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El contrato didáctico
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El contrato didáctico

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Tal efecto forma parte de los llamados de ruptura del ­contrato didáctico (Brousseau, 1988; Chevallard, 1988a): si el estudiante se da cuenta de lo absurdo del problema ­propuesto, necesita hacerse cargo personalmente de una ruptura del contrato didáctico, para poder contestar que el problema no se puede resolver. En efecto, esta nueva situación contrasta con todas sus expectativas, con todos sus hábitos, con todas las cláusulas puestas en el ámbito de las situaciones didácticas.

El contrato es necesario para dar esperanza, pero es ilusorio.

Este será fatalmente roto: el saber no es lo que se puede suponer antes. El aprendizaje lleva a una renuncia de lo que se creía antes, a lo que la ignorancia hacía suponer. En realidad aquí se insertan al menos otras dos problemáticas conectadas entre sí y vinculadas con el contrato didáctico, pero autónomas, que trataremos de describir rápidamente.

La primera la decimos siguiendo las palabras y las preguntas que se plantean Perret-Clermont, Schubauer-Leoni y Trognon (1992):

Frente a los enunciados de problemas, los estudiantes se han […] acostumbrado a no poner en discusión la legitimidad o la pertinencia de las preguntas del docente, y eso les permite por otra parte funcionar más económicamente teniendo ‘de manera natural’ confianza en el adulto. De acuerdo con esta lógica todo problema tiene solución y además una solución ligada a los datos presentes en el enunciado. Frente a un problema que no tiene solución, ¿Cómo se comportará el estudiante? Confrontado por la costumbre constantemente repetida de un “contrato didáctico” según el cual el docente no tiene como objetivo ‘engañar’ al estudiante poniéndole un problema sin solución, el estudiante que cree haber descubierto un fraude en la pregunta del docente, ¿Denunciará la ruptura del pacto en nombre de la lógica del problema? o ¿Asumirá sobre si [sic] mismo la ruptura del contrato, dando en todo caso una respuesta, cueste lo que cueste, aunque sabe desde el inicio que no es correcta o que por lo menos es dudosa? Ahora, el estudio del comportamiento del estudiante frente a problemas a los cuales no se puede dar una respuesta tiene ya una historia en sí misma y una ­bibliografía inmensa (sobre algún aspecto de esto regresaremos dentro de poco). Aquí era interesante ver el aspecto que liga: las expectativas del estudiante, sus costumbres convertidas en cláusulas del contrato didáctico y la propuesta de un problema imposible, estudiadas por medio del recurso al ­contrato didáctico.

La segunda problemática se refiere en cambio, más en general, a los modelos conceptuales de “problema” que se hacen los estudiantes. Fundamental con respecto a lo anterior es el largo estudio de Rosetta Zan (1991-1992) ­realizado con niños de primaria, y al cual haremos referencia.7 En primer lugar, parece evidente que los niños distinguen el ­problema real, concreto, el ligado a la vida extra-escolar, del problema escolar: saben que cuando se dice problema en la ­escuela durante la clase de matemática, no se refiere a problemas reales, sino a problemas artificiales, prefabricados, con todas sus características ya codificadas. Además: «para la mayoría, el problema se caracteriza por medio del tipo de ­procedimiento que se usa para la solución: es decir se define implícitamente por la necesidad de realizar operaciones» (Zan, 1991-1992), como bien saben todos los docentes del mundo.

Por lo tanto, lo que caracteriza al problema es la operación que se necesita realizar para resolverlo, agregando elementos estructurales (una situación, algunos datos numéricos que caracterizan la situación) y algunos elementos variables (el tipo de situación, los protagonistas, los objetos).

De lo anterior «emerge […] en modo inequívoco que el problema escolar es para los niños el problema aritmético: ¡solo 2 niños de (grado) quinto (de 123) llevan un ejemplo alternativo, en particular un ejemplo geométrico!» (Zan, 1991-1992).

Es de sumo interés para nuestros objetivos ver cuáles son las respuestas de los niños a la pregunta sobre cuáles son los comportamientos que se deben poner en acto durante la resolución de un problema escolar: «En este punto las ­indicaciones de los niños son unánimes: se necesita leer y releer el texto, razonar, estar tranquilos y trabajar por sí solos» (Zan, 1991-1992); las respuestas revelan normas explícitas de un contrato comportamental, evidentemente ­requeridas (trabajar por sí solos) o sugeridas (leer y releer el texto) por los docentes.

Se ve cómo todo el mundo de la resolución de ­problemas se halla cubierto tanto de cláusulas normativas de los ­contratos didácticos o pedagógicos (las normas y las solicitudes) como de cláusulas implícitas, no dichas por el ­docente, sino creadas poco a poco por los estudiantes sobre la base de recurrencias que han llevado a modelos ­generales de problema, lo que constituye condicionamientos insuperables.

Quizás conviene decir aquí explícitamente que, con base en lo visto hasta ahora, el contrato didáctico no es una realidad estable, estática, establecida de una vez por todas; al contrario, se trata de una realidad en evolución (Chevallard, 1988a, especialmente de la p. 33 en adelante) que se acompaña de la historia de la clase.8

También queremos hacer notar que existe una contradicción entre expectativas y declaraciones explícitas de los estudiantes. Muchos estudiantes declaran que el objetivo por el cual el docente da un problema para resolver es el de verificar si los estudiantes saben razonar, como se atestigua en el estudio de Zan (1991-1992); pero después el problema se identifica con su resolución. Valga para todos la respuesta seca que ha dado un niño cuando, impaciente por los requerimientos acerca del razonamiento seguido, declaró con extrema sinceridad: «Lo importante no es entender sino resolver el problema» (hemos recogido este testimonio con un detallado comentario en D’Amore, 1996b).

En el mismo artículo recordábamos otra situación, en la cual, después de haber dado un problema del tipo “edad del pastor”, revelábamos a los niños que tal problema no podía resolverse, se suscitaba así la reacción de uno de ellos: «Ah, pero así no vale. Cuando el problema no se puede resolver, la docente nos lo dice. Nos lo debías decir también tú».

Parece lícito hacer varios comentarios.

Por un lado, he aquí otro ejemplo de cláusula no explícita sino creada por la usanza, por el hábito, por la costumbre. «Cuando les doy un problema que no se puede resolver, les advierto, así ponen particular atención», parece haber sugerido (quizás explícitamente) el docente a los niños de este grupo. Eso elimina cualquier factor educativo vinculado a proponer problemas imposibles. Si el docente hubiera incluso solo dicho: «Les advierto que este problema no se puede resolver; a ustedes les pregunto el por qué», habría sido ya otra situación, más educativa.

Otro comentario podría hacerse acerca del sentido que tiene la actividad didáctica de dar en clase problemas de este tipo. Si el objetivo es el de mejorar la calidad de la atención crítica y de la lectura consciente, asegurándose de que: (a) no se instaure el dogmático y restrictivo modelo general de problema evidenciado en el trabajo de Zan (1991-1992); y (b) no se instauren cláusulas no deseadas del contrato didáctico, que podrían ser nocivas;

entonces, advertir a los estudiantes en cada ocasión falsea el objetivo y anula el resultado. Lo ideal es una advertencia general preliminar, si acaso explícita, pero no específica de vez en vez: es decir el estudiante debe saber que le pueden proponer problemas imposibles para resolver y por lo tanto debe saber que será mejor tener los ojos abiertos en cada ocasión.

Resulta espontáneo introducir aquí una nota didáctico-cu­rricular: en programas ministeriales italianos del año 1985 para la escuela primaria italiana se podía leer una invitación explícita a los docentes para que plantearan a los estudiantes problemas en los que faltaran datos, que ­tuvieran datos de más o que tuvieran datos contradictorios. No se trataba de una maldad fraguada por un burócrata obtuso o insensible, sino de una solicitud para eliminar precisamente estas cláusulas nocivas del contrato didáctico y aquellas ideas malsanas acerca de los problemas escolares: como se sabe, los niños por lo general ni siquiera leen el texto de un problema, sino que se limitan a recorrerlo rápidamente, concentrándose en los datos numéricos y buscando intuir el tipo de operación necesario (sobre este punto existe una amplia bibliografía, por ejemplo la reportada en D’Amore, 1993a). Pero si los estudiantes se comportan así, algo o alguien debe haberlos inducido a este comportamiento… Existen ­cláusulas nocivas del contrato didáctico que escaparon al control crítico adulto y que, es más, parecen a veces explícitas.

Hay dos interesantes observaciones por hacer:

1 Los mismos niños, en un contexto diferente al de la clase, a la misma propuesta de problema, no dan ya necesariamente la misma respuesta, sino que ponen en evidencia la incongruencia entre los datos y el ­requerimiento.

2 Los estudiantes de un grupo diferente, en los cuales el docente ha propuesto varias veces a los estudiantes problemas de este tipo, están acostumbrados a estar vigilantes; saben que cuando el docente da un problema para resolver, se necesita analizar bien el texto. En el caso de “el problema del pastor”, los niños contestaron, después de varias sonrisas e intercambios de miradas furtivas entre ellos, con frase irónicas, evidenciando que el problema, tal cual era formulado, no se podía resolver.

Quizás vale la pena observar, de paso, que estas cláusulas y este modelo general de problema forman parte del bagaje cultural del niño también antes de la edad escolar, cuando asisten al preescolar, como hemos probado con una investigación empírica (Baldisserri et al., 1993). (Para todas las cuestiones didácticas concretas ligadas a los problemas en la escuela primaria, en las que aquí no entramos en detalle, remitimos a D’Amore, 1993a, y Martelli et al., 1993).

Para cerrar este apartado, recordamos aún el efecto “edad del capitán” que se puede pensar como una cláusula del contrato didáctico según la cual los datos numéricos presentes en el texto deben tomarse todos (mejor una y solo una vez y posiblemente en el orden en que aparecen) ­(Chevallard, 1988a, especialmente en las pp. 12-13).9

Esto explica el por qué los niños frente a problemas del tipo “del pastor” o “del capitán” no tienen otra posibilidad, ninguna salida: deben contestar usando los datos numéricos. Así, en la prueba del pastor a la que aludimos líneas arriba, los niños sintieron la necesidad de usar los datos numéricos 12 y 6. El único desconcierto era, tal vez, en la elección de la operación por realizar. Ahora, puede ser que la de la adición haya sido una elección casual; pero debe decirse que un niño particularmente vivaz, a nuestra petición de explicar por qué no hizo uso, por ejemplo, de la división, después de un instante de reflexión, explicó: «¡No, es demasiado pequeño!», refiriéndose obviamente a la edad del pastor… Esto quiere decir que una especie de control semántico existe, vigilante: ¿existirá también de manera implícita una especie de control de la coherencia entre todos los elementos en juego? ¿Puede un pastor tener solo 2 años?

Queremos también recordar otra respuesta bastante difundida y que va en la misma dirección; a la pregunta: ¿Cómo razonaste? (o semejantes), algunos niños responden que el pastor tiene 18 años porque desde que nació le regalaron un animal. Se trata, siempre, de dar coherencia a la situación, en el sentido precisado varias veces precedentemente.

Queremos también recordar que la bibliografía internacional acerca de los problemas imposibles es hoy muy rica. Tanto para tener indicaciones metodológicas, como bibliográficas, sugerimos Schubauer-Leoni y Ntamakiliro (1994).

1.3. Más ejemplos y reflexiones acerca del contrato didáctico

En D’Amore (1993a) es relatada una curiosa experiencia. Consideremos el siguiente texto:

Los 18 estudiantes de segundo año quieren hacer una excursión escolar de un día de Bologna a Verona. Deben tomar en cuenta los siguientes datos; 1. Dos de ellos no pueden pagar; 2. De Bologna a Verona hay 120 km; 3. Un autobús para 20 personas cuesta 200.000 liras al día más 500 liras por kilómetro (incluyendo los peajes). ¿Cuánto gastará cada uno?

Inútil decir que se trata de un problema complejo, que se quería efectuar realmente la programación de una excursión, que los estudiantes tendrían que haber discutido el problema y buscado la solución en grupo, etcétera. De hecho, la gran mayoría de los estudiantes, frente a la solución de este problema, por sí mismos cometían un error de manera recurrente: al calcular el gasto de los kilómetros ­recorridos, multiplicaban 500 por 120, sin tomar en cuenta el regreso. Sobre este punto existe una vasta bibliografía que tiende a justificar este hecho. Una de las justificaciones más recurrentes es una especie de olvido estratégico o afectivo: la ida a una excursión es emotivamente un momento fuerte, el regreso, por el contrario, no lo es tanto.

Para buscar entender mejor la cuestión fragmentamos el problema en varias componentes o fases, con tantas “preguntitas” parciales específicas, pero el error se repetía. ­Sugerimos entonces a algunos docentes representar las ­escenas de la ida y del regreso y dibujar los diferentes momentos de la excursión. El caso increíble que encontramos y que se describe en D’Amore (1993a) es el de un niño que dibujó un autobús y debajo de este una doble flecha: en que escribió: «Bologna - Verona 120 km», en la otra «Verona - Bologna 120 km», por lo que existe perfecta consciencia del hecho de que en una excursión existe una ida y un regreso; pero después el mismo niño, al momento de resolver, utiliza de nuevo solo el dato para la ida.

De este problema se han ocupado Castro, Locatello y Meloni (1996). Ellos han verificado cómo los niños no se sienten autorizados a usar un dato que no aparece en el texto. Encontraron niños que, en entrevistas sucesivas a la ejecución del test, puestos frente a la problemática del cálculo del gasto del regreso, afirmaron «… pero si tú querías también el regreso debías escribirlo», «el regreso no me pasó por la cabeza, no existe en el texto una frase para el regreso, era mejor ponerla»; muchos hablan de los datos, de los números: «Para resolver se deben usar los números del problema» (es decir los datos que aparecen explícitamente en el texto) (Castro, Locatello & Meloni, 1996). El análisis hecho por estos Autores es muy detallado y a este remito a quien estuviera interesado; me interesa poner en evidencia otra consideración que surge de estos estudios sobre el contrato didáctico: cuenta poco el sentido de lo pedido, lo que cuenta es hacer uso de los datos numéricos explícitamente propuestos como tales.

En este sentido se puede leer el comportamiento de los estudiantes frente a un célebre problema de Alan Schoenfeld (1987a): «Un autobús del ejercito transporta 36 soldados. Si 1128 soldados deben transportarse en autobús al campo de entrenamiento, ¿Cuántos autobuses deben usarse?». Es bien conocido que de los 45000 estudiantes de quince años estudiados por Schoenfeld, solo menos de un cuarto (el 23%) logró dar la respuesta esperada: 32. El objetivo declarado por el autor en este artículo era discutir sobre metacognición (tema sobre el cual regresaremos más adelante).

A distancia de varios años quisimos analizar de nuevo la misma situación (D’Amore & Martini, 1997) y hallamos algunas novedades. La prueba se desarrolló en varios niveles escolares, dando la libertad a los estudiantes de usar o no la calculadora. Tuvimos muchas respuestas del tipo: 31.333333 sobre todo por parte de quien usaba la calculadora; otras respuestas fueron: 31,3 y 31.3. El control semántico, cuando existe, lleva a algunos a escribir 31 (los autobuses «no se pueden partir»), pero muy pocos se sienten autorizados a escribir 32.

Nuestro trabajo es complejo, porque analiza varias cuestiones. Pero aquí solo queremos evidenciar algunas cláusulas de contrato didáctico:

El estudiante no se siente autorizado a escribir lo que no aparece: si incluso hace un control semántico acerca de los autobuses como objetos no divisibles en partes, eso no lo autoriza a escribir 32; existe incluso quien no se siente ­autorizado ¡ni siquiera a escribir 31! No se puede hablar simplemente de “error” por parte del estudiante, a menos que no se entienda por este la incapacidad de controlar, una vez obtenida la respuesta, si es semánticamente coherente con la pregunta propuesta; pero entonces se activa otro mecanismo: el estudiante no está dispuesto a admitir el haber cometido un error y prefiere hablar de un “truco”, de una “trampa”; para el estudiante un error matemático o en matemática, es un error de cálculo o asimilable a un error de cálculo, no de tipo semántico.

Una cláusula del contrato didáctico que entra en juego es la que llamamos: de delegación formal; el estudiante lee el texto, decide que la operación a efectuar es la división y que los números con los cuales debe operar son, en ese orden, 1128 y 36; a este punto aparece la cláusula de la delegación formal: ya no le corresponde al estudiante razonar y controlar; sea que haga los cálculos a mano, tanto más si se hace uso de la calculadora, se instaura la cláusula de delegación formal que lleva al estudiante a desentenderse de las ­facultades racionales, críticas, de control: el empeño del estudiante se terminó y ahora es responsabilidad del algoritmo o mejor aún de la máquina; la tarea sucesiva del estudiante será la de transcribir el resultado, cualquier cosa sea y sin importar lo que esta signifique.

Por otra parte, que el estudiante no tenga interés en controlar las incoherencias internas de su propia operatoria ha sido ya muchas veces puesto en evidencia por la ­investigación internacional; véanse al respecto los trabajos de Schoenfeld (1985), Tirosh (1990), Tsamir y Tirosh (1997), D’Amore y Martini (1998).

1.4. Un ulterior ejemplo

Estudios profundos acerca del contrato didáctico han permitido revelar precisamente que los niños y los jóvenes tienen expectativas particulares, esquemas generales, comportamientos que nada tienen que ver en estricto sentido con la matemática, pero que dependen del contrato didáctico instaurado en clase.

Veamos un ulterior ejemplo, aún relativo a una investigación sobre los problemas con falta de datos y sobre las actitudes de los estudiantes frente a problemas de este tipo (D’Amore & Sandri, 1988). Se presenta un texto propuesto en 3º grado de escuela primaria (estudiantes de 8-9 años) y en 7° grado (estudiantes de 12-13 años): «Giovanna y Paola van al mercado; Giovanna gasta ١٠٠٠٠ liras y Paola gasta 20000 liras. Al final ¿Quién tiene más dinero en la bolsa, Giovanna o Paola?».

He aquí un prototipo del patrón de respuestas más difundidas en 3º grado de primaria; escogemos el protocolo de respuesta de Stefanía, que citamos exactamente como lo redactó la estudiante:

Stefanía:

En la bolsa le queda más dinero a Giovanna

30 – 10 = 20

10 × 10 = 100

La respuesta «Giovanna» (58.4% de tales respuestas en 3º grado de escuela primaria) se justifica por el hecho que (como ya hemos abundantemente ilustrado) el estudiante considera que, si el docente da un problema, debe poderse resolver; por lo que, aunque se debiese dar cuenta que falta el dato de la cantidad inicial, se lo inventa implícitamente como sigue: «Este problema debe poder resolverse; por lo que, quizás Giovanna y Paola salieron con la misma cantidad». En ese caso la respuesta es correcta: Giovanna gasta menos y por lo tanto le queda más dinero, y eso justifica la primera parte escrita (en palabras) de la respuesta de Stefania. Después de esto se activa otro mecanismo ligado a otra cláusula (del tipo: imagen de la matemática, expectativas presupuestas por parte del docente): «No puede bastar esto, en matemática se debe siempre calcular, la docente lo espera de seguro». A ese punto, el control crítico fracasa y, como hemos visto, cualquier cálculo está bien…

Hemos llamado a esta cláusula del contrato didáctico: exigencia de la justificación formal (EJF), estudiándola en varios detalles.

Tal cláusula Ejf se manifiesta frecuentemente también en la escuela secundaria (de 6° a 8° grado). El porcentaje de respuestas «Giovanna» baja del 58.4% (de 3º grado de escuela primaria) al 24.4% (7° grado); pero solo el 63.5% de los estudiantes de 7° grado revela en algún modo la imposibilidad de dar una respuesta; por lo que el 36.5% da una respuesta: más de la tercera parte de cada grupo.

He aquí un prototipo de respuesta dada al mismo problema en 7° grado; seleccionamos el protocolo de respuesta de una estudiante, reportándolo exactamente como la produjo.

Silvia:

Para mí, quien tiene más dinero en la bolsa es Giovanna [después corregido a Paola]

Porque:

Giovanna gasta 10.000 mientras que Paola gasta 20.000

10.000Giovanna20.00Paola20000-10000=1000010000 + 10000 = 20000dinero de Giovannadinero de Paola

En el protocolo de Silvia se reconocen en acción las mismas cláusulas del contrato didáctico puestas en marcha en el protocolo de Stefania, pero su análisis es más complejo. En primer lugar, se nota un intento de organización lógica y formal más elaborado. Silvia al inicio escribe «Giovanna» porque razonó como Stefania; pero, después, a causa de la cláusula de EJF, considera tener que producir cálculos; es probable que Silvia se dé cuenta, aunque en modo confuso, que las operaciones que está haciendo se hallan desligadas del problema, las hace solo porque considera tener que hacer algún cálculo. Pero, por cuanto absurdas, termina con asumir tales operaciones como si fueran plausibles; tan es así que, dado que de estos cálculos insensatos obtiene un resultado que contrasta con el dado de forma intuitiva, a este punto prefiere violentar su propia intuición y acepta lo que obtuvo por «vía formal». Los cálculos le dan «Paola» como respuesta y no «Giovanna», como había intuitivamente supuesto al inicio; y por lo tanto cancela «Giovanna» y en su lugar escribe «Paola». No solo la nociva cláusula del contrato didáctico, sobre todo la cláusula EJF, sino también una imagen formal (vacía, nociva) de la matemática ha ganado, derrotando la razón.

Desde nuestro punto de vista este ­ejemplo se revela más bien interesante, en su sencillez, porque en las respuestas dadas por los estudiantes son evidentes, incluso, los signos de la costumbre que se citaba anteriormente (Balacheff, 1988a).

1.5. Diferentes acercamientos a la idea de contrato didáctico

Podemos pensar el contrato didáctico como un ­conjunto de reglas con verdaderas y propias cláusulas, la mayoría de las veces no explícitas y muchas veces –incluso-, no ­realmente existentes, sino creadas por las mentes de los ­personajes involucrados en la acción didáctica, para volver coherente un modelo de escuela, o de vida escolar, o de saber. Estas cláusulas organizan las relaciones entre el ­contenido enseñado, los estudiantes, el docente y las ­expectativas ­(generales o específicas), en el interior del grupo en las clases de matemática.

Otra forma de ver las cosas, también, para comprender mejor los vínculos entre docente, estudiante y saber, nos la ofrece Chevallard (1988b):

Concretamente, docente y estudiantes se hallan juntos (al inicio del año) alrededor de un saber precisamente establecido (por el programa anual). Contrato de enseñanza (que obliga al docente), contrato de aprendizaje (que obliga al estudiante), se sabe que el contrato didáctico “obliga” ­también al saber: está aquí todo el tema de la transposición didáctica del saber que he ya desarrollado en otro momento.10 Además y sobre todo, las cláusulas del contrato organizan las relaciones que estudiantes y docente establecen con el saber. El contrato regula detalladamente la cuestión. Toda noción enseñada, toda tarea propuesta se halla sometida a su legislación.

Ahora, con el pasar de los años, el contrato didáctico, a partir de su idea original, ha sido más y más veces reinterpretado por varios autores, a veces, como declara también Sarrazy (1995), con modalidades y acercamientos incluso muy diferentes entre ellas; algunos de ellos, debe decirse que son más bien diferentes de la idea original, pero forman ahora parte de la literatura.

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