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Legends, Tales and Poems
–Y Garcés ¿dónde esta? preguntó Constanza notando que su montero no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.
–No sabemos, se apresuraron á contestar los otros servidores; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y esta es la hora en que todavía no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
–Perdonadme, señora, exclamó, dirigiéndose á Constanza; perdonadme si he faltado un momento á mi obligación; pero allá de donde vengo á todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me, ocupaba en serviros.
–¿En servirme? repitió Constanza; no comprendo lo que quieres decir.
–Sí, señora; en serviros, repitió el joven, pues he averiguado que es verdad que la corza blanca existe. Á mas de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva ó muerta, os la traeré al castillo.
–¡Bah!… ¡Bah!… exclamo Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro á sus palabras las risas más ó menos disimuladas de los circunstantes; déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar á los simples, y si te empeñas en andarle á los talones, va á dar que reir contigo como con el pobre Esteban.
–Señora, interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus companeros, yo no me he visto nunca con el diablo, y por consiguiente, no sé todavía como las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reir, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó á decir en el mismo tono:
–¿Y si al dispararla te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, ó se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?
–¡Oh! exclamó Garcés, en cuanto á eso estad segura que como yo la topase á tiro de ballesta, aunque me hiciese más monos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín como el abad de Munilla,[1] no se iba[2] sin un arpón en el cuerpo.
[Footnote 1: Munilla. A town of 1170 inhabitants situated in the province of Logroño to the west of the town of Arnedillo on the Cidacos. Munilla was a place of considerable importance at the time in which the events of this story are supposed to have occurred.]
[Footnote 2: no se iba = 'it would not escape.' See p. 108, note 3]
En este punto del diálogo, terció don Dionís, y con una desesperante gravedad á través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó á darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos á boca con el demonio convertido en corza blanca.
Á cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía á reir como una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación prolongóse esta escena, en que la credulidad del joven montero fué, por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron á sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si á pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito, o desistiría completamente de la empresa.
–¡Qué diantre! exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba: mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario es verdad lo que nos ha contado Esteban … ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberla[1] hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela á la espalda se dirigió á la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
[Footnote 1: la. See p. 20, note 2.]
Cuando Garcés llego á la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba á remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.
Á fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto á propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un gran rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapose en un ribazo junto á unos chopos de copas elevadas y obscuras, á cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar á un hombre echado en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo á entrar en la cañada por una vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban su orilla, ó jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno su flotante sombra, dejaba penetrar á intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.
Todo permanecía á su alrededor sumido en una profunda calma.
Poco á poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara á dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen á sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones comenzó á sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves é indecisas.
Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cosa de dos horas ó tres haría[1] ya que el joven montero roncaba á pierna suelta, disfrutando á todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado; é incorporóse á medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.
[Footnote 1: haría = 'it must have been.' See p. 5, note 2, and p. 26, note 1.]
En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reian ó cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabia tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor solo se dejó oir un instante, y después todo volvió á quedar en silencio.
–Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal, exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oir no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba á reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó á oir el eco distante de aquellas misteriosas voces, que acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas, cantaban asi:
CORO
«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.
»Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.
»El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
»Reina de las ondinas,[1] sigue nuestros pasos.
[Footnote 1: ondinas = 'undines.' Female water-sprites, without souls. They form one branch of the elemental spirits (see p. 24, note 2, and p. 47, note 1). Read Fouqué's romantic novel entitled Undine.]
»Ven á mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.
»Ven á embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.
»Ven á gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vió aparecer las corzas que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como á escuchar otras, jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente á la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.
Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando á correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el obscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto á ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era, que prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.
Á medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó á comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante solo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fué á situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite, esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, á fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó á escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate á golpes ó se agita con violencia, Garcés comenzó á levantarse poquito á poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose á tientas de que el arma estaba preparada, dió un paso hacia adelante, alargó el cuello por cima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, á par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible é involuntario grito de asombro.
La luna que había ido remontandose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río y hacía ver los objetos como á través de una gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vió Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales, unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban á la codiciosa vista el tesoro de sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza á transparentarse á través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante á la que se ofrecía en aquel punto á los ojos del atónito Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo, suspendidas de los árboles ó arrojadas con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían á su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor á medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinites círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente de un río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los azules ojos adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquellas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, é hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne, y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver á la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado á otro, sin saber dónde fijarse, hasta que sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas á cual más bellas, que la ayudaban á despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones, la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya á dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda, no: suyos eran aquellos ojos obscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban á amortiguar la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante cabellera, que después de coronar su frente se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin, aquel cuello airoso, que sostenía su languida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que el había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir, y que á la mañana blanquean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase á los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente á cantar estas palabras con una melodia dulcísima:
CORO
«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.
»Silfos[1] invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, y venid en vuestros carros de nácar al que vuelan uncidas las mariposas.
[Footnote 1: The spirits mentioned here belong to the race of sub-human intelligences known in the old magical doctrine as elemental or elementary spirits, "who are formally grouped into four broad species. The air is inhabited by the amiable race of Sylphs, the sea by the delightful and beautiful Undines, the earth by the industrious race of swarthy Gnomes, and the fire by the exalted and glorious nation of Salamanders, who are supreme in the elementary hierarchy. There is a close analogy in the natures of all these intelligences with the more lofty constitution of certain angelical choirs.... the Seraphim, Virtues, and Powers (being) of a fiery character, the Cherubim terrestrial, the Thrones and Archangels aquatic, while the Dominations and Principalities are aerial." A. E. Waite, The Occult Sciences, London, 1891, p. 37. The elementary spirits are believed to be without souls. "Sometimes, however, an elementary spirit procures a soul by means of a loving union with one of the human race. At other times, the reverse happens, and the soul of the mortal is lost, who, leaving the haunts of men, associates with those soulless, but often amiable and affectionate beings." Idem, pp. 35–36. See p. 24, note 2, and p. 43, note 1.]
»Larvas de las fuentes,[1] abandonad el lecho de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.
[Footnote 1: See p. 47, note 1.]
»Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras,[1] venid!
[Footnote 1: These insects figure frequently in popular mythology. Consult de Gubematis, Zoological Mythology, London, 1872, 2 vols.]
»Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.
»Venid, que ya el astro protector de los misterios[1] brilla en la plenitud de su hermosura.
[Footnote 1: The moon.]
»Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
»Venid, que las que os aman os esperan impacientes.»
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oir aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo á un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvanecióse todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vió ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando á todo correr la trocha del monte.
–¡Oh! bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo, exclamó entonces el montero; pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.
Y en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés le encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba á herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciendole: —Garcés ¿qué haces?—El joven vaciló, y después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado á la sola idea de haber podido herir á su amante. Una sonora y estridente carcajada vino á sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huír ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.
–¡Ah! condenado engendro de Satanás, dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible: pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue á perderse en la obscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.
–¡Dios mío! exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos. ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que le pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no caer á tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí á su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.
LA AJORCA DEL ORO
I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada á la que soñamos en los ángeles, y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio á algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
Él la amaba: la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja á la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres[1] del mundo.
[Footnote 1: This cynical view of women is repeated in some of Becquer's verses, and may not unlikely have been caused by a bitter personal experience, as the love-story embodied in the poems seems to suggest.]
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.
Ella se llamaba María Antunez.
Él Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos[1], y los dos vivían en la misma ciudad que los vió nacer.
[Footnote 1: toledanos—'of Toledo.' Toledo is the capital of a province of the same name. It is situated on the Tagus not far to the south of Madrid. "The city was the ancient capital of the Carpetani, and was conquered by the Romans about 193 B.C. It was the capital of the West-Gothic realm;… was the second city in the country under the Moorish rule; was taken by Alfonso VI of Castile and Leon in 1085;… and was the capital of Castile until superseded by Madrid in the sixteenth century." Century Dict. Population (1900) 23,375. Within its walls it presents the appearance of a Moorish city with huddled dwellings and narrow, crooked streets, which afford but scanty room even for the foot passenger. Viewed from without it is unrivaled for stern picturesqueness. "The city lies on a swelling granite hill in the form of a horseshoe, cut out, as it were, by the deep gorge of the Tagus from the mass of mountains to the south. On the north it is connected with the great plain of Castile by a narrow isthmus. At all other points the sides of the rocky eminence are steep and inaccessible." (Baedeker.) "Toledo, on its hillside, with the tawny half-circle of the Tagus at its feet, has the color, the roughness, the haughty poverty of the sierra on which it is built, and whose strong articulations from the very first produce an impression of energy and passion." (Quoted from M. Maurice Barrès in Hannah Lynch's Toledo, London, 1903, p. 3.)]
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.
II
Él la encontró un día llorando y le pregunto:—¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió á llorar.