bannerbanner
La transformación de las razas en América
La transformación de las razas en América

Полная версия

La transformación de las razas en América

Настройки чтения
Размер шрифта
Высота строк
Поля
На страницу:
3 из 3

Así el primer jefe hereditario en el grupo humano primitivo es al mismo tiempo sacerdote y rey, y entra en su reinado póstumo con prestigios dobles. Desde aquí arranca el derecho divino, que queda anexo a cada una de las dos funciones, cuando más adelante se separan, por las exigencias de la división del trabajo.

Y como estos dioses rudimentarios eran temidos en la proporción en que habían sido poderosos y temibles en vida, los caudillos sobresalientes deslucían a los comunes en la imaginación de los sobrevivientes, como el sol a las estrellas durante el día, relegándolos a subdioses, y magnificados aquéllos después por la leyenda, vinieron a ser dioses locales o tribales, dioses nacionales más tarde, con el triunfo de su tribu sobre otras tribus, dioses universales, finalmente, y por el mismo proceso de abultamiento fantástico que en la antigüedad griega levantaba la reputación de poder sobrenatural de una estatua particular de Júpiter, de Venus o de Minerva, sobre todas las restantes, y que en la actualidad católica y cismática destaca la reputación milagrosa de una entre los millares de imágenes o de estatuas de la Virgen o de los santos, sobre todas las de un país, como sucede con la de San Nicolás de Rusia, o con la de Luján entre nosotros, o sobre la de todos los países como ocurre con la de Lourdes en Francia.

Rudimentaria y confusa en los primeros engendros, esta segunda existencia del hombre se define y precisa en la imaginación, con el andar del tiempo y de la imaginación, hasta adquirir contornos completamente definidos, y, en ciertos momentos de la historia, aun más definidos y precisos que los de la vida real, aunque participando siempre de sus caracteres, pues el ideal es una destilación de la realidad en ficciones; el hombre no puede escapar de sí mismo, y cuando ha concebido a Dios con los materiales al alcance de su fantasía, resulta no haber hecho más que una transfiguración de sí mismo, una personificación de fuerza, de poder, de voluntad, de inteligencia sublimadas.

Así, poco a poco, vino organizándose la concepción de una voluntad previa, como antecedente del mundo real y un mundo imaginario para la vida imaginaria, con su correspondiente regidor y juez supremo, con su corte celestial y sus gehennas y su portero perpetuo, y, poseídos de incurable terror ante el factor universal de la vida y la muerte, de las plagas, las pestes, los terremotos y las tempestades, los hacedores de dioses no volvieron a tenerlas todas consigo, ni aun cuando discurrieron apaciguarlos con sacrificios humanos en un principio, principalmente primogénitos, niños inocentes y doncellas, y finalmente con el sacrificio parcial de la circuncisión, sustituida entre los cristianos por el bautismo; con sacrificios de animales más adelante, de preferencia corderos, palomas y toros célibes; con sacrificios de dinero y alhajas, en último resorte, como se estila ahora; ni aún sacrificándolo él mismo a él mismo – el sacrificio máximo – esto es, comiéndoselo en persona, desde luego, para tenerlo adentro en manera de específico deificante y depurante de maldades y pecados, como lo practican actualmente los ainos de la isla de Sakalín, cuyo Dios anual es un oso cazado cachorro en el bosque, criado con golosinas, mimado y venerado, y al fin muerto, descuartizado, distribuido y comido solemnemente en la gran fiesta religiosa; comiéndoselo, más tarde, en la persona de un vicario consagrado anualmente, como lo practicaban todavía los mejicanos en la época del descubrimiento de América; y, finalmente, en el canibalismo simbólico de la misa, según la forma copiada del culto de Mitra, en el pan y el vino de la eucaristía transubstanciados por ceremonias mágicas en la carne y la sangre del hijo de Dios sacrificado a Dios – última expresión del cordero pascual y del inocente chivo emisario, encargado de llevarse al desierto los pecados de los hombres y expiarlos con sus propias penurias y tribulaciones.

Dos vidas distintas, en dos mundos diferentes, con sus respectivos regidores, implicaban, naturalmente, dos despotismos sobre una sola existencia, dos gobiernos simultáneos con sus correspondientes jerarquías paralelas de funcionarios para velar por el cumplimiento de las dos clases de obligaciones del súbdito simultáneo de Dios y el Rey – el altar y el trono. Los obispos y los curas, como delegados del reino de los cielos para dirigir las almas, atar y desatar desde aquí para allá, para absolver y condenar, exigir contribuciones y consumirlas, administrar la gracia y la ira divinas, imponiendo penitencias y excomuniones o concediendo indulgencias; el príncipe y sus lugartenientes y delegados para las mismas funciones en lo concerniente a los asuntos de la tierra.

Las pirámides de Egipto son un testimonio en piedra de la magnitud de las cargas reales que recayeron sobre las espaldas de los vivos por la invención de la vida de los muertos, en una de sus millares de formas diferentes.

Se sabe que en algunas regiones, en épocas remotas, los esclavos eran enterrados vivos con el cadáver del amo, y que hasta el siglo pasado era costumbre en la India quemar vivas a las viudas con el marido difunto, pero, generalmente, se enterraba a los muertos con provisiones en especies materiales para la vida ulterior, principalmente granos, que, brotando más lozanos en la tierra removida y abonada por los detritos del difunto, dieron origen a la agricultura, según la famosa teoría de Grant Allen, y hoy se les entierra con provisiones en especies espirituales, porque la vida eterna tenía que ser pensada, finalmente, sin las circunstancias de la existencia real, o de lo contrario no podía ser eterna. Por lo tanto, sin renovación de los materiales del organismo, sin necesidad de comer, de dormir, de beber, de vestirse, eternamente igual, sin nada en que pensar, sin nada que hacer – fuera de bostezar a pasto – sin amor, sin odio, sin hijos, sin día y sin noche, sin bien y sin mal, sin pensamiento y sin acción, vale decir, sin conducta – la más aburrida especie de vida que haya sido posible imaginar, o bien, con hambre y sed y sueño y odio y noche y calor o frío inextinguibles, que es decir, la más absurda.

Desde que la vida imaginaria es ilimitada por construcción imaginaria, la vida real, con sus dichas y desdichas transitorias, es nada más que el prólogo o la introducción a la dicha o la desdicha perpetuas, de donde resulta que "los muertos son los vivos y los vivos son los muertos", según la expresión de A. France, o más bien, es un trocatintas, pues los vivos pueden obrar en el otro mundo, sacando ánimas del purgatorio, por ejemplo, y los muertos pueden hacer todas las cosas de este mundo, hasta proporcionarles marido a "las hijas de María" que se lo piden a San Expedito, cuando están apuradas.

Pero, desde que los grandes objetivos del hombre, intoxicado de terrores y de esperanzas sobre la vida futura, vinieron a estar fuera de este mundo, este mundo quedó fuera de la atención de los hombres, y por ende, las leyes naturales, que han proporcionado los maravillosos recursos de la civilización moderna, quedaron en la edad media fuera del alcance del entendimiento humano, totalmente absorbido por la preocupación angustiosa de las entidades y de las cosas sobrenaturales, deslumbrado por el espejismo del otro mundo hasta dar la espalda a la vida real y el frente a la vida imaginaria, por entender que la más alta y noble ambición del hombre era la de "sentarse eternamente a la diestra de Dios padre", después de muerto, con lo que resultaba estúpido, degradante y vil todo anhelo de felicidad antes de morirse.

Y el mundo real, estigmatizado como uno de los cuatro enemigos del alma, quedó ignorado hasta la aurora de los tiempos modernos mientras se difundía la monomanía del más allá que hizo de la Europa medioeval una simple variante de la China contemporánea, pues si en ésta el hombre vive para los muertos, en aquélla el hombre vivía para después de muerto.

LA PALABRA DE DIOS

En resumen, nuestro abolengo mental, destacándose paulatinamente de las mescolanzas de cultos, mitologías y teogonías del remoto pasado, vino a quedar del tenor siguiente:

Dios había hecho a los hombres para el cielo, pero de modo a que se perdiesen en la tierra, y el diablo, agarrando la ocasión por los cuernos, se los había ganado para el infierno. Entonces, para no quedarse solo en el cielo, Dios bajó a la tierra, eligió entre todos un pueblo para sí y le dictó sus condiciones, que fueron olvidadas, por lo cual, más tarde, le envió con un hijo ad hoc un segundo mensaje.

Los guardianes oficiales de la primera palabra de Dios desconocieron al Dios hijo, portador de la segunda, lo apresaron, lo juzgaron; lo condenaron y lo ejecutaron por contraventor a las leyes de Dios padre.

Pero otros la recogieron y edificaron sobre ella la Iglesia, la casa de Dios hijo, frente a la sinagoga, la casa de Dios padre.

Dios había hablado a Moisés entre relámpagos y truenos, cuando no se conocían aún los derechos del hombre y los deberes del padre, que tenía hijos y esposas, esclavos, asnos, bueyes y cabras para explotarios, matarlos o venderlos; había hablado como un patriarca judío, como el rey del egoísmo, estableciendo, en primer término, la obligación de amarlo a él sobre todas las cosas del mundo, que todavía deben ser abandonadas por los que quieran servirlo en toda regla, la más gravosa de todas las cargas que han pesado sobre la conciencia del hombre, el deber humano que ha producido más palos, tormentos y matanzas, más lágrimas y sufrimientos, más miseria y más imbecilidad consuetudinaria.

Y porque Dios había cometido la indiscreción de hablar, el hombre tuvo que callarse a perpetuidad, o hablar sólo para repetir, como papagayo sin plumas, la palabra divina, que vino a ser la túnica de Neso de la inteligencia humana. Y treinta y dos generaciones de hombres transcurrieron bajo la era cristiana en la miseria, la ignorancia y la barbarie crónicas, profiriendo u oyendo solamente la palabra sagrada, fulminada desde el púlpito, volcán de amenazas, en erupción perpetua de castigos en este mundo y en el otro, para los pecadores y los infieles, en fuente inagotable de terrores imaginarios para implantar en el corazón de los elegidos para el cielo el horror a la vida irrenunciable y el temor a la muerte inevitable.

Y condenado por la Iglesia con penas terribles en el otro mundo y por el poder civil con penas atroces para los deudos en éste, el suicidio, que ha sido en el lejano Japón, como lo fue en la antigua Roma, un límite al sufrimiento y por ende a la crueldad humana, desapareció de las costumbres europeas y llegando, entonces, el sufrimiento y la crueldad consecutiva al máximum de su amplitud posible, quedó centuplicado de golpe, por la sola invención complementaria de los instrumentos de tortura, el poder de los déspotas temporales y espirituales sobre el creyente puesto entre la espada y el infierno, y obligado a capitular con todas las bajezas, humillaciones y penalidades antes que afrontar la pavorosa eternidad.

Dios había pensado, y el pensamiento de Dios —non plus ultra, de suyo – paralizó de golpe a la razón y al pensamiento humano, pues, en su calidad de ser todopoderoso, Dios no estaba obligado a ser razonable, ni justo, ni bueno, ni acertado, y como quiera que fuese, los hombres estaban obligados a obedecerle ciegamente, so pena de condenación eterna, como al papa, que tampoco tiene obligación de ser el más sabio de los hombres y asimismo tiene el derecho de ser infalible.

La razón humana, así anulada para los fines de la vida humana, vino a ser en el entendimiento del creyente lo que el apéndice en el intestino del hombre civilizado: un órgano superfluo, puesto que no tenía función propia.

Y vinieron entonces para la cristiandad aquellos oscuros y miserables diez siglos de la edad media, en dieta rigurosa de pensamiento divino, en los que la inteligencia humana no dio un solo paso adelante, estancada en la parálisis mental de los musulmanes y por las mismas circunstancias: todo estaba pensado, todo estaba resuelto, todo estaba dicho, todo estaba escrito de antemano por los profetas y los apóstoles, bajo el dictado o la inspiración de Dios mismo, y sancionado con penas horrorosas.

Porque los teólogos de todas las variedades, quemaban vivos respectivamente a los que pensaban de diferente modo que ellos, y Dios era en la edad media el rey de los teólogos, esperando a las almas del otro de la muerte para juzgar sus intenciones y pensamientos, y precipitarlos en el fuego eterno, si diferían del suyo, pues aunque Jesús mismo había dicho: "haz a los otros lo que quisiérais que te hicieran a tí", esto no rezaba con él ni con su padre, ni con sus teólogos por aquello de "en casa del herrero, cuchillo de palo".

EL CRIADOR Y SUS CRIATURAS

En todos los tiempos el servilismo de los gobernados ha sido particularmente grato a los gobernantes y recompensado especialmente por éstos, y en todos los tiempos se ha brindado a los potentados imaginarios con el manjar más apetecido por los potentados reales.

La idea de erguirse ante los poderosos y humillarse ante los humildes, que, haciendo al hombre gentil con las mujeres, blando con los niños y duro con los bellacos, viene suprimiendo el látigo en las escuelas, las cadenas en las prisiones y el garrote en los hogares, esta idea matriz de la civilización contemporánea, derivada del principio de la igualdad de todos los hombres, es un concepto nuevo de la personalidad, procedente del derecho humano, en contraposición al derecho divino y netamente expresado por Jaurés el 11 de Febrero de 1895, en la cámara de diputados de Francia, en estos términos: "Si Dios apareciese delante de la multitud en forma palpable, el primer deber del hombre sería rehusarle obediencia, y considerarlo como un igual con quien las cosas han de ser discutidas, no como un amo a quien debemos someternos".

Hasta la edad moderna, los fieles penetraban compungidos y contritos en la casa de Dios para suplicarle de rodillas, confesando sus culpas, besando el suelo y golpeándose el pecho. Algunas sectas protestantes, poniendo asientos y suprimiendo genuflexiones, iniciaron la entrada de la dignidad humana en el templo, cuatro siglos antes de que fuese abandonada en España y en América la obligación tradicional y cotidiana del hijo, de pedir la bendición al padre con las manos en súplica y de rodillas en el suelo.

En algunas secciones rezagadas de esta América, todavía, cuando llevan a Dios con campanillas por las calles, para vendérselo a algún moribundo, los transeúntes y los vecinos, se prosternan de rodillas, como los súbditos de los potentados orientales al paso de su respectivo déspota.

En la época en que florecieron los primeros teólogos cristianos, el más abyecto servilismo, el servilismo oriental refinado por los sutiles griegos de la decadencia, estaba de moda en el mundo, que levantaba templos a los emperadores reinantes para rendirles culto, y para endiosar a Dios en las formas del tiempo, los cristianos llevaron el ceremonial del miedo a su señor celestial hasta los últimos límites de lo posible, hasta los últimos extremos de lo repugnante y de lo absurdo, como si Dios hubiera "hecho a los hombres a su imagen" para que fueran su antítesis; pera sacrificarlos en holocausto a sí mismo como Saturno a sus hijos; para degradarlos, levantando con su omnipotencia caprichosa más alto en la segunda vida a los que de "motu proprio" hubiesen caído más bajo y más sucio en la primera; como si los hombres hubiesen recibido en la existencia la carta del negro, no para que la disfrutasen, sino para que la padecieran como una sentencia de oprobio, por "el delito de haber nacido del pecado original".

Y a fuerza de achatarse y deprimirse para agrandar a Dios, los hombres se redujeron a cero, los comunes a cero a la izquierda, los "ungidos del Señor" a cero a la derecha del todopoderoso "fuente única de todo poder y de toda autoridad en el cielo y en la tierra", sólo accesibles a sus criaturas por la magia religiosa y por mediación de su Iglesia, que, trayendo así su razón de ser y de valer de la profesada omnipotencia de Dios y de la obsecuente impotencia del hombre, quedaba fatalmente necesitada de mantener esas condiciones de su existencia para subsistir: la superstición, la credulidad y la ignorancia, que son los tres componentes principales de la pobreza de espíritu, y predestinada a decaer desde el momento y en la medida en que sus pupilos encontrasen otras fuentes de poder y de valer diferentes de la suya y más eficaces que la suya, como es precisamente el caso de la ciencia y la civilización laicas, que, apenas surgidas, han levantado de improviso la capacidad natural del hombre para superar las dificultades de la vida, por medios derivados de la inteligencia humana, y reducido la fe en el poder de los muertos para ayudar a los vivos, a la mitad, la tercera o la décima parte de lo que fue.

Конец ознакомительного фрагмента.

Текст предоставлен ООО «Литрес».

Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на Литрес.

Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.

1

Julio Costa. "El Presidente".

2

Alberdi. "Luz del día".

3

Martín García Mérou. "Alberdi".

4

Joaquín V. González. Prólogo a "La creación del mundo moral". Edc. de "La Cultura Argentina".

5

"¿Adónde vamos?"

6

"Agustín Álvarez". Revista de Filosofía. Año I. N.º 8.

7

En "La Nación". Febrero de 1917.

8

"Un moralista argentino". Revista de Filosofía. Año II. Núm. 6.

Конец ознакомительного фрагмента
Купить и скачать всю книгу
На страницу:
3 из 3