejillas acariciada por la rasura era lo único limpio de la cara. El resto estaba ennegrecido por la suciedad. Cada arruga era un surco fangoso; el cuero cabelludo mostraba las púas blancas del rapado por entre las escamas de la caspa endurecida.

Coleta saludó al del fielato y fijó después sus ojos en Maltrana.

– ¿No eres tú Isidro, el nieto de la Mariposa… uno que es señor en Madriz y escribe en los papeles?..

Sí; él era, y se alegraba de que Coleta le reconociese. ¿Qué deseaba tomar?

Pero antes de que el trapero contestase, Maltrana y su amigo se fijaron en una gran escoriación que enrojecía todo un lado de su cara. La sangre seca manchaba los bordes del desgarrón.

Coleta levantó los hombros con indiferencia. Aquello no era nada: un tropiezo al salir de la taberna del Cubanito, la noche anterior.

– Hemos estao de groma hasta la una de la mañana yo y los muchachos del barrio. ¡La gran tajá!

Antes de pedir algo a la tabernera, que reía sólo con verle, quiso conocer lo que Maltrana había bebido, e hizo un gesto de repugnancia al oír que era una copa de aguardiente de limón.

– ¡Aguardiente!.. Eso pa los borrachos. Vino: morapio del puro, que alarga la vida; y cuanti más, mejor.

Había que ver el gesto indignado con que hablaba de los borrachos de alcohol, alabando de paso las virtudes del líquido rojo. Allí le tenían a él con sus sesenta y ocho bien cumplidos. Todas las mañanas iba a Madrid a la busca; al volver a su chamizo de las Carolinas, se pasaba las horas escogiendo su carga y la de la vecina, y después armaba fiesta en la taberna hasta la madrugada, y cuando estaba en su punto se ponía en cueros, sin miedo al frío, para que chillasen escandalizadas las mozas del barrio y rieran los camaradas. Nunca había estado enfermo.

– Yo no duermo. Comer… ¡menos que un pájaro! Me mantengo con un cacho de pan así, y ustedes perdonen el modo de señalar. Es malo comer: el pan quita sitio a la bebida. Además, da mareos y hace que a uno se le revuelvan las tripas, y arroje y repuzne a los demás por su cogorza indecente… A mí me mantiene el vino… ¡Viva el negro!.. ¡y el blanco también! Esta es la mejor de las boticas.

Y se bebió de un golpe la copa que le ofrecía la tabernera. Desde el camino, un grupo de chicuelos que venía siguiéndole mirábalo a distancia, lanzándole insultos.

– ¡Coleta!.. ¡Tío del gabán! ¡Borracho!

El trapero acogía estos gritos tranquilamente, como un héroe satisfecho de su éxito popular. ¡Mientras gritasen!.. Algo peor ocurría cuando los gritos eran acompañados de pedradas y había él de abandonar su saco para perseguir a los agresores.

– Id a tocarle el… moño a vuestras madres.

Y tras este prudente consejo, que hizo arreciar a la golfería en sus denuestos, Coleta saboreó otra copa, alabando la buena suerte que le hacía tropezar tan de mañana con amigos rumbosos.

El era el más pobre de todos los traperos: ni carro, ni burro, ni casa. Se lo había bebido todo. Su mujer estaba en el cementerio; y al hablar de ella humedecíanse sus ojos, por el recuerdo, sin duda, de las palizas que la había dado. Ahora tenía con él a la Borracha, la trapera más sucia y mal trabajadora que existía desde Bellasvistas a Fuencarral. Un dragón con faldas, señores; él no se avergonzaba de confesar su cobardía. Si la daba una torta, ella le devolvía tres; y era inútil que al regresar de la busca se comprase en las tiendas del Estrecho una buena vara de fresno o cortase un palo espinoso en cualquier vallado: equivalía a proporcionar armas al enemigo, pues la Borracha acababa por cogérselo, arreándole con él para que saliese de la taberna.

Todo envidia, pura rabia porque él encontraba amigos que le convidasen, y ella, gustándole mucho el vino, tenía que contentarse, cuando más, con las «cortinas», o sea con lo que queda en el fondo de las copas.

Vivían en una especie de gallinero al extremo de un corral ocupado por montones de basura. Ayudaban a la dueña de la casa en la rebusca del género, y además el carro de ésta le traía el saco al regresar de Madrid. El tenía buenos parroquianos. Desde su juventud explotaba una de las mejores calles, toda ella de señorío que comía bien. Con las sobras podía engordar como un fraile, si le gustase comer. Los hijos de su primer matrimonio vivían en Madrid, trabajando unas veces en el adoquinado y rabiando otras de hambre. Apenas si los veía.

– La familia… con tomate, señores míos. Tanto tienes, tanto vales; cada uno a lo suyo. Los chicos, cuando me ven, me hablan de que les traspase la parroquia. El ama de mi casa también quiere lo mismo… ¡Magras! El negocio, siempre a mi nombre. Soy un vivo y he visto mucho. El negocio, mío, mientras viva yo: Domingo Rivero, alias Coleta, para servir a ustedes.

Y al hablar así, miraba con orgullo el saco que llevaba al hombro, el negocio envidiado, que pensaba defender hasta su muerte, como si este trozo de arpillera hubiera de servirle de mortaja.

Después rompió en elogios a la tabernera y su vino. ¡Olé las señoras de mérito! La copa era allí menos barata que en el barrio de los traperos, pero mucho mejor. Al ir a Madrid y al volver, no podía sustraerse a la tentación de abandonar el camino para contemplar los ojos de la dueña, su aire de señorío y los parroquianos de la casa, todos unos caballeros… Y con estas alabanzas aún conquistó una tercera copa.

Maltrana y su amigo, temiendo que el trapero renunciase a la ida a Madrid si le convidaban otra vez, volvieron al fielato. Coleta les siguió, afirmando que no tenía prisa. Sus parroquianos se levantaban tarde.

En las aceras de Punta Brava se habían establecido ya los puestos del mercadillo de los Cuatro Caminos. Los cortantes colgaban de unas vigas negras los cuartos de res desollada. Un perfume agrio de escabeche y verduras mustias impregnaba el ambiente. El grupo de chiquillos que acosaba al trapero se dispersó al verle bien acompañado, ocultándose tras los primeros tranvías.

De pronto, la mañana gris se iluminó con resplandores de oro. Rasgáronse los vapores blanquecinos; se abrió en el celaje un agujero de profundo azul, por el que pasó sus rayos el sol oculto. La tierra pareció sonreír bajo su húmeda máscara. Los charcos de lluvia brillaron con temblones reflejos, como si se poblasen de peces de fuego; los caseríos rojos y blancos surgieron como vigorosas pinceladas en los cerros de verde obscuro que limitaban el horizonte. La torre de Santa Cruz parecía una llama recta sobre los tejados de Madrid. La banda de palomas levantó el vuelo en espiral, con alegre rumor de plumas y arrullos.

Dos jóvenes pasaron junto al fielato cogidas del brazo, con el embozo del mantón ante la boca. Tenían la belleza de la obrera, la frescura de esa breve juventud de las hembras de trabajo, que triunfa sólo momentáneamente de la anemia hereditaria, de las privaciones que dificultan el desarrollo.

Maltrana fijó sus ojos en la más pequeña, una morena de rostro pálido y grandes ojos de un negro intenso, casi azulado, igual al de sus cabellos. El busto endeble erguíase con una arrogancia natural dentro del mantón; sus pobres faldas de verano se movían con cierto ritmo majestuoso, sin tocar el barro, en torno de los pies pequeños, cuidadosamente calzados, que revelaban ser la parte más atendida de su persona.

– ¡Viva lo bueno! – gritó el borracho poniéndose en jarras – . ¡Ahí va la gloria del barrio!..

Y para expresar su entusiasmo con más viveza, arrojó el grotesco sombrero en un charco, salpicando a todos de barro.

El empleado del fielato saludó a las jóvenes con un tono de zumba paternal:

– Que seáis buenas… Cuidadito con perderse…

Las dos pasaron adelante sonriendo, sin contestar a los saludos mas que con movimientos de cabeza. La pequeña habló al alejarse.

– Adiós, Isidro – dijo con voz grave, al mismo tiempo que se enrojecían sus mejillas.

– Adiós, Feliciana – contestó el joven.

Y la siguió con los ojos, admirando su marcha rítmica y graciosa sobre el barro, su cuerpo gentil y esbelto, que iba empequeñeciéndose con la distancia.

El sol se ocultó de pronto; volvieron a cerrarse las nubes; ya no brillaron los charcos. Se extendió de nuevo sobre la tierra un velo gris, y la espiral de palomas cesó de aletear, desplomándose de golpe en el fango.

El jefe del fielato habló de las dos muchachas. Las veía pasar todas las mañanas a la misma hora; trabajaban en una fábrica de gorras de la calle de Bravo Murillo. Feliciana era la hija única del Mosco, el famoso cazador de Tetuán, y su compañera una muchacha de Bellasvistas, a la que aquélla recogía todas las mañanas para ir juntas al trabajo.

El nombre del Mosco hizo prorrumpir al trapero en exclamaciones de admiración. Aquel era un hombre. Quitaba el sueño a toda la gente del Real Patrimonio. Coleta lo sabía de buena tinta: el administrador de El Pardo se desesperaba por no haber podido atrapar al Mosco, y los guardas, apenas cerraba la noche, preguntábanse por qué lado del inmenso bosque trabajaría aquel bandido.

Los gazapos reales dormíanse en sus madrigueras, resignados de antemano a que les despertase la sangrienta dentellada del hurón; los corzos, al beber en los arroyos a la luz de las estrellas, se mugían a la oreja: «Mucho ojo, hermanos; el Mosco debe de andar cerca…» Un perro suyo, apodado Puesto en ama, había sido tan famoso por lo temible, que, al matarlo los guardas en un encuentro, lo llevaron en triunfo a la administración de El Pardo, y allí le guardaban empajado y con ojos de vidrio, como una curiosidad del real sitio.

Coleta había conocido a este animal. Cazaba los gamos a la carrera en medio de la noche; no había venado que le resistiese. Una vez hizo ganar a su amo cerca de tres mil reales. Ahora, el Mosco tenía otro perro, el segundo Puesto en ama, una verdadera alhaja, pero de menos mérito que el otro, y con él continuaba sus expediciones de «dañador», sus audacias de furtivo, saliendo de ellas en algunas ocasiones chorreando sangre, pero abriéndose paso siempre por entre los disparos de los guardas y los galopes de los vigilantes montados. ¡El plomo que aquel hombre llevaba en el cuerpo!..

Coleta, agotados los elogios al intrépido cazador, cuyas hazañas conocían mejor que él los que le escuchaban, iba ya a emprender el camino hacia Madrid, cuando su instinto de parásito le hizo fijarse en un carro descubierto que avanzaba con lento balanceo sobre los relejes de la carretera. La mula, alta y forzuda, con grandes desolladuras por la falta de limpieza, llevaba el cabezón adornado con cintajos multicolores encontrados en la basura. Parecía una bestia de tribu marchando adornada a una fiesta salvaje.

– Esa me llevará – dijo Coleta– . ¡Eh, tío Polo… señor Polo, pare usted! Aquí hay amigos.

De la parte trasera del carro surgió, como un monigote del fondo de una caja, una cabeza de viejo, con el cuello del chaquetón rozando las orejas y un gorro de pelo encasquetado hasta los hombros. Era una cara mofletuda y roja, con una vaguedad en los ojos rayana en la estupidez. Se detuvo el carro, y poco a poco fue saliendo de la parte delantera otro viejo, incorporándose trabajosamente con las riendas en la mano. Parecía el Padre Eterno. Sus barbas amplias de plata se extendían sobre el pecho y formaban una aureola de blancos vellones en torno de sus mejillas sonrosadas. El labio superior, cuidadosamente afeitado, era lo más limpio de su rostro. Los ojillos verdosos y profundos estaban rodeados de arrugas, que parecían rayas de carbón por la suciedad de sus surcos. El traje era tan bizarro como su ancianidad. Cubríase con una especie de casulla de pieles de conejo, sujeta a la cintura por una cuerda. Su pantalón estaba resguardado en los muslos por zajones cortados de una alfombra vieja y adornados con cintajos iguales a los de la mula. Una boina verdosa, con rastros de telarañas, cubría su cabeza sonrosada y blanca. El adorno de su persona revelaba suciedad salvaje y simpleza infantil. Las manos eran negras, con escamas en el dorso; las mejillas y los labios, acariciados por la navaja, mostraban una frescura de niño.

– ¿Qué se les ofrece a ustedes? – dijo con atiplada vocecilla y entonación cortés – . ¿En qué puedo servirles, señores?..

Sus ojos se fijaron en Coleta, e hizo un mohín de desprecio.

– ¡Ah! ¿Eres tú, borrachín?..

Después saludó con la cabeza al jefe del fielato, pues era respetuoso con toda autoridad que pudiera molestarle; y al fijar los ojos en Maltrana, lanzó una exclamación de alegría.

– ¿Pero eres tú, Isidro? – preguntó con su voz infantil – . ¡Pues pocas ganas que tenía de verte!.. La abuela no piensa en otra cosa; siempre me hace el mismo encargo: «Si ves al chico, dile que venga. Casi no le he visto desde que nos casamos.»

– Sí, yo soy, amigo Zaratustra. ¿Cómo le va a la abuela contigo? ¿Aún estáis en la luna de miel?

El viejo hizo un gesto de protesta, sin dejar de sonreír.

– De una vez para siempre, dame un nombre y no me lo cambies a tu capricho. Unas veces me llamas Krüger, y no me ofende que me compares con ese buen señor que se peleó con los ingleses… ¡Mala gente! El otro día encontré en la basura una caja de cerillas con su retrato, y, efectivamente, algo nos parecemos… Otras veces, soy Trapatustra o… Zorra no sé qué: otro personaje al que también me parezco, según tú dices… Sí; ya sé quién era: me contaste un día su historia. Un sabio que no tenía un perro chico, como yo; que estaba en el secreto de todo y se reía de todo… lo mismo que yo; que vivía en alto, como yo vivo, viendo a mis pies todo Madrid. El tenía al lado un aguilucho al decir sus cosas, y yo, a falta del pajarraco, tengo cinco perros que entienden más que muchas personas, y me rodean y me escuchan cuando digo las mías… Porque tú, Isidrillo, aunque parezca que te pitorreas de mi persona, bien reconoces que tengo algo de sabio.

– ¿Quién puede dudarlo? – exclamó Maltrana con tono zumbón – . Por algo te llamo Zaratustra. Tú eres el solitario de Bellasvistas, el gran filósofo de los Cuatro Caminos, el sabio de la busca, el más profundo de los traperos que entran en Madrid.

– Noventa y cuatro años, señor – continuó Zaratustra, dirigiéndose al jefe del fielato – . El cuerpo sano, el estómago de buitre; sólo tengo flojas las piernas, que me obligan a permanecer quieto en el carro, mientras éste, que es mi ayudante – y señalaba al bobo de la gorra de pelo – , entra en las casas. Soy el más antiguo del gremio. Sólo quedan algunos de mi época allá en el Rastro, que se han establecido, han hecho fortuna y tienen casa abierta en las Américas. Más de cincuenta años de servicios; y en todo este tiempo, ni un día he dejado de bajar a Madrid… Yo he visto mucho; he visto al señor de Bravo Murillo traer las aguas a Madrid y saltar el Lozoya por primera vez en la antigua taza de la Puerta del Sol; he visto cómo la villa ha ido poco a poco ensanchándose y dándonos con el pie a los pobres para que nos fuéramos más lejos. Este fielato lo he visto en lo que es hoy glorieta de Bilbao. Donde yo tuve mi primera barraca hay ahora un gran café. Todo eran desmontes, cuevas para gente mala; a Dios le quitaban la capa así que cerraba la noche; y ahora anda uno por allí, y todo son calles y más calles, y luz eléctrica, y adoquines, y asfaltos, donde estos ojos pecadores vieron correr conejos… Los antiguos cementerios han quedado dentro; los pobres que vivimos cerca de ellos vamos en retirada, y acabaremos por acampar más allá de Fuencarral. Dicen que esto es el Progreso, y yo respeto mucho al tal señor. Muy bien por el Progreso… pero que sea igual para todos. Porque yo, señor mío, veo que de los pobres sólo se acuerda para echarnos lejos, como si apestásemos. El hambre y la miseria no progresan ni se cambian por algo mejor. La ciudad es otra, los de arriba gastan más majencia, pero los medianos y los de abajo están lo mismo. Igual hambre hay ahora que en mis buenos tiempos.

– ¡Bien, Zaratustra, muy bien! – dijo Maltrana, aprovechando una pausa del viejo.

– Yo, señor – continuó el viejo, dirigiéndose al del fielato – , lo que más siento es que no veré en qué acaba todo esto. Lo del Progreso ha nacido en mis tiempos. Cuando yo era muchacho, las aguas iban por otro lado. Yo, de mozo, fui carlista; soy manchego y anduve con Palillos: pura ignorancia. Pero repito que vi nacer la criatura, y tendría gusto en enterarme por mis ojos de hasta dónde alcanza, pues por ahora no es gran cosa lo que lleva hecho en favor del mediano… ¡Pero soy tan viejo!.. ¿Ve usted a Coleta, ese borrachín que nos oye? Parece de más años que yo, y le he visto nacer… Noventa y cuatro años, señor, y tengo cuerda para ciento y pico. Lo sé muy cierto: yo entiendo de estas cosas.

Maltrana y su amigo acogían con movimientos afirmativos las palabras del anciano. Su verbosidad, una vez suelta, no podía detenerse; hablaba con incoherencia infantil.

– Hoy voy tarde a la busca, pero no importa. Mi parroquia es segura y buena: cafés de la Puerta del Sol, comercios antiguos de la calle del Carmen. Hay casa que la tengo cuarenta años; a los dueños de ahora los he conocido niños, y cuando lloraban les hacían miedo amenazándoles con el tío Polo, que se los llevaría en el carro. Entonces tenía más humor y mejores trajes. A mí siempre me ha gustado vestir bien. ¿Ven ustedes esta prenda de pieles, que ni el rey la lleva? Pues la he hecho yo; y yo también otra que guardo en casa para los días de fiesta, con cintajos de colores y espejuelos que quitan la vista: un uniforme de magnate de las grandes Indias, según dice Isidrillo. En otros tiempos solía vestirme de peregrino para ir a la busca, pero los chicos me seguían como unos bobos y los guindillas me amenazaban con llevarme a la prevención. ¿Por qué, señores míos?.. Lo que yo les decía: ¿Qué somos todos en este mundo, mas que peregrinos que vamos pidiendo a los demás y caminando hasta llegar al final de nuestra vida? Peregrino es el rey, que pide a los de abajo los millones que necesita para vivir en grande; peregrinos los ricos, que viven de lo que les sacan a los pobres; peregrinos nosotros, los medianos… y no digo los de abajo, porque es feo. No hay criatura de Dios que esté abajo. De abajo sólo son los animales. Nosotros somos los medianos.

Y hablaba mirando a lo lejos, con cierta vaguedad conocida de Maltrana como precursora de un chaparrón de divagaciones.

– ¡Zaratustra, que te remontas! – exclamó el joven – . No nos aplastes con tus incoherencias filosóficas.

– Bueno estoy para remontarme. No he podido dormir en toda la noche… Estas malditas piernas; el reúma, que se me agarra a ellas como un perro rabioso. ¡Qué tiempo! Y lo peor es que durará toda esta luna. Ya sabes, Isidrillo, que yo entiendo de tales cosas. Nada de librotes, ni compases, ni mapas, como los sabios. He pasado mi vida en el campo, viendo el cielo de noche y de día. Para mí no tiene secretos. Créame usted, señor – añadió dirigiéndose al del fielato – ; el sol es el cuerpo noble, y de él viene todo lo bueno. Pero antes de que llegue hasta nosotros pasa por cuatro cuerpos: el azul, el rojo, el amarillo y el verde. Por eso vemos el arco iris. Según el color que predomina, así es el tiempo. Además, están los ocho vientos; pero éstos sólo los entiende el que los maneja, que es Dios. ¿No es esto cierto y clarísimo? Pues los señores sabios no quieren oírme. He ido muchas veces al Observatorio a dar buenos consejos, y no me dejan pasar de la puerta, diciendo que ya tienen quien recoja la basura. Así anda todo en este país. No se ocupa nadie de las cosas del cielo, y en el cielo está el pan. Sin lluvia no hay agricultura, y la agricultura es la más noble profesión del país. Hay que protegerla; hay que ayudar al mediano; que gaste el de arriba, ya que tiene, pero que no sea todo para él…

Maltrana interrumpió al viejo. Era capaz de permanecer allí toda la mañana si seguían escuchándolo. Le esperarían sus parroquianos; su ayudante, el Bobo, lanzábale miradas de impaciencia; el pobre Coleta aguardaba a que le dejase subir en el carro para ir a Madrid.

– Sube, vida perdurable – dijo Polo con vocecilla misericordiosa.

El borracho se encaramó en el vehículo, arrastrando su saco vacío, y Zaratustra tiró de las riendas, haciendo salir a la mula oblicuamente para ganar el centro del camino.

– Adiós – dijo el trapero – . No olvides, Isidrillo, que la abuela te espera. Ve por allá; le darás una alegría a la pobre… Y usted, señor, acuérdese de lo que le dice un viejo que sabe algo. Hay que ayudar al mediano. El mediano es el que da el pan.

Hablaba con la cabeza vuelta hacia el fielato, tirando de las riendas a la mula, sin ver adónde marchaba ésta. El carro chocó con un tranvía que acababa de detenerse en la glorieta de los Cuatro Caminos. La punta de una de sus barras hizo saltar del vagón varias costras de barniz y una ligera astilla.

Los empleados prorrumpieron en imprecaciones y echaron pie a tierra, insultando a Zaratustra.

Corrió la gente, aproximáronse los del fielato, y se formó un gran círculo de curiosos en torno del carro y de los que agitaban sus brazos increpando al trapero.

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