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El Capitán Veneno
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¡Pueden imaginarse los lectores con cuánto gusto se explayaría la pobre mujer en tal materia, a poco155 que le hurgó156 D. Álvaro!.. Refirió su expediente de pe a pa, sin olvidar aquello del derecho157 virtual, retrospectivo e implícito… a tener que comer, que le asistía,158 con sujeción al artículo 10 del Convenio de Vergara; y cuando ya no le quedó más que decir y comenzó a abanicarse en señal de tregua, apoderose de la palabra el Marqués de los Tomillares, y habló en los términos siguientes:

(Pero bueno será que vaya también por separada su interesante relación, modelo de análisis expositivo, que podrá figurar en la Sección vigésima de sus obras titulada Cosas de mis parientes, amigos y servidores.)

V

HISTORIA DEL CAPITÁN

– Tiene usted, señora Condesa, la mala fortuna de albergar en su casa a uno de los hombres más enrevesados e inconvenientes que Dios ha echado al mundo. No diré yo que me parezca enteramente un demonio; pero sí que se necesita ser de pasta de ángeles,159 o quererlo, como yo lo quiero, por ley natural y por lástima, para aguantar sus impertinencias, ferocidades y locuras. ¡Bástele a usted saber que las gentes disipadas y poco asustadizas160 con quienes se reúne en el Casino y en los cafés, le han puesto por mote el Capitán Veneno, al ver que siempre está hecho un basilisco y dispuesto a romperse la crisma161 con todo bicho viviente por un quítame allá esas pajas!162 Úrgeme, sin embargo, advertir a usted para su tranquilidad personal y la de su familia, que es casto y hombre de honor y vergüenza, no sólo incapaz de ofender el pudor de ninguna señora, sino excesivamente huraño y esquivo con el bello sexo. Digo más: en medio de su perpetua iracundia, todavía no ha hecho verdadero daño a nadie, como no sea163 a sí propio, y por lo que a mí toca, ya habrá usted visto que me trata con un acatamiento y el cariño debidos a una especie de hermano mayor o segundo padre… Pero, aun así y todo, repito que es imposible vivir a su lado, según lo demuestra el hecho elocuentísimo de que, hallándonos él soltero y yo viudo, y careciendo el uno y el otro de más parientes, arrimos o presuntos y eventuales herederos, no habite en mi demasiado anchurosa casa, como habitaría el muy necio si lo deseare;164 pues yo, por naturaleza y educación, soy muy sufrido, tolerante y complaciente con las personas que respetan mis gustos, hábitos, ideas, horas, sitios y aficiones. Esta misma blandura de mi carácter es a todas luces lo que nos hace incompatibles en la vida íntima, según han demostrado ya diferentes ensayos; pues a él le exasperan las formas suaves y corteses, las escenas tiernas y cariñosas, y todo lo que no sea rudo, áspero, fuerte y belicoso. ¡Ya se ve!165 Criose sin madre y hasta sin nodriza… (Su madre murió al darlo a luz, y su padre, por no lidiar con amas de leche, le buscó una cabra… por lo visto montés, que se encargase de amamantarlo.) Se educó en colegios como interno, desde el punto y hora que le destetaron; pues su padre, mi pobre hermano Rodrigo, se suicidó al poco tiempo de enviudar. Apuntole el bozo166 haciendo la guerra en América, entre salvajes, y de allí vino a tomar partido en nuestra discordia civil de los siete años. Ya sería general, si no hubiese reñido con todos sus superiores desde que le pusieron los cordones de cadete, y los pocos grados y empleos que ha obtenido hasta ahora, le han costado prodigios de valor y no sé cuántas heridas; sin lo cual no habría sido propuesto para recompensa por sus jefes, siempre enemistados con él a causa de las amargas verdades que acostumbra a decirles. Ha estado en arresto diez y seis veces, y cuatro en diferentes castillos; todas ellas por insubordinación. ¡Lo que nunca ha hecho ha sido167 pronunciarse! Desde que se acabó la guerra, se halla constantemente de reemplazo; pues, si bien he logrado, en mis épocas de favor político, proporcionarle tal o cual colocación en oficinas militares, regimientos, etc., a las veinticuatro horas ha vuelto a ser enviado a su casa. Dos Ministros de la Guerra han sido desafiados por él; y no le han fusilado todavía, por respeto a mi nombre y a su indisputable valor. Sin embargo de todos estos horrores, y en vista de que había jugado al tute, en el pícaro Casino del Príncipe, su escaso caudal, y de que la paga de reemplazo no le bastaba para vivir con arreglo a su clase, ocurrióseme, hace siete años, la peregrina idea de nombrarle Contador de mi casa y hacienda, rápidamente desvinculadas por la muerte sucesiva de los tres últimos poseedores (mi padre y mis hermanos Alfonso y Enrique), y muy decaídas y arruinadas a consecuencia de estos mismos frecuentes cambios de dueño. ¡La Providencia me inspiró sin duda alguna pensamiento tan atrevido! Desde aquel día mis asuntos entraron en orden y prosperidad: antiguos e infieles administradores perdieron su puesto o se convirtieron en santos, y al año siguiente se habían duplicado mis rentas, casi cuadruplicadas en la actualidad, por el desarrollo que Jorge ha dado a la ganadería… ¡Puedo decir que hoy tengo los mejores carneros del Bajo Aragón, y todos están a la orden de usted!168 Para realizar tales prodigios, hale bastado a ese tronera con una visita que giró a caballo por todos mis estados (llevando en la mano el sable, a guisa de bastón), y con una hora que va cada día a las oficinas de mi casa. Devenga allí un sueldo de treinta mil reales; y no le doy más, porque todo lo que le sobra, después de comer y vestir, únicas necesidades que tiene (y esas con sobriedad y modestia), lo pierde al tute el último día de cada mes… De su paga de reemplazo no hablemos, dado que siempre está afecta a las costas de alguna sumaria por desacato a la autoridad… En fin: a pesar de todo, yo le amo y compadezco, como a un mal hijo… y, no habiendo logrado tenerlos buenos ni malos en mis tres nupcias, y debiendo de ir a parar a él, por ministerio de la ley, mi título nobiliario, pienso dejarle todo mi saneado caudal; cosa que el muy necio no se imagina, y que Dios me libre de que llegue a saber; pues, de saberlo,169 dimitiría su cargo de Contador, o trataría de arruinarme, para que nunca le juzgara interesado personalmente en mis aumentos. ¡Creerá sin duda el desdichado, fundándose en apariencias y murmuraciones calumniosas, que pienso testar en favor de cierta sobrina de mi última consorte, y yo le dejo en su equivocación, por las razones antedichas!.. ¡Figúrese usted, pues, su chasco el día que herede mis nueve milloncejos!170 ¡Y qué ruido meterá con ellos en el mundo! ¡Tengo la seguridad de que, a los tres meses, o es Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, o lo ha pasado por las armas el general Narváez!171 Mi mayor gusto hubiera sido casarlo, a ver si el matrimonio lo amansaba y domesticaba y yo le debía, lateralmente, más dilatadas172 esperanzas de sucesión para mí título de Marqués; pero ni Jorge puede enamorarse, ni lo confesaría aunque se enamorara, ni mujer ninguna podría vivir con semejante erizo… Tal es, imparcialmente retratado, nuestro famoso Capitán Veneno; por lo que suplico a usted tenga173 paciencia para aguantarlo algunas semanas, en la seguridad de que yo sabré agradecer todo lo que hagan ustedes por su salud y por su vida, como si lo hicieran por mí mismo.

El Marqués sacó y desdobló el pañuelo, al terminar esta parte de su oración, y se lo pasó por la frente, aunque no sudaba… Volvió en seguida a doblarlo simétricamente, se lo metió en el bolsillo posterior izquierdo de su levita, aparentó beber un sorbo de agua, y dijo así, cambiando de actitud y de tono.

VI

LA VIUDA DEL CABECILLA

– Hablemos ahora de pequeñeces, impropias, hasta cierto punto,174 de personas de nuestra posición; pero en que hay que entrar forzosamente. La fatalidad, señora Condesa, ha traído a esta casa, e impide salir de ella en cuarenta o cincuenta días, a un extraño para ustedes, y un desconocido, a un don Jorge de Córdoba, de quien nunca habían oído hablar, y que tiene un pariente millonario… Usted no es rica, según acaba de contarme…

– ¡Lo soy! – interrumpió valientemente la guipuzcoana.

– No lo es usted…; cosa que la honra mucho, puesto que su magnánimo esposo se arruinó defendiendo la más noble causa… ¡Yo, señora, soy también algo carlista!

– ¡Aunque fuera usted el mismísimo175 don Carlos! ¡Hábleme de otro asunto, o demos por terminada176 esta conversación! ¡Pues no faltaba más, sino que yo aceptara el dinero ajeno para cumplir con mis deberes de cristiana!

– Pero, señora, usted no es médico, ni boticario, ni…

– ¡Mi bolsillo es todo eso para su primo de usted! Las muchas veces que mi esposo cayó herido defendiendo a don Carlos (menos la última, que, indudablemente en castigo de estar ya de acuerdo con el traidor Maroto, no halló quien le auxiliara, y murió desangrado en medio de un bosque), fue socorrido por campesinos de Navarra y Aragón, que no aceptaron reintegro ni regalo alguno… ¡Lo mismo haré yo con don Jorge de Córdoba, y quiera o no quiera su millonaria familia!

– Sin embargo, Condesa, yo no puedo aceptar… – observó el Marqués, entre complacido y enojado.

– ¡Lo que no podrá usted nunca es privarme de la alta honra que el cielo me deparó ayer! Contábame mi difunto esposo que, cuando un buque mercante o de guerra descubre en la soledad del mar y salva de la muerte a algún náufrago, se recibe a este a bordo con honores reales, aunque sea el más humilde marinero. La tripulación sube a las vergas; tiéndese rica alfombra en la escala de estribor, y la música y los tambores baten la Marcha Real de España… ¿Sabe usted por qué? ¡Porque en aquel náufrago ve la tripulación a un enviado de la Providencia! ¡Pues lo mismo haré yo con su primo de usted! ¡Yo pondré a sus plantas toda mi pobreza por vía de alfombra, como pondría miles de millones si los tuviese!

– ¡Generala! – exclamó el Marqués, llorando a lágrima viva. – ¡Permítame usted besarle la mano!177

– ¡Y permite, querida mamá, que yo te abrace llena de orgullo! – añadió Angustias, que había oído toda la conversación desde la puerta de la sala.

Doña Teresa se echó también a llorar, al verse tan aplaudida y celebrada. Y como la gallega, reparando en que otros gemían, no desperdiciara tampoco la ocasión de sollozar (sin saber por qué), armose allí tal confusión de pucheros, suspiros y bendiciones, que más vale volver la hoja, no sea que los lectores salgan178 también llorando a moco tendido, y yo me quede sin público a quien seguir contando mi pobre historia…

VII

LOS PRETENDIENTES DE ANGUSTIAS

¡Jorge! – dijo el Marqués al Capitán Veneno, penetrando en la alcoba con aire de despedida. – ¡Ahí te dejo! La señora Generala no ha consentido179 en que corran a nuestro cargo ni tan siquiera el médico y la botica; de modo que vas a estar aquí como en casa de tu propia madre, si viviese. Nada te digo de la obligación en que te hallas de tratar a estas señoras con afabilidad y buenos modos, al tenor de tus buenos sentimientos, de que no dudo, y de los ejemplos de urbanidad y cortesía que te tengo dados; pues es lo menos que puedes y debes hacer en obsequio de personas tan principales y caritativas. A la tarde volveré yo por aquí, si mi señora la Condesa me da permiso para ello, y haré que te traigan ropa blanca, las cosas más urgentes que tengas180 que firmar, y cigarillos de papel. Dime si quieres algo más de tu casa o de la mía.

– ¡Hombre! – respondió el Capitán. – Ya que eres tan bueno, tráeme un poco de algodón en rama y unos anteojos ahumados.

– ¿Para qué?

– El algodón, para taparme las orejas y no oír palabras ociosas, y las gafas ahumadas, para que nadie lea en mis ojos las atrocidades que pienso.

– ¡Vete al diantre! – respondió el Marqués, sin poder conservar su gravedad, como tampoco pudieron refrenar la risa Dª. Teresa ni Angustias.

Y, con esto, se despidió de ellas el potentado, dirigiéndoles las frases más cariñosas y expresivas, cual si llevara ya mucho tiempo de conocerlas y tratarlas.

– ¡Excelente persona! – exclamó la viuda, mirando de reojo al Capitán.

– ¡Muy buen señor! – dijo la gallega, guardándose una moneda de oro que el Marqués le había regalado.

– ¡Un zascandil! – gruñó el herido, encarándose con la silenciosa Angustias. – ¡Así es como las señoras mujeres quisieran que fuesen todos los hombres! ¡Ah, traidor! ¡Seráfico! ¡Cumplimentero! ¡Marica! ¡Tertuliano de monjas! ¡No me moriré yo sin que me pague esta mala partida que me ha jugado hoy, al dejarme en poder de mis enemigos! ¡En cuanto me ponga bueno, me despediré de él y de su oficina, y pretenderé una plaza de comandante de presidios, para vivir entre gentes que no me irriten con alardes de honradez y sensibilidad! Oiga usted, señorita Angustias: ¿quiere usted decirme por qué se está riendo de mí? ¿Tengo yo alguna danza de monos en la cara?

– ¡Hombre! Me río pensando en lo muy feo que va usted a estar con los anteojos ahumados.

– ¡Mejor que mejor!181 Así se librará V. del peligro de enamorarse de mí! – respondió furiosamente el Capitán.

Angustias soltó la carcajada; doña Teresa se puso verde, y la gallega rompió a decir, con la velocidad de diez palabras por segundo:

– ¡Mi señorita no acostumbra a enamorarse de nadie! Desde que estoy acá ha dado calabazas a un boticario de la calle Mayor, que tiene coche; al abogado del pleito de la señora, que es millonario, aunque algo más viejo que usted, y a tres o cuatro paseantes del Buen Retiro…

– ¡Cállate, Rosa! – dijo melancólicamente la madre. – ¿No conoces que esas son… flores que nos echa el caballero Capitán? Por fortuna ya me ha explicado su señor primo todo lo que me importaba saber respecto del carácter de nuestro amabilísimo huésped! Me alegro, pues, de verle de tan buen humor; y ¡así esta pícara fatiga me permitiese182 a mi bromear también!

El Capitán se había quedado bastante mohino, y como excogitando alguna disculpa o satisfacción que dar a madre e hija. Pero sólo le ocurrió decir, con voz y cara de niño enfurruñado que se viene a razones:

– Angustias,183 cuando me duela menos esta condenada pierna, jugaremos al tute arrastrado… ¿Le parece a usted bien?

– Será para mí un señalado honor… – contestó la joven, dándole la medicina que le tocaba en aquel instante. – ¡Pero cuente usted ahora, señor Capitán Veneno, con que le acusaré a usted las cuarenta!

Don Jorge la miró con ojos estúpidos y sonrió dulcemente por la primera vez de su vida.184

PARTE TERCERA

HERIDAS EN EL ALMA

I

ESCARAMUZAS

Entre conversaciones y pendencias por este orden, pasaron quince o veinte días, y adelantó mucho la curación del Capitán. En la frente sólo le quedaba ya una breve cicatriz, y el hueso de la pierna se iba consolidando.

– ¡Este hombre tiene carne de perro!185– solía decir el facultativo.

– ¡Gracias por el favor, matasanos186 de Lucifer! – respondía el Capitán en son de afectuosa franqueza. – ¡Cuando salga187 a la calle, he de llevarlo a usted a los toros y a las riñas de gallos; pues es usted todo un hombre!..188 ¡Cuidado si tiene hígados para remendar cuerpos rotos!189

Doña Teresa y su huésped habían acabado por tomarse mucho cariño, aunque siempre estaban peleándose. Negábale todos los días D. Jorge que tuviese hechura la concesión de la viudedad, lo cual sacaba de sus casillas a la guipuzcoana; pero a renglón seguido le invitaba a sentarse en la alcoba, y le decía que, ya que no con los títulos de General ni de Conde, había oído citar190 varias veces en la guerra civil al cabecilla Barbastro191 como a uno de los jefes carlistas más valientes y distinguidos y de sentimientos más humanos y caballerosos… Pero, cuando la veía triste y taciturna, por consecuencia de sus cuidados y achaques, se guardaba de darle bromas sobre el expediente, y la llamaba con toda naturalidad Generala y Condesa; cosa que la restablecía y alegraba en el acto; si ya no era que, como nacido en Aragón, y para recordar a la pobre viuda sus amores con el difunto carlista, le tarareaba jotas de aquella tierra, que acababan por entusiasmarla y por hacerla llorar y reír juntamente.

Estas amabilidades del Capitán Veneno, y sobre todo, el canto de la jota aragonesa, eran privilegio exclusivo en favor de la madre; pues tan luego que Angustias se acercaba a la alcoba, cesaban completamente, y el enfermo ponía cara de turco. Dijérase que odiaba de muerte a la hermosa joven, tal vez por lo mismo que nunca lograba disputar con ella, ni verla incomodada, ni que tomase por lo serio las atrocidades que él le decía, ni sacarla de aquella seriedad un poco burlona que el cuitado calificaba de constante insulto.

Era de notar,192 sin embargo, que cuando alguna mañana tardaba Angustias en entrar a darle los buenos días, el pícaro de D. Jorge193 preguntaba cien veces en su estilo de hombre tremendo:

¿Y ésa? ¿Y doña Náuseas? ¿Y esa remolona? ¿No ha despertado aún su señoría? ¿Por qué ha permitido que se levante usted tan temprano, y no ha venido ella a traerme el chocolate? Dígame usted, señora doña Teresa: ¿está mala acaso la joven princesa de Santurce?

Todo esto, si se dirigía a la madre; y, si era a la gallega, decíale con mayor furia:

– ¡Oye y entiende, monstruo de Mondoñedo! Dile a tu insoportable señorita que son las ocho y tengo hambre. ¡Que no es menester que venga tan peinada y reluciente como de costumbre! ¡Que de todos modos la detestaré con mis cinco sentidos! ¡Y, en fin, que, si no viene pronto, hoy no habrá tute!

El tute era una comedia, y hasta un drama diario. El Capitán lo jugaba mejor que Angustias; pero Angustias tenía más suerte, y los naipes acababan por salir volando hacia el techo o hacia la sala, desde las manos de aquel niño cuarentón, que no podía aguantar la graciosísima calma con que le decía la joven:

– ¿Ve usted, señor Capitán Veneno, cómo soy yo la única persona que ha194 nacido en el mundo para acusarle a usted las cuarenta?

II

SE PLANTEA LA CUESTIÓN

Así las cosas, una mañana, sobre si debían abrirse o no los cristales de la reja de la alcoba, por hacer195 un magnífico día de primavera, mediaron entre D. Jorge y su hermosa enemiga palabras tan graves como las siguientes:

El Capitán. – ¡Me vuelve loco el que no me lleve usted nunca la contraria, ni se incomode al oírme decir disparates! ¡Usted me desprecia! ¡Si fuera196 usted hombre, juro que habíamos de andar a cuchilladas!

Angustias. – Pues si yo fuese hombre, me reiría de todo ese geniazo, lo mismo que me río siendo mujer. Y, sin embargo, seríamos buenos amigos.

El Capitán. – ¡Amigos usted y yo! ¡Imposible! Usted tiene el don infernal de dominarme y exasperarme con su prudencia; yo no llegaría a ser nunca amigo de usted, sino su esclavo; y, por no serlo, le propondría a usted que nos batiéramos a muerte. Todo esto… siendo usted hombre. Siendo mujer como lo es…

Angustias. – ¡Continúe! ¡No me escatime galanterías!

El Capitán. – ¡Sí, señora! ¡Voy a hablarle con toda franqueza! Yo he tenido siempre aversión instintiva a las mujeres, enemigas naturales de la fuerza y de la dignidad del hombre, como lo acreditan Eva, Armida, aquella otra bribona que peló a Sansón, y muchas otras que cita mi primo. Pero, si hay algo que me asuste más que una mujer, es una señora, y, sobre todo, una señorita inocente y sensible, con ojos de paloma y labios de rosicler, con talle de serpiente del Paraíso y voz de sirena engañadora, con manecitas blancas como azucenas que oculten garras de tigre, y lágrimas de cocodrilo, capaces de engañar y perder a todos los santos de la corte celestial… Así es que mi sistema constante se ha reducido a huir de ustedes… Porque, dígame qué armas tiene un hombre de mi hechura para tratar con una tirana de veinte abriles, cuya fuerza consiste en su propia debilidad. ¿Es decorosamente posible pegarle a una mujer? ¡De ningún modo! Pues, entonces, ¿qué camino le queda a uno, cuando conozca que tal o cual mocosilla,197 muy guapa y puesta en sus puntos,198 lo domina y gobierna, y lo lleva y lo trae como a un zarandillo?

Angustias. – ¡Lo que yo hago199 cuando usted me dice estas atrocidades tan graciosas! ¡Agradecerlas… y sonreír! Porque ya habrá usted observado que yo no soy llorona…; razón por la cual, en su retrato de las Angustias sobra aquello de las lágrimas de cocodrilo…200

El Capitán. – ¿Está usted viendo? ¡Esa respuesta no la201 daría Lucifer! ¡Sonreír! ¡Reírse de mí, es lo que hace usted continuamente! ¡Pues bien! Decía, cuando usted me ha clavado ese nuevo puñal, que de todas las damiselas que había temido encontrar en el mundo, la más terrible, la más odiosa para un hombre de mi temple… – perdóneme la franqueza – ¡es usted! ¡Yo no recuerdo haber experimentado nunca la ira que siento cuando usted se sonríe al verme furioso! ¡Paréceme como que duda usted de mi valor, de la sinceridad de mis arrebatos, de la energía de mi carácter!

Angustias. – Pues óigame usted a mí, ahora, y crea que le hablo con entera verdad. Muchos hombres he conocido ya en el mundo; alguno que otro me ha solicitado; de ninguno me he prendado todavía… Pero si yo hubiera de enamorarme con el tiempo, sería de algún indio bravo por el estilo de usted. ¡Tiene usted un genio hecho de molde para el mío!

El Capitán. – ¡Vaya usted a los mismísimos diablos!202 ¡Generala! ¡Condesa! ¡Llame usted a su hija, y dígale que no me queme la sangre! En fin; ¡mejor es que no juguemos al tute! Conozco203 que no puedo con usted… Llevo algunas noches de no dormir, pensando en nuestros altercados, en las cosas duras que me obliga usted a decirle, en las irritantes bromas que me contesta, y en lo imposible que es el que usted y yo vivamos en paz, a pesar de lo muy agradecido que estoy a… la casa. ¡Ah! ¡Más me hubiera valido que me dejase usted morir en mitad204 de la calle!.. ¡Es muy triste aborrecer, o no poder tratar como Dios manda a la persona que nos ha salvado la vida exponiendo la suya! ¡Afortunadamente, pronto podré mover esta pícara pierna; me iré a mi cuartito de la calle de Tudescos, a la oficina de mi seráfico pariente y a mi Casino de mi alma,205 y cesará este martirio a que me ha condenado usted con su cara, su cuerpo y sus acciones de serafín, y con su frialdad, sus bromas y su sonrisa de demonio! ¡Pocos días nos quedan de206 vernos!.. Ya discurriré yo alguna manera de seguir tratando a solas a su mamá de usted, ora sea en casa de mi primo, ora por cartas, ora citándonos para tal o cual iglesia… Pero lo que es a usted, gloria mía, ¡no volveré a acercarme hasta que sepa que se ha casado!.. ¿Qué digo? Entonces menos que nunca! En resumen… ¡déjeme usted en paz, o écheme mañana solimán en el chocolate!

El día que D. Jorge de Córdoba pronunció estas palabras, Angustias no se sonrió, sino que se puso grave y triste…

Reparó en ello el Capitán, y diose prisa a taparse el rostro con el embozo207 de la cama, murmurando para sí mismo:

– ¡Me he fastidiado con decir que no quiero jugar al tute! Pero, ¿cómo volverme atrás? ¡Sería deshonrarme! ¡Nada! ¡Trague usted quina, señor Capitán Veneno! ¡Los hombres deben ser hombres!

Angustias, que había salido ya de la alcoba, no se enteró del arrepentimiento y tristeza que se revolcaban bajo las ropas de aquel lecho.

III

LA CONVALECENCIA

Sin novedad alguna que de notar sea, transcurrieron otros quince días, y llegó aquel en que nuestro héroe debía de abandonar el lecho, bien que con orden terminante de no moverse de una silla y de tener extendida sobre208 otra la pierna mala.

Sabedor de ello el Marqués de los Tomillares, cuya visita no había faltado ninguna mañana a D. Jorge, o, más bien dicho, a sus adorables enfermeras, con quienes se entendía mejor que con su áspero y rabioso primo, le envió a éste, al amanecer, un magnífico sillón-cama,209 de roble, acero y damasco, que había hecho construir con la anticipación debida.

Aquel lujoso mueble era toda una obra maestra, excogitada y dirigida por el minucioso aristócrata: estaba provisto de grandes ruedas que facilitarían la conducción del enfermo de una parte a otra, y articulado por medio de muchos resortes, que permitían darle forma, ora de lecho militar, ora de butaca más o menos trepada, con apoyo, en este último caso, para extender la pierna derecha, y con su mesilla, su atril, su pupitre, su espejo y otros adminículos de quita y pon, admirablemente acondicionados.

A las señoras les mandó, como todos los días, delicadísimos ramos de flores, y además, por extraordinario, un gran ramillete de dulces y doce botellas de Champagne, para que celebrasen la mejoría de su huésped. Regaló un hermoso reloj al médico y veinticinco duros a la criada, y con todo ello se pasó en aquella casa un verdadero día de fiesta, a pesar de que la respetable guipuzcoana estaba cada vez peor de salud.

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