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La transformación de las razas en América
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La transformación de las razas en América

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Su obra se reciente de método. El trajín de la lucha cotidiana le impidió el reposo y la serenidad, tan necesarias a las especulaciones del espíritu.

Su paso por la vida militar, por el periodismo, por los tribunales, ya como abogado o magistrado, su incursión por el campo de la política, su dedicación a la labor educacional como profesor de la enseñanza militar, secundaria y universitaria; su actuación como miembro de numerosas instituciones científicas o culturales, o ya en numerosos congresos científicos de diversa índole, nacionales o internacionales; su actuación de funcionario de la nación o provincia; todo ello le impidió hacer su obra metódica y serenamente, en la especialización. Así en ese afanoso bregar diario por todos los senderos fue construyendo con admirable persistencia y energía no común. ¡Asombra el imaginar lo que hubiera dado este cerebro bellamente constituido si la fortuna le hubiese sido propicia y hubiera podido dedicarse por completo al estudio, sin las preocupaciones materiales que son como el grillete para el intelectual!

Caracteriza singularmente sus primeros libros la copiosidad en las citas. Sus enormes lecturas enciclopédicas las va volcando allí; junto a la observación personal de hombres, hechos y cosas que el espectador diestro descubre al solo golpe de vista, irá la cláusula pertinente del autor nacional o extranjero con quien hermana o coincide, acompañada de una sabrosa acotación suya. O bien será la anécdota, el cuento, el hecho histórico, el proverbio criollo traído a cuenta para satirizarlo y deducir sus consecuencias lógicas. Así han sido escritos sus primeros libros, sobre todo "South America", "Manual de patología política" y "Ensayo sobre Educación".

IV. – La cuestión religiosa

La cuestión religiosa ha preocupado constantemente a Álvarez. Estuvo repicando con sin igual persistencia sobre ello; exhortando a sus conciudadanos al estudio de la ciencia, que ponía frente a frente del precepto religioso. Fue "un San Pablo del liberalismo", ha dicho Joaquín V. González con sobrado acierto. Se le ha reprochado y repróchasele como un rasgo de mal gusto esa insistencia; mas, Álvarez estaba en lo cierto. En nuestro país la religión toma formas curiosísimas; se infiltra por todos los rincones de la vida social: en la escuela, en el hogar, en el gobierno, en la administración, en la ley. Y atisba con ojo avizor el momento propicio para reconquistar la posición perdida.

Afírmase a menudo que la cuestión religiosa no es de actualidad, que ella ha sido resuelta en nuestro país, que en el mundo ya no se discute. Nada más falso ni antojadizo que esta aseveración. La cuestión religiosa es de actualidad en el mundo hoy más que nunca, y se habla por ahí de un renacimiento místico o religioso en la humanidad… Pero lo innegable es que la guerra ha puesto en discusión las viejas normas éticas que rigen la humanidad actual, y, en primer plano, las normas religiosas.

En nuestro país el problema religioso es de actualidad, de Sarmiento a esta parte, sobre todo, en su faz práctica. El registro civil con el matrimonio civil, y la ley laica de educación, son conquistas del espíritu laico sobre el poder religioso. Todo hace suponer que la lucha – que ruge sordamente en los distintos grupos sociales – entre el precepto religioso y los ideales laicos ha de acentuarse cada vez más.

Ni siquiera, pues, puede con justicia tachársele a Álvarez de inactual. A propósito de esto, se le acusa de "materialista", de haber formado opinión en lecturas extremadamente de esa índole – las "únicas" fuentes de su cultura, dice un crítico – con criterio viejo, atrasado, y que vio a través de este prisma el problema religioso.

Creemos que Ingenieros ha contestado esa inculpación de una manera definitiva: "Nada hay en efecto – dice – más falso que la pretendida identidad de la superstición con el idealismo, no hay nada más torpe que sugerir al vulgo que todos los moralistas laicos son "materialistas" y carecen de ideales", y luego agrega: "Nada hay moralmente más materialista que las prácticas externas de todos los cultos conocidos y el aforo escrupuloso con que establecen sus tarifas para interceder ante la divinidad; nada más idealista que practicar la virtud y predicar la verdad como hicieron los más de los filósofos que murieron en la hoguera acusados de herejía. En este sentido moral – y no cabe otro para apreciar un sembrador de ideales – Agustín Álvarez fue idealista toda su vida, no adhiriendo jamás al materialismo de ninguna religión conocida"8.

V. – El educador

Álvarez fue un maestro en el amplio sentido de la palabra. Su temperamento de educador y su vocación por la enseñanza se manifestó en múltiples formas. Puede decirse que fue en él una preocupación constante.

En la cátedra universitaria enseñaba – dicen sus alumnos – con verdadero fervor. En la conferencia pública, en el folleto y el libro pone esa misma unción pedagógica.

"Nuestra enfermedad es la ignorancia; su causa el fanatismo" – escribe – . "El remedio es la escuela; el médico es el maestro". Advierte que la América vive encendiendo "velas a los santos para que vean a quienes deben hacer milagros, y no enciende luces en la inteligencia de los niños para alumbrar el camino de la existencia". Confía en la escuela como el remedio de todos nuestros males; pero la escuela que da la educación científica, basada en la observación de la naturaleza, la educación laica, pues la escuela, en su buen entender, debe educar para la libertad y el trabajo y no para la sumisión y el abandono. De su preocupación sobre la materia hablan bien claro las sustanciosas páginas que dejó al morir.

De su "Ensayo sobre educación", aparecido en momentos de mayor confusión de planes y programas, ha dicho Máximo Victoria: "El campanero de estos tres repiques llamaba a misa mayor cuando los escribió".

Arturo E. de la Mota.

LA EVOLUCIÓN DEL ESPÍRITU HUMANO

LA MADRE DE LOS BORREGOS

La necesidad específica del entendimiento es la explicación, como la necesidad específica del estómago es el alimento. El hambre y la curiosidad son, pues, los dos factores primitivos y fundamentales del ser humano: el uno para asegurar el crecimiento físico, el otro para asegurar el crecimiento mental, igualmente necesario para la conservación del individuo y de la especie.

Sin alas, sin cola, sin trompa, sin garras, sin colmillos, sin veneno, sin púas, sin cuernos, sin caparazón, sin agilidad, sólo por la inteligencia podía el hombre sobreponerse a las demás especies animales en la lucha por la vida; pero, en cambio, la inteligencia era de suyo un arma o un poder susceptible de desarrollarse indefinidamente, de levantarse más alto que los pájaros y de caer más bajo que los reptiles.

Es necesario obrar para vivir, y es necesario saber para obrar. Saber al derecho o al revés, saber bien o saber mal, da lo mismo para determinarse a la acción o la inacción y conducirse en ellas, y sólo es diferente para el resultado.

Para orientarse en el mundo, más allá del hábito heredado en el instinto, es necesario tener un concepto, una idea, una explicación del mundo, muy burda en un principio, y de más en más elaborada después, porque solamente las explicaciones burdas pueden satisfacer a los entendimientos burdos, y solamente las explicaciones refinadas pueden satisfacer a los espíritus refinados.

Así, para la credulidad fundamental del niño, del salvaje y del ignorante, las explicaciones son tanto más creíbles cuanto son más disparatadas, más extraordinarias, más fantásticas, que es decir, más atrayentes, más impresionantes sobre la imaginación predominante en ellos.

Los sistemas de explicación del universo, las creencias a priori sobre lo desconocido, eran tan necesarias al hombre para rumbear y desempeñarse en la maraña de bienes y de males en que se desenvuelve la vida, como las sendas y los caminos para transitar sobre el suelo, y en ambos terrenos el ensanche del tráfico tenía que producir necesariamente el ensanche de la vía.

Descubrir el modo y la razón de ser propias de los hechos y de las cosas era imposible. Imaginárselos, era fácil e inevitable, pues cercados en todas direcciones por el misterio, urgidos por la necesidad de saber para obrar y aguijoneados por la curiosidad de saber para saber, los hombres tenían que recurrir fatalmente a la cavilación para descifrar los enigmas del universo y de la vida, a fin de orientarse en el mundo y en la vida, y la loca de la casa tuvo que ser la encargada de amueblar y pertrechar la casa.

Para los primeros hombres, el antecedente conocido de sus acciones, el porqué de sus actos, fue ese misterio interior que llamamos la voluntad, y en función de este primer factor de los hechos propios se explicaron, naturalmente, los hechos ajenos como efectos de otras voluntades en las otras personas, en los animales y en las cosas, como el niño que se enoja con los juguetes indóciles a sus caprichos y los rompe, porque los cree culpables, que es decir, voluntarios; como los baqueanos de la cordillera que creen que la montaña desconoce a los forasteros y desencadena en seguida la tormenta para manifestar su disgusto; como los napolitanos supersticiosos que creen que las diligencias no gustan de los curas y se vuelcan de rabia cuando va alguno entre los pasajeros.

Tomando esta primera cosa conocida – el yo – como base o punto de referencia para la explicación de las demás cosas, el hombre llegó necesariamente a la personificación de todas las cosas del mundo real, desde luego, y a la de todas las del mundo imaginario después, suplicando en un principio directamente al sol para que enviase la luz y el calor y evitase los nublados y los eclipses, y después a Horo, a Dionisios, a Febo Apollo, a Jehová, a Dios, a San Antonio o a San Francisco.

Empezando por suponer una voluntad dentro o detrás de las cosas para explicarse las particularidades de las cosas, el hombre llegó, por refinamientos sucesivos, a imaginarse los poderes invisibles como productores de los hechos incomprensibles, encarnándolos después en los fetiches para rendirles miedo, vale decir, culto.

Y una vez concebidos los factores imaginarios de los hechos y de las cosas, sobrevino la necesidad de influir sobre aquéllos, para influir sobre éstas, y el hechicero – embrión del obispo – tomó a su cargo en la tribu la provechosa función de espantar a los malos espíritus para sanar a los enfermos.

La necesidad trae la función y el funcionario trae el procedimiento. La necesidad de actuar sobre los poderes invisibles trajo al mago y el mago trajo la magia, hechicería en segundo grado, bifurcada ya en dos ramas o especialidades en el judaísmo y en el paganismo, la una para apaciguar a los poderes imaginarios irritados o propiciarlos por medio de sacrificios, laudatorias y genuflexiones, pues "la sangre y los sufrimientos de los humanos eran el néctar de los dioses"; la otra para pronosticar o predecir sus determinaciones, interpretando, según el método de los profetas, las visiones de la imaginación exaltada por el ayuno y la soledad, en el judaísmo, o los sueños y los presagios, según el método de las pitonisas y los augures en el paganismo.

Entretanto, al lado de las viejas mitologías y liturgias perfeccionadas, surgen la filosofía y la literatura griegas, que, disminuyendo la candidez humana, quebrantan primeramente el prestigio de los adivinadores del porvenir, y luego la eficacia misma de las teogonías corrientes para responder satisfactoriamente a la curiosidad humana ensanchada en el mundo greco-latino. Y el hombre necesita, entonces, en las costas del Mediterráneo, una nueva explicación de los hechos y de las cosas, del mundo, y se la proporciona el supernaturalismo cristiano, con los dos testamentos como nueva teoría de los hechos y de las cosas, y con los sacramentos – hechicería en tercer grado – como nuevo vehículo de comunicación entre los seres humanos que sufren los accidentes de la vida y los acontecimientos del universo, y los seres sobrehumanos que los producen, suspenden o cambian a su arbitrio.

En el Oriente quedaron los astrólogos para investigar el porvenir interrogando a los astros, y los nigromantes para conocer las cosas ocultas por las ciencias ocultas; en el Occidente, los exorcistas para expulsar los demonios del cuerpo de los poseídos, y los beatos para inducir a los muertos a producir bienes y evitar males para los vivos.

Aunque muy lentamente, porque la Iglesia, prohibiendo la duda y la curiosidad para preservar sus dogmas, ha mellado los aguijones que empujan a los hombres a buscar, investigar y averiguar para saber, el entendimiento humano ha seguido creciendo siempre en amplitud y en complejidad, con disminución consecutiva y paralela del miedo a las brujas, duendes, diablos y basiliscos, y el último traje o catecismo de terrores y esperanzas imaginarias, confeccionado con las revelaciones de los profetas y de los apóstoles, llega, también, a quedarle estrecho.

El exorcismo, que había hecho víctimas a millares de millares, quemando herejes, embrujados y endemoniados, – histéricos, locos y sabios, – no pudo sostenerse ante la inteligencia humana llegada a más, y cayó el primero, definitivamente, en la aurora del siglo XIX.

En un principio, la Iglesia, por entonces omnipotente, luchando contra la incredulidad naciente, consigue mantener la integridad de su explicación-credo, destruyendo o aplastando a los que, desde el Renacimiento, empiezan a excederla en capacidad mental, pero éstos siguen brotando en todas partes y en tal progresión que la guerra, la excomunión, el tormento y la hoguera, funcionando en el máximum, no bastan, al fin, para extirparlos, y a su turno, ella también empieza a batirse en retirada, ante la marea creciente de los curiosos insatisfechos con la última explicación de lo natural por lo sobrenatural.

Porque la alquimia ha venido abriendo el camino a la física y a la química, han renacido la filosofía, la literatura y el arte, y el entendimiento humano, de nuevo en camino, empieza a repugnar los milagros de los muertos y los extravíos histéricos de los profetas y de los doctores de la Iglesia, en que siguen comulgando los pobres de espíritu.

Una nueva explicación del mundo empieza a ser necesaria para las inteligencias abiertas de la Europa y de la América, y la inician en el último siglo las ciencias positivas, prescindiendo del origen incognoscible de las cosas para explicar los hechos naturales por sus causas naturales; abandonando el porqué se producen, que hasta aquí ha separado a los hombres en fieles e infieles, enconados y enfurecidos recíprocamente sobre su diferente explicación a priori de los misterios del universo, para contraerse a investigar el cómo se producen, que siendo uno mismo para todos los observadores, constituye un capital común para los hombres de todas las razas, de todos los colores, los lugares y los climas, un vínculo de acercamiento recíproco para beneficio mutuo.

Y sin un sacerdocio desligado de la familia y de la patria y consagrado exclusivamente a propagarlo y explotarlo, sin órdenes de caballería y de predicadores a su servicio, sin jesuítas combatientes a sus flancos, sin misioneros que la difundan, sin un pontífice a su frente, sin déspotas que la impongan por la fuerza, la última explicación del universo y de la vida se ensancha, difunde y extiende espontáneamente, no sobre el filo del sable, como las religiones medioevales, sino en alas del libro y del periódico, enrolando por su propia superioridad intrínseca a todos los hombres y las mujeres, a medida que superan el nivel intelectual del pasado que produjo las supersticiones oficiales de las religiones oficiales, pues del mismo modo que el fetichismo católico, v. gr., resulta inadecuado para las tribus de negros de África, porque les queda demasiado grande para su entendimiento demasiado estrecho todavía, resulta, también, inadecuado para las inteligencias desenvueltas de la Europa y de la América porque les queda demasiado chico y demasiado mezquino.

De la crasa ignorancia a la más grosera superstición, y, ayudando la benignidad del clima y la fertilidad del suelo en las regiones privilegiadas, de una en otra superstición hasta la más alta, de la más alta a la ciencia; del credo obligatorio al libre pensamiento, de la verdad revelada a la verdad demostrada; de la magia religiosa a la mecánica racional; de las palmas benditas al pararrayo; del milagro al vapor, al ferrocarril, al telégrafo, al teléfono; de la rogativa a la cirugía y los sueros; de la censura eclesiástica a la libertad de la prensa; de "la santa ignorancia" a la instrucción obligatoria, tal ha sido la marcha ascendente del espíritu humano, impelido por la necesidad de conocer el porqué de las cosas para conducirse enfrente de las cosas.

Cuestión de millares o de centenares de siglos para subir los primeros escalones de la evolución, de decenas solamente para los últimos, ha llegado a ser, bajo el impulso de la instrucción pública liberal, cuestión de sólo docenas de años para alcanzar aumentos apreciables de capacidad mental en el individuo y en la comunidad.

Pues, según leyes sicofisiológicas conocidas, el órgano que se ejercita se desarrolla, y alguna parte de esto o la aptitud para reproducirlo, se transmite, también, grosso modo, a la descendencia, por manera que, una vez así levantado por los hombres superiores y los medianos de una época el nivel moral o intelectual de la subsiguiente, los de ésta, emergiendo para su respectiva carrera desde una plataforma o base más alta, llegan más lejos con el mismo caudal o impulso, que es lo que explica el hecho notorio de que los hombres medianos y los superiores de Francia, por ejemplo, tomados en conjunto, valgan muchas veces más que los de España, en la misma pretendida raza latina, o los de la Argentina – que tuvo un Rivadavia, un Mitre y un Sarmiento, – mucho más que los de Bolivia, que ha tenido muchos obispos y ningún educador, en la misma América del Sud y del Papa; lo que explica que un Voltaire, un Michelet, un Renan, un Taine, un France, siendo un hecho natural en Francia, serían un caso prodigioso en España, absolutamente imposible en Marruecos.

Ahora, la superstición, que no es más que un conocimiento falso de las cosas, es una forma de actividad de la mente – muy pobre, sin duda, pero "más vale algo que nada" – y de acuerdo con las leyes precitadas, la mente desarrollada por las primeras supersticiones, cuán lentamente lo fuera, creció, al fin, en alguna parte, lo bastante para excederlas, haciendo necesarias las segundas, después las terceras, y así sucesivamente, hasta culminar el género en el paganismo, el budismo, el judaísmo, el cristianismo y el mahometismo, que rematan la edad de la imaginación.

Pobremente alimentada con patrañas, mitos y leyendas, la inteligencia humana ha crecido, al fin, lo bastante para necesitar alimentos más consistentes, explicaciones menos fantásticas y más positivas de los hechos y de las cosas del mundo, y se inicia, entonces, la edad de la razón, con el dominio progresivo del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, conquistadas con los métodos positivos de investigación.

Como los hombres mismos, como los animales todos, que al término de su limitada carrera pasan a ser carga y estorbo, cartas de más en la baraja de la vida universal, que no puede conservar su perpetua juventud sino por la renovación perpetua, las creencias que se prolongan más allá de su radio de eficacia, acaban, como las uñas desmesuradamente alargadas de los aristócratas siameses, por embarazar y estrechar la existencia, debiendo ser, entonces, barridas por el olvido y la muerte bienhechores, para dar lugar a nuevas entidades, a nuevas formas del movimiento perpetuo de la materia. La evolución de las creencias ha sido paralela con la del entendimiento, y los dioses, los semidioses y las semidiosas actuales descienden de los fetiches prehistóricos, como el hombre contemporáneo desciende del hombre de las cavernas.

El empeño de mantener en pie lo que ha madurado para caer y desaparecer, se paga irremisiblemente en pérdida de vida nueva, y podría decirse que la mortalidad prematura de los hombres por intolerancia, imbecilidad remanente, ignorancia, miseria, suciedad, indolencia, pesimismo, etc., etcétera, está en los diferentes países en razón directa de la antigüedad y de la inmovilidad de sus respectivas creencias sobre el universo y la vida, que les impiden llegar sucesivamente a mejores procedimientos de disminuir el mal y aumentar el bien. Basta recordar que la peste humana, que puede ser detenida con sólo matar ratones desde que se ha encontrado su bacilo, aniquiló la cuarta parte de la población de la Europa, cuando las epidemias eran combatidas con rogativas y procesiones, en el siglo XIV.

Las creencias son así un producto fatalmente pasajero del entendimiento humano en crecimiento incesante desde que se puso en marcha huyendo del mal y buscando el bien. Todo lo que ha sido materia de los terrores y de las esperanzas de los hombres en una época o en un estado de la evolución progresiva de la humanidad civilizada, ha perdido su valor en las subsiguientes. En el árbol de la vida síquica, las hojas envejecen también, se secan, se caen y son reemplazadas por otras en la subsiguiente primavera del espíritu. En la inmensidad del tiempo, toda teoría de la vida es como la paja que lleva el viento, como el árbol que crece en el suelo y que no puede instituirse por sí mismo en ejemplar único y definitivo del reino vegetal sobre la tierra.

EL MENSAJE DE LA ESFINGE

El primer rompecabezas en que se estrellaron los primeros caviladores ansiosos de saber misterios interrogando a la Esfinge, fue, sin duda, el fenómeno siempre imponente y universal de la muerte. Y una vez asomados al "agujero de sombra", y puestos a resolver el insoluble enigma, el deseo de ser y la imposibilidad de pensarse no siendo, les llevaron fatalmente a imaginarse una continuación ulterior de la vida.

Y aquí fue Troya, pues la emigración de los habitantes de las tumbas y la invasión del mundo de los vivos por los muertos, que se enseñoreaban de todas las cosas y de todas las gentes, esparciendo sobre los dominios de la vida las fatídicas tinieblas del reino de la nada, empezó entonces, y no ha concluido aún, sino para una feliz minoría de afortunados que ha conseguido ya escapar a la incontrarrestable tiranía de los potentados de la eternidad y a la abrumadora carga de sus representantes en la actualidad.

El hombre también había sacado un mundo de la nada, mejor dicho, una trinidad de mundos fantásticos, lamentablemente absurdos, inicuos, atroces, con un desván o entresuelo complementario para los cretinos y los recién nacidos: el mundo de los eternamente felices, el de los temporalmente desgraciados y el de los eternamente felices, mundos de muertos resucitados que se convierten en señores invisibles, intangibles, ubicuos y omnipotentes para el bien y el mal de los vivos, en dioses, semidioses, ángeles, demonios, penitentes y condenados en reclusión o en ambulación.

Desde luego, los hombres que siguen viviendo después de muertos siguen siendo capaces de hacer bienes y males – pues esto es la característica de la vida – y estando ya fuera del alcance de los medios defensivos y represivos, no quedaba más remedio inmediato que encerrarlos bajo la tierra, clavados por el centro del pecho con una sólida estaca o asegurados con una piedra pesada sobre la fosa, para que no pudieran salir a molestar a los vivos con sus rencores insaciados o sus venganzas pendientes, que fue el lejano origen de los mausoleos modernos, según Grant Allen, o, finalmente, enterrarlos "en sagrado" y hartarlos de responsos, misas, novenas y rosarios, para que el ánima del muerto no salga en fantasma errante a penar por este mundo, hambrienta de oraciones de sus deudos, amigos y conocidos, para conseguir indulgencias en el otro.

Pero los que no eran enterrados quedaban sueltos, y todas las precauciones posibles eran naturalmente ineficaces para sujetar a los ultrapoderosos, que resucitaban quand même, y removiendo las losas salían de su sepulcro, y subían al empíreo o descendían al infierno, desde donde llegaban a ser más poderosos aún, y más caprichosos, rencorosos y vengativos todavía. Y del temor póstumo a los fuertes, supuestos coexistiendo con los débiles en una forma o manera aún más irresistible y peligrosa para éstos, nació el culto de los dominadores muertos, y el carácter sagrado de sus descendientes directos, considerados naturalmente como intermediarios más eficaces para suplicarles auxilio y favores en los trances difíciles.

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